LA CAMARA DEL TORMENTO
XIII - En libertad
AL FINAL DEL EPISODIO ANTERIOR dejamos a Pardaillán y al conde Marillac cogidos por sus enemigos, gracias, según creía el populacho, al santo Lubin que, al abrazar al caballero, lo había privado de su fuerza.
Ambos jóvenes, según, sabemos, fueron introducidos en el convento, pero se les separó enseguida de manera que no pudieron comunicarse.
Poco después, y cuando ya se había restablecido la tranquilidad, Maurevert entró en el convento y celebró una larga conferencia con el padre prior.
A consecuencia de ella se hizo conducir a la celda en que había sido encerrado Marillac. Llevaba bajo el brazo la espada del conde.
—Caballero —dijo al entrar—, sois libre. He aquí vuestra espada.
Marillac no manifestó ni alegría ni sorpresa. Cogió tranquilamente el arma que se le presentaba y la envainó.
—Señor de Maurevert —dijo—, espero que volveremos a encontrarnos en condiciones más favorables…, es decir, cuando no hayáis tomado la precaución de rodearos de veinte espadachines para atacar a dos hombres.
—Señor conde, nos encontraremos cuando os plazca —contestó Maurevert.
—¿Os parece bien pasado mañana por la mañana?
—No hay inconveniente, pero permitidme que os diga, señor conde, que no comprendo por qué me buscáis querella después de haberos salvado la vida.
—¿Vos me habéis salvado la vida? —dijo Marillac con un desdén que hizo palidecer a Maurevert.
Pero éste se contuvo y repuso:
—Aun cuando no lo creáis, ello es verdad. He llegado ante el convento en el mismo instante en que la multitud, furiosa no sé por qué, iba a echarse sobre vos. Con ayuda de mis amigos os he cogido y os he transportado aquí. De lo contrario habríais muerto, señor conde.
Marillac había escuchado estas explicaciones con atención profunda.
—Caballero —dijo—, si es así, he de manifestaras mi sorpresa, porque no figuro en el número de vuestros amigos.
—¿Acaso tenía yo necesidad de que fuerais amigo mío para libraros de aquellos locos furiosos? ¿Qué caballero no hubiera hecho lo mismo en mi lugar? Además, he de manifestaros que tenía un secreto motivo para ayudaros, aun cuando mi socorro, para mayor seguridad, os haya podido parecer un ataque.
—¿Cuál es esta razón, caballero?
—El deseo de ser agradable a la reina madre —dijo Maurevert inclinándose con respeto.
Marillac palideció y Maurevert añadió:
—Si yo no soy amigo vuestro, señor conde, y si durante la última fiesta del Louvre nos hemos mirado con cierta antipatía, tengo, en cambio, el honor de formar parte de los amigos de la reina. ¿Y sabéis lo que Su Majestad dijo recientemente a mí y a otros caballeros que le son fieles? Dijo que os consideraba un perfecto caballero, que sentía por vos verdadero afecto y que rogaba a todos sus amigos protegeros en cualquier peligro que pudiera sobreveniros. Ya veis, pues, caballero, que, acudiendo a vuestro auxilio, no he hecho más que obedecer a mi reina, por la que estoy pronto a perder la vida.
—¿La reina dijo eso? —exclamó con alterada voz.
—Éstas son sus augustas palabras, que tengo el honor de repetiros, señor conde. Por esta razón, aun aceptando la cita que me hacéis el honor de darme, os ruego que me consideréis a vuestro servicio.
Maurevert, después de haberse inclinado, dio un paso para retirarse.
—Esperad, caballero —dijo Marillac con temblorosa voz a pesar de sus esfuerzos—. Caballero, las palabras que atribuís a Su Majestad tienen para mí importancia de vida o muerte. ¿Me juráis que la reina se expresó así al hablar de mí?
—¡Os lo juro! —dijo Maurevert con evidente sinceridad—. Debo añadir que si las palabras de la reina eran afectuosas, el tono lo era más aún. Para nadie es un secreto, señor conde, que gozáis del favor de Su Majestad, la cual os destina un alto mando en el ejército que el señor almirante debe conducir a los Países Bajos.
«¿Me habré engañado?», —se dijo el conde—. «¿Será verdad que me quiere?».
—Señor de Maurevert, siento haberos recibido mal.
—Todo el mundo se hubiera engañado con mi conducta —dijo Maurevert sonriendo.
—Adiós, pues, y muchas gracias. Tener la bondad de decirme dónde está el señor de Pardaillán para marcharnos juntos.
—¿El señor de Pardaillán?
—Sí, ¿por qué os asombráis?
—Señor conde, os repito que estáis libre, pero en cuanto al señor de Pardaillán es otra cosa, pues es un rebelde acusado de lesa majestad y mi deber es prenderlo.
—¿Lo prenderéis?
—Ya está hecho.
—¿Con qué derecho? ¿Sois oficial de la guardia?
—No, señor. He recibido orden de apoderarme de la persona del señor Pardaillán y precisamente estaba buscándolo cuando tuve el honor de encontraros.
—¿Una orden? ¿De quién?
—De la reina madre.
Dichas estas palabras, Maurevert saludó de nuevo al conde y salió dejando la puerta abierta. Marillac se quedó un momento aturdido, pero golpeándose la frente murmuró:
—Esta vez voy a convencerme de si realmente la reina me quiere, porque le voy a pedir la vida y la libertad de un hombre que la ha ofendido cruelmente.
Salió entonces de la celda y en el corredor se halló en presencia de un monje que lo saludó y le dijo:
—Señor conde, estoy encargado de haceros salir del convento por una puerta excusada.
—¿Por qué no por la puerta principal?
—Escuchad, señor —dijo el monje sonriendo.
Marillac prestó atención y a lo lejos, procediendo de la calle, oyó un clamor furioso.
—Es la voz del pueblo que reclama su víctima —dijo el monje—, y la víctima sois vos. Venid, señor.
Marillac, sin hacer más observaciones, siguió al monje, que lo condujo hacia una puertecilla que daba a una callejuela solitaria.
Entonces el conde se dirigió al Louvre.