II - El astrologo

DEJAREMOS AL MARISCAL de Damville buscar algún medio para herir de muerte a los Pardaillán y apoderarse de Juana para ocultarla hasta el día que creía cercano en que la casa de Lorena edificaría su fortuna sobre las ruinas de la casa de Valois, o Carlos IX caería herido por alguna bala, al mismo tiempo que su hermano, el duque de Anjou…, y entonces Enrique de Guisa se coronaría rey de Francia. Igualmente dejaremos a Francisco de Montmorency, a Juana y a Luisa en la casa del sabio Ramus adonde no tardaremos en volver.

Tres días después de los sucesos que se han desarrollado, tres días después de la entrada triunfal del rey en su ciudad, cuando daban las diez de la noche en Saint-Germain-L’Auxerrois, dos sombras andaban lentamente bordeando los jardines del nuevo hotel de la reina.

Como ya se sabe, la reina Catalina de Médicis había hecho construir un palacio al mismo tiempo que se ocupaba en hacer edificar otro mayor, más grande y majestuoso, en el emplazamiento de las antiguas Tullerías.

Catalina de Médicis tenía pasión por la propiedad inmueble. La posesión de la tierra era un placer para aquel espíritu inquieto, que se ingeniaba en combinar planes de construcción.

La reina había comprado los vastos jardines y los terrenos que rodeaban al destruido hotel de Soissons y allí mismo un regimiento de albañiles hicieron salir de la tierra, como obedeciendo al conjuro de una varita mágica, un hotel nuevo, brillante, de elegante magnificencia, alrededor del cual, también como por arte de encantamiento, empezaron a nacer plantas, arbustos y flores.

A aquellos jardines, Catalina, que toda su vida había echado de menos a Italia, hizo trasplantar, a costa de grandes gastos, naranjos, limoneros, flores de perfumes violentos que no se hallan más que bajo el ardoroso cielo de Lombardía y Piamonte.

En el extremo de aquel jardín y en el ángulo de una especie de patio que avanzaba en la dirección del Louvre, se elevó una torrecilla de estilo dórico, destinada especialmente para el astrólogo de la reina.

Hacia aquella torre era donde se dirigían las dos sombras que acabamos de señalar, porque Ruggieri y Catalina, pues eran ellos, avanzaban en silencio y vestidos los dos de negro, circunstancias que los hubieran hecho parecer fantasmas a cualquier curioso a quien los guardias, que vigilaban en todas las puertas, hubieran dejado penetrar.

Catalina de Médicis y Ruggieri se detuvieron al pie de la torre, y entonces el astrólogo sacó una llave de su jubón y abrió una puerta baja, entraron y se hallaron luego al pie de una escalera que subía en espiral hasta la plataforma de la torre.

En la planta baja había un gabinetito en el que Ruggieri tenía sus instrumentos de trabajo, tales como anteojos, compases, etc. Por todo moblaje, no había más que una mesa cargada de libros y dos sillones.

Una estrecha aspillera que daba a la calle de la Hache, dejaba entrar el aire en aquel reducido espacio.

Era por aquella aspillera por donde la vieja Laura, espía de una espía, se comunicaba con Ruggieri.

Era también por aquella aspillera por donde Alicia de Lux echaba sus partes destinados a la reina.

Aquel día Catalina había recibido un billete de Laura, concebido en estos términos:

Esta noche, hacia las diez, «ella» recibirá una visita importante, de la que daré cuenta mañana.

—¿Desea Vuestra Majestad que encienda una antorcha? —preguntó Ruggieri en el momento en que cerraba la puerta de la torre.

En vez de contestar, Catalina cogió una mano al astrólogo y se la oprimió como para recomendarle silencio.

En efecto, acababa de oír un ruido de pasos en la calle, que avanzaba hacia la torre, y Catalina de Médicis, que habría sido un policía de primer orden, se dijo por intuición que aquellos pasos eran sin duda de la persona que debía hacer a Alicia una importante visita.

Avanzó hacia la aspillera, y trató de ver lo que pasaba, pero como las tinieblas eran profundas y no podía ver nada, se preparó a escuchar y a concentrar en su oído toda su atención.

Los pasos se iban acercando.

—Transeúntes —dijo Ruggieri encogiéndose de hombros—. Creedme, Majestad…

Y elevaba su voz como si hubiera querido ser oído por las gentes que se acercaban.

—¡Silencio! —díjole Catalina con severidad.

Las personas que transitaban por la calle no podían sospechar un solo momento que fueran objeto de tal vigilancia; se detuvieron cerca de la torre, no lejos de la aspillera, y la reina oyó una voz de hombre que la hizo estremecerse.

—Esperaré aquí a Vuestra Majestad —decía la voz—. Desde este lugar vigilo a la vez la calle Traversine y la calle de la Hache. Nadie podría llegar a la puerta verde sin que yo le estorbe el paso. Vuestra Majestad estará, pues, en perfecta seguridad.

—Nada temo, conde —respondió una voz de mujer.

—¡Diosdado! —exclamó Ruggieri palideciendo.

—¡Juana de Albret! —Dijo Catalina por su parte—. Cállate y escuchemos.

—He aquí la puerta, señora —continuó la voz de Marillac—. Ved, a través del jardín aparece una luz.

Sin duda alguna ha recibido a vuestro mensajero y os espera.

—¿Estáis inquieto, hijo mío?

—Nunca en mi vida he sentado emoción tan grande, a pesar de no haberme faltado motivos. Pensad, señora, que mi vida se decide en este instante. Suceda lo que quiera, os bendigo, señora, por el interés que os dignáis demostrar por mí.

—Diosdado, ya sabes que te amo como si fueras hijo mío.

—Sí, reina mía, lo sé. Otra debería estar en vuestro lugar. Cuando pienso, señora, en que mi madre me reconoció, sin duda alguna, durante nuestra entrevista en la casa del Puente de Madera, y que, a pesar de todo, no dejó escapar la menor palabra de afecto…

Catalina, al oír estas palabras, sintió que una llamarada de odio invadía su cerebro.

—Ten paciencia, hijo mío —dijo Juana de Albret—. Espero que dentro de una hora podrás llamar a la casa de la puerta verde.

Inmediatamente la puerta se abrió y Juana de Albret pudo penetrar en la casa de Alicia de Lux.

El conde de Marillac, con los brazos cruzados, se apoyó entre tanto en la torre. Su cabeza tocaba casi a la aspillera.

El padre, la madre y el hijo estaban, pues, separados solamente por el espesor del muro. Ruggieri, muy lentamente, se interpuso entre la aspillera y la reina, temiendo que ésta pudiera pasar su brazo por ella. ¿Qué horrible sospecha había atravesado su espíritu?

Catalina iba siempre armada de un corto puñal acerado, arma florentina, cuya hoja estaba adornada por admirables arabescos y el mango de plata, cincelado por Benvenuto Cellini, era por sí solo una maravilla y el conjunto una joya terrible en manos de la reina.

Ruggieri se estremeció de espanto, porque él mismo había humedecido la punta de aquel puñal en sutiles venenos y un solo pinchazo de aquel objeto precioso era mortal.

¿Quién sabe si la reina tuvo entonces la idea de extender su brazo y herir?

Pero permaneció inmóvil y los otros dos personajes guardaron asimismo igual inmovilidad.

Así transcurrió una hora y, por fin, cuando la última campanada de las doce de la noche resonó en el aire, la reina de Navarra salió de la casa de Alicia de Lux.

El conde, sumamente inquieto, la vio venir, sintiéndose incapaz de dar un paso hacia adelante.

Catalina se preparó a escuchar, y entonces Juana de Albret, acercándose al conde de Marillac, le dijo sencillamente:

—Venid, querido hijo, hemos de hablar sin demora.

Y enseguida se alejaron. Cuando hubieron desaparecido, Catalina de Médicis murmuró:

—Ahora puedes encender la antorcha.

El astrólogo obedeció y apareció entonces lívido, aunque su mano no temblaba y su mirada era tranquila. Catalina, fijándose en él, se encogió de hombros y dijo:

—¿Te figuraste que iba a matarlo?

—Sí —contestó el astrólogo.

—¿Y has tenido miedo?

—En efecto, señora.

—¿No te había dicho que no quiero su muerte, porque puede serme útil? Ya ves, pues, que no pienso en matarlo, pues vive todavía, después de lo que hemos oído. ¿Te has enterado tú? Ya habrás visto que sabe muy bien Que yo soy su madre.

El astrólogo guardó silencio.

—Hasta ahora quise dudar, pero ya no me es posible. ¿Has visto como lo sabe todo, Renato?

Para otro que no fuera el astrólogo, estas palabras de Catalina no hubieran despertado la menor inquietud, pero como el astrólogo la conocía, no se atrevió a mirar a su terrible amante, pues conoció en su acento la irritación que la dominaba.

En efecto, la reina, con los ojos fijos en la dirección en que había desaparecido el conde, continuó:

—Tranquilízate, Renato.

El aludido se estremeció, poniéndose más pálido todavía.

—No puedo estar tranquilo, señora —contestó en voz baja—, porque sé que mi hijo va a morir y que nada del mundo puede salvarlo.

—Explícame esto —dijo la reina sentándose y jugando maquinalmente con la cadena de oro que sujetaba su puñal.

Ruggieri se incorporó.

Su rostro no carecía de belleza, ni tampoco de cierta majestad natural.

Ruggieri no era ningún charlatán. Era una naturaleza compleja, débil, hasta el punto de aceptar sin rebelarse las tareas más espantosas, e implacable en la ejecución de crímenes que, por sí solo, nunca hubiera concebido.

Era, no obstante, digno de lástima cuando se veía entregado a sí mismo, pero muy terrible cuando se convertía en el instrumento de la reina.

Sin duda habría pasado la vida consagrado al estudio, llegando a ser un sabio apacible, si en su camino no hubiera encontrado a aquella mujer odiosa por sus crímenes, pero en la cual había, fuerza es reconocer, una excepcional firmeza de carácter.

Ruggieri gustaba de perderse en ensueños científicos, y como astrólogo buscaba en el cielo al Absoluto, que en la tierra trataba de hallar por los venenos.

El arte de adivinar por los astros era en él intermedio, pues sus investigaciones no se limitaban a ello.

—Conocer el futuro —se decía— es dominarlo. ¡Qué poder tan inmenso será el del hombre que consiga saber hoy lo que sucederá mañana! ¡Y cuánto no se acrecentaría su poder si este hombre pudiera hacer oro a su antojo! ¿Quién es Dios, sino el que puede levantar los velos del tiempo y arrancar a la naturaleza el último secreto?

Desilusionado incesantemente en sus cálculos, muchas veces, tras de haber pasado la noche en vela, calculando la declinación y conjunción de los astros, dejaba caer la pluma con desaliento, pero muy pronto nuevos ánimos le impulsaban a seguir su tarea y con inaudita perseverancia se enfrascaba en la solución de lo irresoluble. ¿Qué tenía, pues, de extraño que aquel cerebro fatigado tuviera alucinaciones?

—Señora —contestó—, ¿queréis saber por qué ha de morir mi hijo y por qué nada puede salvarlo? Voy a decíroslo. Cuando reconocí a mi hijo en aquella posada adonde vos me enviasteis, de pronto no pensé más que en vos. ¿Quién era mi hijo para mí? Un desconocido, en tanto que vos erais la adoración de mi vida. Luego, poco a poco, la lástima penetró en mi corazón y con ella otros sentimientos bastante fuertes para hacerme sufrir, pero no lo suficiente para decidirme a deciros: A éste no lo heriréis. Y al comprender que lo habíais condenado, me contenté con llorar, porque vos habéis adquirido sobre mí extraño ascendiente. No sois para mí ni la amante, ni la reina; sois más todavía. Sois una idea que ha llenado mi cerebro y que me impulsa a obrar. Conozco varios ejemplos de semejante fenómeno. No creo sorprenderos al deciros que luché para arrojaros de mí mismo. Estos últimos tiempos, sobre todo, después de haber consultado los astros sin recibir más que respuestas dudosas, decidí esperar, es decir, colocarme entre vos y él y evitar la muerte de mi hijo. Y ahora mismo, señora, si hubierais tratado de herirlo, no lo habríais conseguido, porque entonces creía que debía vivir… Ahora ya sé que ha de morir.

—Eres supersticioso —dijo la reina con gran tranquilidad.

—He tenido diversas visiones, señora. Si vos tenéis una, la llamaréis fantasma, y si a mí se me aparece, la llamaré cuerpo astral.

—Te creo, Renato —dijo la reina Catalina mirando con inquietud a su alrededor, porque aquella mujer tan fuerte y que dominaba tan completamente al astrólogo, estaba a su vez dominada por él en cuanto abordaba los problemas de ocultismo.

Un cambio extraño se había efectuado en el rostro del astrólogo. Su fisonomía adquirió algún color, pero, en cambio, pareció haberse petrificado.

—Sí —continuó lentamente el astrólogo—, cuando el cielo se niega a contestarme y cuando los problemas que yo formulo según los datos siderales llegan a lo irresoluble, algunas veces recibo por otros caminos la respuesta a las preguntas hechas a las potencias invisibles, y esto precisamente es lo que acaba de ocurrir. He aquí lo que he visto, Catalina: vos estabais cerca de la aspillera y yo en este mismo lugar en que ahora me hallo. Mi atención entera estaba concentrada en vuestros brazos. La sortija que lleváis en el índice brillaba suavemente, y yo no quitaba los ojos de ella, porque así podía vigilar vuestra mano y si ésta se hubiera acercado a vuestro puñal yo la habría detenido. De pronto mi mirada se turbó y dejó de ver la sortija y la mano. En el mismo instante sentí una ligera conmoción en el cráneo y entonces me volví hacia la aspillera. Érame imposible desconocer, por tales señas, que me hallaba en comunicación con lo Invisible. Mi mirada, pues, se deslizó a través de la aspillera. Observad que desde el lugar en que me hallaba no podía divisar a mi hijo, pero, no obstante, lo vi claramente. Hallábase a unos veinte pasos de la aspillera y suspendido en el aire a unos siete u ocho pies del suelo; flotaba, por decirlo así, en una atmósfera brillante que formaba violento contraste con las tinieblas que lo rodeaban; su cuerpo brillaba también con extraño resplandor. Apoyó la mano sobre su seno derecho y luego la dejó caer lentamente. En el lugar en que se había posado vi una gran herida por la que se escapaba a borbotones gran cantidad de sangre clara como el cristal y de ningún modo parecida a la sangre roja de los hombres. Mi hijo flotó así ante mí, tal vez por espacio de dos minutos, y nuestras miradas se cruzaron. No sé el horror que podía expresar la mía, pero la suya era sumamente triste. Luego, lentamente, sus contornos fueron menos precisos, la forma se confundió hasta convertirse en ligero vapor, el resplandor se apagó, y, desvanecida la aparición, ya no vi nada.

Catalina, presa de terror extraordinario, se levantó como para huir, pero, reponiéndose instantáneamente, se encogió de hombros como para descargar el fardo de inútiles terrores y su semblante tomó nuevamente su acostumbrada expresión de audacia.

—Mi marido —dijo entre dientes— juraba que yo sembraba la muerte. Pero no me disgusta pasar por la vida dejando una estela de cadáveres. Marillac debe morir. ¡Qué muera! Carlos también debe aniquilarse. Así podré colocar sobre el trono al hijo de mi corazón: a mi amado Enrique.

Y dirigiéndose al astrólogo, le dijo:

—Renato, ya ves que el mismo Cielo condena a este hombre. Dejemos, pues, que se cumpla su destino. No tratemos de inmiscuirnos en las sentencias pronunciadas por la Providencia. Sabe que soy su madre y por esto sin duda se ve condenado. Se le condena cuando yo soñaba para él un porvenir real. No hablemos más de ello. Pero la otra, esa mujer que también lo sabe, Juana de Albret, a ésta la condeno yo y la tengo en mi poder. La insensata ha quedado aprisionada en la tela que pacientemente ha tejido. Acércate, Renato, quiero explicarte mi pensamiento. Sueño en limpiar de un solo golpe el reino que destino a mi hijo Enrique. Sueño en restablecer la autoridad de Roma para consolidar la de mi hijo. He sondeado a Coligny y al Bearnés. He estudiado a todos los señores que llenan la corte y la ciudad con su ceño arrugado. Y todos, desde el primero al último, tienen el germen de la rebeldía. No es sólo que tratan de rebelarse contra la Iglesia, sino también contra la autoridad del rey; allí, en sus montañas, han adquirido hábitos de independencia y más de uno que se titula hugonote, es, en realidad, un rebelde. Te aseguro, Renato, que si no consigo destruir la Reforma, la Monarquía se verá reformada algún día. Empecemos, pues, por herir a la cabeza del protestantismo, o sea a Juana de Albret. Esta conoce mis secretos, y, al suprimirla, me salvo y salvo asimismo a la Iglesia y al Estado. Ven, pues, conmigo, Renato; tu dolor paternal hallará algún consuelo en preparar la muerte de esta mujer; y ya que ella se titula madre de Marillac y lo llama su hijo, justo es que la muerte no los separe.

Y entonces Catalina de Médicis arrastró a Renato fuera de la torre.

—¿No queríais consultar los astros? —preguntó éste.

—Es inútil, sé lo que quería saber.

Atravesaron diagonalmente la parte de los jardines del palacete y así llegaron a una casita de elegante construcción que se hallaba a unos cien pasos de la torre.

Componíase de planta baja y un piso.

Catalina la había hecho construir para que sirviera de alojamiento a su astrólogo.

Era una graciosa casa de ladrillo y piedra blanca con un balcón de hierro forjado y el estilo era del gusto de la época y a la última moda.

Una hermosa puerta cimbrada de roble adornado con gruesos clavos, ventanas de vidrieras delicadas, una fachada por la que se encaramaban algunos rosales, acababan de dar a aquella vivienda coquetona apariencia; hubiérase dicho que era un hotel de dos recién casados.

La reina y Renato entraron, y después del vestíbulo, penetraron en una estancia muy vasta que ocupaba el ala derecha de la planta baja.

Sobre una mesa se veían desplegados mapas celestes dibujados por Ruggieri; las paredes estaban ocultas por grandes estantes de roble llenos de libros encuadernados unos con tapas de madera y otros de piel y adornos de hierro. Toda la biblioteca del astrólogo estaba allí reunida.

La reina y Ruggieri no se detuvieron más que algunos instantes en aquel gabinete de trabajo adonde éste se había apresurado a entrar como queriendo evitar el ser arrastrado a otra parte de la casa.

—Vamos a tu laboratorio —dijo Catalina.

Atravesaron de nuevo la antecámara, y Ruggieri, descorriendo tres cerraduras complicadas, consiguió abrir, después de algún trabajo, una pesada puerta reforzada con barras de hierro.

Detrás de aquélla había otra, toda de hierro. No había en ella ninguna cerradura, pero Catalina oprimió con fuerza un botón imperceptible y se abrió, dejando el sitio suficiente para el paso de una persona.

La pieza en que entraron entonces ocupaba el ala derecha de la planta baja. El aire penetraba por dos ventanas, pero detrás de las hermosas vidrieras de que hemos hecho mención, enormes barras de hierro impedían la entrada a aquel santuario, y, además, espesas cortinas de cuero cuidadosamente corridas lo protegían contra toda mirada indiscreta.

Ruggieri encendió entonces dos antorchas de cera y la sala quedó regularmente iluminada.

El fondo de la estancia estaba ocupado por la campana de una chimenea muy grande, bajo la cual había dos hornillos provistos cada uno de su correspondiente fuelle de forja.

Estaban llenos de crisoles de diferentes tamaños. Cinco o seis mesas diseminadas por la habitación soportaban gran número de probetas, retortas y alambiques. En un armario se veían más de cien bocales llenos de polvos y líquidos y sobre un tablero una colección de máscaras de vidrio o de tela de alambre.

En un rincón, cierto número de objetos de diversa naturaleza estaban colocados dentro de una vitrina.

Obedeciendo a una seña de Catalina, Ruggieri la abrió con una llave que llevaba colgada del cuello y oculta bajo el jubón.

—A ver, elijamos —dijo Catalina inclinándose—. ¿Qué es este hermoso alfiler de oro, Renato?

Éste se había inclinado también y sus dos cabezas casi se tocaban. La de Catalina era odiosa en aquel instante porque reía. Corrientemente, el rostro de la reina tenía un aspecto melancólico que no carecía de grandeza. Cuando sonreía, llegaba a ser graciosa como en su juventud y recordaba los tiempos en que varios poetas habían cantado su sonrisa; pero cuando se reía de cierto modo, era espantosa.

En cuanto a Ruggieri se había operado en él extraña transformación. Ya no tenía miedo ni inquietud y en su semblante brillaba tan sólo el orgullo del sabio que contempla su obra.

—Este alfiler… —dijo—. Coged una fruta, señora, por ejemplo un hermoso melocotón muy maduro; y hundid este alfiler en su sabrosa pulpa; fijaos bien; el alfiler es tan delgado, que sería imposible divisar su paso a través de la fruta, la cual, por otra parte, no se estropearía. Únicamente la persona que la comiera tendría luego náuseas y vértigo y por la noche moriría.

—¿Y aquél líquido espeso parecido al aceite que está en aquel frasco?

—Es en efecto, aceite, señora. Si cuando preparan la lamparilla de noche de Vuestra Majestad se mezclasen doce o quince gotas de este aceite al de la lámpara, Vuestra Majestad se dormiría como siempre, sin experimentar ningún malestar, pero un poco más de prisa que de costumbre, para no despertar más.

—Admirable, Renato. ¿Y esta serie de minúsculos frascos?

—Son, sencillamente, esencias de flores, reina mía. He aquí esencia de rosa, de clavel, de heliotropo; luego esencia de geranio, de violeta y de naranjo. Suponed que os paseáis en vuestros jardines con un amigo y le hacéis observar la belleza de un rosal, por ejemplo. Vuestro amigo pide permiso para coger una rosa. Luego aspira su aroma y será hombre muerto si el día antes hubierais hecho una incisión en el arbusto echando en ella diez gotas de esta esencia. También puede lograrse el mismo efecto echando una sola gota en el cáliz de la flor que ofrezcáis. El perfume de la flor no se modifica por esto, porque cada una de estas esencias es igual al de la flor misma.

—Muy bonito, Renato. ¿Y estos cosméticos?

—Son cosméticos ordinarios, señora. He aquí uno negro para las cejas y las pestañas; rojo para los labios; pasta para extender sobre la cara; y lápices para dar vivacidad a los ojos. Son cosméticos ordinarios, pero tienen el inconveniente de que si una mujer los usa, sentirá a los dos días un horrible escozor y muy pronto aparecerán grandes úlceras, capaces de desfigurar el más bonito semblante.

—¿Entonces no matan?

—Caramba, señora, a una mujer se la mata quitándole su hermosura.

—Todo esto es demasiado rápido —dijo Catalina—. ¿Qué hay allí; agua?

—Sí, señora, agua pura, sin gusto, ni sabor, sin color; agua que no alterará en nada el agua, el vino o el líquido a la que se mezcle en la proporción ínfima de treinta a cuarenta gotas por pinta. Es, señora, la obra maestra de Lucrecia Borgia. Es el Acqua Toffana.

—¡El Acqua Toffana! —exclamó la reina.

—Es una obra maestra, señora. Decíais, no sin razón, que el efecto de todos estos venenos es demasiado rápido, pues hay casos en que es preciso obrar con alguna prudencia. El Acqua Toffana, límpida como el cristal, no deja huellas de su paso en el cuerpo de un ser cualquiera, hombre o animal, que la ingiera. Si el de que se trata ha tenido el honor de comer con vos y si al vino que ha bebido se ha echado un poco de esta agua de roca llegará a su casa sintiéndose muy bien. Un mes más tarde experimentará un malestar, una angustia especial; poco a poco le será imposible comer; una debilidad general se apoderará de él, y tres meses después de la comida, lo enterrarán cristianamente, porque supongo que nada más que un cristiano podrá ser admitido a vuestra mesa.

—Pero es demasiado largo.

—Vengamos, pues, al justo medio. Supongamos que mañana os halléis en contacto con alguien que os molesta. ¿En cuánto queréis que la molestia sea suprimida?

Catalina reflexionó un instante y dijo:

—Es necesario que Juana de Albret muera dentro de veinte a treinta días, ni más ni menos.

—La cosa es posible, señora, y la víctima nos proporcionará el medio. Escoged en este estante de ébano.

—¿Qué libro es éste?

—Es un libro de horas, señora. Libro de gran utilidad en manos de una católica y objeto de arte por los cierres de oro y las tapas de plata. Basta con hojearlo.

—Juana de Albret es protestante —interrumpió Catalina—. ¿Qué broche es éste?

—Una joya admirable, pero, desgraciadamente, es difícil cerrarlo. Y sucede que la persona que quiere hacerlo, oprime el resorte y recibe un ligerísimo pinchazo en el dedo y a los ocho días se ha declarado una gravísima gangrena.

—No me gusta. ¿Y este cofrecillo?

—Ya lo veis, señora, es un cofrecillo ordinario semejante a muchos otros, pero con la diferencia de que ha sido cincelado por hábiles artífices, y como es de oro macizo, constituye un regalo digno de un rey. Hay también particularidad. Abridlo, señora.

Catalina obedeció sin vacilar.

—Ved, señora —continuó Ruggieri—; el interior de este cofrecillo está forrado de buen cuero de Córdoba que, por sí solo, es un objeto de arte, pues está gofrado de acuerdo con los métodos secretos de la tradición árabe. Por otra parte, está perfumado como podréis ver fácilmente.

Catalina, sin sentir la menor desconfianza, aspiró el perfume de ámbar que se desprendía del interior del cofrecillo.

—No hay el menor peligro en aspirar este perfume. Únicamente si tocarais este cuero y tuvierais vuestra mano una hora en contacto con él, las esencias de que está embebido se trasmitirían a vuestra sangre por los poros de la piel y dentro de veinte días seríais presa de una fiebre que os mataría cuatro o cinco días más tarde.

—Muy bien, pero no es fácil que yo tenga mi mano pegada al cuero durante una hora.

—Pero si vuestra mano no va hacia el cuero, éste, en cambio, puede ir al encuentro de vuestra mano. Os ofrezco este cofrecillo y le dais el destino que mejor os plazca. Os servirá, por ejemplo, para guardar la manteleta, o bien algunos pares de guantes permanecen algún tiempo en el cofrecillo, y, entonces, su virtud es tan eficaz como la del mismo cuero, pues serán los mensajeros fieles de la muerte que he encerrado en este cofrecillo.

—He aquí una obra maestra —dijo la reina.

Ruggieri se irguió satisfecho. Su amor propio de químico hallaba en tales palabras la recompensa de su paciente trabajo.

—Sí —dijo—. Ésta es mi obra maestra. He tardado años en combinar los elementos sutiles capaces de adaptarse a la piel como la túnica de Meso; he velado noches enteras y cien veces he corrido el peligro de envenenarme, para hallar esta esencia que envenena por el tacto y por el olfato o el paladar. Aquí no hay herida aparente que deje adivinar de dónde viene el mal. No hay líquido ni fruta que absorber. En este terrible cofrecillo he encerrado la muerte, reduciéndola al estado de esclava dócil, muda, invisible, incognoscible. Tomadlo, reina mía, es vuestro.

—Lo tomo —dijo Catalina cogiéndolo.

Y luego, levantándolo con sus manos, añadió:

—¡Dios lo quiere!

¿Era esto comedia? Tal vez, porque la reina era una comedianta extraordinaria, pero quizá también fanatismo inconsciente de aquella mujer, que soñaba con una matanza general para afirmar la autoridad de Dios.

Catalina y Ruggieri salieron del laboratorio, una vez éste hubo cerrado cuidadosamente su vitrina.

Y la reina, aquella noche, se durmió tranquila, sonriente y más feliz de lo que había sido en mucho tiempo.