XXXI - Los misterios de la reencarnacion
EN AQUELLOS MOMENTOS, es decir, entre las dos y las tres de la madrugada, se desarrollaba en el Temple una escena espantosa, teniendo por personajes únicos al viejo Pardaillán y su hijo.
Pero, para presentar esta escena al lector con su horror extraordinario, deberemos fijarnos por algunos momentos en los hechos y gestos de un personaje sobre el cual nos será preciso concentrar toda nuestra atención.
Ese personaje era Ruggieri, el astrólogo de la reina.
Ruggieri era, sin duda, el hombre más convencido de la corte de Francia. Tenía fe. Creía profunda y sinceramente en la posibilidad de lo Absoluto. ¿Era un loco? Es posible, pero sin darlo como cierto. ¿Qué hombre, por otra parte, no ha sido tentado por la idea de lo Absoluto? En nuestros días, Ruggieri hubiera sido uno de esos sabios apacibles que se apasionan por los descubrimientos de las ciencias naturales. Ruggieri llevaba en él, el misterio de la Edad Media que agonizaba. Nacido en Florencia, era tal vez hijo de alguna maga siria o egipcia que le había transmitido el amor hacia los estudios esotéricos.
La alquimia y la astrología eran la doble e incesante preocupación de aquel hombre. Buscando la piedra filosofal y mariposeando y combinando cuerpos químicos, Ruggieri había hallado temibles venenos, deliciosos perfumes y cosméticos maravillosos. Pero tales descubrimientos eran insignificantes para él.
Por medio de la astrología, buscaba en las estrellas lo que la noche de los tiempos oculta con sus velos. Más es necesario hacer notar que, para Ruggieri, la piedra filosofal y el conocimiento de lo porvenir, por mediación de los astros, no eran más que dos formas de lo Absoluto. Sus estudios esotéricos comprendían otra forma, y era el descubrimiento de la inmortalidad del hombre.
De modo que el ensueño fabuloso que obsesionaba aquel cerebro era la omnipotencia por la riqueza infinita; la ciencia absoluta por el conocimiento de lo porvenir y el perfecto goce de la vida por la inmortalidad.
Aquel hombre que temblaba ante Catalina, la cual, después de todo, no era más que alumna suya, aquel hombre desmayado y tímido ante los grandes, habíase entregado a abominables tareas para complacer a la vieja reina, pero, en cambio, en su laboratorio se convertía en gigante. Entonces, bien porque el exceso del trabajo lo condujera a las puertas de la locura, o porque el orgullo de sus precedentes descubrimientos lo cegara, lo cierto es que su espíritu desplegaba poderosas alas y se lanzaba a los abismos de lo insondable.
Cuando estaba fatigado de mirar al cielo, se dedicaba de nuevo a la química, y si, por fin, se cansaba de mirar los crisoles, se las había con la Muerte.
E inclinado sobre el cadáver de algún ajusticiado que había comprado al verdugo, buscaba el medio de resucitarlo.
—¿Qué es el corazón? —pensaba—. Un péndulo. ¿Qué la sangre? La que lleva la vida de una parte a otra. He aquí un cuerpo. La sangre está en él, es decir, el vehículo de la vida, así como el corazón regulador necesario de los movimientos de la vida. Nervios, músculos, carne, cerebro, todo está igual. Este cuerpo, tal como está ahora, vivía esta mañana. Ha bastado que una cuerda le haya oprimido el cuello, para convertirlo en cadáver. Por lo demás, se halla en el mismo estado que antes de ser ahorcado. ¿Qué materia falta a este cuerpo? Evidentemente, el cuerpo astral que ponía en movimiento al péndulo y transportaba la vida a través de las venas. Lo que yo llamo muerte no es más que la separación del cuerpo astral y del cuerpo material. He aquí el cuerpo material inerte y a punto de descomponerse, pero el cuerpo astral que lo ha abandonado vive en alguna parte y cerca de aquí sin duda. ¿De qué se trata, pues? De obligar a este cuerpo astral a reencarnarse en este cuerpo material. Esto es todo. Si encuentro el conjuro o el encanto que fuerce al cuerpo astral a entrar de nuevo en esta envoltura, este hombre será resucitado. Y una vez hallado esto, ¿no hallaré igualmente, al mismo tiempo, el medio de obligar al cuerpo astral a no abandonar nunca el cuerpo material? Y esto sería la inmortalidad.
Soñando así, Ruggieri modelaba una estatuilla de cera, que representaba a sus ojos el cuerpo astral del cadáver, y sobre aquel simulacro ensayaba sus conjuros.
Algunas veces le pareció ver estremecerse el cadáver como pronto a despertarse, pero la ilusión desaparecía enseguida. En fuerza de examinar el problema en todas sus fases, un día se dio un golpe en la frente, exclamando:
—¡Qué error! Digo que la sangre está en el cadáver y está, en efecto, pero no líquida, sino coagulada y, por lo tanto, ya no puede distribuir la vida. Será necesario, pues, que al primer cadáver que compre, le transfunda la sangre de un cuerpo vivo, antes de empezar ningún conjuro.
Ahora que hemos completado el retrato de Ruggieri, rogaremos al lector transportarse a cinco días antes, al momento en que el grupo de hombres que hemos señalado en su tiempo oportuno, penetró en la iglesia de Saint-Germain-L’Auxerrois y se llevó el cadáver.
Catalina habíase mostrado generosa. A Panigarola le dejó el cadáver de Alicia y a Ruggieri le mandó el de su hijo. Ruggieri esperaba, en efecto, fuera de la iglesia, y cuando vio a los hombres que se llevaban a Marillac muerto, se acercó y pronunció algunas palabras. Luego hizo un signo y empezaron a seguirlo.
Una vez hubo llegado a la calle de la Hache, Ruggieri se detuvo no lejos de la casa en que habitara Alicia de Lux, y habiendo depositado el cadáver en el suelo, mandó a los que lo llevaban que se retirasen. Seguro de que aquellos hombres se habían marchado y no lo espiaban para saber dónde estaba, fue a abrir una puertecita baja practicada en la torré expresamente para él. Hecho esto, volvió al cadáver y con dificultad lo levantó y lo transportó, o mejor dicho, lo arrastró hasta los jardines. Cerró entonces la puerta, cargó el lúgubre fardo sobre sus hombros, y llegó, por fin, a la casita que ya hemos descrito, en que estaban sus laboratorios.
Cuando el cuerpo estuvo extendido sobre una gran mesa de mármol, cuando Ruggieri lo hubo desnudado y lavado cuidadosamente, su primer cuidado fue Inyectarle algunos líquidos destinados a impedir toda descomposición, por lo menos durante algunos días, cosa muy sencilla para aquel creador de venenos. Una vez concluidas estas manipulaciones, observó que era ya de día, pero no apagó las luces que había encendido, sino que, por el contrario, corrió herméticamente las cortinas a fin de crear una noche ficticia en su laboratorio.
Fue entonces a sentarse al lado de la mesa de mármol, en la que se apoyó de codos y examinó el cuerpo de su hijo. Estaba acribillado de puñaladas, algunas de las cuales habían atravesado órganos vitales; el pecho, los hombros y el cuello estaban llenos de heridas entreabiertas. La cabeza conservaba notable serenidad. Evidentemente, Marillac no se había dado cuenta de que lo mataban. La primera puñalada que le había sido asestada en el momento en que se dirigía a Alicia, lo había matado repentinamente. Los párpados estaban entreabiertos. Ruggieri intentó inútilmente cerrarlos, y en vista de que no podía, cubrió el rostro del cadáver con un pañuelo de fina batista perfumada que halló en el jubón del muerto y que llevaba la cifra de Alicia. Probablemente era uno de esos recuerdos que los amantes gustan de poner sobre el corazón en recuerdo de la persona amada.
Ruggieri no sentía ninguna emoción, porque el dolor del padre desaparecía ante el esfuerzo cerebral del sabio, que debía de ser enorme, porque durante muchas horas seguidas el mago permaneció inmóvil, como petrificado. Estaba, además, tan pálido como el cadáver que estudiaba, pero sus ojos brillaban ardientemente. En un momento de aquella siniestra meditación, murmuró algunas palabras.
—Se ha desangrado, cosa que simplifica la operación. Coseré todas estas heridas, exceptuando una, la que ha abierto la carótida. Por ahí haré la transfusión.
Al cabo de un rato de meditación, continuó:
—¿No fue Nostradamus el que me afirmó que había obligado al cuerpo astral de uno de sus hijos a permanecer a su lado durante más de un mes? ¿Y yo mismo no he visto en varias ocasiones estremecerse los cadáveres que quería reanimar? Tal vez el cuerpo astral estaba allí y trataba de reintegrarse a su vivienda camal. ¿Qué habrá impedido que la resurrección se llevara a cabo y la reencarnación fuera completa? Sin duda muy poca cosa, una palabra del conjuro que no habré pronunciado o, tal vez, un desfallecimiento de mi energía. Ahora mi voluntad será firme, y en cuanto mi hijo resucite, huiremos.
Hacia la tarde, cuando la noche empezaba a reinar en el exterior, Ruggieri se levantó de pronto, corrió hacia un gran armario lleno de libros y manuscritos y se puso a buscar febrilmente, lleno de emoción.
—¡Oh! ¡Ya lo encontré, ya lo encontré! —exclamaba.
Al cabo de dos horas y después de haber sembrado el suelo de volúmenes, acabó por hallar el que buscaba: era un libro que no contenía más allá de unas cincuenta páginas. Tenía tapas de madera y cierre de hierro. El papel estaba enmohecido y los caracteres de la escritura eran hebraicos.
Ruggieri dio un grito al poner mano sobre aquel volumen y, tembloroso, lo llevó a la mesa de mármol, cerca del cadáver. Empezó a hojearlo lentamente, recorriendo con rapidez cada una de las páginas.
A la vigésimo nona, dio un sordo rugido y su dedo señaló una línea.
—¡La fórmula del encanto! —exclamó.
Eran, en aquel momento, las diez de la noche y reinaba profundo silencio en el exterior. El vasto laboratorio estaba sumido en la sombra. La inmensa campana de la chimenea, encima del montón de hornos, crisoles y retortas, parecía un monumento funerario. En los anaqueles, máscaras de vidrio, redomas y bocales brillaban confusamente. En el centro, brillaba la viva luz de dos candelabros y sobre la mesa de mármol, el rígido cadáver de Marillac, a cuyo lado, inclinado sobre el libro cabalístico, estaba el mago Ruggieri, inmóvil.
Hacia las doce de la noche encendió otros cinco candelabros, lo que hacía un total de siete. Los puso en el suelo, en el ángulo Este del laboratorio. Los candelabros estaban dispuestos en forma de herradura, cuya abertura se dirigía al Oeste formando un semicírculo al Este. En este semicírculo de luz, se colocó Ruggieri en pie mirando al Oeste, que es el lugar de las tinieblas con relación al Este, de donde viene la luz. Con la mano trazó en el aire un círculo como para encerrarse en él. Luego, ante sí, a sus pies y entre los dos extremos de la herradura formada por los candelabros, hundió profundamente su puñal cuya guarda formaba una cruz.
Entonces, sacando un rosario de su jubón, soltó doce granos que colocó en círculo alrededor del puñal clavado a guisa de cruz. Los siete candelabros figuraban, sin duda alguna, los siete días de la semana y los doce granos los meses del año.
Por fin, con el libro en la mano izquierda y tendida la derecha ante él, el mago esperó.
Las doce empezaban a dar lentamente con sonoras campanadas. A la sexta, Ruggieri pronunció la fórmula con voz tranquila, fuerte y grave.
Las vibraciones de la última campanada resonaban todavía en el aire, cuando vio en el otro extremo del laboratorio una forma blanca, al principio indecisa y que se precisó rápidamente hasta dibujar una silueta humana.
No decimos que aquella especie de vapor blanco apareciera en el laboratorio, sino tan sólo que Ruggieri lo vio.
Sus facciones se habían petrificado. Su mano izquierda, perfectamente inmóvil, soportaba, sin la menor apariencia de fatiga, el libro de tapas de madera y pesado cierre de hierro. Su brazo derecho estaba tendido hacia el mismo punto sin que se inclinara lo más mínimo, cuando es casi imposible que un hombre permanezca en tal posición más de unos cuatro minutos. Sus ojos, por fin, adquirieron extraña fijeza, como cuando en la torre y al lado de Catalina vio el cuerpo astral de su hijo balancearse en el espacio.
Entonces, con pasos rígidos, Ruggieri salió del círculo formado por los candelabros y la cruz, y avanzó hacia la forma blanca que veía.
Andaba muy lentamente y al cabo de doce pasos se detuvo, preguntando:
—¿Eres tú, hijo mío?
No vio que se movieran los labios de la aparición y ningún sonido llegó a sus oídos, pero en su interior oyó muy claramente la respuesta.
—¿Por qué me habéis llamado, padre?
Ruggieri continuó su marcha; su brazo derecho no había cambiado de la posición que tomara quince minutos antes. Entonces, a medida que avanzaba, vio retroceder a la aparición; el cuerpo astral huía de él al verse perseguido, de modo que, a consecuencia de una evolución, Ruggieri se vio en el sitio que ocupara al principio la forma blanca, mientras que ésta se había acercado al círculo de los candelabros.
Ruggieri continuó avanzando hacia el círculo.
La aparición se hallaba cerca del puñal y entre los dos extremos de la herradura luminosa.
Entonces Ruggieri habló de nuevo, diciendo:
—Hijo mío, es necesario entrar.
Vio cómo la forma blanca se agitaba con violencia y entonces oyó otra vez la respuesta en el interior de su cerebro.
—¿Por qué no me dejáis en el reposo eterno?
—¡Entrarás! ¡Lo quiero! —dijo Ruggieri—. Perdóname, hijo mío, por encerrarte aquí. ¡Entra! ¡Lo quiero!
Vio cómo la forma blanca vacilaba, retrocedía y luego, tomando impulso, fue a colocarse en el centro de las luces y en el mismo lugar que ocupara antes el astrólogo.
Inmensa satisfacción se pintó en las facciones de éste. AI cabo de algunos minutos, los músculos de su rostro se distendieron, los ojos adquirieron su habitual expresión, su brazo derecho cayó pesadamente, el libro cayó al suelo soltado por su mano.
Mirando hacia el círculo de luz, Ruggieri ya no vio nada. La forma blanca había desaparecido.
Pero sonrió, murmurando:
—Ya no estoy en estado de vidente, y, por lo tanto, no lo veo, pero está allí. Ya no saldrá hasta que yo quiera. ¡Oh, hijo mío, perdóname! No esperarás mucho tiempo.
Ruggieri sufrió entonces de un modo repentino la reacción del estado mórbido en que se había sumido a consecuencia de un fenómeno de voluntad conocido y descrito por todos los autores antiguos de ciencias esotéricas, pero que la medicina moderna ha inventado dándole el nombre nuevecito y flamante de autosugestión.
Los manicomios están llenos de gentes que ven y oyen como Ruggieri vio y oyó.
Durante algunos minutos, se quedó tembloroso, vacilante, agitado por febriles estremecimientos, y con los cabellos erizados. Pero muy pronto se repuso y corriendo a los volúmenes que había echado al suelo cogió uno de ellos y salió rápidamente del laboratorio.
El cadáver se quedó solo sobre la mesa de mármol, alumbrado por los siete candelabros.
Ruggieri entró en su dormitorio y encendiendo una lámpara, empezó a leer un volumen, escrito por Nostradamus y publicado en Lyon en el año 1552.
Hacia la mitad del volumen había cinco páginas manuscritas.
—He aquí lo que me dejó al morir mi buen maestro Nostradamus —murmuró Ruggieri—. ¡Cuántas veces he leído y releído estas líneas trazadas por su mano algunas horas antes de morir! ¡Cuántas noches he pasado leyendo estas cinco páginas que, sin duda, me legó para que intentara su reencarnación! Así lo hice. Por tres veces entré en su tumba, allí en la iglesia de Salón… más no tenía sangre que transfundirle. Pero volvamos a leerlo, probemos.
El manuscrito estaba dividido en tres partes muy cortas, escritas apresuradamente y muchas frases no estaban acabadas. La primera parte empezaba por estas palabras:
La reencarnación puede obtenerse mediante el llamamiento del cuerpo astral.
La segunda parte llevaba el siguiente título:
Relaciones que puede haber entre el cuerpo astral y el cuerpo material, después de su separación.
Por fin, la tercera parte estaba igualmente resumida en algunas palabras escritas al principio de la página:
¿Qué clase de sangre es necesario transfundir al cadáver?
Esta fue la parte que Ruggieri se puso a leer atentamente, con la cabeza apoyada en las manos.
Por fin se levantó, fue a un armario de hierro empotrado en el muro y disimulado por un tapiz. Una vez abierto sacó, de entre otros papeles, un rollo de pergamino que extendió sobre la mesa para examinarlo.
Era una gran hoja sobre la cual estaban trazados signos geométricos con notas explicativas marginales. En la cabecera estaban escritas las siguientes palabras:
Horóscopo de mi hijo Diosdado, conde de Marillac, y diversas constelaciones en conjunción con la suya.
Entonces el astrólogo empezó una serie de cálculos geométricos, cada uno de los cuales era seguido por otro cifrado. Cuando había terminado una de sus operaciones, dirigía ardiente mirada a los signos del horóscopo y luego, moviendo su cabeza, reanudaba su tarea, que duró varias horas.
Por último, escribía ya con una especie de fiebre delirante, e intensa alegría brillaba en su rostro.
—«¡Ya está!», —se dijo de pronto—. «He aquí la constelación del hombre que necesito. ¿Quién es? ¡Oh! Ya lo encontraré. Aunque tenga que pasar todas mis noches en lo alto de la torre y los días enteros trabajando. ¡Lo encontraré y…!».
Y se desvaneció a impulsos de la alegría o de la fatiga, o tal vez por ambas cosas.
Al recobrar el sentido, al cabo de pocos minutos, se dijo:
«El día no tardará en aparecer. Pues bien, esperaré la noche».
Levantóse entonces, arregló sus papeles en el armario de hierro y sacó de él una cajita que abrió. Contenía cierto número de píldoras. Tomó una, y después de tragarla, un inmediato bienestar sucedió a la enorme fatiga que sentía. Sus ojos se fijaron entonces en la esfera del reloj.
—¡Las nueve! —dijo—. Ya es de noche.
Corrió las cortinas de la ventana, y vio que era de noche. Comprendió entonces que había pasado el día entero estudiando el horóscopo después de haber empleado la noche anterior en evocar el cuerpo astral de su hijo. Entonces era miércoles por la noche, y cómo el cadáver de Marillac había entrado en el laboratorio en la noche del lunes a martes, hacia las tres de la madrugada, hacía, por lo menos, cuarenta y dos horas que Ruggieri no había comido, dormido ni bebido.
La píldora que absorbiera contendría una substancia reconstituyente de extraordinaria energía, porque ni sintió hambre, ni sueño y se contentó con beber un gran vaso de agua.
La noche siguiente Ruggieri la pasó en lo alto de la torre con la mirada pegada a un poderoso telescopio que había perfeccionado para su uso personal.
El viernes por la noche fue distraído del trabajo brutal a que se entregaba por un enviado de la reina, que lo llamaba. Al volver del Louvre, continuó estudiando la constelación del hombre cuya sangre era necesaria a la reencarnación de su hijo.
Hacia las tres, cuando ya los astros palidecían y se disponía a dejar para la noche siguiente la constelación de su estudio, dio un grito de alegría.
—¡Ya lo tengo, es él! ¡Es imposible que no sea él!
Corrió a su cuarto, sacó del armario de hierro una hoja de pergamino parecida a la que contenía el horóscopo de su hijo. Era también otro horóscopo.
Aquel día, que era el del sábado, Ruggieri estudió y comparó los dos horóscopos.
Temblaba de tal modo de alegría, que escribía con gran dificultad. Extraño brillo se veía en su mirada y murmuraba después de cada cálculo:
—Sí, sí, es él. Todos los datos coinciden. Otra prueba y estará listo.
Y reanudaba su tarea. A las seis de la tarde dio un largo suspiro y se desvaneció de nuevo, pronunciando un nombre:
—¡Pardaillán!
He aquí lo que Ruggieri había encontrado. El nombre del ser cuya sangre era necesaria a la reencarnación de su hijo. La comparación de horóscopos, las conjunciones de los astros y sus cálculos, todo le probaba que para resucitar a su hijo necesitaba la sangre de aquel hombre y no la de otro.
Y aquel hombre era el caballero de Pardaillán, sobre el cual iba a hacerse el horrible experimento.
¿De qué modo el siniestro astrólogo había podido llegar a esta conclusión? Es probable que en su aberración, en el estado de delirio en que vivía desde el asesinato del infortunado Marillac, en el desarreglo final de aquel cerebro que había recibido tantas sacudidas, es probable, repetimos, que el nombre de Pardaillán se presentase a él por casualidad.
Había formado su horóscopo a raíz de la visita que le hizo al caballero en la hostería «La Adivinadora», en la que, como ya recordará el lector, creyó reconocer en la escalera a su hijo Diosdado. Sospechando entonces que su hijo y el caballero hubieran estado unidos por invisibles lazos, hizo el horóscopo de los dos, que vino a confirmar su creencia.
Ruggieri estaba seguro de que los astros le señalaban a Pardaillán y, sin duda, obsesionado por la idea de que éste estaba unido a los destinos de su hijo, llegó a la conclusión de que su sangre era la necesaria para la resurrección de Marillac.
Ruggieri recobró rápidamente la sangre fría, y abriendo el armario de hierro, sacó tres o cuatro papeles blancos, pero a cuyo pie respectivo estaban la firma de Carlos IX y el sello real.
¿De qué modo Ruggieri se había procurado aquellas órdenes en blanco, armas temibles que ponían en sus manos extraordinario poder? ¿Los habría obtenido de Catalina? ¿Eran perfectas imitaciones? Poco importa.
Llenó dos, y luego, bajando a su laboratorio, renovó los candelabros del círculo luminoso que estaban a punto de apagarse, operación que repitió varias veces después del conjuro, porque las luces no debían apagarse, pues una sola que lo hiciera sería una puerta por la que el cuerpo astral podría huir.
—¡Oh, hijo mío! —exclamó—. Tranquilízate; esta noche transfundiré a tu cuerpo la sangre necesaria; y a fin de ahuyentar a los espíritus malos, para trastornar prodigiosamente el aire en la tierra y para que, en este cataclismo, podamos escapar a la vigilancia de los espíritus que quisieran retenerte, doblaré a muerto que será señal de millares de muertes, a fin de que igual número de cuerpos astrales llenen la atmósfera.
Así habló el loco, y decimos loco porque, en efecto, Ruggieri estaba, en aquel momento, fuera de sí y sumido en el más alto grado de hiperestesia.
En cuanto a sus prácticas de astrología y magia, no constituían precisamente una locura. En todo caso no hubiera sido el único, porque los cronistas más moderados evalúan en veinte mil el número de magos, brujos y astrólogos que se dedicaban a tales estudios, allá por el año 1542 en una población como París, que contenía doscientas mil almas.
Tras de hablar al cuerpo astral, como acabamos de decir, Ruggieri salió de su laboratorio sin mirar el cadáver rígido y lívido, extendido sobre la mesa de mármol, y montando en su mula, se dirigió al Temple. Una vez en presencia de Montluc, exhibió los papeles que había llenado y, al leerlos, el gobernador dirigió al astrólogo una mirada de estupor y casi de espanto.
—No sé —dijo por fin aterrado— si la Mecánica funciona todavía, pues hace mucho tiempo que no ha servido. Hoy día tenemos mejores sistemas y sobre todo más expeditivos.
—No os preocupéis por ello. Ponedme solamente en presencia del hombre.
—Bueno, venid.
Montluc y Ruggieri descendieron y llegaron a un patio estrecho, en el fondo del cual había una cabaña, construida con tablones de madera.
—Allí está —dijo Montluc—. Habladle, yo haré bajar a los dos condenados. ¿Es preciso que asista a la operación?
—De ningún modo.
Montluc saludó y se retiró con apresuramiento motivado sin duda por un sentimiento de horror o, tal vez, por el deseo de llegar a su habitación, en donde debía esperar a las dos rameras que le habían prometido su visita para aquella misma noche.
Ruggieri vio, al entrar en la cabaña, un hombre ocupado en arreglar un par de sandalias.
Aquel hombre, de piernas cortas y torcidas, tenía enorme cabeza, hombros enormes y debía de estar dotado de hercúlea fuerza. Era un antiguo condenado a galeras, a quien se había perdonado, con la condición de desempeñar en el Temple ciertas funciones de carácter particular.
Ruggieri le mostró uno de sus papeles. El hombre dijo que obedecería. Y entonces el astrólogo le dio algunas órdenes en voz baja, a lo cual su interlocutor contestó:
—Voy allá.
—No —dijo el astrólogo—. Ahora no.
—¿Cuándo, pues?
—Esta noche. No podré venir hasta las tres y media y yo mismo quiero recoger la cosa.
—¿A las tres y media? Bueno. Entonces empezaré a dar vueltas a la manivela a las tres.
Ruggieri asintió con un movimiento de cabeza y salió, pero en el momento en que iba a franquear la puerta del Temple, se detuvo de pronto, murmurando.
Es preciso que lo vea y que lea en su mano.