XXV - El almirante Coligny
DEJAREMOS A «PIPEAU» que se ocupe en sus amores, así como a Catho que, en compañía de «La Roja» y Paquita, está preocupada por el misterioso asunto y antes de ver a los Pardaillán que, en la prisión del Temple, esperan la terrible hora en que debe serles aplicado el tormento, conduciremos al Louvre a nuestros lectores.
Desde el 18 de agosto, las fiestas se sucedían unas a otras. Los hugonotes se mostraban radiantes y Catalina les guardaba toda clase de consideraciones.
Únicamente Carlos IX, desconfiado y taciturno, solía pasear por las salas del Louvre una incurable melancolía.
El viernes 22 de agosto muy temprano, por la mañana, el almirante Coligny salió de su hotel de la calle Bethisy en dirección al Louvre. Iba escoltado, como siempre, por cinco o seis caballeros hugonotes y llevaba bajo el brazo un rollo de papeles. Era el plan definitivo de la campaña que se iba a emprender contra los Países Bajos y cuyo mando supremo se le había confiado. El rey debía estudiar aquel plan con el almirante y dar la aprobación definitiva. El estado general de los gastos de la campaña estaba indicado con un detalle y una previsión que probaba la experiencia consumada del anciano jefe hugonote. La caballería estaba reducida en notables proporciones en beneficio de la artillería.
—Si fuera posible —repetía Coligny— no me llevaría más que cañones.
Carlos IX acababa de levantarse, cuando el almirante llegó a las habitaciones del rey, ya invadidas por multitud de cortesanos. Carlos IX estaba aquella mañana de buen humor y en cuanto vio a Coligny se acercó a él y lo estrechó entre sus brazos diciendo:
—Esta noche, padre mío, he soñado que me derrotabais.
—¿Yo, señor?
—Sí, sí, vos mismo.
Pintóse la inquietud en los rostros de los hugonotes presentes, mientras se regocijaban los católicos.
Unos y otros presentían alguna de aquellas bromas a que tan aficionado era Carlos IX, pero el rey, echándose a reír, continuó:
—… Me derrotabais en el juego de pelota. ¿Es posible concebir semejante cosa? A mí, al primer jugador de Francia.
—Y de Navarra, señor —dijo sonriendo Enrique de Bearn—. Todos saben que mi primo es invencible en el juego de pelota.
Carlos IX dirigió una amable sonrisa a Enrique y continuó:
—Almirante, quiero desquitarme de mi sueño. Venid.
—Pero, señor —dijo Coligny—, ya sabe Vuestra Majestad que nunca he cogido una raqueta.
—¡Qué lástima! ¡Yo que quería derrotaros!
—Señor —dijo entonces Teligny—, si Vuestra Majestad lo permite jugaré en lugar del señor almirante, y, en su nombre, aceptaré el desafío.
—¡Por Dios caballero, que sois muy agradable y acepto con gran placer! Almirante, esta tarde hablaremos de cosas serias, porque ya veo por los papeles que lleváis que queréis hacerme trabajar. Ahora excusadme. Venid, señor de Teligny, y vos también, señor de Guisa.
Y el rey, silbando un aire de caza, bajó al juego de pelota seguido de sus cortesanos. Formáronse dos bandos y el partido empezó enseguida, con un pelotazo soberbio del rey, que, verdaderamente, jugaba muy bien.
Coligny habíase quedado en compañía de algunos nobles y el viejo general de galeras La Garde, a quien llamaban familiarmente el capitán Paulin. Antonio Escalin de los Aismars, barón de La Garde, era un soldado de fortuna. Pobre e hijo de padres oscuros, habíase elevado de grado en grado hasta llegar a poseer el de general de galeras, título que corresponde al actual de contraalmirante.
Era un hombre frío, sin escrúpulos, feroz en la batalla, católico acendrado, más por política que por devoción; pero había concebido por Coligny sincera admiración y afecto; se interesaba mucho por la campaña proyectada, esperando conquistar en ella algún nuevo favor del rey.
Coligny le había encargado, especialmente, armar los navíos que deberían emplearse, porque se quería atacar al duque de Alba por tierra y por mar y el viejo La Garde había cumplido su misión con el mayor celo y la flota estaba presta.
¿Acaso aquel hombre había tenido conocimiento de alguna traición o adivinado los proyectos de Catalina? Era probable, pero cortesano inteligente y guerrero sin miedo, guardaba para sí sus impresiones y tenía por costumbre decir a sus familiares:
—Esperemos a que sople el viento, para saber hacia dónde hay que virar.
Coligny tuvo con él larga conversación que duró dos horas.
Ello pasaba en la misma antecámara del rey, junto al antepecho de una ventana hacia donde La Garde había arrastrado un sillón, sobre el cual Coligny desarrolló sus planos. Acabaron por arrodillarse los dos al lado del mueble para examinar mejor el mapa que el almirante tenía extendido y estaban de tal modo abstraídos en su estudio que no vieron a la reina Catalina de Médicis salir de las habitaciones del rey, atravesar la antecámara, mientras era saludada a su paso por entre los nobles presentes, y hundirse en una galería lentamente, pálida y glacial como un espectro.
A partir de la terrible escena de Saint-Germain-L’Auxerrois, Catalina parecía un tanto turbada. Sus resoluciones no eran firmes como antes, y a veces se detenía en los largos paseos que hacía por su oratorio, para murmurar:
—¡Era mi hijo…!
¿Acaso se arrepentía de lo hecho? ¿Acaso empezaba a sentir el remordimiento?
De ser así Catalina debía buscar el modo de apagar sus remordimientos con otros recuerdos más terribles. En efecto, después de pronunciar aquellas palabras en voz baja, apretaba los puños y añadía:
—¡Apresurémonos!
Así, pues, su remordimiento, si tal sentía, le daba más ardiente sed de sangre, semejante al desgraciado a quien los licores fuertes consumen sus entrañas, no hallando más que un remedio para apagar el fuego que lo devora: beber, beber de nuevo y apagar el fuego con el incendio.
Catalina pensaba:
—¡Sangre, más sangre para borrar aquélla! Después de todo, es por Dios. ¡Dios lo quiere! ¡Es necesario acabar!
Aquella mañana, estaba más sombría que nunca, así que se vio sola, desapareció la sonrisa que fingía ante la corte y al pasar por la antecámara dirigió una oblicua mirada a Coligny. Al extremo de la galena y cuando iba a entrar en su oratorio, vio un hombre que la esperaba. Era Maurevert, que se inclinó como para saludarla, murmurando:
—Espero vuestras últimas órdenes, señora.
Catalina miró al extremo de la galería, a la antecámara y vio a Coligny que se levantaba, y enrollaba sus papeles, hablando vivamente con La Garde.
Entonces dijo a Maurevert:
—¡Adelante!
El espadachín se inclinó más profundamente, pues tenía algo que decir. Pensaba en la recomendación que le hiciera el duque de Guisa de herir, pero no matar a Coligny. Maurevert quería conservar el favor del duque, sin desobedecer a la reina. Y dejando aparte la ficción de que era un amigo el que debía disparar sobre el mariscal dijo:
—¿Y si no doy en el blanco, señora?
—Pues bien —dijo la reina tranquilamente—, es necesario insistir.
—Así, pues —insistió el espadachín—, tanto si el almirante muere como si no, ¿los dos prisioneros del Temple me pertenecen?
—Sí, con la condición de que yo asistiré al interrogatorio.
Entonces Catalina entró en sus habitaciones y algunos minutos más tarde Maurevert salió del Louvre.
Ante la ventana de la antecámara, el viejo La Garde decía en aquel momento:
—Señor almirante, si queréis creerme apresurad los últimos preparativos. He guerreado contra vos en Jarnac y en Moncontour e hice lo que pude. Estoy al servicio de la Iglesia Romana y vos al de una congregación enemiga de la mía, pero tengo para vos el afecto que se debe a un jefe ilustre. Permitid que insista, sería necesario que dentro de un mes, cuando más, estuvierais en campaña.
—¡Dentro de un mes, mi querido barón! Decid dentro de diez días y estaréis en lo cierto.
—¡Ah! Tanto mejor —dijo el viejo La Garde con un suspiro de alivio.
Los dos jefes se estrecharon la mano y La Garde bajó al juego de pelota para cumplimentar al rey, cuyos gritos de alegría se oían a cada pelotazo bueno que daba.
Coligny, tras de haber enrollado sus papeles, se los puso bajo el brazo, y haciendo seña a sus amigos, bajó a su vez y salió del Louvre, contestando con una sonrisa a los saludos respetuosos y con alegre gesto a los centinelas del puente levadizo que le rendían los honores.
Maurevert, sin apresurarse, llegó al claustro de Saint-Germain-L’Auxerrois y penetró en una casita, cuyas ventanas de la planta baja estaban enrejadas.
Allí vivía el canónigo Villemur, el cual, desde hacía tres días, abandonó ostensiblemente la casa para ir, según dijo, a la de una parienta que habitaba en Picardía.
La casa pasaba, pues, por deshabitada y el canónigo había despedido por un mes a su criado.
Maurevert entró en ella por una puertecilla que desde dentro abrió una mano misteriosa y llegó muy pronto al comedor que estaba en la planta baja.
—Es la ocasión oportuna —dijo al hombre que le había abierto, que no era otro que el canónigo Villemur.
—Ya lo sabía —dijo éste—. Venid.
Maurevert siguió a su huésped, que le hizo atravesar tres piezas y lo introdujo por fin en un patio que daba a la parte posterior de la casa, rodeado de muros bastante elevados y una puerta que permitía la salida. Villemur la abrió y mostró a Maurevert un camino desierto que iba a parar al Sena.
—Huiréis por ahí —dijo— en ese caballo que está aquí atado.
Y con el dedo señalaba a un vigoroso caballo ensillado y sujeto por la brida a una anilla.
—Monseñor Enrique de Guisa se ha ocupado en vuestra seguridad. Este caballo pertenece a sus cuadras. Tomaréis este sendero, luego iréis hacia la izquierda y bordearéis el Sena. En la puerta de San Antonio os dejarán pasar y entonces os marcharéis a Reims, en donde podréis esperar.
—Bueno, bueno —dijo Maurevert con irónica sonrisa—. ¿Creéis necesario el que huya?
—Creo que en ello va vuestra cabeza —dijo el canónigo con sinceridad.
—Bueno, pues huiré —contestó Maurevert, decidido, sin embargo, a no hacerlo.
Regresaron entonces al comedor y Villemur descolgó de la pared un arcabuz cargado y lo presentó a Maurevert, el cual lo examinó atentamente.
—Buen arma —dijo luego.
—Ahí llega —dijo Villemur no sin alguna emoción.
Maurevert acercóse a la ventana mientras el canónigo retrocedía, pero procurando apostarse en lugar conveniente para observar la escena que iba a tener lugar.
Maurevert había apoyado el cañón del arcabuz en uno de los barrotes de la reja. A su izquierda aparecía un grupo de cinco o seis caballeros y, precediéndolos, Iba Coligny conversando con Clermont conde de Piles, gentilhombre del rey de Navarra: El conde de Piles iba a la izquierda del almirante de modo que éste presentaba a la ventana la parte derecha de su cuerpo.
En aquel momento Maurevert hizo fuego. Hubo en el claustro de Saint-Germain-L’Auxerrois un segundo de estupefacción. Coligny agitaba la mano derecha hacia la ventana. Aquella mano estaba ensangrentada, pues la bala le había llevado el dedo índice.
—¡Asesino! —exclamaron los caballeros hugonotes precipitándose hacia Coligny.
En el mismo instante se oyó otro disparo y aquella vez el almirante resultó con el hombro izquierdo atravesado.
Entonces resonaron gritos en el claustro y las gentes empezaron a hacer corro, pero en cuanto supieron que el almirante Coligny había sido herido, retrocedieron enseguida profiriendo amenazas contra los hugonotes.
Después de su primer disparo, Maurevert dejó a un lado el arma, diciendo:
—¡Torpe de mí! No lo he tocado.
—¡Volved! —dijo Villemur.
—¿Con qué? —preguntó irónicamente Maurevert.
El canónigo, entonces, le presentó otro arcabuz cargado y Maurevert, sin emoción aparente, apuntó con cuidado y lo disparó.
Entonces el almirante cayó.
—Está muerto —dijo el canónigo.
—Creo que sí —contestó el asesino.
—Huid.
—¿Y vos?
—Huid, ¡por Nuestra Señora!
Maurevert obedeció sin apresurarse, a pesar de que en el mismo instante resonaron furiosos golpes en la puerta. Llegó al patio, desató el caballo, montó y se alejó al trote.
Entonces el canónigo descendió rápidamente a la bodega de la casa, levantó una trampa, se hundió en un corredor y subiendo luego una escalera de piedra, llegó a la sacristía de Saint-Germain-L’Auxerrois, en donde estaban reunidos algunos sacerdotes.
Entre ellos reconoció enseguida al obispo Sorbin de Sainte Foi, al cual hizo una seña.
Entonces el obispo levantó los brazos al cielo y todos penetraron en la iglesia, en donde, después de haberse arrodillado, entonaron un Te Deum.
En el claustro reinaba terrible confusión. Los caballeros hugonotes habíanse precipitado contra la ventana, pero la reja era sólida; entonces, mientras unos trataban de hundir la puerta, otros, espada en mano, rodearon nuevamente a Coligny como para hacer frente a un nuevo ataque.
—Avisad al rey —dijo tranquilamente Coligny.
Uno de los caballeros, el barón de Pont, echó a correr hacia el Louvre atravesando los grupos silenciosos y hostiles.
—¡Bien hecho! —gritó una mujer.
Entre tanto, ayudado de sus amigos, Coligny habíase incorporado, pero no podía tenerse en pie y parecía estar a punto de desmayarse.
—¡Una silla! —gritó el conde de Piles—. ¡Por Dios, una silla, un sillón, cualquier cosa!
Las gentes oían tales palabras con aire burlón y nadie se movió. Los hugonotes miráronse atónitos, sintiendo que la ira se apoderaba de ellos.
Entonces dos caballeros unieron sus manos formando una especie de silla en la que sentaron al herido que pasó los brazos por el cuello de los que lo transportaban.
El resto de los hugonotes rodearon aquel grupo en silencio y espada en mano. Los que trataron de hundir la puerta, fueron a reunirse al cortejo que se puso en marcha. Cuando estuvieron a cierta distancia, la multitud se desbandó, riendo, aplaudiendo y gritando:
—¡Mueran los hugonotes!
—¡Tened calma! —decía Coligny, que no se había desvanecido.
Pero sus amigos no lo escuchaban. El conde de Pites lloraba más bien de rabia que de dolor, mientras los otros gritaban:
—¡Han matado al almirante! ¡Han matado a nuestro padre! ¡Venganza!
A cada paso hallaban hugonotes que se reunían al cortejo y viendo al almirante mal herido, desenvainaban su espada, gritando:
—¡Venganza!
Al llegar a la calle de Bethisy, eran doscientos agitando sus espadas, llorando y amenazando a los grupos del pueblo que los miraban pasar.
La nueva del atentado cundió con inaudita rapidez; en menos de una hora, reinó en París gran efervescencia: los burgueses se armaron, organizáronse bailes en todos los barrios, y en otros sitios, algunos sacerdotes encaramados en los guarda-cantones, dijeron que Dios acababa de herir a un enemigo de la Iglesia y que tal cosa era un indicio de su protección; el pueblo los aclamaba y los llevaba en triunfo, gritando al mismo tiempo:
—¡Viva la misa!
En el hotel de Bethisy y en las cercanías habíanse reunido más de mil hugonotes, no dudando que intentarían matar al almirante y decididos a defenderlo tanto como les fuera posible.
Aquella multitud de hidalgos exasperados llenaba el patio del palacio y refluyendo por las puertas abiertas, ocupaba toda la calle. Así transcurrieron dos horas entre gritos, exclamaciones y rumores entrecortados por algunos silencios.
No obstante la calma se restableció paulatinamente y las espadas volvieron a las vainas en cuanto cundió el rumor de que el asesino del almirante era un vulgar malhechor y no un criminal pagado por el canónigo Villemur, como, de pronto, se figuraba la gente, y la calma se convirtió en tranquilidad al saberse que las heridas que el almirante recibiera no eran mortales.
A pesar de aquella calma y tranquilidad, buen número de hugonotes alquilaron en el acto todos los locales vacíos de la calle de Bethisy, para estar dispuestos noche y día a socorrer a su jefe.
Hacia las dos hubo un remolino entre la multitud que continuaba estacionada en la calle, a cuyo extremo acababa de aparecer una litera precedida y seguida por media compañía de arcabuceros.
—¡El rey, el rey!
Todas las cabezas se descubrieron, pero sobreponiéndose a la etiqueta y al respeto, algunos gritaron:
—¡Venganza!
La litera se detuvo un instante antes de entrar en el palacio, y entonces las gentes pudieron ver que en ella iban el rey, Catalina y el duque de Anjou, Carlos IX, pálido, sombrío y agitado, se inclinó hacia el grupo de nobles que tenía más cercano:
—Señores —dijo—, deseo venganza, tanto, como vosotros, por lo menos. Además, estoy obligado a ello, porque el almirante es mi huésped. Tranquilizaos, por lo tanto, porque el criminal será preso y castigado de un modo ejemplar.
Entonces resonaron gritos de «Viva el rey»; las palabras de Carlos IX, transmitidas de boca en boca, entusiasmaron a todos los que ocupaban la calle.
Veamos ahora de qué manera Carlos IX recibió la noticia del atentado.
Estaba en el juego de pelota y dirigía el partido contra el bando opuesto, a la cabeza del cual estaba el señor de Teligny, yerno del almirante, cuando el señor de Pont llegó corriendo muy trastornado y con los ojos llenos de lágrimas.
Olvidando la etiqueta y sin esperar que el rey le interrogara, el barón de Pont exclamó:
—¡Señor! Acaban de asesinar al señor almirante.
Carlos IX, que se preparaba a devolver la pelota, se quedó mudo de estupor.
Al oírlo Teligny, Condé, Enrique de Bearn y algunos otros hugonotes, dirigiéronse inmediatamente al palacio de la calle de Bethisy.
—¡Por Dios! —exclamó el rey al cabo de unos instantes—. ¿Qué nos decís, caballero?
—La verdad, señor, la triste verdad. —Y relató la escena ocurrida ante Saint-Germain-L’Auxerrois.
Carlos arrojó con furia la raqueta al suelo. Luego se puso muy pálido y se echó a reír nerviosamente.
Los cortesanos que lo rodeaban pusiéronse a temblar, porque aquellas extrañas carcajadas significaban siempre, en el rey, una próxima crisis de su mal o, por lo menos, de un acceso de cólera. Aquella vez no se presentó el ataque, pero sí se desencadenó el furor del soberano.
—¡Esto ya es demasiado! —gritó—. No pasa día sin que se mate a alguien. ¡Ah, señores parisienses! ¡Queréis hacer lo que os da la gana y yo, que soy el rey, quiero que se cumpla mi voluntad! He aquí que me matan ahora a los jefes del ejército. ¡Por Dios! Haré un escarmiento tal, que los partidarios de la misa y de Guisa no tendrán más ganas de comer carne de hugonote.
Se detuvo entonces, temiendo haber dicho demasiado, recordando las advertencias de su madre, y regresó precipitadamente al Louvre, ordenando:
—Que vengan enseguida el señor Birague y el señor gran preboste.
Éste último, se hallaba en el Louvre y se presentó inmediatamente al rey, mientras iban en busca del canciller Birague.
—¡Caballero! —dijo Carlos IX al gran preboste—. Os doy tres días de tiempo para prender al asesino del señor almirante Coligny.
—Pero, señor …
—Idos, señor —vociferó el rey—. Tres días, ¿lo oís? Y si no lo halláis, os consideraré cómplice y os procesaré.
El gran preboste se retiró muy asustado.
El canciller Birague llegó al cabo de una hora, durante la cual Carlos IX se paseó febrilmente por su gabinete.
—¡Caballero! —díjole el rey—. ¿Qué penas hemos dictado contra los burgueses que lleven armas?
—Primero, una multa proporcionada a la riqueza del culpable, señor, y luego la prisión.
—Pues bien, caballero. Quiero que hoy mismo publiquéis un edicto que os voy a dictar.
El canciller, inclinado, esperaba y por fin el rey dijo:
Todo portador de armas visibles, como arcabuces, espadas, dagas, pistolas, ballestas, alabardas o picas, será preso y sin formación de causa, encarcelado en la Bastilla por diez años y sus bienes, si los tiene serán confiscados. Todo el que lleve armas bajo la capa, será conducido a las horcas patibularias de su jurisdicción y ahorcado doce horas más tarde, para que pueda hacer penitencia y reconciliarse con Dios si se halla en pecado mortal.
—Señor —dijo Birague—, el edicto será publicado hoy mismo. Pero ¿quiere Vuestra Majestad permitirme una observación?
—Decid, caballero.
—¿Debe comprender el edicto a todos los parisienses sin excepción?
—Sí, caballero, excepción hecha de la nobleza.
—Muy bien, señor, pero debo hacer observar a Vuestra Majestad, que desde hace algún tiempo, no hay parisiense que salga a la calle sin armas.
—¡He aquí lo que prueba el respeto que merecen nuestros mandatos reales! ¿Y vos me lo decís con esa tranquilidad? Por Dios, que es necesario acabar con este estado de cosas. ¿Qué queréis decir, que será difícil detener a todos los parisienses? Pues los prenderemos a todos si es necesario.
Carlos IX añadió con cruel sonrisa:
—Además, no tengáis cuidado, señor caballero. Algunos ejemplos bastarán; dos docenas de ahorcados inspirarán respeto a nuestro mandato. Ahora, idos.
Birague se inclinó y salió.
—Señores —dijo el rey volviéndose hacia sus cortesanos—. Quiero que se ponga buena cara a los hugonotes y que si se desenvaina la espada, sea por nuestro servicio o en bien del reino y no para continuar guerras intestinas. Quiero que todo el mundo sepa que los hugonotes son amigos nuestros. Luego el rey hizo una seña y los cortesanos se apresuraron a salir.
En cuanto se quedó solo, Carlos IX se sentó en un sillón, diciéndose:
—¡Así la peste devorara al que tiró sobre el almirante! He aquí la campaña diferida y mi salvación está en esta guerra que arrastrará lejos del reino a todos los hugonotes de Francia y de Navarra. En cuanto se vayan a guerrear a los Países Bajos, mi tranquilidad estará asegurada y si acaso Coligny me hace traición, como mi madre asegura, el mejor medio de desembarazarme de él y de sus acólitos, es mandarlo lejos del reino. En cuanto se haya marchado, no deberé temer a Enrique de Bearn, que está sujeto por mi hermana, que me quiere, y sólo me quedará Enrique de Guisa, al cual podré anular fácilmente. He aquí mi política, que vale tanto como la del Papa, o sea la de mi madre.
Quedóse algunos instantes pensativo, y luego añadió con amargura:
—Sí, ya no tendría que habérmelas más que con Guisa…, con Guisa y con mi hermano…, el preferido de mi madre …
Carlos IX estuvo dos horas encerrado en su gabinete demostrando con ello el disgusto que le causara el atentado contra Coligny.
Luego, después de comer apresuradamente, hizo decir a su madre y de su hermano de Anjou que se prepararan para acompañarlo a visitar al almirante.
Pocos momentos después la litera se puso en marcha, escoltada por una compañía mandada por Cosseins, el capitán de guardias del rey. Durante todo el trayecto el duque de Anjou y Catalina hablaron con insistencia de un milagro que había tenido lugar en la iglesia de Saint-Germain-L’Auxerrois.
Tres días antes, el martes, por la mañana, el sacristán entró en la iglesia y vio la pila del agua bendita llena de sangre, cuando la víspera lo estaba de agua.
Nadie hubiera podido penetrar en la iglesia durante la noche y, además, ¿quién hubiera sido el sacrílego que se atreviera a echar sangre dentro de la pila de agua bendita? No había duda de que se trataba de un milagro. Y toda aquella sangre fue cuidadosamente recogida en botellitas que se llevaron a la iglesia de Nuestra Señora.
Aquel milagro era consecuencia natural del que tuvo lugar en el convento en que Dios fue hervido.
Allí también el caldero maravilloso apareció lleno de sangre y con tan repetidas manifestaciones era imposible no adivinar la voluntad divina Dios quería sangre.
—No puede ser más claro —dijo el duque de Anjou.
Carlos IX, sombrío y silencioso escucho la conversación preguntándose, tal vez, si no estaba equivocado y si realmente era llegada la ocasión de cumplir los deseos de Dios.
No obstante, cuando la litera llegó ante el palacio de Coligny, el rey dejó a un lado su vacilación e inclinándose pronunció las palabras que hemos citado y que fueron acogidas con frenéticos gritos de «¡Viva el rey!».
Coligny estaba acostado cuando Carlos IX, Enrique de Anjou y Catalina entraron en la estancia. El pálido rostro del herido brilló de alegría. El rey corrió hacia él y abrazándolo, le dijo:
—Espero que el miserable asesino se balanceará muy pronto al extremo de una cuerda y que vuestra preciosa vida no corre peligro.
—Señor —dijo Ambrosio Paré, que estaba cerca de la cama—, respondo de la vida del señor almirante. Dentro de quince días podrá levantarse.
—Señor —dijo a su vez Coligny, la alegría que me causa la prueba de interés que me da mi rey, contribuirá mucho a mi curación.
—Señor almirante —dijo el duque de Anjou—, podéis imaginaros cuánto siento lo sucedido.
—Dios nos conserve al jefe ilustre y al leal servidor en quien hemos puesto toda nuestra confianza —dijo Catalina enjugándose las lágrimas.
Al oír estas palabras hubo en la habitación, llena de hidalgos, Un gran murmullo de satisfacción, y a pesar de las recomendaciones de Ambrosio Paré, gritaron:
—¡Viva el rey! ¡Viva la reina! ¡Viva el duque de Anjou!
Por fin desocuparon la habitación del herido y alrededor de la cama quedaron solamente los tres augustos visitantes, el rey de Navarra, Teligny y su mujer Luisa de Coligny.
La visita se prolongó una hora, al cabo de la cual, el rey se retiró diciendo que volvería el domingo Próximo, o sea dos días después. Las mismas aclamaciones acogieron a Carlos IX cuando apareció en el patio.
—Señor de Cosseins —dijo en voz bastante alta para que todos pudieran oírlo.
—Señor —dijo el capitán de guardias acercándose en el momento en que el rey entraba en la litera con su madre y hermano.
—¿Cuántos hombres tenéis con vos?
—Una compañía, señor.
—Bueno, ¿os bastan para defender el palacio, en caso de ataque?
—Señor, con mi compañía resistiría a tres mil hombres bien organizados.
—Bueno, quedaos aquí a guardar el palacio y me respondéis de la vida del almirante con la vuestra.
—¿Pero quién os acompañará al Louvre, señor?
Carlos entonces señaló con la mano los hugonotes que llenaban el patio.
—Estos dignos caballeros no tendrán inconveniente, según espero, en escoltarme y puedo afirmar que nunca habré ido tan bien acompañado.
Oyéronse entonces entusiastas vivas y aclamaciones. Carlos IX estaba radiante de alegría. Catalina cambió rápida mirada con el duque de Anjou y disimulando su alegría, murmuró:
—Ésta es una inspiración divina.
—¿No es verdad, madre? —exclamó Carlos IX—. ¿No es verdad que es buena idea que el rey de Francia deje sus guardias al almirante herido?
—Es admirable, hijo mío —contestó Catalina con sinceridad, pues en efecto, el palacio de Coligny quedaba así vacío de hugonotes y ocupado, en cambio, por Cosseins, a quien la reina se jactaba de hacer obedecer a la menor señal.
Los hugonotes se organizaron enseguida para escoltar al rey. Desenvainaron la espada y se pusieron en fila como los soldados en la parada.
Y así fue cómo rodeado de un millar de hugonotes y vitoreado con entusiasmo, el rey entró en el Louvre.
Por la noche, hubo en el palacio una gran fiesta para celebrar el resultado del atentado que estuvo a punto de ser fatal al almirante. El rey, verdaderamente alegre, anunció que la campaña proyectada empezaría en cuanto Coligny estuviera restablecido, es decir, al cabo de diez días. Luego quiso jugar a un nuevo juego de naipes que se acababa de inventar y perdió contra el Bearnés doscientos escudos, que pagó riendo con toda su alma.
El rey de Navarra los embolsó satisfecho, diciendo a su mujer:
—Si esto continúa, amiga mía, seremos ricos, cosa que me cambiará bastante.
Margarita miró a su alrededor con inquietud y murmuró:
—Señor, tened cuidado.
—¿De qué? Carlos me quiere, estoy seguro.
—Tal vez sí, pero mirad a la reina. Nunca la vi tan sonriente. Tened cuidado, señor.
Catalina de Médicis estaba, en efecto, muy contenta. A las diez se retiró a sus habitaciones diciendo en voz alta:
—¡Buenas noches, señores de la Reforma! Voy a rogar por vosotros.
Y a las doce todo parecía dormir en el Louvre.