XII - En que Maurevert representa un papel importante
AQUEL DOMINGO el caballero de Pardaillán había ido a ver a su amigo, el caballero de Marillac, como lo hacía casi diariamente. Era una costumbre que adoptara desde el regreso de Marillac. Los dos jóvenes se referían sus inquietudes, sus alegrías y sus esperanzas, y, como es natural, Marillac hablaba de Alicia y Pardaillán de Luisa.
Muchas veces el conde había ofrecido a su amigo presentarse a la reina madre y pedirle un salvoconducto para Montmorency y los suyos, pero el caballero había rehusado siempre con una obstinación que no dejó de asombrar a Marillac.
Cada vez que el conde hablaba de la reina, de su benevolencia y de sus promesas, Pardaillán guardaba silencio y lo mismo hacía cuando se trataba de Alicia.
«Todo es posible», —se decía el caballero—. «¿Quién sabe si al cabo amará a su hijo? ¿Pero quién sabe, también, qué emboscada ocultará este repentino cariño? En cuanto a la desgraciada Alicia, antes me arrancaría la lengua que descubrir el secreto que me confió en un momento de delirio, porque ama verdaderamente al conde, y una mujer que ama, es capaz de todos los heroísmos».
Así, pues, el caballero guardaba silencio sobre la reina y sobre Alicia, pero no cesaba de repetir:
—Es preciso redoblar vuestra prudencia, amigo. Me gustaría mucho saber que estáis fuera de París en perfecta seguridad.
Entonces Marillac sonreía, pues sólo turbaba en parte su felicidad la reciente muerte de Juana de Albret. Aquel domingo hacía ya tres días que no había visto al caballero, cuando lo vio entrar.
—Iba a buscaros al hotel de Montmorency —exclamó el conde cogiendo las manos de su amigo—. ¿Qué tenéis? Me parecéis sombrío, preocupado…
—Pues en cambio vos parecéis alegre —repuso Pardaillán—. ¿Os probáis este traje? Veamos, relatadme los motivos de vuestro contento, y luego os daré cuenta de mi inquietud.
Efectivamente, el conde estaba probándose un traje. Era un vestido de gran señor y tal como pudiera concebirlo la magnificencia de aquella época, pero aquel traje tan rico era enteramente negro, desde la pluma de la toca hasta las calzas de seda.
—Mañana es el gran día —dijo Marillac sonriendo—. Mañana nuestro rey Enrique debe casarse con Margarita de Francia. ¿Habéis visto los preparativos que se hacen en Notre Dame?
El caballero movió negativamente la cabeza.
—Será magnífico. Toda la iglesia estará adornada con colgaduras de terciopelo tachonado de oro. Los sitiales de los esposos son una maravilla. Más de cien ministriles han sido contratados para tocar ante la puerta cuando llegue el cortejo.
—Será espléndido —dijo el caballero—. Ya comprendo vuestra alegría.
—Amigo mío, no es éste el motivo de mi dicha. Escuchad: había jurado no decirlo a nadie, pero diciéndolo a vos casi no falto a mi promesa, porque sois otro yo. Mañana se celebrará una boda en Notre Dame y mañana mismo, por la noche, habrá otra en Saint-Germain-L’Auxerrois a la que os ruego asistáis.
—¿Quién se casa? —preguntó el caballero.
—Yo.
—¡Vos! —exclamó Pardaillán asombrado—. ¿Y por qué por la noche?
—Decid mejor a medianoche. Ya comprenderéis por qué. La reina quiere asistir para bendecirme. Se ha encargado de todos los detalles de la ceremonia, a la que únicamente asistirán sus amigos más fieles, y, además, vos. Para ello os haré entrar en el templo antes de la hora convenida. Pero guardad silencio. La reina quiere estar allí, ¿comprendéis? Y si se supiera, querrían averiguar por qué la madre de Carlos IX se interesa tanto por un pobre gentilhombre. ¿Y quién sería capaz de hacer callar a las malas lenguas?
El caballero sintió un temblor que el conde no advirtió. Aquella ceremonia misteriosa, aquel casamiento a medianoche que debía mantenerse secreto y al cual quería asistir Catalina, le daba mucho que pensar. Tuvo la impresión de que era una emboscada y de que tal vez se desarrollaría alguna tragedia en el interior de la iglesia solitaria.
«Felizmente estaré allí» —pensó.
E impresionado por un presentimiento, señaló con el dedo el traje extendido sobre un sillón.
—¿Vais a casaros con este traje? —preguntó.
—Sí, amigo mío. Me visto de negro, porque quiero llevar luto a los ojos de todos, aun de mi misma madre, por la mujer que me sirvió de tal.
—¿La reina Juana?
—Sí, caballero, la reina de Navarra. La corte parece haberla olvidado y hasta su mismo hijo, Enrique, a quien ella tanto amaba, ha recobrado el buen humor y mariposea alrededor de las mujeres, mientras la que va a ser la suya se ocupa, según se dice, en amores en que el rey de Navarra no tiene ningún papel, a no ser el de amante burlado. ¡Ah, amigo mío! Tanta ingratitud por una mujer tan valiente y buena, que, por su corazón, era una verdadera mujer, mientras que su ánimo igualaba a los más intrépidos; tanta ingratitud, repito, me subleva. Pero como yo la he amado y venerado, quiero llevar luto por ella.
Marillac se quedó algunos instantes pensativo.
—Querido amigo —dijo el caballero—. ¿No os habéis fijado en la singular coincidencia de que hayáis encontrado a vuestra madre en el momento en que habéis perdido a la que considerabais como tal?
—Os confieso que no he pensado en esta coincidencia —dijo Marillac pasándose una mano por la frente.
—No me habéis relatado todavía cómo murió la reina de Navarra —dijo de pronto el caballero.
—Evocáis un recuerdo funesto, amigo —dijo el conde con sombría expresión—. Fue de repente. La reina llegó al Louvre a las nueve, cuando se celebraban los esponsales de su hijo y de la princesa Margarita. Después de haber recibido los homenajes de los señores católicos, se sentó en un sillón de la sala y el rey de Francia fue, en persona, a testimoniarle su afectuosa admiración. Yo estaba donde ya sabéis. Cuando bajé a las salas de fiesta, la busqué largo rato, y la encontré precisamente en el mismo instante en que perdió el sentido. Hubo grandes rumores y no olvidaré jamás la expresión de dolor del semblante de la reina madre.
—¿De Catalina de Médicis? —exclamó el caballero.
—Sí, amigo mío. Después que el médico del rey hubo examinado a la reina de Navarra, ésta fue transportada a su litera, a pesar de Ambrosio Paré, que quería administrarle no sé qué medicamentos. El rey Enrique, el almirante, el príncipe de Condé y yo subimos a caballo para escoltar la litera, y además nos acompañaron algunos gentilhombres, como el barón de Pont, el capitán Briquemaunt, los señores de Rohan, de Teligny, d’Aubiné, de Cabagnes, de Piles, pertenecientes todos al séquito del rey Enrique. La litera así rodeada por nuestro grupo y precedida de lacayos a caballo, portadores de antorchas, atravesó la multitud que rodeaba al Louvre. Al ver al rey Enrique, las gentes empezaron a gritar como si hubiéramos sido enemigos, pero cuando supieron que en la litera iba Juana de Albret moribunda, guardaron profundo silencio, y, tal vez, avergonzadas, se apartaron, si bien su silencio no era el respeto a la muerte que pasaba. ¡Ah, caballero! ¡Qué noche! Cuando pienso en aquella fiesta monstruosa, más bien dicho, aquella orgía en que los nuestros toleraron los insultos dirigidos a sus mujeres y luego aquellos gritos fúnebres, aquella litera que pasaba a través de un pueblo que apenas contenía sus gruñidos. Cuando pienso en todo ello, me imagino a veces que todo es una emboscada, pero ya veo que mis aprensiones son injustificadas.
—¡Hum! —exclamó el caballero.
—El rey nos colma de caricias; conozco los sentimientos de la reina madre.
—¡Hum, hum! —repitió el caballero.
—Únicamente el pueblo nos es hostil, pero el señor de Guisa nos asegura que los parisienses sólo conservan un resto de malhumor que se disipará cuando vean entrar en Notre Dame a nuestro rey.
Y como si quisiera evitar el fijarse en las sospechas que parecía sentir el caballero, el conde se apresuró a continuar su relato.
—En cuanto la reina estuvo acostada en su cama, recobró el conocimiento. En aquel instante llegó el médico del rey, maese Paré, pero la reina, mirándolo fijamente, le dijo:
—Os doy gracias, maestro. Todos vuestros cuidados serían inútiles contra mi mal. Voy a morir, idos.
Sin insistir más, maese Paré se inclinó dando un suspiro y al retirarse observamos que su semblante acusaba fuerte espanto.
—¡Ah! —Interrumpió el caballero dirigiendo interrogadora mirada al conde de Marillac—. ¿No es también de la religión reformada maese Paré?
—Sí, caballero.
—¿Y decís que no insistió para prestar sus cuidados a la desgraciada reina?
—Es cierto.
—¿Y decís que tenía aire asustado?
—En efecto. Pero ¿no era natural el caso? Aquel mal tan repentino…
—No, conde; Ambrosio Paré es un hombre enérgico. Además, según se dice, es muy curioso por conocer las enfermedades hasta el punto de que se ha visto acusado de brujo en pleno Colegio Real de Francia. Si no ha insistido y si, en fin, se marchó asustado…
—¿Qué queréis decir, caballero? —exclamó Marillac con gran agitación.
—Nada, simplemente me asombro de tal conducta. Continuad, querido amigo.
—Sí, dejemos de lado estas sospechas.
—¡Ah! Por fin pronunciáis la palabra. Vos también sospecháis.
—¿Qué queréis que sospeche?
—Un crimen.
Marillac palideció y su mirada rehuyó la de Pardaillán. Por un minuto pareció presa de singular turbación y por fin dijo:
—Pues bien, sí, veo que se ha cometido un crimen. La reina de Navarra tenía encarnizados enemigos, más de una vez estuvo a punto de morir. Los que la amábamos, los que conocíamos su desprecio por el peligro, nos habíamos impuesto la obligación de velar por ella noche y día. Tal vez uno de esos enemigos, uno de esos hombres que no retroceden ante nada… ¡Ah! Daría mi vida por saber quién es.
Marillac se pasó la mano por la frente, y como el caballero siguiera guardando silencio, continuó:
—Pero, tal vez, después de todo, no es más que una sospecha sin fundamento.
—Tal vez sí —contestó el caballero—. Decíais que el médico del rey se retiró.
—Y con él todos nosotros —continuó Marillac—. El rey Enrique se quedó solo con su madre. Durante tres largas horas esperamos en la pieza vecina sin atrevemos a miramos unos a otros. Me acuerdo únicamente de que el príncipe de Condé no cesaba de llorar y yo le envidiaba, porque ni una lágrima vino a humedecer mis ojos ardientes. Por fin el alba entró en aquella sala e hizo palidecer las antorchas que alumbraron entonces el cuadro de un modo siniestro. En aquel momento el rey Enrique salió de la habitación de su madre. ¿Qué le habría dicho? ¿Cuáles fueron sus confidencias supremas? ¿Fue su testamento de reina, de jefe de partido, el que dictó al rey? ¿Quién sabe? Sí, ¿quién sabe si la extraña alucinación que se apoderó de mí no fue una verdad? Porque al hallarme cerca de la puerta, me pareció oír algunas de las palabras de la reina.
«Muero asesinada», —decía la voz de la moribunda—, «pero ordeno que lo ignoréis… Fingid creer en una muerte natural… porque, de lo contrario, moriríais a vuestra vez. Pero vigilad, hijo mío. Sí, guardaos bien».
Estas palabras creo que fueron sin duda una ilusión de mi quebrantado espíritu, pero, sin embargo, cuando el rey Enrique se presentó ante nosotros, creí observar en su rostro el mismo espanto que en el del médico. El rey no pudo hablarnos, pero nos hizo seña de que entráramos.
Marillac ahogó un sollozo, y dos lágrimas que no trató de contener se deslizaron por sus mejillas.
—Entramos —prosiguió— y yo apenas podía sostenerme. Cuando vi aquella generosa reina, aquella guerrera que había asombrado a nuestros generales, aquella mujer elocuente cuyas palabras habían reanimado tantas veces los ánimos, cuando las derrotas sucesivas habían hecho perder toda esperanza; cuando vi aquella madre admirable que abandonara la vida apacible de su palacio para lanzarse a la vida de los campos de batalla, que había vendido hasta su último diamante para pagar los soldados de su hijo, cuando vi a la que me arrancó de la muerte, me cuidó en mi infancia y me consoló en los dolores de mi juventud; sí, cuando la vi lívida, con su noble rostro conservando la serenidad en la hora postrera, me pareció que me iba a morir yo mismo y me quedé atónito y mudo. Entonces dijo al príncipe de Condé:
«No lloréis, mi querido hijo. Tal vez yo soy más feliz que todos».
La rodeábamos tratando de contener nuestros sollozos. Su mirada recorrió aquella reunión de hombres de armas inclinados sobre su lecho de muerte y aún recuerdo sus últimas palabras. Helas aquí, caballero:
«Señor almirante, en cuanto se haya celebrado el casamiento del rey, es preciso salir de París. Reunid todas nuestras fuerzas…, no porque desconfíe de mi primo Carlos, sino porque es preciso estar preparados a todo… Bajo las órdenes del rey, señor almirante, tenéis su mando supremo…».
«Enrique», —añadió dirigiéndose al príncipe de Condé—, «sois un hermano para mi hijo. Os bendigo, hijo mío. Permaneced siempre a su lado en el campo de batalla, en la ciudad y en la corte…, sobre todo en la corte… Señor Agrippa d’Aubigné, vos que tenéis la sabiduría y la ciencia de escribir, relataréis a las edades venideras lo que habéis visto…».
«Espero que vuestros consejos no faltarán al rey… Adiós, señores, a todos os amaba mucho… Tú, mi viejo d’Andelot; vos, capitán Briquemaut, y todos vosotros, valientes gentilhombres, prudentes en el consejo y atrevidos en la pelea; gracias a vosotros tendrán término las injusticias…».
«Los hugonotes tendrán derecho a vivir y a pensar… Tened confianza… Nuestra causa es grande… Es la causa de la humanidad… ¿Qué es la felicidad de la humanidad sin la libertad?… Adiós a todos…».
Al oír estas palabras, estallaron los sollozos. El joven príncipe de Condé estrechaba entre sus brazos al anciano Briquemaut; el rey estaba de rodillas; el señor de Rohan había salido no pudiendo moderar su dolor; el anciano Coligny, sombrío y con los brazos cruzados, dominaba aquella escena con su alta estatura, y lágrimas silenciosas corrían a lo largo de sus mejillas…
—Creía que la reina había muerto, pero entonces me hizo seña de que me acercara. Vacilando, como si el suelo huyera bajo mis pies, obedecí y caí de rodillas al lado del rey, de modo que mi cabeza estaba cerca de la de la reina y así recogí su último suspiro.
Marillac se levantó y dio algunos pasos presa de una agitación que no explicaba completamente la tristeza de semejantes recuerdos, y fue a detenerse ante Pardaillán y continuó con sorda voz:
—Sí, caballero; yo recogí el último suspiro de la reina de Navarra, pero tal vez en aquel momento terrible sentí, además de mi dolor filial, el espanto que había sorprendido en el rostro del médico y del rey. En efecto, en cuanto estuve cerca de ella, volvió hacia mí su rostro alterado por la agonía y murmuró claramente:
«Ten cuidado, hijo mío, ten cuidado… escucha… escucha… es necesario que sepas…».
—¿Qué quería decirme la reina? ¿Qué terrible secreto iba a salir de sus labios? Nunca lo sabré, caballero, porque en aquel mismo momento entró en la agonía. Hizo violentos esfuerzos para hablarme, pero ninguna otra palabra salió de su boca. Únicamente su mirada se fijó de pronto sobre la chimenea. Luego la agitó un ligero estremecimiento y por fin quedó muerta, con la mirada aun fija en aquel objeto que había buscado con los ojos.
Marillac se calló, con los ojos llenos de lágrimas.
—Mi querido conde —dijo Pardaillán—, perdonadme el haberos hecho recordar tan penosa escena, pero decidme: ¿Cuál fue el objeto que la reina miró al morir?
Marillac se dirigió a un armario, cuya llave llevaba colgada al cuello, y sacó un cofrecito de oro que puso sobre la mesa.
—Este cofrecillo, caballero, me lo dio una persona augusta. Yo lo había regalado a la reina de Navarra, que lo empleaba para guardar los guantes. Sin duda alguna la pobre reina, al morir, quiso indicarme que tomara el cofrecillo que estaba sobre la chimenea de su cuarto y que lo guardara en recuerdo de mis dos madres.
—De modo —dijo lentamente el caballero— que la reina Catalina os dio este cofrecillo.
—Sí, amigo mío —contestó Marillac estremeciéndose.
Los dos hombres se miraron y sin duda leyeron mutuamente el pensamiento que cruzaba sus cerebros, porque palidecieron y desviaron los ojos.
Marillac estaba tembloroso y con las manos crispadas sobre el cofrecillo de oro. Y de pronto murmuró:
—Daría hasta la última gota de mi sangre por saber la verdad. ¡Oh, caballero! Esta verdad y esta sospecha que sentimos los dos, ¿no es cierto? No puede ser. Sería demasiado horrible que este cofrecillo fuera el instrumento de muerte con que Catalina, mi madre, haya dado muerte a Juana, madre mía también, y que yo, el hijo de las dos, haya llevado a una el veneno que le mandaba la otra.
—¡Conde, conde! —Exclamó el caballero—. Tenéis razón, sería demasiado horrible, pero, no obstante, quiero repetiros el supremo consejo de la reina de Navarra. ¡Tened cuidado! Ahora cerrad este cofrecillo y no lo toquéis más.
—¡Ah! Preferiría la muerte que continuar abrigando estas sospechas. Es horrible. Catalina no puede haber concebido semejantes horrores. Catalina me ama, estoy seguro de ello, y sufre por no poder llamarme públicamente su hijo. ¡Es mi madre, es mi madre!
Hablando así, Marillac abrió el cofre en el cual había un par de guantes blancos: los mismos que Juana de Albret llevaba la noche de su muerte. Los cogió y cerrando los ojos les dio un largo beso.
Pardaillán, fuera de sí, le arrancó los guantes, los colocó en su sitio, y con espanto visible, guardó el misterioso cofrecillo de oro en el armario, cuya llave arrojó a un rincón de la estancia.
Reinó entonces largo silencio. La rápida acción de Pardaillán acababa de precisar en el espíritu de Marillac una sospecha que no osaba formular.
Y el pobre joven veía desarrollarse en su imaginación el drama que sin duda había tenido lugar.
Había llegado a París sabiendo que Catalina era su madre, odiándola por sus persecuciones y por haberlo abandonado, estaba resuelto a herir a aquella mujer por su crimen de madre infame y de reina ávida de sangre.
Vio por primera vez a Catalina y la duda penetró en su alma, cuando vio que le ofrecía un reino, cosa que sólo podría atribuirse a su arrepentimiento. Luego Marillac vio nuevamente a la reina tres o cuatro veces más y siempre llamado por ella.
Entonces la lástima reemplazó a la duda y luego el asombro de ver a Catalina tan poco semejante a los retratos que de ella hacían. Más tarde advirtió la emoción de aquella maternidad que quería revelarse sin atreverse a ello y sintió la alegría de amarla, y, por fin, acabó poniendo cariño en ella, al ver que le garantizaba el amor y la pureza de Alicia.
No obstante, la inexplicable muerte de Juana de Albret, sus misteriosas advertencias, la mirada de terror que fijara en el cofrecillo regalado por Catalina, hicieron sospechar al conde que ésta había asesinado a Juana de Albret. Pero no quería creer en ello, pues sobrepasaba los límites de lo criminal.
Y entonces, si daba como cierta su sospecha, debía llegar a la conclusión de que Catalina se burlaba de él al manifestarle maternal cariño y mentía también al garantizar la dignidad de Alicia, que, sin duda, era una de sus tenebrosas auxiliares.
He aquí los pensamientos que cruzaban el cerebro del desdichado, pero substrayéndose a tales meditaciones, se echó a reír, recogió la llave que el caballero arrojara al suelo, la introdujo tranquilamente en la cerradura del armario, y exclamó:
—¡Por Dios, amigo! Creo que estamos locos. Vos tenéis la culpa por haberme hecho evocar la muerte de Juana de Albret. Pero ahora que caigo en ello, la culpa de todo la tiene el traje negro. Pues, sí, caballero, me casaré con él puesto para llevar luto por mi buena madre adoptiva. Hablemos de otra cosa, ¿queréis?
—Con mucho gusto, conde, pero antes permitidme que os haga una pregunta.
—Hablad, querido amigo.
—¿Decididamente os casáis mañana?
—Sí, a las doce de la noche en Saint-Germain-L’Auxerrois. Sois el único que lo sabe.
—¿Y deseáis que asista?
—Mi felicidad no sería completa si no estuvierais allí.
—Bueno. ¿Cómo entraré en la iglesia?
—Hallaos a las once ante la puertecita que da al claustro, pero id solo.
—Perfectamente, querido conde.
Y el caballero pensó:
«Iré en compañía de algunas buenas espadas que conozco, porque ¡lléveme el diablo si la dulce Catalina no trata de asesinar a su hijo!».
—Salgamos, ¿queréis? —Dijo Marillac—. Quisiera pasar el resto del día en vuestra compañía. Entraremos en alguna taberna a la orilla del Sena y vaciaremos una botella.
—No hay inconveniente, pues tengo ganas de ver lo que pasa en París. ¿Habéis observado, conde, que la población parece presa de extraña fiebre? Diríase que se prepara alguna tempestad, si no en el cielo, en la tierra.
—No, no lo he observado, amigo, ya sabéis que la felicidad es egoísta. Pero lo que sí he notado es que vos, habitualmente tan alegre, estáis triste.
—¿Triste? De ningún modo. Inquieto, tal vez.
Los dos amigos estaban en la calle, alumbrada por un hermoso sol, y como los calores fuertes habían pasado ya, veíase transitar a las gentes vestidas con el traje de las fiestas.
—¿Y cuál es el motivo de vuestra inquietud? —preguntó Marillac cogiendo el brazo del caballero.
—Pues que hace tres días ha desaparecido mi padre y temo que haya emprendido alguna aventura peligrosa.
—¡Cómo! ¿No tenéis noticias de él?
—¡Ninguna! El miércoles por la noche salió del hotel de Montmorency diciendo al suizo que si a la mañana siguiente no había vuelto, habría emprendido un viaje. ¿Cuál puede ser? ¿Y cómo habrá podido salir de París? Conozco a mi padre y su espíritu emprendedor y lo creo capaz de haber franqueado una de las puertas. ¿Pero adónde puede haber ido?
—Es hombre de rara prudencia y sin ninguna duda os inquietáis sin motivo.
—Ya lo sé y no estoy muy intranquilo. Por otra parte, si hubiera corrido algún peligro me habría avisado. Únicamente ocurre que mientras él trabaja por su lado, yo lo hago por el mío y su ausencia puede comprometer el éxito de mi plan.
—¿Cuál es? —preguntó Marillac.
—He logrado sobornar a un sargento que debe estar de guardia en la puerta de Saint Denis el martes próximo. Me ha prometido prohibirme débilmente el paso con tal que yo ataque con todo vigor. Además, se arreglará para que el puente levadizo esté tendido a mi llegada. Cuento con vos, amigo mío.
—Perfectamente: ¿a qué hora del martes?
—Hacia las siete de la tarde. Habrá un coche en el cual irán Luisa, su madre y el mariscal, a quien he logrado convencer para que no se muestre. Seremos una veintena de hombres.
—Bueno, yo traeré otros tantos.
—¡Ah! ¡Si mi padre estuviera también entre nosotros!
—El martes ya habrá vuelto, ¿pero qué hace toda esta gente?
—¡Caramba! —Dijo el caballero—. Ahora se arrodillan. Acerquémonos.
—¿No teméis que os descubran?
—¡Bah! ¿Quién?
—¡Aquí hay dos! —gritó en aquel momento una voz que impresionó al caballero.
Marillac y Pardaillán habíanse acercado durante su conversación a una multitud que rodeaba alguna cosa ante la puerta de un convento y que gritaba:
—¡Milagro! ¡Milagro!
Los dos jóvenes continuaron avanzando hasta el momento en que se hallaron ante la puerta del convento y en medio de las gentes que entonaban cánticos, y otros, como presa de delirio, se abrazaban sin conocerse, haciendo la señal de la cruz y golpeándose el pecho. Luego todo el mundo se arrodilló, en tanto que Marillac y Pardaillán permanecían de pie.
Y como los milagros del caldero eran siempre una orden del Cielo para matar herejes, la multitud, al arrodillarse, profirió el grito que creía más agradable a todos los santos del paraíso.
—¡Mueran los hugonotes!
En aquel momento fue cuando la voz antes citada exclamó:
—¡Aquí hay dos!
Pardaillán reconoció enseguida a Maurevert, que lo señalaba con el dedo, a quince gentilhombres que parecían considerarlo su jefe. Obedeciendo a una señal, se precipitaron sobre el caballero espada en mano.
Ya la multitud furiosa y delirante rodeaba a los dos amigos, que no disponían de espacio ni para desenvainar sus espadas.
—¡Paso, paso! —vociferaban los gentilhombres tratando de llegar hasta sus víctimas.
Pero la multitud quería distinguirse matando ella misma a los dos hugonotes que daga en mano e inmóviles contenían a los más rabiosos que los rodeaban.
Los dos jóvenes cambiaron una mirada como diciéndose:
—Vamos a morir aquí, pero antes caerán algunos.
—¡Mueran! —vociferaba Maurevert.
Hubo como un torbellino en la multitud y centenares de puños se levantaron. Pero en aquel mismo instante, como si un gran soplo hubiera abatido a aquella multitud, la muchedumbre cayó de rodillas gritando:
—¡Milagro! ¡Aquí está el santo!
El santo era el hermano Lubin, que, abriendo la puerta del convento después de haber escapado de los monjes, aparecía con los brazos abiertos y la cara rubicunda.
Al divisar al caballero de Pardaillán, se dirigió a él con los ojos llenos de lágrimas. Recordaba los innumerables fondos de botella que Pardaillán le había regalado en «La Adivinadora».
—¡Querido caballero, querido amigo! —exclamaba el monje atravesando la multitud postrada.
Maurevert y sus acólitos lo siguieron en fila. Marillac y Pardaillán aprovecharon aquella tregua inesperada para envainar la daga y tomar en su lugar la espada.
Pardaillán no se preguntó por qué Maurevert se hallaba entre aquella masa de pueblo y con qué objeto iba escoltado por tantos gentilhombres, entre los cuales reconoció a algunos muy devotos de la reina Catalina.
—Atención —dijo a Marillac—. Aquí está la jauría. ¿Veis a vuestra izquierda esta depresión del muro?
—Sí —dijo Marillac conteniendo por la punta de su espada a uno de los asaltantes.
—Lleguemos allí de un salto. Así podremos resistir mejor. ¿Estáis pronto?
—Sí.
Los dos amigos saltaron juntos y se oyeron algunos alaridos de dolor, pues dos de los más atrevidos cayeron al suelo.
Marillac entonces, obedeciendo a la maniobra indicada, se precipitó hacia el hueco de la pared abriéndose paso a estocadas. La multitud se apartó ante su paso aullando de dolor y volvió a cerrarse tras él.
En cuanto Marillac hubo llegado a su sitio, observó que estaba solo; quiso lanzarse en socorro de Pardaillán, pero a su alrededor había una muralla humana infranqueable.
—¡Pardaillán! —gritó.
Y se arrojó de cabeza contra la multitud.
En aquel momento fue cogido por detrás, sujetado, sin poder hacer el menor movimiento y luego se vio levantado y arrastrado al interior del convento.
En cuanto al caballero, he aquí lo que había sucedido:
En el momento en que Lubin llegaba a su lado, uno de los gentilhombres que escoltaban a Maurevert le dirigió un golpe con la punta de su espada. El caballero entonces se tiró a fondo y de una estocada recta atravesó el hombro de su adversario. En el instante en que se erguía de nuevo e iba a ampararse en el hueco de la pared que designara a Marillac, el monje se le acercó y lo estrechó entre sus brazos murmurando:
—¿Sois vos? ¡Ah, cuán feliz soy! Venid a beber.
De una sacudida violenta, Pardaillán se desembarazó del monje, que rodó por el suelo gritando:
—¡Ingrato!
En aquel momento cien brazos golpearon al caballero; le rompieron la espada y en un momento sus vestidos fueron destrozados. Quiso desenvainar la daga, pero Maurevert se la quitó.
Entonces se vio un espectáculo inaudito.
El caballero, desarmado, lleno de sangre, tenía encima una masa humana que se esforzaba por aplastarlo.
El joven la levantaba, la sacudía, la dispersaba con la irresistible fuerza de sus hombros. Pero la multitud volvía a la carga; el caballero daba vueltas, se levantaba, mordía, manejaba sus dos puños como otros tantos arietes; los hombres llenos de sangre caían a su alrededor y la multitud prorrumpía en alaridos, mientras el grupo frenético que lo atacaba luchaba en feroz silencio.
Pardaillán, con el rostro lleno de sangre, sacudía a sus enemigos, como un jabalí a la jauría. Una neblina flotaba ante sus ojos y jadeante no pensaba en otra cosa que llegar hasta Maurevert que, a diez pasos de distancia, daba las órdenes oportunas, y cogerlo para estrangularlo antes de morir.
De pronto se oyó un clamor más terrible. El caballero había caído, y ya no podía levantarse porque a cada una de sus extremidades estaban cogidos tres o cuatro hombres.
—¡Cuerdas! —gritó entonces Maurevert.
Algunos instantes más tarde, Pardaillán, sólidamente atado, fue internado en el convento, mientras, en la calle, una docena de heridos se restañaban la sangre.
La multitud cogió entonces a Lubin, lo levantó transportada por el delirio de los milagros y lo llevó en triunfo aclamándolo. Era el santo que había detenido al hereje. Era el santo que, al abrazarlo, lo privó de su fuerza.
El rumor de tales prodigios se propagó rápidamente, y toda la tarde, hasta una hora avanzada de la noche, las gentes fueron a arrodillarse ante el convento, pidiendo la bendición del santo hombre que había vengado a Dios por el sacrificio de ser hervido. De hora en hora, Lubin se mostraba y bendecía al pueblo.