XXXV - Entrada de Catho en la gloria

HACIA LA HORA EN QUE CATALINA esperaba oír la primera campanada del toque de rebato, Catho, como ya se ha visto, transitaba por las oscuras calles de París, topando de vez en cuando con algún grupo de gentes que iban marcando puertas. Estaba tranquila porque su alma primitiva no podía prever obstáculos ni peligros. Su empresa era muy sencilla y al mismo tiempo formidable.

Cuando hubo Llegado a cierta calle más oscura y silenciosa que las vecinas, se detuvo en un portal y a media voz empezó a entonar una canción en boga. Inmediatamente prodújose en la callejuela un rumor confuso de voces, pronto ahogado, y gran número de sombras se pusieron en movimiento siguiendo a Catho.

Eran más de trescientas mujeres, todas aquéllas a quienes citara en su taberna. Mendigas y rameras, jóvenes y viejas, tuertas, cojas, patizambas, asquerosas mendigas de la Corte de los Milagros, o hermosas profesionales del amor que marchaban en apretados grupos como si fueran un rebaño. Catho iba al frente como extraño general de aquel ejército fantástico. Andaban a buen paso y todas iban armadas, unas con viejas pistolas, otras con espadas enmohecidas, algunas con barras de hierro, garrotes, y otras sin más armas que sus uñas. Iban tranquilamente, pues estaban acostumbradas a transitar por las calles durante la noche, y también a ver cómo, de vez en cuando, ahorcaban a alguna de ellas. Por otra parte, no tenían mucho apego a su miserable existencia y no creían gran cosa en el peligro. Como a Catho, les parecía que su empresa era muy sencilla.

En varias ocasiones el fantástico rebaño que seguía a Catho fue detenido por las patrullas que iban marcando las puertas. El jefe de una de ellas quiso interrogar a Catho e interceptarle el camino, pero ésta y sus guerreras lo miraron con tal aire de amenaza, que el hombre retrocedió. Por otra parte, supuso que tal vez aquellas mujeres tenían una misión encargada en la gran tragedia.

Catho llegó ante el Temple y se detuvo. Su séquito hizo lo mismo y oyéronse entonces risas ahogadas y blasfemias a media voz; la impaciencia dominaba a las guerreras. Había una jovencita de dieciséis años que, blandiendo un arcabuz, decía:

—¡Qué lo toquen y se las verán conmigo! Un día, cuando mamá estaba enferma, entró en nuestra casa con una botella de buen vino, un pollo y tres escudos.

—A mí me libertó de caer en manos de los guardas del preboste —dijo una voz ronca.

—¡Un caballero tan guapo! —dijo una ramera blandiendo la espada.

—¿Queréis callaros? —exclamó Catho.

Y las mujeres, al oírla, obedecieron. Jamás se vio compañía de veteranos tan disciplinada. Se callaron, pues, pero temblando de impaciencia.

Las que conocían a Pardaillán relataban en voz baja sus hazañas. Las blasfemias corrían constantemente de boca en boca.

Catho, entonces, arregló su ejército. En la primera fila todas aquéllas que pudieron procurarse un arma de fuego. Seguían luego las que poseían armas blancas y, por fin, quedaban detrás las que iban armadas de garrote y las que no tenían nada.

En cuanto a ella, empuñaba en su diestra un sólido puñal.

—¡Atención! —dijo—. En cuanto la puerta esté abierta, seguidme.

Reinó entonces profundo silencio. Ante ellas se elevaba el Temple sombrío y terrible. De pronto, a la lejos, una campana empezó a tocar y luego otra.

—¡El rebato! —dijo una mendiga.

—¿Qué es esto? —murmuró Catho—. ¿Será para nosotras?

—¡Atención! ¡Quieren matamos! —exclamó una ramera.

Catho se dirigió hacia ella y, puñal en mano, le dijo:

—Si no cierras el pico, mi daga te mata.

El tumulto era cada vez mayor. Las campanas de París tocaban desesperadamente. Oíanse a lo lejos arcabuzazos y pistoletazos que causaron cierta alarma en el ejército de Catho. Por un momento el pánico amenazó hacer presa de todas ellas, pero, de pronto, aquel principio de miedo se convirtió en furor. A los aullidos, a los gritos, a las campanadas y a las sordas detonaciones, ellas contestaron con insultos; blandieron las armas y durante algunos minutos reinó allí el más completo desorden.

De pronto se abrió una puerta baja y comparecieron «La Roja» y Paquita.

—¡Adelante! —gritó Catho.

—¡Adelante! —contestaron las trescientas voces.

—¡Por aquí! —gritó «La Roja».

Toda la compañía atravesó la puerta que las dos rameras acababan de abrir.

—Tengo las llaves —exclamó Paquita.

—Hemos de encerrar a los hombres de armas —añadió «La Roja».

—¡Aprisa, aprisa, al calabozo! —mandó Catho—. ¿Dónde está?

—Por aquí.

—¡Adelante!

Desembocaron a un pequeño patio que llenaron con sus voces.

—¡Hola! —exclamó una voz—. ¿Qué significa esto? ¿Quiénes sois, brujas? ¡Atrás!

—¡Adelante! —vociferó Catho.

—¡Fuego! —mandó la voz.

Disparáronse doce arcabuces y cinco guerreras de Catho cayeron muertas o heridas. Entonces, en aquel reducido patio, eleváronse vociferaciones inimaginables.

He aquí lo que había sucedido:

Había en el Temple una guarnición de sesenta soldados dividida en dos grupos que ocupaban otros tantos puestos. «La Roja» y Paquita, después de haber atado sólidamente al gobernador Montluc, le quitaron dos manojos de llaves y bajaron sin pérdida de tiempo. En uno de los patios en que se abría la gran puerta del Temple, había un puesto de guardia en la cual dormían cuarenta soldados. «La Roja» se acercó a la maciza puerta y la cerró con dos vueltas de llave, cosa que impedía que los soldados pudieran salir, porque las ventanas estaban enrejadas.

Entonces corrieron a abrir la puerta baja por donde Catho debía entrar.

Desgraciadamente había un segundo puesto de guardia y, además, carceleros y centinelas.

Al oír las descargas y el ruido del combate, los soldados del segundo cuerpo de guardia acudieron. Los carceleros se vistieron apresuradamente para bajar a tomar parte en la pelea. Los centinelas se replegaron sobre el campo de batalla y al ver al Temple invadido por aquella legión de mendigas que aullaban y vociferaban, creyeron de pronto ser víctimas de una pesadilla, pero los golpes llovían, pues la mayor parte de las veces conseguían inferir heridas a sus adversarios.

Durante algunos minutos hubo en el patio un ruido espantoso que dominaba el tumulto que se desencadenaba en París. Una veintena de mujeres yacían en el suelo, pero había caído igual número de soldados.

Saltaban profiriendo gritos ensordecedores, rojas de sangre, con los cabellos sueltos, parecidas a brujas. Los soldados se retiraban, se desbandaban y sólo se oían quejas sordas, roncas imprecaciones y, finalmente, se oyó un gran aullido de triunfo.

Los últimos soldados o carceleros sobrevivientes habíanse precipitado a un corredor, cuya puerta abrieron alocados y aterrados por aquella irrupción inaudita de mujeres endiabladas. Únicamente un oficial, un sargento y un soldado se quedaron prisioneros en un rincón.

—¡Adelante! —rugió Catho.

Había recibido tres puñaladas y jadeante parecía una pantera herida que buscaba a un enemigo para arrojarse sobre él. Buscó con la mirada a «La Roja» y a Paquita y vio que acababan de caer heridas, tal vez mortalmente.

Entonces Catho profirió una maldición, y cogiendo las llaves que una de ellas tenía en su mano crispada, se dirigió al grupo de los tres prisioneros.

—¿Dónde está el caballero de Pardaillán? —preguntó al soldado.

—No lo sé —contestó éste.

Catho levantó la daga y la dejó caer sobre el soldado, que quedó muerto en el acto.

—Guíame —dijo dirigiéndose al oficial.

—¡Ramera! ¿Te figuras acaso que?…

No pudo acabar la frase, porque Catho lo derribó de un golpe como al soldado.

—Ahora, tú —dijo al sargento.

—Obedezco —exclamó éste, pálido como un muerto.

—Echa a andar.

—Venid.

El sargento empezó a andar y Catho siguió taponándose sus heridas con tiras de un pañuelo, pero dispuesta a hacer uso nuevamente de su puñal. Detrás de ella iba el rebaño, del que salían blasfemias, carcajadas y voces destempladas que expresaban la alegría y el triunfo de las mujeres sobre los soldados.

Y a lo lejos, en París, proseguía el rumor enorme de las campanadas y los gritos de mil víctimas desesperadas.

El sargento, atravesando una puerta, pasó a un segundo patio, en cuyo fondo había una bóveda, por la que se hundió. Allí empezaba una escalera de caracol y Catho, al verla, detuvo al sargento poniéndole una mano en el hombro y le dijo:

—SI me engañas, eres hombre muerto.

—Venid —dijo el sargento.

—¿Faltan luces? —gritó una voz.

—No —contestó el sargento—. La Mecánica está iluminada.

—¿La Mecánica? —exclamó Catho.

—Sí, allí hallaréis lo que buscáis.

—¡Adelante!

El sargento empezó a bajar la escalera de caracol, y para sí exclamaba, burlonamente:

«Sí, ya los encontrará. Total, una pinta o dos de sangre».

El grupo iba a lo largo del estrecho corredor. Por medida de prudencia habíanse quedado una treintena de mujeres de las que estaban mejor armadas vigilando la entrada.

En el extremo de aquel corredor, adonde los tumultos no llegaban más que como lejano zumbido, Catho contempló extraño espectáculo. A la luz humeante de una antorcha y al pie de una escalera de caracol, estaba un hombre de cortas patas, cabeza enorme y brazos desnudos y musculosos.

Aquel extraño ser hacía girar con gran esfuerzo una manivela de hierro.

—¿Qué es eso? —preguntó Catho.

—La Mecánica —dijo el sargento.

—¿En dónde están? —preguntó Catho presa de terrible presentimiento.

—Allí, a punto de ser aplastados.

Catho dio un rugido. Su puño cerrado se levantó yendo a caer sobre el cráneo del sargento, que extendió los brazos, giró sobre sí mismo y cayó de cara sobre las losas.

Estaba muerto.

Catho saltó por encima del cadáver y en dos saltos llegó hacia el hombrecillo que, ocupado en su tarea, no veía ni oía nada.

Los diez dedos de Catho se incrustaron en su nuca y lo separó de la manivela.

El chirrido de la máquina se detuvo instantáneamente. El verdugo miró embobado a Catho, que, después de haberlo cogido por la nuca, le hizo dar la vuelta y lo sujetó contra la pared. Sus dedos, a la sazón, se incrustaban en la garganta del hombrecillo, que exclamó, asustado, al ver tantos rostros de mujeres:

—¡Perdón!

—¿Dónde están? —preguntó Catho.

—Allí —contestó el verdugo.

—Abre si no quieres morir.

El monstruo extendió el brazo y mostró un botón de metal que a cinco pies de altura, sobre la manivela, alteraba la superficie plana de la pared.

Catho lo soltó y encaramándose empezó a dar fuertes golpes sobre el botón, pero al primero, oyóse un ruido y la puerta de hierro se abrió.

Y entonces dos hombres, dos fantasmas, lívidos, con los ojos expresando infinito asombro, se presentaron ante Catho, la cual, con alegría delirante, exclamó:

—¡Salvados!

Casi enseguida empezó a sollozar y apoyándose en el muro, repetía extasiada:

—¡Salvados!

—¡Catho!

Este nombre fue pronunciado a coro por los dos Pardaillán.

Por un momento se quedaron como petrificados en el corredor, lleno de mujeres que reían, aplaudían, se felicitaban, bromeaban y lloraban.

Entonces comprendieron. Su pronta imaginación reconstituyó la epopeya; Catho había amotinado a las rameras y mendigas para invadir el Temple; comprendieron por qué en el momento de querer herirse, habían oído sordos rumores y la razón de que se detuviera el techo en su marcha descendente.

De un salto se hallaron al lado de Catho. Cayeron de rodillas ante ella, y cogiendo cada cual una mano de su salvadora, la besaron cariñosamente.

El verdugo aprovechó aquellos momentos para huir lleno de terror y de asombro.

Habíase restablecido el silencio en el estrecho corredor, al cual apenas llegaban los ruidos de la calle.

El viejo Pardaillán fue el primero que se levantó con el ceño fruncido y el mostacho erizado, exclamando:

—¡Partamos! ¡Desgraciados de ellos!

Ellos, en el espíritu del aventurero, eran los verdugos que habían imaginado para él y para su hijo el horror del suplicio sin nombre.

—Sí —dijo el caballero levantándose—. ¡Partamos, tenemos bastante que hacer!

—Vamos, ven, Catho —exclamó entonces el viejo Pardaillán.

Catho quiso dar un paso, pero se cayó al suelo.

—¡Por Dios! —exclamó el caballero—. Está herida.

Catho sonrió señalando con su dedo su seno derecho ensangrentado. El viejo Pardaillán desgarró rápidamente el corpiño ya roto y apareció el seno con una ancha y profunda herida de la que la sangre se escapaba ya gota a gota.

—¡Marchaos! —exclamó Catho con gran dificultad.

—Sin ti, no.

Ella sonrió de nuevo. Sus bondadosos ojos se fijaron en el aventurero y luego en el caballero.

—No; os volverían a coger —murmuró con entrecortadas palabras—. Ahora, marchaos. ¡Adiós!

—¡Catho, Catho!

Los dos Pardaillán habíanse arrodillado sosteniendo en sus brazos uno los hombros y el otro la cabeza de la herida, que continuaba sonriendo.

Comprendía perfectamente que iba a morir. Dé pronto, sus ojos, fijos en el caballero, se pusieron vidriosos y se estremeció ligeramente. Y así sonriendo y mirando al caballero de Pardaillán, murió la buena Catho.

—¡Muerta! —exclamó el viejo Pardaillán profiriendo una blasfemia.

—¡Muerta! —repitió el caballero en extremo conmovido.

—¡Aquí están, aquí! —gritó en aquel momento en la entrada del corredor una voz feroz y temblorosa.

Y entró un hombre jadeante seguido de una veintena de soldados.

Y aquel hombre era Ruggieri, que buscaba su presa y la sangre necesaria para la reencarnación de su hijo.