XIX - Los novios

PANIGAROLA CUBRIÓSE NUEVAMENTE con el hábito, se caló el capuchón hasta los ojos y se arrodillo. Catalina lo contempló un momento sonriendo y luego se dirigió a la puerta por la que había entrado el monje.

En aquel momento eran casi las doce de la noche.

La reina oyó rodar una carroza y abrió por si misma la puerta de la iglesia. La carroza se detuvo y de ella bajaron tres mujeres, una de las cuales era Alicia que iba vestida de blanco y estaba muy pálida. Vaciló un momento al hallarse ante la iglesia, pero por fin entró. Las dos mujeres subieron entonces de nuevo a la carroza, que se alejó enseguida.

La espía, al penetrar en la iglesia, quedóse un momento inmóvil examinando las tinieblas que disipaban apenas los cuatro cirios encendidos a lo lejos en el altar mayor. Pero de pronto una voz murmuró a su oído:

—¿Ya estáis aquí, hija mía?

Alicia reconoció entonces a la reina y se disipó la sorda Inquietud que la habla sobrecogido.

—Lo buscáis, ¿no es eso? Paciencia pronto vendrá.

—¡Cuán buena sois, señora! ¿Cómo podré demostrar mi gratitud a Vuestra Majestad?

—¿Has visto el carruaje que debe conduciros?

—No, señora. No lo he visto. Tampoco veo al sacerdote. ¿Cómo no hay nadie en la iglesia?

—Paciencia, te repito. ¿Por qué tiemblas de ese modo?

—Señora, allí en el fondo de la iglesia oigo murmullos.

—Será el viento; no hay nadie.

—Están dando las doce, señora.

—Y he aquí que llega tu prometido —dijo la reina.

En efecto, al dar la primera campanada de las doce, llamaron desde fuera con arreglo a la señal convenida.

Alicia, conmovida, hizo ademán de abrir pero la contuvo con rudo gesto.

—Soy yo quien abre —dijo.

Alicia se quedó inmóvil sintiendo inexplicable espanto, pues hallaba muy extraordinario que la reina en persona se hubiera apostado a la entrada de la iglesia y quisiera abrir con sus reales manos en vez de confiar la tarea a un criado cualquiera.

La desgraciada comprendió que habla caído en una emboscada.

«No es Marillac» —pensó.

Pero se engañaba, porque, realmente, era su prometido.

La reina abrió y al hacerlo inspeccionó cuidadosamente los alrededores de la iglesia para asegurarse de que el conde había llegado solo. Al observar que, realmente, el joven no iba acompañado, preguntó:

—¡Cómo!, ¿no habéis traído a dos o tres de vuestros amigos?

Marillac, al reconocer a la reina, sintió grandísimo asombro y se inclinó con emoción profunda.

Inmensa gratitud llenó su corazón al ver cuán grande prueba de benevolencia le daba su madre.

—Señora —dijo—. Vuestra Majestad olvida que me ordenó venir solo. No obstante, debo confesar que estaba resuelto a hacerme acompañar por un amigo mío que ya conocéis, pero el caballero no estará libre hasta mañana por la mañana.

—Sí, sí —dijo Catalina.

Y cerró la puerta dando un suspiro de alegría y al mismo tiempo señaló al conde a su prometida.

Los novios se entrevieron en la sombra e instantáneamente sus manos se enlazaron y olvidaron el universo. Instintivamente dirigiéronse hacia los cuatro cirios que brillaban con débil luz y se detuvieron al pie del altar.

La reina los seguía sin apartar su mirada del grupo que formaban.

Entonces parecieron despertar de su ensueño amoroso y Alicia murmuró:

—No veo al sacerdote que ha de casarnos.

Catalina se acercó a Panigarola prosternado, lo tocó en el hombro y dijo:

—He aquí el que va a uniros.

El monje se levantó lentamente, descubrió su rostro y se volvió hacia los novios.