XVI - Las confidencias de la reina

EN LAS CALLES vecinas del Louvre, la multitud de burgueses y de gente del pueblo, libre, al fin, de toda traba, se había extendido profiriendo tan feroces gritos que los puestos de guardia de cada puerta creyeron prudente cerrar los puentes levadizos.

Quién sabe lo que habría ocurrido aquel día si el cielo no se hubiera cubierto inesperadamente y si una copiosa lluvia no hubiese obligado a los parisienses a regresar a sus casas.

No obstante, dos o tres millares de los más fanáticos, resistieron estoicamente el chaparrón, gritando a más y mejor:

—¡Viva la misa! ¡Viva la misa!

Los hugonotes reunidos en el Louvre oían tales gritos sin Inquietud alguna; eran huéspedes del rey de Francia y les parecía imposible que el rey más grande de la cristiandad faltara a sus deberes de hospitalidad, permitiendo que fueran maltratados.

Por otra parte, estaban firmemente resueltos a defenderse y a defender al rey en persona, pues muchos de entre ellos suponían que Guisa no era ajeno a la efervescencia popular. Si las cosas iban mal dadas; si Guisa, en un arrebato de locura, se atrevía a atacar a Carlos IX, defenderían al rey para mantenerlo sobre el trono.

En efecto, para ellos, Carlos IX significaba la paz asegurada, y Guisa, en cambio, era la guerra y el exterminio.

Tenían, pues, una confianza sin límites en la hospitalidad que Carlos IX les ofrecía y se inquietaban poco por las amenazas que se oían alrededor del Louvre. Pero la multitud profería otro grito, que Catalina escuchaba sonriendo. En aquel momento arrastró a su hijo hasta un balcón y le dijo:

—Señor, mostraos un poco a vuestro pueblo que os aclama.

Carlos IX salió al balcón y al verlo hubo fuera una especie de rugido furioso y empezaron a gritar:

—¡Viva el capitán general! ¡Viva Guisa! ¡Mueran los hugonotes!

—¿Oís, señor? —dijo Catalina al oído del rey—. Es hora de obrar si no queréis que Guisa lo haga en vuestro lugar…

Carlos IX se estremeció de rabia y miedo. Sombrío fulgor brilló en sus ojos. Retrocedió entonces y al hallarse dentro de la sala, vio llegar a Enrique de Guisa y al almirante de Coligny que, con la mayor cordialidad, hablaban tranquilamente de la proyectada campaña contra el duque de Alba.

El rey miró a los dos con extraviados ojos y de pronto se echó a reír con tal carcajada que se sacudió como mortal convulsión. Catalina de Médicis se alejó lentamente y dio la vuelta a las salas de la fiesta. A su paso las cabezas se inclinaban y se advertía una especie de respeto, o tal vez de terror, sobrecoger a todos los invitados.

Altiva y sonriente pasó erguida a través de los invitados. Estaba todavía más pálida que de costumbre: parecía una estatua de mármol animada. Vióse como se detenía un instante ante una de las damas de honor a la que dijo algunas palabras y luego continuó su camino. Después, habló a otras varias, tal vez dándoles una consigna.

Por fin se retiró a sus habitaciones seguida por cuatro de sus damas, que la habían escoltado en todas su evoluciones.

Entre ellas, hallábase Alicia de Lux.

Catalina entró en su gabinete grande y suntuoso que ya hemos descrito al lector. Allí se refugiaba entre las obras maestras que adornaban la estancia cuando quería reflexionar sobre asuntos graves.

Hizo entonces una seña y Alicia, obedeciendo, la siguió.

—¡Hija mía! —dijo.

—… No obstante, señora…

—Sí ya sé lo que me vais a decir: que debéis esperar al conde de Marillac esta noche a las ocho.

Alicia le dirigió una mirada de estupor y Catalina se encogió de hombros.

—¿No sabéis que estoy enterada de todo? —dijo riéndose bondadosamente—. Pero ya que vamos a separarnos sin duda alguna, quiero hablaros con toda franqueza: Laura me avisó. La vieja que tanta confianza os había Inspirado, me tenía siempre al corriente de vuestros actos y palabras. En lo venidero, Alicia, sed prudente en la elección de vuestras amigas y confidentes. Ya veis que soy franca.

Alicia estaba aterrada.

—Laura es una mala mujer —continuó la reina— despedidla mañana mismo. Pero, volviendo a lo que decía, sé que habéis dado cita al conde de Marillac para esta noche a las ocho. Debía revelaros un secreto que el pobre muchacho guardaba con gran dificultad. El conde debía conduciros esta noche a Saint-Germain-L’Auxerrois. ¿Sabéis para qué?

—No, señora —balbució Alicia.

—¡Niña! Os creía más perspicaz. Pues bien, sabed que lo he preparado todo para que esta noche se celebre vuestro casamiento con el conde.

La reina hablaba con tal acento de bondad que era difícil sorprender en ella ninguna intención oculta y, además, ¿por qué había de mentir? ¿No había prometido ella misma este casamiento a Alicia como premio a sus servicios?

La espía se ruborizó y palideció casi al mismo tiempo. Su corazón latió aceleradamente y sus ojos se llenaron de lágrimas al balbucir:

—¿Pero y la carta, señora?

—¿La carta?

—Sí, esta noche debían entregármela dijo Alicia temblando.

—Queréis decir que Panigarola debe entregárosla, ¿verdad? Yo se la di a él, y como os perdona… Pues bien, a las once veréis al marqués y a las doce llegará el conde de Marillac. Yo me encargo de avisarlo.

Alicia sentía cierto temor. La circunstancia de que la reina se encargara de hacer ir a Panigarola y a Marillac al mismo lugar y casi en igual hora, era una circunstancia poco tranquilizadora. ¿Se iría el fraile? ¿Estaría al corriente del matrimonio que se preparaba?

¿Tendría suficiente grandeza de alma para marcharse, dejando a Alicia en libertad de ser dichosa?

—¿No me dais las gracias? —dijo la reina sonriendo.

—¡Ay, señora! El miedo y la felicidad me tienen trastornada.

—¿El miedo? ¡Ah, sí! Teméis que los dos rivales se encuentren y que una palabra imprudente de Panigarola pueda explicarlo todo a Marillac. Pero tranquilizaos, porque ya he tomado mis medidas.

—¡Cómo, señora! ¿Os habéis dignado?

—Quiero que los dos seáis felices. Éste es todo el secreto.

—¡Ah, señora! —exclamó entonces Alicia con sincera alegría—. Desearía tener ocasión de morir por vos.

—Sois una niña, pensad más bien en vivir. Pero ahora, decidme: os he hablado con entera franqueza y espero que vos haréis lo mismo.

—Interrogadme, señora. Os diré la pura verdad.

—Pues bien —dijo la reina—. ¿Qué vais a hacer? ¿Os marcharéis de París?

Entonces la espía adivinó o creyó haber adivinado el pensamiento secreto de la reina. El conde de Marillac era su hijo, la espía lo sabía. Se enteró de ello en Saint-Germain el mismo día en que la reina de Navarra la echó de su lado. Había encerrado aquel terrible secreto en lo más profundo de su corazón y nunca dio a entender a nadie, ni a Marillac, que lo sabía, pues tenía la convicción de que la reina mataría al conde el día en que el misterio de su nacimiento amenazara aclararse. He aquí, pues, lo que supuso:

«La reina sabe que Marillac es su hijo y que yo no puedo vivir en París sin arriesgarme a ser desenmascarada a cada momento. Sabe también que arrastraré al conde lo más lejos de París que me sea posible y por esto me lo da por esposo y nos obliga a casarnos de noche y rodeados de misterio».

—¡Señora! —añadió entonces en alta voz—. Ésta es una cosa de la que quería hablar esta noche con el conde, pero esperaré las órdenes de Vuestra Majestad.

—De ningún modo, quiero que hagáis lo que mejor os parezca. Veamos: ¿qué consejos daréis al conde?

—Pues bien, señora, para ser franca como me lo ordenáis, he de manifestar que mi mayor deseo es salir de París.

—¿De veras? —dijo la reina—. ¿Me dejaríaís?

—Espero que Vuestra Majestad me perdonará, pero ya conocéis, señora, mi pensamiento sobre el particular.

—De modo —dijo Catalina con visible alegría— que queréis marcharos. ¿Cuándo?

—Esta misma noche, si puedo, señora.

La reina se estremeció, pues no dudaba de la sinceridad de Alicia. ¿Quién sabe si en aquel momento no pesó una vez más en su espíritu la necesidad del asesinato de su hijo? ¿Quién sabe si no se dijo que tal muerte era inútil? Así queremos creerlo y creemos que fue sincera después de haber meditado, cuando dijo:

—Esta noche a las doce un carruaje os esperara a la puerta de Saint-Germain-L’Auxerrois. Habré dado las órdenes necesarias para que podáis franquear, sin obstáculo, la puerta de Buey, por la que saldréis de París. Sin deteneros, os dirigiréis a Lyón y desde allí a Italia. Os detendréis en Florencia para esperar mis últimas instrucciones. ¿Me prometéis hacerlo tal como os lo digo?

—Os lo juro, señora —dijo Alicia cayendo de rodillas.

—Bien, ¿y si el conde, vuestro esposo, manifestara un día deseos de volver a París me prometéis disuadirlo y, si persiste, avisarme?

—No volveremos a Francia, señora, os lo juro.

—Bien, levantaos, hija mía. En el coche hallaréis mi regalo de boda. En Florencia os haré entregar un acta de donación de uno de los palacios de mi familia. No me deis las gracias, Alicia. Me habéis servido fielmente con todas vuestras fuerzas y es justo que os lo recompense.

—¡Ah, señora! —dijo Alicia llorando—. Aunque fuera pobre, sin recursos, y me viera despojada de todo lo que poseo, sería feliz al marcharme de París. Perdonadme señora ¡he sufrido tanto aquí! Y cuando pienso que me marcharé con el hombre a quien he dado mi alma, lo olvido todo, señora, y llego a creer que toda esta felicidad será un sueño.

—Tranquilizaos. Y ahora, Alicia, escuchadme bien, tengo graves cosas que deciros. Voy a daros, hija mía, una prueba de mi confianza ilimitada.

—Los secretos de Vuestra Majestad son sagrados para mí.

—Sí habéis sido siempre la discreción personificada. Pero ahora no se trata de política ni de religión, y si no fuerais una mujer superior, no os abriría así el fondo de mi corazón.

Catalina miró fijamente a la espía y dijo sin ambages:

—Hay una falta en mi vida …

Alicia escuchaba con atención, pero sin sorpresa aparente.

—Quiero referirme —continuó Catalina— a un falta en mi vida de mujer, porque en cuanto a mi vida de reina, está por encima de toda sospecha.

Para hablaros con más claridad, Alicia, sabed que Carlos, Enrique y Francisco no son mis únicos hijos.

Alicia permaneció impasible, lo que tal vez era un desacierto, pues hubiera debido manifestar respetuosa sorpresa.

La reina, que la devoraba con la mirada prosiguió:

—Tengo otro hijo todavía y éste está alejado de las gradas del trono.

—¡Cómo, señora! —exclamó Alicia—. ¿Acaso uno de los hijos de Vuestra Majestad ha sido desheredado al nacer?

Esta habilísima pregunta, llegó a convencer a Catalina.

—No es esto —dijo la reina—, el hijo de que os hablo, lo es mío, pero no del rey difunto, Alicia, ¿qué decís de esta falta?

La espía dio a su rostro una expresión de sincero asombro.

—¡Señora! —balbuceaba—. No comprendo por qué Vuestra Majestad me hace esta terrible confidencia.

—¿Juzgáis que la cosa es terrible? Sí, tenéis razón, porque si se supiera que la gran Catalina ha sido adúltera, y si existiera en el mundo un hombre que pudiera entrar aquí un día y reivindicar sus derechos de nacimiento, o cuando menos los del corazón, sería horrible cosa para mí. Es esto lo que querías decir, ¿verdad?

—¡Señora! —exclamó la espía—. ¿Cómo hubiera podido dar cabida a semejante pensamiento?

Catalina se levantó y, cogiendo la mano de la espía, exclamó:

—Ese hombre existe. Sí, Alicia, tan espantosa amenaza está suspendida sobre la cabeza de tu reina y ahora vas a saber por qué considero a Marillac como mi enemigo mortal y porque lo he vigilado estrechamente y por qué, en fin, te encargué vigilarlo y también por qué lo hice venir a la corte para examinarlo yo misma.

»Alicia —continuó la reina— hay un hombre que es la prueba viviente de mi falta, mi hijo, y Marillac lo conoce.

—¡No es verdad! —contestó Alicia.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Catalina—. ¿Sabes algo?

—Nada, señora, no sé nada. Lo juro por mi alma, Marillac no sabe nada.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo hubiera dicho; no tiene secretos para mí.

La contestación era tan natural y tan verosímil, que la reina soltó la mano de Alicia y se sentó en el sillón diciéndose:

«¿Me habré engañado?».

Y para convencerse de ello, cambió en el mismo instante su plan de ataque.

—Sí —dijo con profunda melancolía—. Odiaba al conde de Marillac, pero ya no lo odio, Alicia. No creas que lo he perdonado por ti, lo quiero de veras, pero mi afecto no podía llegar a tanto. No; si he perdonado al conde, ha sido por haber adquirido la certeza de que no ha hablado y de, que ha guardado para sí el terrible secreto. Además, estoy tranquila, pues me aseguras que te lo llevaras lejos de París. De este modo se desvanece todo peligro de revelación.

Era imposible parecer más franca y hablar con mayor naturalidad y, por lo tanto, la espía se tranquilizó.

«Ahora lo comprendo», —se dijo—. «La reina sabe que su hijo vive y cree que Diosdado lo conoce. Por eso me encarga llevarlo lejos de París. ¿Pero que haría si supiese que este hijo es el mismo Diosdado?».

En aquella última y suprema batalla de habilidad entre las dos mujeres, la reina fue la más fuerte, pues no cometió ninguna falta, en tanto que Alicia cometió una terrible no preguntándose porque la reina le hacía tales confidencias. Entonces Catalina acabó su evolución, que podía llamarse un movimiento envolvente del pensamiento; sin gran esfuerzo, sus ojos se llenaron de lágrimas y murmuro:

—¡Ay, hija mía! ¿Quién podrá sondear jamás el corazón de una madre? Por este hijo, que es un amenaza para mí, y que me da miedo; por este hijo que trato de apartar de mi vida sin conocerlo… daría todo lo que poseo para verlo, aunque solo fuera una vez.

Pero tú no puedes comprenderme.

—En efecto —gimió la espía en su interior—. Yo no puedo comprenderlo, pues me dispongo a partir abandonando a mi hijo.

—Ésta es la causa —dijo la reina ahogando un sollozo— de que hace tanto tiempo esté triste. Este hijo Alicia me inspira grandísimo terror y, no obstante, le quiero. ¡Oh! ¡Si pudiera bendecirlo! ¡Abrazarlo en la hora de la muerte! ¡Cuánto lo he buscado y cuánto lo busco todavía!

Con las manos unidas, los ojos húmedos y la voz entrecortada, la reina parecía olvidar la presencia de Alicia.

—¿Hay más espantoso suplicio para una madre? Pasar la vida buscando a un hijo al que se quiere en secreto, sin tener el consuelo de poder confesar el amor maternal. Es espantoso. Comprendo que no lo veré nunca, pero me queda una esperanza y cuento contigo, Alicia.

—¿Conmigo, señora? —preguntó la espía llena de asombro.

—Escucha; a pesar de lo que me dices, estoy convencida de que Marillac conoce a mi hijo. El conde, leal en extremo, nunca te ha hablado de ello; más, por algunas palabras que se le escaparon en mí presencia, sé que conoce a mi hijo. Por consiguiente, cuando estéis en Florencia, trata de arrancarle este secreto. Es el último servicio que te pido, Alicia. Tu reina morirá bendiciéndote si, gracias a ti, puede ver a su hijo.

»¡Ay! —añadió juntando las manos—. ¡Mi esperanza es muy débil! ¿Quién sabe si lograrás hacerme conocer a este hijo que en vano he buscado tanto tiempo?

—Estoy segura de ello —exclamó la espía fuera de sí.

—Tratas de consolarme —dijo la reina representando su papel—, pero no sabes nada; antes me lo dijiste.

—Señora, os juro que os haré conocer a vuestro hijo.

—¿Estáis segura?

—Completamente.

La reina cerró los ojos, pues la última palabra de Alicia había terminado la lucha. Con profunda satisfacción del triunfo y temiendo que el secreto hubiera salido ya del circulo en que estaba encerrado, murmuró para sí:

«Por fin has confesado. Lo sabes, víbora. Bueno, eran tres: Juana de Albret, Marillac y Alicia. La primera ha muerto y ahora ha llegado la vez a los dos restantes».

Abrió los ojos, se levantó y besó en la frente a la espía, diciendo:

—Hija mía, os creo. Gracias a vos hallaré a mi hijo. Adiós, Alicia, hasta la noche. Hasta entonces sois mi prisionera. Alguien vendrá a buscaros aquí. —Y salió dejando a Alicia profundamente conmovida.

«¡Oh, Diosdado!», —exclamó la pobre al estar sola—. «¿Será cierto que, por fin, conseguiremos la felicidad?».