XXII - Dios lo quiere

PANIGAROLA ESTABA ARRODILLADO sobre las gradas del altar mayor de Saint-Germain-L’Auxerrois. Parecía de piedra; los pliegues de su hábito no se movían.

No sabremos decir si oraba aquel monje incrédulo, pues, ya hemos visto que la fe no iluminaba su espíritu. Probablemente reflexionaba en su desgraciado amor y en los crímenes que para conquistarlo había cometido encendiendo el furor popular contra los hugonotes por orden de la reina, pero, en realidad, para que en la matanza estuviera comprendido Marillac. Pensaba, tal vez, también, en Alicia, por cuyo amor disponíase entonces a matar a un hombre, no cara a cara y en leal combate como habría hecho el marqués de Panigarola, sino traidoramente y después de haber atraído a su enemigo a una emboscada.

Entonces una mano se apoyó sobre su hombro y al sentir su contacto se estremeció.

«Ha llegado la hora terrible» —pensó.

Catalina dijo entonces con tranquila voz:

—He aquí al sacerdote que va a uniros.

Los novios dirigieron su mirada hacia el monje que lentamente se incorporaba echando el capuchón sobre sus hombros y se volvía hacia ellos.

Alicia vio a Panigarola, y sus labios quedaron exangües. Un temblor convulsivo la sobrecogió, y sus ojos fijos en los del fraile expresaron horror sobrehumano. En aquel momento comprendió la emboscada en que había caído. Su extraviada mirada se apartó del monje para fijarse en Catalina, y tal espanto retrataba que la reina retrocedió, y esta vez con expresión de lástima tan grande, que Marillac se quedó atónito, sin comprender lo que pasaba. Catalina, con los labios apretados y el rostro inmóvil, esperaba.

El monje no veía más que a Alicia, a ella sola. Todo ello no duró más que algunos segundos, que fueron para Panigarola una eternidad de desesperación, pues advirtió en los ojos de Alicia un amor grande, verdadero y puro. Y cuando después de aquellos segundos recobró la conciencia de sí mismo, se asombró de sentir gran lástima por Alicia. Levantó los brazos hacia la negra bóveda como si hubiera querido tomar por testigos de su perdón, de su sacrificio a las potencias invisibles, y en sus ojos se pintó tal expresión de misericordia, que, Alicia, al observarla, dio un grito de alegría, de esperanza y de gratitud. Luego, rendido por su sacrificio, el monje cayó al suelo desvanecido.

Marillac, atónito, dio dos pasos hacia Catalina.

—¡Señora! —dijo con ruda voz—. ¿Qué pasa aquí? ¿Quién es ese hombre? No es el sacerdote; mirad, bajo el hábito de monje, va vestido de caballero.

En efecto, el hábito doblado por uno de sus bordes dejaba ver el brillante traje de Panigarola, el cual en su crispada mano tenía un papel arrugado.

—Ven —exclamó Alicia—, huyamos.

—¡Señora! —rugió el conde—. ¿Quién es ese hombre?

—No sé —contestó Catalina—, pero tal vez el papel que tiene en la mano nos lo dirá.

Y al inclinarse sobre el monje, Catalina exclamó:

—¡Hola! Ya lo reconozco. Es el marqués de Panigarola. ¿Qué hace aquí en lugar del sacerdote que me esperaba?

Marillac se había inclinado también, y de la crispada mano del monje arrancó el papel o por lo menos una parte, y con gesto febril empezó a desplegarlo. Sus manos en aquel instante, fueron cogidas por otras heladas: satinadas, pero convulsivamente apretadas. Divisó a Alicia a su lado, que con terror extraordinario pintado en el rostro, murmuró, con voz apenas perceptible:

—No leas.

—Alicia, ¿sabes lo que dice ese papel?

—No lo leas. Ven, huyamos. La muerte nos amenaza.

—Alicia, aquí está la verdad. La que Juana de Albret conocía y que mi madre me ha ocultado.

—No leas. Dame esa prueba de amor. Mírame, te amo, no puedes saber cuánto te amo. Por Dios, te lo ruego, no leas el papel de ese hombre.

—¿Lo conoces, Alicia?

A la sazón sus voces tenían extrañas entonaciones. La de Alicia expresaba terror y espanto, mientras que en la de Marillac se advertía la sospecha. La desgraciada hizo un esfuerzo desesperado y trató de arrancarle el papel, pero Marillac, con firme dulzura, la rechazó y subiendo al altar dejó encima de la mesa la carta que sus temblorosos dedos no podían sostener. Alicia se puso de rodillas, murmurando:

—¡Oh, amor mío! ¡Nunca sabrás cuánto te he querido! ¡Adiós! —Y llevó a sus labios el engaste de una sortija que nunca se quitaba.

A la luz del cirio inmediato al tabernáculo, Marillac, leyó las siguientes palabras:

Yo, Alicia de Lux, declaro que si el hijo que he tenido del marqués de Panigarola, mi amante, está muerto, es porque lo he matado. Si se encuentra el cadáver de mi hijo, no…

Allí el papel estaba roto, pues el resto habíase quedado en la mano del monje.

El conde se volvió con el rostro de tal modo descompuesto, que Catalina no lo reconoció. Marillac no la vio. Alicia tendió hacia él los brazos, y con voz débil pues la muerte íbase apoderando de su hermoso cuerpo, exclamó:

—¡Te amo!

Marillac no la vio ni la oyó, asombrado de estar vivo y de que el dolor no lo hubiera aplastado ya. Con gran trabajo se separó del altar en el que estaba apoyado y con paso vacilante se aproximó a la reina. Ésta lo vio venir sin poder hacer un gesto, como hipnotizada por el horror. Confusamente se decía que había traspasado los límites, pero la dominaba la tenaz resolución de matar a su hijo. Marillac se acercó a ella sonriendo y dijo:

—Y bien, madre, ¿estáis contenta? ¿Por qué me matáis de este modo?

Catalina vio claramente que su hijo comprendía la verdad entera y tal convicción rompió el encanto. Se irguió, y con brusco ademán levantó algo que parecía una cruz y que, en realidad, era un puñal y dijo:

—Conde, no soy yo quien os mata, es esta cruz. Es para el servicio de Dios. ¡Dios lo quiere!

Con tonante voz repitió:

—¡Dios lo quiere!

Entonces se oyó extraño rumor en la iglesia.

Hubiérase dicho que la tempestad que rugía en las calles habla hundido las puertas y las ráfagas huracanadas corrían hacia el altar mayor. Un ruido de telas que se rozan, pasos rápidos entre sillas que se vuelcan con estrépito, un murmullo, al principio vano, y luego un tumulto de voces profiriendo salvajes imprecaciones.

—¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!

Marillac, como si sufriera una fantasmagórica pesadilla, vio la multitud de cabezas femeninas convulsas por el odio y el miedo y en la sombra alzarse innumerables puñales.

Luego su mirada cayó sobre Alicia y no vio más que a ella.

—¡Te amo! —exclamó la pobre.

Y Marillac sólo oyó aquellas palabras. Entonces su razón se oscureció, y tras unos momentos de angustia, en que le pareció sentir un círculo de hierro candente alrededor de la cabeza, una gran tranquilidad y una sonrisa animó su semblante. ¡Estaba loco!

Luego el desgraciado dirigióse a Alicia, a la que dijo con enamorado acento:

—Vamos, espérame…, partamos.

—¡Dios mío! —exclamo Alicia—. ¡Me perdona!

En el mismo instante el cuerpo de su amante cayó al suelo herido por más de diez puñales.

—¿Cómo? —exclamo ella—. ¿Qué sucede?, ¿qué pasa? ¡Levántate, huyamos!

Y trató de incorporar el cadáver, pero este cayo pesadamente.

En el mismo instante algunas manos furiosas se precipitaron a ella y desgarraron sus vestidos y su carne. Llena de sangre, alocada y casi desnuda, Alicia se abrazaba desesperadamente al cuerpo de su amado, gritando:

—¡Dejadlo perdonadlo! ¡Matadme a mí sola!

—¡Mueran: mueran los traidores! ¡Muera la bearnesa!

Y, nuevamente, algunos puñales se hundieron en el cuerpo de Marillac.

A través de las lágrimas y la sangre que inundaba su rostro, Alicia divisó entonces a la reina apoyada en el altar.

—Así perecen los enemigos de Dios y de la reina —exclamaba.

—¡Perdón para él! —gritó frenéticamente Alicia. ¡Matadme, dejadlo vivir!

—¡Hijas mías! —gritó Catalina—. ¡Jurad herir así a los enemigos de Dios y de la Reina! ¡Dios lo quiere!

Alicia en el paroxismo del horror, consiguió levantar la cabeza lívida de su prometido como para mostrarla a Catalina y con la otra mano cogió el vestido de la reina.

Y mientras las cincuenta juraban matar, agitando los puñales, la desgraciada Alicia exclamó:

—¡Maldita seas, reina de sangre y de asesinato! ¿Buscabas a tu hijo? ¡Míralo, aquí está!

Entonces cayó sobre el cuerpo de Marillac desangrándose por más de veinte heridas. Y en el último espasmo de la agonía, tuvo aún fuerzas para pegar sus labios a los del cadáver y murió murmurando:

—¡Te amo!