XL - El domingo 24 de agosto de 1572, día de San Bartolome

SÍ, ERA DIFÍCIL. Desde que salieron de la calle de Bethisy pudieron convencerse de que cada uno de sus pasos iba a exponerlos a un nuevo peligro. París era ya un gran campo de batalla imposible de atravesar sin chocar con enemigos furiosos ni arriesgar la vida a cada momento. Sin embargo, no había batalla; pero sí carnicería y matanza. Todos los hugonotes; que hubieran sido capaces de organizar una defensa más o menos eficaz, habían sido muertos antes que los otros y a la sazón se mataba a los burgueses, a las gentes del pueblo, mujeres, ancianos, niños y seres indefensos.

En cada barrio y en todas las calles, cualquier persona sospechosa a los ojos de la vecindad o que hubiera manifestado alguna simpatía por la Reforma, tanto si eran protestantes como si no, eran degollados; igual escena terrible se reproducía en todos los barrios de París. La víctima, hombre o mujer, veía entrar en su casa una patrulla de veinte o treinta asesinos que empezaban a perseguirla.

El pobre diablo se escapaba saltando a veces por la ventana y entonces empezaba la terrible caza hasta el momento en que caía o se veía acorralado. Inmediatamente lo acribillaban a puñaladas y luego su cuerpo era arrastrado hacia la hoguera más cercana o bien al Sena.

Al día siguiente, la matanza tomó espantosas proporciones. Tal estado de cosas duró seis días. En provincias, en las grandes ciudades, se reproducían iguales escenas de horror, y casi un mes más tarde, aún había matanzas en ciertas localidades lejanas.

En aquella mañana de agosto, tan bella y luminosa, los parisienses se habían convertido en animales carniceros. Vióse a algunas mujeres beber sangre de las víctimas. Y en todas partes se oía el grito de:

«¡Viva Jesús! ¡Mueran los hugonotes!».

El ruido era indescriptible. Todas las campanas doblaban a la vez sin descanso. Únicamente la campana mayor de Saint-Germain-L’Auxerrois habíase callado después de haber dado la señal. Pero ya no se tenía necesidad de ella.

El enorme tumulto de las campanas, los aullidos de los asesinos, las quejas desgarradoras de las víctimas, los disparos de las pistolas, las sordas detonaciones de los arcabuces, todo ello no formaba más que una sola voz que parecía el fragor del trueno, los mugidos de las aguas, el crepitar de la lluvia y el silbido del huracán, como si los elementos se hubieran trastornado. Aspirábase un olor acre de carne asada, de sangre, y no se veía más que fuego, humo y entre éste rostros asquerosos, risotadas feroces, ojos terribles, y sombras que corrían con un puñal ensangrentado en las manos. Veíase sangre por todas partes, a lo largo de las paredes, coagulada en el suelo y mezclada en los baches llenos de agua de la calle, y por singular fenómeno había barrios que estaban tranquilos y calles en que tardaron en enterarse de la matanza que tenía lugar en París.

A cien pasos del Sena y no lejos de la Bastilla, algunos viejos jugaban a los bolos o se calentaban tomando el sol. Había también algunos rincones tranquilos alrededor de los cuales tenía lugar la gran carnicería. Cerca de la puerta de Bussy, que daba al arrabal Saint-Germain, una banda de chiquillos jugaba tranquilamente. Dos hugonotes perseguidos hicieron irrupción entre ellos y cayeron heridos por varios puñales, y uno de los niños murió del susto.

Exceptuando, pues, los pocos barrios tranquilos que había en París, todo lo demás ofrecía la imagen de una ciudad devastada por algún gran cataclismo. Centenares de casas ardían; millares de cadáveres obstruían las calles. En las encrucijadas ardían hogueras en que se consumían los cuerpos de los herejes; procesiones de sacerdotes cantando el «Te Deum», atravesaban a veces las calles, gritando:

«¡Viva la misa! ¡Mueran los hugonotes!».

He aquí lo que los Pardaillán vieron aquella mañana del domingo, día de San Bartolomé.

Obstinadamente trataban de ir en línea recta hacia el palacio de Montmorency, pero veíanse arrastrados a su pesar en direcciones distintas, más ellos, incansables, volvían a la carga para conseguir su objeto.

XLI - Perfiles de gargolas

¿QUÉ HORA ERA? No lo sabían. ¿Dónde estaban? Tampoco hubieran podido decirlo. Hallábanse adosados a un guarda-cantón adonde los había arrastrado un violento reflujo del pueblo.

A diez pasos de distancia estaban saqueando un edificio, ante el cual elevábase una pira formada por los muebles que iban amontonando los saqueadores.

Entonces uno de ellos les prendió fuego. Apareció un hombre llevando en brazos un cadáver.

—¡Viva Pezou! —gritó la multitud que estaba al lado de la hoguera.

El cadáver era el del duque de La Rochefoucauld y el hombre que lo llevaba, Pezou. El caballero de Pardaillán lo distinguió claramente a través de los torbellinos de humo. Pezou llevaba los brazos al descubierto y rojos de sangre. Su rostro era espantoso; los ojos desorbitados, los labios crispados y respiraba ruidosamente como aspirando con delicia el olor de la sangre que flotaba en el ambiente.

—Con éste ya son cuarenta —gritó uno de ellos—. ¡Bravo, Pezou!

El aludido sonrió. Dirigióse a la hoguera llevando en brazos el cadáver, que tenía el cuello abierto por una gran cuchillada, y levantándolo con extraordinaria fuerza, lo echó al fuego, exclamando:

—¡Voy en busca de otro! Necesito cien. Esta noche quiero haber matado un centenar.

—¡Huyamos, huyamos! —dijo el viejo Pardaillán lleno de horror y cogiendo a su hijo para impedir que se arrojara sobre Pezou.

—¡Oh! —dijo el caballero—. ¡Cuánto me gustaría poder aniquilar a todos esos tigres!

—¡Huyamos! —repitió el padre.

Se orientaron y continuaron su camino hacia el palacio de Montmorency.

Y cuando ya habían ganado bastante terreno y estaban cerca del Sena, fueron cogidos en otro torbellino y arrastrados hasta la entrada de la calle de San Dionisio. Mirando a su alrededor, se vieron en el patio de una hermosa casa; las ventanas caían destrozadas; los muebles eran arrojados al patio y mientras en el interior se oían gritos de agonía, la multitud aplaudía y vociferaba.

—¡Bravo, Crucé! ¡Mata a La Force!

Era, en efecto la casa del viejo hugonote La Force. El crimen estuvo pronto perpetrado. Al cabo de tres minutos ya no se oyeron más gemidos y todos, tanto los amos como los criados, habían sido asesinados.

La multitud se marchó arrastrada por los lugartenientes de Crucé en busca de nuevas víctimas y el patio quedó libre.

—¡Huyamos! —repitió el viejo Pardaillán.

—Por el contrario, entremos —dijo el caballero—. Quiero ver dónde está Crucé.

El aventurero hizo un movimiento de aprobación con la cabeza y subiendo una hermosa escalera se hallaron pronto en una gran sala desmantelada en parte. A la primera mirada el caballero vio que sólo echaron por la ventana los muebles malos, pero que los armarios habían sido respetados.

En el centro de la sala había cinco cadáveres amontonados. Dos hombres con asombrosa tranquilidad, se ocupaban de fracturar un armario. Eran Crucé y uno de sus acólitos.

—Aprisa —decía Crucé—, el dinero debe de estar ahí. ¡Ah! Ya lo tengo.

Desfondaron los cajones y empezaron a llenarse los bolsillos. Luego corrieron donde estaban los cadáveres y tomaron un collar de gran precio que el viejo La Force llevaba aún.

Crucé lo cogió en tanto que su compañero arrancaba las orejas de una mujer para apoderarse de los diamantes de los pendientes.

—Ahora, vámonos —dijo Crucé.

Y cuando iban a incorporarse, cayeron los dos, al mismo tiempo, de cabeza contra los cadáveres. El caballero derribó a Crucé de un puñetazo en la sien y el viejo Pardaillán destrozó la cabeza del otro con un culatazo de su pistola.

Los dos bandidos no dieron ni un grito. Estremeciéronse algunos instantes en los espasmos de la agonía y, por fin, quedaron inmóviles para siempre.

En el momento de caer Crucé escapáronse de su jubón y de sus bolsillos repletos joyas y monedas de oro que fueron a rodar entre la sangre.

Entonces el caballero examinó los cadáveres de las cinco víctimas y trató de colocarlos decentemente extendidos en el suelo, con el objeto además de separarlos de los cadáveres de los bandidos.

—¡Perdón! —gritó una voz infantil—. ¡No me matéis, perdón!

Un niño de doce años surgía de entre los cadáveres arrastrándose de rodillas y con las manos unidas: era el hijo menor de La Force, que estaba en brazos de su padre cuando lo mataron. Cayó lleno de la sangre de su progenitor y lo habían creído muerto.

El caballero quiso coger la mano del niño y tranquilizarlo, pero éste, lleno de miedo, dio un grito de espanto y huyó.

Entonces bajaron y en la calle continuaron su carrera, tratando de evitar las hogueras o las patrullas de asesinos. No sabían ni en el lugar en que se hallaban, ni qué hora era. En el cielo brillaba el sol tranquilamente, oculto a medias por los torbellinos de humo.

Al volver una calle, los Pardaillán se detuvieron petrificados. Hubieran querido huir de la horrorosa aparición, pero no pudieron. Todo lo que consiguieron hacer fue retirarse a la entrada de un pasadizo que se hundía en una casa. No sabían dónde estaban.

Ante ellos, a veinte pasos de distancia, acababa de aparecer una patrulla compuesta de unos cincuenta asesinos que marchaban en apretadas filas. Detrás iba una multitud enorme armada de espadas viejas, garrotes y picas ensangrentadas. Todos se agitaban como si un ataque epiléptico los hubiera sumido en el mismo delirio.

Los cincuenta que iban delante estaban perfectamente armados de puñales rojos de sangre. Llevaban la cruz blanca y quince de ellos montaban a caballo.

Abriendo la marcha, iban tres hombres de asquerosos rostros y voces enronquecidas a fuerza de gritar. Los tres llevaban una pica cada uno y al extremo de ellas, otras tantas cabezas.

—¡Viva Kervier! ¡Viva Kervier! —vociferaba frenética la multitud.

Los dos Pardaillán reconocieron enseguida la cabeza que estaba clavada en la pica del librero y se estremecieron al observar que era la de Ramus. En efecto, era la cabeza del pobre e inofensivo sabio.

Kervier la había cortado con su mano y a la sazón paseaba el sangriento trofeo en medio de otras dos cabezas, probablemente amigos de Ramus a quienes habrían hallado en su casa.

La manada de lobos llegó a la altura de aquel pasadizo estrecho a cuya entrada se habían adosado los Pardaillán para dejar pasar la horda. Los ojos del caballero quedáronse fijos en la cabeza que al extremo de la pica producía la espantosa ilusión de una cabeza sin cuerpo que anduviera por el espacio.

Luego bajó los ojos hasta aquél que llevaba la pica, o sea Kervier, y el caballero tembló de indignación. Quiso gritar un insulto, pero de su garganta salió tan sólo un ronco gemido, mientras su puño cerrado se tendía hacia el librero, no sabiendo qué hacer para vengar al pobre sabio.

Kervier vio aquella cara convulsa que lo miraba, leyó en ella el desprecio, y molesto al observarlo, hizo un gesto para designar a los dos Pardaillán, pero en el mismo instante cayó muerto, gritando:

—¡Maldición!

Y expiró. Una bala de pistola acababa de herirlo en medio de la frente y aquel disparo fue hecho por el caballero. Éste había visto pasar un hombre armado de una pistola cargada y de un puñetazo lo hizo caer en el suelo y arrebatándosela disparó con ella.

En el mismo instante precipitáronse los asesinos contra los Pardaillán, todos vociferando y algunos disparando contra ellos sus armas de fuego. Todos quisieron entrar a la vez por el pasadizo en que se hundían los dos supuestos herejes, pero, con mayor prontitud, se adelantó un caballero vestido de rojo que pertenecía, sin duda, a la casa de Damville, porque llevaba sus armas bordadas en el jubón. Hizo avanzar su caballo y preparó la espada para herir.

—¡Salvados! —exclamó el aventurero.

Y mientras el caballero se preguntaba de qué modo, su padre, dando un salto prodigioso, se precipitó a la brida del caballo, cuya cabeza penetraba ya en el pasadizo. Dio un tirón a las riendas e hizo entrar completamente al animal, que, con su cuerpo, obstruyó la entrada.

El aventurero soltó una carcajada homérica. Detrás de la grupa del caballo agitábanse los lobos profiriendo gritos de rabia; el caballo coceaba y el jinete, vestido de rojo, atónito por aquella maniobra, trataba de hacer retroceder al animal; más, de pronto, presa de loco terror, se dejó deslizar por la grupa a fin de huir, pero una coz lo mandó rodando entre los asaltantes en el momento en que tocaba con los pies en el suelo.

Aprovechando la confusión, el caballero de Pardaillán ató las patas delanteras del caballo, que era un magnífico ruano, y ya el aventurero se preparaba a dar una puñalada al bruto para que el obstáculo permaneciera más tiempo, cuando su hijo lo detuvo exclamando:

—«Galaor».

El viejo examinó al animal y contestó:

—En efecto, es él.

«Galaor», a pesar de tener las patas trabadas, coceaba con más furia si cabe. Cada uno de sus flancos tocaba a una y a otra pared. El pasadizo estaba obstruido por una barricada viviente que, al mismo tiempo, era una catapulta.

Entonces, mientras sonaban apocalípticas amenazas y horrorosas blasfemias, los Pardaillán penetraron en el fondo del corredor, seguros de que transcurrirían algunos minutos antes de que sus enemigos pudieran invadirlo; pero antes de marcharse, el caballero besó el humeante hocico del caballo diciendo:

—Gracias, amigo.

—¡Caramba! —exclamó el viejo—. Estamos en una ratonera, no hay salida. Pero ¡el diablo me lleve sí no he pasado ya por aquí!

Abrióse entonces una puerta en el extremo del pasadizo y apareció una mujer.

—¡Rosa! —exclamaron los dos hombres al verla.

Era ella, efectivamente; se hallaban en el pasadizo de la posada de «La Adivinadora». ¿Cómo no la habían reconocido? Sin duda debíase al aturdimiento que su carrera les había ocasionado. La casualidad los había llevado a la calle de San Dionisio en el momento en que trataban de dirigirse al Sena. Y los detuvo ante aquel pasadizo que les ofreció un refugio en el momento en que la calle fue invadida por los lobos de Kervier.

Entraron en la posada y luego en aquella habitación en que el caballero sorprendió la reunión de conjurados de Guisa. Rosa, temblando, los condujo entonces a la sala vecina, en que se hallaban tres hombres: Landry Gregoire, pálido como un muerto, y, cosa extraña en aquel momento, dos poetas que bebían y escribían: Dorat y Pontus de Thyard.

—Por ahí —dijo Rosa a los dos Pardaillán mostrándoles una escalera—. Arriba podréis pasar a la casa vecina, bajar y salir por la parte posterior. Huid, huid de prisa.

—Por el cielo —decía Dorat—. Quiero escribir en honor de la destrucción de los herejes una oda que inmortalizará mi nombre.

—Moja tu pluma en la sangre —dijo Pontus.

—¡Pobre de mí! —gimió maese Landry tratando inútilmente de arrancarse algunos cabellos, pues, como se recordará, estaba completamente calvo—. ¡Desgraciado de mí! ¡Van a saquear mi posada si saben que han huido por aquí!

—Seguramente lo sabrán —contestó Rosa con firmeza—. Maese Landry, id a buscar las cosas de más valor y huyamos también.

El hostelero se levantó gimiendo tristemente.

—Maese Landry —le gritó el viejo Pardaillán— añadid a mi nota la posada, la vajilla rota y el incendio. ¡Os juro que todo será pagado! —añadió el caballero.

—¡Huid, huid! —repitió Rosa.

El viejo Pardaillán la besó en las dos mejillas y el caballero la cogió en sus brazos pálido de emoción, le besó tiernamente los ojos y murmuró:

—¡Querida Rosa, nunca te olvidaré!

Era la primera vez que la tuteaba, cosa que hizo estremecer de júbilo a la hermosa hostelera. Luego subieron la escalera y desaparecieron por ella.

En el mismo instante reapareció el posadero llevando en brazos un saco en que había puesto todo su oro y las joyas de su mujer.

—¡Huyamos! —dijo Rosa—. Los asesinos han invadido el pasadizo y ahora tratan de hundir la puerta.

—¡Huyamos! —repitió Landry temblando convulsivamente.

—Señora Landry —gritó el poeta Dorat—. Sois una mala católica y os denunciaré. No os mováis de aquí.

Pontus de Thyord desenvainó la espada y dijo tranquilamente:

—Marchaos, Rosa, y vos también, maese Landry, y si esta víbora trata de silbar, la parto en dos.

Dorat entonces se acoquinó.

Algunos instantes más tarde la manada de lobos penetraba por la puerta del pasadizo y, no hallando a nadie, incendió la posada.