V - Sigue la tempestad
ACABAMOS DE ASISTIR a la conversación que la reina tuvo con Maurevert, y, de acuerdo con las órdenes de Catalina, Paola introdujo entonces al segundo personaje que había sido citado.
Este entró, y después de haber saludado a la reina, se mantuvo en actitud respetuosa, esperando que hablara. Estaba muy pálido, como agitado por violenta inquietud. Aquel hombre era el conde de Marillac.
—Sois fiel a la cita —dijo por fin Catalina—. Os lo agradezco, conde.
—A mí me corresponde daros las gracias, señora, por el interés que os dignáis sentir por mí y por la promesa que me habéis hecho.
—Conde —contestó Catalina con armoniosa voz—. Es necesario, ante todo, que os asombréis por el interés que en mí habéis observado.
—¡Señora! —Exclamó Marillac conmovido en extremo—. ¿Es la reina la que me habla así?
Y en aquel momento tuvo la impresión de que Catalina iba a contestarle:
«No es la reina, sino vuestra madre».
Pero Catalina no dio tal contestación, si bien comprendió lo que pasaba en el alma de su hijo.
—Conde —dijo—, sois el hombre más noble que he visto en mi vida y a vuestra nobleza apelo, para rogaros que no me dirijáis preguntas sobre el interés o el cariño que por vos siento.
Marillac se inclinó profundamente.
—Existe un secreto y os juro revelároslo el día… muy pronto.
El conde profirió una exclamación de alegría.
—Muy pronto —continuó la reina con emoción admirablemente fingida— sabréis por qué me intereso tanto por vos y la razón de que en nuestra primera entrevista haya fingido cierta frialdad y también por qué os he ofrecido un reino. Entre tanto contentaos con saber que conozco las causas de vuestra tristeza y que quiero veros feliz.
—Os doy las gracias, señora —exclamó Marillac con sincero reconocimiento.
Catalina entonces quiso distraer los pensamientos del conde, y haciendo un esfuerzo sobre sí misma, como si se hubiera distraído con pena de sus propios pensamientos, dijo sonriendo:
—¿Qué habéis hecho del cofrecillo que os regalé?
—¡El cofrecillo! —balbució—. ¡Ah! Lo guardo como una reliquia, señora, pues procede de vos.
—¿Lo guardáis en vuestra habitación? —dijo la reina con cierto pesar.
—Vuestra Majestad ya sabe que habito en el hotel de la reina de Navarra, pues soy uno de sus gentilhombres. El cofrecillo es una joya de mujer, un objeto regio, pero femenino.
—Es verdad —dijo Catalina sonriendo—. Yo lo usaba para guardar mis guantes; me lo regaló el buen Francisco I a mi llegada a la corte de Francia.
—Pues no ha perdido su destino —contestó entonces el conde— porque Su Majestad la reina de Navarra lo usa para guardar sus guantes.
—¿De veras? —exclamó Catalina sintiendo inmensa alegría en el fondo de su corazón.
—Sí —continuó el conde con gravedad—. Amo a la reina de Navarra como si fuera mi madre y le he rogado que guardara el cofrecillo hasta el día en que…
—Habéis hecho bien, «hijo mío».
El conde sintió fuerte conmoción al oír por primera vez estas palabras en boca de Catalina, la cual se apresuró a añadir:
—¿Hasta el día?… decíais.
—Hasta el día que conoceré por fin la verdad sobre… vos ya lo sabéis —exclamó el conde con desaliento—. Y esto me lleva a recordaros que Vuestra Majestad, al darme este magnífico cofrecillo, se dignó prometerme.
—Voy a cumplir mi promesa, mi querido conde. ¿Pero no sentís curiosidad por saber cómo he podido enterarme de vuestra pasión por Alicia de Lux y del pesar que os atormenta?
—Vivo en tal inquietud, señora, que nada me conmueve ni asombra. He supuesto, sencillamente que Vuestra Majestad disponía de admirables recursos de investigación y que se había dignado tomar informes acerca de mis asuntos.
—Algo hay de eso, conde, pero creed también que la paciencia y el trabajo que me ha costado el seguiros paso a paso para saber dónde ibais, lo que hacíais y lo que pensabais para poder protegeros en caso necesario, no los habría empleado por nadie del mundo, ni por el mismo rey de Francia. Os he vigilado un poco —continuó sonriendo— hasta el punto de que si hubierais sido un criminal o mi mayor enemigo, no lo habría hecho mejor. Ante todo he querido veros de cerca, y Dios sabe lo que me costó el permanecer tan fría ante vos cuando…
—Acabad, señora, os lo suplico —exclamó Marillac en extremo conmovido.
—Nada —murmuró la reina—. No ha llegado la hora y habéis jurado no arrancarme mi secreto.
—Después de nuestra primera entrevista —continuó la reina— no tardé en conocer vuestro amor por Alicia de Lux. Una noche, conde, os detuvisteis cerca de mi nuevo hotel y al pie mismo de la torre. La reina de Navarra os acompañaba. Ella entró en casa de Alicia y vos esperasteis fuera. Entonces quise saber lo que os atormentaba. Yo conocía a Alicia, porque en otro tiempo la molesté un poco por haber renegado de nuestra religión. Hice mal, lo confieso, porque siempre deberían respetarse las creencias de los demás, pero, en fin, conozco bastante a Alicia para saber que no me guarda rencor. Al día siguiente por la mañana la vi y supe por su boca lo que había sucedido entre ella y la buena reina Juana.
—Aquel día, señora —dijo el conde—, tuvo lugar nuestra segunda entrevista y es cuando me disteis el cofrecillo en señal de vuestro aprecio, y, además, quisisteis hacerme una promesa.
—Sí, la de deciros exactamente quién es Alicia de Lux, y ahora voy a cumplirla.
El conde se puso pálido, como el condenado que va a oír su sentencia de labios del juez.
—Pero, desde entonces, ¿no os ha dicho nada la reina de Navarra? —continuó Catalina.
—Nada, señora, nada. Al salir de la casa de Alicia, me dijo las siguientes palabras, que recordaré toda mi vida:
«Hijo mío, he interrogado a vuestra prometida y pienso lo siguiente: veré con miedo que esta mujer sea la esposa del hombre a quien amo como hijo… pero el amor puede hacer milagros y creo realmente que el que por vos siente Alicia, puede hacer un milagro. Os ama como pocas mujeres han amado, y ante amor tan grande, os aconsejo que sigáis vuestro destino, sin tener en cuenta mis vacilaciones ni el miedo verdadero de que os he hablado, porque ninguna mujer en el mundo os amará como os ama Alicia».
El conde guardó entonces unos instantes de silencio y luego añadió:
—La reina no quiso añadir una palabra más y me rogó, por otra parte, que no le hablara de este asunto hasta el día en que me decidiera a casarme con Alicia. ¡Ah, señora! Las palabras de mi reina no hicieron más que acrecentar el misterio. ¿Qué significa el miedo de que Alicia pueda llegar a ser mi esposa? Muchas veces he pensado, a fuerza de reflexionar, que la rema de Navarra ha sorprendido algún crimen de Alicia y que por lástima hacia mí, o conmovida por el amor de mi prometida, haya resuelto callarse. Paréceme que leo en su espíritu:
«Cásate, cásate con esta criminal. Este casamiento me da miedo por ti, pero hay tanto amor en vuestros corazones que el crimen de separaros para siempre, sería mayor tal vez que el de uniros».
—¿Habéis vuelto a ver a Alicia? —preguntó Catalina.
—No, señora. Temo ahora descubrir en sus palabras su crimen, y, no obstante, no puedo vivir sin ella y sufro por estar lejos de su amor.
—Habláis de crimen —dijo la reina moviendo la cabeza— y tal vez vais demasiado lejos en sospechas injustificadas. Escuchadme, conde: hace dieciocho días os pedí un mes de plazo para saber la verdad sobre Alicia de Lux. He obtenido informes más de prisa de lo que esperaba, y, de acuerdo con mi promesa, vais a saber la verdad. Alicia de Lux es pura; Alicia de Lux ha llevado la existencia más recatada que pueda darse y es digna del amor y del respeto de un hombre como vos, pero…
El conde de Marillac no oyó esta última palabra, pues al saber que Alicia era pura e inocente cayó de rodillas y sollozando con sobrehumana alegría cogió las manos de la reina y exclamó fuera de sí:
—¡Madre, madre mía!
Catalina dirigió al conde una mirada terrible, examinó el oratorio con gran espanto, retrocedió y con voz ronca dijo:
—¿Estáis loco, caballero?
En el mismo instante Marillac se levantó y ya la reina había compuesto su semblante.
—¡Ah, conde! —murmuró—. Acabáis de darme una emoción muy cruel por dulce que sea. Pensad en que si os hubieran oído, la madre del rey de Francia estaría deshonrada.
—¡Oh, infame de mí! Perdonad mi delirio, Majestad.
—¡Silencio, conde, por Dios! Si he podido borrar de vuestro corazón la prevención que contra mí teníais, si me ha sido posible inspiraros, no afecto, sino lástima natural que todo hombre concede a la mujer que ha sufrido atrozmente muchos años, os ruego que guardéis silencio sobre todo esto.
—Por mi alma os lo juro, señora.
—Ni una palabra, ni una alusión a nadie en el mundo.
—A nadie, señora, a nadie.
—Ni a Alicia, ni tampoco a la bondadosa Juana, que es vuestra reina.
—Os lo juro.
—Me habéis jurado igualmente mantener secretas todas nuestras entrevistas.
—Y os lo vuelvo a jurar.
La reina pareció entonces calmarse y abandonarse a aquella melancolía que, cuando quería, daba severo encanto a su rostro.
El conde, emocionado aún, permaneció ante ella silencioso y tratando de recobrar su sangre fría.
Después de algunos instantes, durante los cuales Catalina calculó la confianza que había podido adquirir en el corazón de Marillac, continuó:
Ahora, ya que os he prometido deciros toda la verdad, es necesario que sepáis por qué la reina de Navarra vaciló y por qué habéis podido concebir dudas sobre Alicia de Lux. Hay, efectivamente, un misterio en la pobre niña y tal vez en ciertas ocasiones habréis podido extrañar alguno de sus actos o palabras.
—Tenéis razón, a veces se ve asaltada por extraños temores.
—La pobre temía que la verdad apareciera un día ante vos y esta verdad es realmente desagradable, aun cuando la pobre joven no tenga la culpa.
—Hablad, señora —suplicó el conde—. Ahora ya puedo oírlo todo.
—Pues bien: Alicia es una joven sin nombre y sin familia. Fue adoptada por la familia de Lux. Y he aquí por qué una madre vacilaría en dejaros tomar por esposa a una mujer cuyos padres son desconocidos.
Aquella extraña acusación proferida ante Dios dado, cuyos padres eran también desconocidos era un golpe de audacia como los que a menudo acostumbraba tener Catalina. En aquellos tiempos, ser hijo de padres desconocidos era, si cabe, más infamante que en nuestros días.
El conde, radiante de alegría, exclamó:
—¡Voy a echarme a los pies de Alicia! ¡Ojalá pueda perdonarme mis sospechas!
—¿De modo, conde, que no os importa esta circunstancia?
—¡Ah, señora! —Murmuró Marillac—. ¿Cómo podría detenerme en ella, cuándo yo mismo?…
Se calló entonces viendo la nube de tristeza que se extendía por el rostro de la reina, y haciéndole una reverencia, añadió:
—Señora, os bendigo por la inmensa alegría que acabáis de darme. Os debo la vida.
—Pues bien, conde, ya que queréis casaros, os aconsejo que lo hagáis sin ninguna clase de aparato. Una vez lleve Alicia vuestro nombre, nadie pensará en preguntarle el de su padre.
—Poco importa, señora, la ceremonia; lo esencial es casarnos.
—¿Queréis que lo arregle? —Dijo la reina con cariñosa sonrisa—. Yo quisiera estar presente, pero, naturalmente, sin que lo supiera nadie.
—¡Ah, señora! Me colmáis de alegría.
—Pues bien, voy a elegir la iglesia, y a fijar el día y la hora. En cuanto a la iglesia, no seréis tan acendrado hugonote para no darme esta alegría, y yo, en cambio, soy ferviente católica.
—Señora, haré lo que queráis, poco importa el sacerdote.
—¿El sacerdote? ¡Ah, sí! Mirad, os casará el reverendo Panigarola. Es un santo hombre, y en cuanto a la iglesia, podemos elegir la de Saint-Germain-L’Auxerrois.
—¿Qué día? —preguntó el conde ebrio de alegría.
—Pues el siguiente al del matrimonio de mi hija Margarita.
—¿A qué hora?
—A medianoche, ¿qué os parece?
El conde se echó a reír como un niño feliz, y en realidad conocía entonces la dicha por vez primera.
—Idos, amigo mío —acabó diciendo la reina—. Idos, y ¡ojalá seáis feliz!
—Lo soy más de lo que puede decirse —exclamó el conde cubriendo de besos la mano de la reina.
—Una palabra todavía —dijo ésta—. Permitidme que anuncie a Alicia el día, la hora y el lugar de su casamiento; debo una reparación a la pobre joven por mi conducta anterior con ella.
—Os obedeceré, señora.
—Así, pues, ni una palabra sobre todos estos detalles, ¿me lo prometéis?
—Os lo juro, señora.
Y ligeramente impulsado por la alegría el conde se alejó, dichoso en extremo, para dar parte de su felicidad a la reina de Navarra y luego para ir a pedir perdón a Alicia.
Apenas hubo partido, la reina salió de su oratorio, atravesó el gabinete de trabajo y llegó a una estancia algo apartada que le servía de tocador.
Allí, en la semioscuridad que reinaba en la habitación, esperaba una joven, Alicia de Lux.
La reina dirigióse hacia ella, la cogió de una mano y mirándola fijamente le preguntó:
—¿Has oído?
—No, Majestad —contestó Alicia.
—¡Bah! ¿No has escuchado?
—No —repitió la joven con sinceridad.
—¡Caramba! Me sorprende de veras. ¿Acaso no eres la misma? Pues bien, escucha: Él acaba de salir de mi oratorio. Te ama más que nunca y pronto os casaréis. No le preguntes el día, ni la hora, ni el nombre del sacerdote, pues oportunamente te daré estos detalles. Sabe tan sólo que no eres la hija del conde de Lux, sino únicamente una niña que tu padre recogió y cuyos padres son desconocidos. Ése es el secreto que confiaste a Juana de Albret y que tanto temor te daba que él supiera. ¿Me comprendes?
—Sí, señora —dijo débilmente Alicia.
—Así, pues, a partir de hoy serás feliz y nada nublará tu dicha, pues soy la única que sabe…
—Y, además, la reina de Navarra —murmuró Alicia.
—No te inquietes por ella —contestó Catalina con extraño tono—. Como te digo, te casarás y los dos os marcharéis adonde queráis para ser felices en lo venidero… siempre que te avengas a obedecerme hasta el final, porque a la menor vacilación de tu parte, lo mato.
—Obedeceré, señora —dijo Alicia—. Haré lo que queráis con tal que él se salve.
—Vete, pues, hija mía —dijo la reina—, y recuerda que quiero tu dicha y la suya. Sobre todo no olvides las recomendaciones que acabo de hacerte.
Alicia permaneció inmóvil, tenía los ojos bajos y estaba muy pálida.
—¿En qué piensas, Alicia? —preguntó la reina.
—Perdonadme, señora, yo… no…
Catalina cogió la mano de la joven y mirándola fijamente le dijo:
—Veamos, ¿tienes algo que decirme?
—No… Pensaba…
—Escucha —continuó la reina—. ¿Estás segura de que no has oído la conversación que he tenido con él?
—Os lo juro, señora.
La reina conocía muy bien a Alicia y por el acento de la joven comprendió que decía la verdad. Catalina, entonces, hízole una seña de despedida y la joven contestó con una reverencia y salió.
Atravesó corredores y escaleras apartados para evitar las salas en que tenía lugar la fiesta, salió del Louvre y entró en su casita de la calle de la Hache.
Una vez allí se sentó apoyando el codo sobre la mesa y con la cabeza entre las manos se puso a reflexionar.
—Es su hijo, ¿lo sabe ella? ¿Se lo diré a él? Felizmente, me contuve a tiempo cuando estaba a punto de decírselo. He hecho mal en no escuchar. ¿De qué habrán hablado? No me engaño, tengo la memoria fiel. En la entrevista que Juana de Navarra tuvo con Diosdado, oí, sin la menor duda, que éste decía: «¿Por qué no me morí el día que supe que mi madre era la implacable Médicis?».
Reflexionó largo rato en este asunto, pero por fin se dijo:
«No diré nada, porque si revelo a Catalina que el conde es su hijo, tal vez lo haría matar».