XV - La reina Margarita
AQUELLA MAÑANA del 8 de agosto del año 1572, las campanas de Nuestra Señora empezaron a repicar alegremente desde las ocho; las iglesias vecinas no tardaron en contestar, de modo que, en breve, en el aire puro y tranquilo de la mañana de estío, reinó gran estruendo de broncíneas voces que mugían sonoramente.
Por todas las calles de París discurrían grupos numerosos de burgueses y gente del pueblo; las mujeres llevaban a sus hijos; los vendedores ofrecían pasteles de toda suerte, que se vendían rápidamente, porque aquella mañana las amas de casa habían abandonado la cocina contando con almorzar en la calle.
Entre aquella multitud se oían gritos, interpelaciones y risotadas, pero en todo ello había algo extraño y como amenazador, cosa que fácilmente podía advertirse al observar que la mayor parte de los burgueses, en vez de vestir el traje de paño de los domingos, iban cubiertos con la coraza de cuero o de hierro y se apoyaban en partesanas, y otros llevaban un arcabuz sobre el hombro.
Se hubiera dicho que toda aquella multitud corría a las murallas para defender la ciudad como si hubiera sido atacada por los españoles. Pero no había nada de ello: aquella multitud amenazadora se disponía a presenciar uno de aquellos magníficos espectáculos gratuitos de los que nuestras modernas cabalgatas no pueden dar la menor Idea.
En efecto aquella mañana debía celebrarse en Nuestra Señora el matrimonio de Enrique de Bearn y de Margarita de Francia, conocida en el Louvre por el nombre de reina Margot, que su hermano Carlos IX le daba.
Cada calle estaba transformada en un río de gente que corría entre murmullos y gruñidos desembocando todos en el mismo océano humano, cuyas olas iban a morir en el atrio de Nuestra Señora.
Allí se elevaban a cada instante grandes y encolerizados clamores. En efecto, por la noche cuatro compañías de guardias habían tomado posiciones ante el atrio de la iglesia para impedir que las gentes obstruyesen los escalones que había ante el gran pórtico central de la Iglesia. La doble fila de soldados erizada de arcabuces y alabardas continuaba hasta la puerta del Louvre que miraba a Saint-Germain-L’Auxerrois.
Resultaba de ello que los grupos, al llegar al atrio lo hallaban ya ocupado por una multitud apretujada que se había formado por las sucesivas avenidas de hombres que afluían de todos los puntos de París hacia el centro.
Los recién llegados empujaban para obtener sitio, pero los que estaban ya instalados se resistían y de aquí los remolinos terribles, las disputas y los gritos.
A las nueve, hubiera sido imposible para un niño el poderse deslizar hasta el atrio, pues todas las calles afluentes estaban completamente obstruidas por una multitud enorme. Únicamente estaba libre el camino formado por los hombres de armas desde el pórtico de Nuestra Señora hasta el puente levadizo del Louvre y aun aquel espacio amenazaba ser invadido a cada instante, pues en más de un punto los soldados se veían obligados a contener la multitud con la punta de sus alabardas.
De vez en cuando reinaba súbito silencio algo inquietante: luego, de pronto, estallaban clamores sin que se supiera el motivo y en todos los grupos se hablaba de cosas amenazadoras; diseminadas había también algunas mujeres que hablaban del traje que llevaría la reina Margarita que, según se decía, era un prodigio de riqueza; o bien de la suntuosidad de las carrozas de ceremonia. Pero muy pronto se volvía a uno de los dos asuntos que preocupaban a los parisienses.
El primero era el gran milagro de la víspera.
Millares de personas afirmaban haber visto el caldero lleno de sangre, de sangre de Jesús. Algunos había que asistieron al milagro: otros afirmaban a los incrédulos que habían podido tocar a Lubin el santo hombre que hiciera el milagro. Cada una de estas afirmaciones, iba acompañada por la señal de la cruz y se hacía observar que Dios deseaba, sin ninguna duda, una carnicería de herejes.
El segundo, que se discutía calurosamente con muchos votos, era la cuestión de saber si el rey de Navarra y sus condenados acólitos, los hugonotes entrarían en Nuestra Señora. Algunos hacían observar que le sería necesario entrar si quería casarse, pero la mayor parte afirmaban que el maldito no osaría penetrar en el sagrado recinto.
Así, pues, se llegaba a la conclusión de que sería necesario arrastrarlo por fuerza al interior del templo, para que se humillara ante la imagen de la Virgen.
Tales eran las disposiciones de la multitud cuando los cañones del Louvre empezaron a tronar. Hubo entonces en la superficie de aquella masa humana una especie de marejada que se propagó desde el atrio de la iglesia hasta las calles vecinas. Se alargaron los cuellos, se oyeron algunos gritos femeninos, pero fueron pronto cubiertos por un clamor enorme de salvaje expresión, que hubiera podido compararse al aullido de una manada de lobos furiosos.
—¡Viva la misa! ¡A misa los hugonotes!
Casi enseguida nuevas compañías de arqueros y arcabuceros reforzaron la fila de gentes de armas que guardaban el paso libre para la comitiva.
Los burgueses protestaron enérgicamente, pues era evidente que con cuatro filas de soldados como entonces había, no iba a ser posible llegar a los hugonotes así protegidos. Pero era también evidente que aquella multitud sabiamente llevada al último grado de la exasperación, sería terrible si, por desgracia, la soltaban.
Pero la maniobra militar que por el momento ponía a los hugonotes fuera del alcance de las gentes, exasperó a la multitud, y su disgusto estalló en violentos murmullos contra el rey, a quien se acusaba en voz alta de proteger a los herejes y de impedir el sacrificio formalmente reclamado por el milagro del caldero.
—¡Queremos un capitán general!
Este grito, que expresaba exactamente el sentir de los burgueses armados, corrió de boca en boca cada vez con mayor fuerza.
—¡Guisa, Guisa capitán general!
—¡Viva la misa!
—¡A misa los hugonotes!
Tales vociferaciones se entrecruzaban entonces cada vez más violentas y se fundían en un griterío que apenas dominaban los cañonazos y las campanas.
De pronto reinó la calma; veinticuatro heraldos a caballo, magníficamente vestidos de tisú de oro y con las armas del rey bordadas en azul sobre el pecho y los caballos engualdrapados, desembocaron en cuatro filas de seis, con el codo alto, la trompeta adornada con bandera apuntando al cielo y entonando un toque ruidoso.
—¡Ya están ahí! ¡Ya llegan!
Tal grito hizo callar por un instante los clamores y la irritación se convirtió en curiosidad.
El cortejo real desplegaba imponente pompa y hasta se oyeron algunos aplausos.
Inmediatamente después de los heraldos apareció una compañía de guardias a caballo, mandada por el señor de Cosseins; eran todos jinetes de alta estatura, montados en pesados caballos normandos, cubiertos de acero y bordados que brillaban extraordinariamente, produciendo sobre la multitud profunda impresión.
Luego seguía el gran maestro de ceremonias, cuyo caballo era llevado de las bridas por dos criados y que precedía a un centenar de señores, gentilhombres todos del rey de Francia.
Grandes aclamaciones saludaban el paso de los señores que se habían hecho populares, ya por su magnificencia, o por sus altos hechos durante las guerras contra los hugonotes.
Pero reinó el gran silencio en el atrio, aun cuando el resto de la multitud seguía gritando al aparecer la carroza del rey. Carlos IX, envuelto en su gran manto real, era presa de la fiebre, pues en el momento de salir del Louvre había tenido uno de sus ataques. Su rostro tenía la palidez del marfil y su mirada era vaga en extremo. A su lado iba Enrique de Bearn, muy pálido también, pero sonriente, pues al mirar al pueblo no veía a su alrededor más que miradas hostiles y ojos amenazadores.
En una gran carroza completamente dorada y arrastrada por ocho caballos blancos, aparecieron entonces Catalina de Médicis y Margarita de Francia; la reina iba cubierta de diamantes y envarada en un vestido de gruesa seda que parecía mármol.
Su aspecto era glacial, altanero y algo triste, tal vez por la ceremonia que se preparaba. Su hija Margarita estaba radiante de belleza, indiferente a todo lo que pasaba y con una sonrisa irónica dibujada en sus labios.
La reina madre estaba a la derecha y por aquel lado estallaron aullidos feroces diciendo:
—¡Viva la misa! ¡Viva la reina de la misa!
Margarita estaba sentada a la izquierda y por su lado se oyeron algunas burlas.
—¡Buenos días, señora! —gritó una mujer—. ¿Se ha confesado vuestro futuro esposo?
La carroza pasó entre enormes carcajadas: pero inmediatamente después llegaron los veinticuatro coches que conducían a los príncipes de la sangre, Enrique, duque de Anjou, y Francisco, duque de Alenzón. Además la duquesa de Lorena, segunda hija de Catalina, luego azafatas, damas de honor y otros personajes diversos que la multitud acogió con grandes aclamaciones.
Eran el duque de Guisa, el mariscal de Tavannes, el mariscal de Damville, el duque de Aumale, el señor de Goudé, el canciller de Birague, el duque de Nevers, y una multitud de nobles, todos en carrozas de fabulosas riquezas y vestidos con verdadero esplendor; plumas blancas, broches de diamantes y rubíes, collares esplendorosos, Jubones de satén, espadas incrustadas de pedrería, todo ello desprendía resplandores y despertaba el entusiasmo de la multitud.
Luego, de pronto, las exclamaciones continuaron:
—¡A misa, a misa!
Los hugonotes aparecían a su vez vestidos, no con menor riqueza que los católicos, pero sí con trajes más severos.
Se ignoraba quién había dispuesto de tal modo la marcha del cortejo, pero la separación precisa entre los caballeros católicos y protestantes, el cuidado que se había tenido en colocar a los hugonotes al final exceptuando algunos como Coligny y Condé en el lugar que les correspondía, todo ello permitió a la multitud hacer mil suposiciones de las cuales la más esencial era que se había querido mortificar a los herejes, los cuales pasaron orgullosamente desdeñando contestar a las burlas y a los insultos.
En las gradas de la iglesia, doscientos o trescientos de los más rabiosos de entre la multitud, se habían instalado y los guardianes no hicieron el menor esfuerzo para expulsarlos.
A medida que el cortejo desfilaba, los ocupantes de cada carroza penetraban bajo el anchuroso pórtico en donde el arzobispo y su cabildo estaban reunidos para recibir a los dos reyes, a la reina y a la novia.
En el grupo que acabamos de señalar, estaban Crucé, Pezou y Kervier, siempre inseparables.
Los gentilhombres del rey que iban a caballo, habían formado un semicírculo alrededor del pórtico que reforzaba la guardia de alabarderos y arcabuceros.
Carlos IX y Enrique de Bearn, precedidos del gran maestro de ceremonias, de sus acólitos y de doce heraldos a pie tocando la trompeta, fueron los primeros en penetrar en la iglesia. El monje Salviati, enviado especial del Papa, avanzó al encuentro del rey y, doblando a medias la rodilla, le ofreció agua bendita en una concha de oro, diciéndole que aquella agua había sido traída de Roma por él mismo y tomada de la pila de San Pedro.
Carlos IX humedeció sus dedos en la concha y, como si hubiera temido disgustar a Nuestra Señora no usando su agua bendita, renovó la operación humedeciendo la mano en la pila de la iglesia y se persignó lentamente dirigiendo oblicuas miradas a Enrique.
El jefe de los hugonotes comprendió que todas las miradas estaban fijas en él y que se esperaba a que hiciera el signo de la cruz.
—Primo —dijo en voz baja—, ¡qué buena asamblea de obispos! Bendecido por tan gran número de santos, mi casamiento no podrá menos de ser muy feliz.
Y hablando así el gascón gesticulaba gravemente con su mano, de modo que las gentes pudieran creer que se persignaba. Carlos IX sonrió débilmente y se dirigió al trono.
Poco a poco el cortejo entró en la enorme nave que, con el brillo de millares de cirios en el cuadro inmenso de las colgaduras bordadas que caían desde lo alto de las bóvedas, con el repiqueteo de las campanas, los cantos solemnes y las trompetas, presentó entonces un espectáculo de inaudita magnificencia.
Fuera, las vociferaciones eran más amenazadoras y los gritos del pueblo, semejantes al fragor del océano tempestuoso, hacían estremecerse a Carlos IX que, lívido, oía gritar:
—¡Viva Guisa! ¡Viva el capitán general!
He aquí lo que sucedía. Los hugonotes, en número de casi setecientos hidalgos, acababan de echar pie a tierra ante el gran pórtico, pero en vez de entrar en la iglesia se detuvieron silenciosos o bien formando grupos que hablaban en voz baja, sin preocuparse, al parecer por los alaridos que oían.
—¡A misa, a misa!
—¡Los malditos no quieren entrar! —rugió Kervier.
—Pronto entrarán aunque no quieran —dijo Crucé con fuerte voz.
Esta amenaza directa provocó un delirio de entusiasmo en el grupo que ocupaba los escalones, mientras que, a lo lejos, la multitud, no sabiendo de lo que se trataba, reía, exclamando:
—¡Los hugonotes han entrado en la iglesia! ¡Viva la misa!
Únicamente tres lo habían hecho. El primero era el almirante Coligny, que había dicho en alta voz:
—Este puede ser un campo de batalla como otro cualquiera.
Y entró irguiendo su alta estatura al lado del rey de Navarra como si, en realidad, hubiera entrado en batalla.
El segundo era el joven príncipe de Condé, que, inclinándose al oído del Bearnés, murmuró:
—Vuestra pobre y difunta madre, me hizo prometer que no os dejaría nunca ni en el campo, ni en la ciudad, ni en la corte.
El tercero era Marillac. Éste ignoraba si se hallaba en una iglesia y a qué ceremonia asistía; sólo sabía una cosa: que desde hacía dos días, en testimonio de su afecto y para tener el derecho de protegerla, la reina madre había nombrado a Alicia dama de honor.
Alicia debía hallarse, por lo tanto, en Nuestra Señora y Marillac la vio efectivamente. Estaba muy cerca de la reina e iba vestida de blanco. Su rostro estaba pálido y, con los ojos bajos, pareció a Marillac mucho más hermosa que de costumbre.
«¿En qué estará pensando?», —se dijo Marillac devorándola con la mirada.
En aquel momento, Alicia exclamaba para sí:
«Esta noche tendré la maldita carta que me hacía sierva de Catalina. Seré libre. ¡Oh, Diosdado! ¡Cuánto te voy a amar! Nos marcharemos en seguida y, por fin, mi vida será dichosa». —Y cuando creía adquirir la libertad, es decir, el amor y la felicidad, Alicia no pensaba siquiera en su hijo.
La reina Catalina estaba sentada a la izquierda del altar mayor, en un trono un poco más bajo que el del rey, que estaba colocado a la derecha. Alrededor de ella, sus damas de honor preferidas se sentaban en sillas tapizadas con terciopelo blanco bordado de oro. Detrás de la reina había una gran colgadura de terciopelo azul sembrada de flores de lis.
Detrás de aquella colgadura, nadie podía ver un monje que estaba en pie y envuelto en la sombra: era Salviati, el enviado del Papa. Estaba un poco inclinado hacia la reina, que parecía muy atenta en leer su libro de horas, magnífico devocionario con encuadernación de oro cincelado.
—Hoy mismo os marcharéis —decía Catalina en voz baja.
—¿Y qué debo decir al Santo Padre? ¿Qué habéis concertado la paz con los herejes? ¿Qué su rey y jefe ha entrado en Nuestra Señora sin persignarse? ¿Qué el rey de Francia ha puesto en pie de guerra diez mil hombres para proteger a los hugonotes? Decid, señora, ¿es esto lo que debo manifestar a Su Santidad? ¿Debo añadir que asistís impotente y, tal vez, con benevolencia, a la conquista lenta y segura del reino de Francia por la Reforma?
—Diréis al Santo Padre que el almirante Coligny ha muerto —contestó Catalina.
—¿El almirante? —dijo Salviati—. ¡Si está a treinta pasos de nosotros más altanero que nunca!
—¿Cuántos días tardaréis en llegar a Roma?
—Diez, señora, si tengo noticias interesantes:
—Pues bien, el almirante morirá dentro de cinco días.
—¿Quién lo probará? —preguntó descortésmente el monje.
—Su cabeza, que os mandaré —contestó tranquilamente Catalina—. Decid además al Santo Padre que ya no hay hugonotes en París.
—¡Señora!
—… Y que tampoco los hay en Francia —acabó diciendo Catalina.
Al mismo tiempo se arrodilló en su reclinatorio.
Salviati retrocedió lentamente pasándose la mano por la frente y regresó sin ser observado al lugar que, oficialmente, le estaba designado, y una vez allí, todos pudieron observar que el enviado de Su Santidad Gregorio XIII estaba pálido como un muerto.
Nadie, decimos, había observado su movimiento, exceptuando una persona que parecía sumida en piadosa meditación, pero que, dirigiendo su mirada viva a derecha e izquierda, no perdía detalle de lo que sucedía a su alrededor. Aquella persona era la desposada en persona, la hermana de Carlos IX e hija mayor de Catalina de Médicis. Era una mujer instruida, escéptica, superior a su época, capaz de sostener una conversación seguida en latín y hasta en griego; aficionada a la literatura, y de costumbres ligeras. Margarita era la antítesis viviente de su madre Catalina. Le repugnaba la violencia, sentía horror por el derramamiento de sangre y le inspiraba antipatía la guerra. Puede reprochársele, tal vez, el haber considerado la virtud doméstica como un prejuicio. Puede echársele en cara sus innumerables amantes; Brantome, que fue el chismoso de aquellos tiempos, nos deja entrever que Margarita llevó el adulterio hasta el incesto; se asegura que el duque de Guisa fue su amante, el desgraciado La Mole, participó también de sus favores y, en fin, se dice que su propio hermano, el duque de Alenzón… Pero es necesario tener en cuenta que Margarita, hasta en sus deslices, conservó una elegancia de actitud y espíritu que hace que se le perdonen muchas cosas. De todos modos, su refinado escepticismo la ponía muy por encima de las pasiones que se desencadenaban a su alrededor.
La misma mañana, cuando Coligny llegó al Louvre para ocupar en el cortejo el lugar que tenía señalado, dijo al rey:
—Señor, he aquí un buen día para el rey de Navarra, para mí y para todos los de mi religión.
—Sí —contestó bruscamente Carlos—, porque dando Margarita a mi primo Enrique, la doy a todos los hugonotes del reino.
Esta exclamación, que expresaba claramente la poca estima que tenía el rey por la virtud de su hermana, fue relatada enseguida a ésta, la cual, con su encantadora sonrisa, contestó:
—¿Mi hermano y señor ha dicho esto? Pues bien, acepto el augurio y haré cuanto pueda en favor de todos los hugonotes de Francia. Durante la ceremonia, Margarita, que estaba alerta, sorprendió la conversación de su madre y del enviado del Papa. En aquel momento estaba arrodillada al lado de Enrique de Bearn y le dio un ligero codazo. Enrique, un poco pálido, pero sonriendo, estudiaba también con atención perfectamente disimulada, las gentes que lo rodeaban. Los gritos del pueblo, el insolente porte de Guisa, el sombrío rostro del rey, el semblante demasiado risueño de Catalina, todo ello formaba un conjunto nada tranquilizador.
—Señor esposo —murmuró Margarita mientras salmodiaba el arzobispo—. ¿Habéis visto a mi madre conferenciar con el reverendo Salvati?
—No señora —dijo Enrique en voz baja y fingiendo escuchar religiosamente al oficiante—. Pero como tenéis buenos ojos, espero que me comunicaréis lo que habéis visto.
—Señor —continuó Margarita—, nada bueno he visto y nada veo a nuestro alrededor. No os apartéis de mí durante los festejos.
—¿Tenéis miedo, amiga mía? —preguntó el gascón.
—No, señor, pero decidme: ¿no sentís nada?
—Sí, el olor del incienso.
—Pues yo el de la pólvora.
Enrique dirigió una mirada oblicua a su mujer y tal vez entonces comprendió completamente el significado de sus palabras, porque bajando la cabeza como para rezar, murmuró con voz en que no había el menor acento de ironía:
—Señora, ¿puedo hablaros con el corazón en la mano? Adivino en vos una amiga franca y leal. Pues bien, desconfío y creo que se preparan tristes fiestas. ¿Puedo contar con vos?
—Sí señor —contestó Margarita con evidente sinceridad—. Por esta razón os repito que no os apartéis de mi lado mientras estemos en París. Una vez fuera de la ciudad —añadió sonriendo— os daré permiso de día y de noche.
—Por Dios, señora, ¿sabéis que estoy temiendo una cosa?
—¿Cuál, señor?
—Enamorarme de vos.
Margarita sonrió con coquetería.
—¿Así, pues, estamos de acuerdo? —dijo—. ¿Me juráis fidelidad mientras estemos en el Louvre?
—Señora, sois adorable —dijo emocionado el gascón—. Ya que os dignáis ser mi paladín, no temo nada y podré dormir tranquilo en ese Louvre, en el cual he pasado tan malas noches.
Tales fueron las palabras que cambiaron los recién casados mientras se celebraba su boda.
La ceremonia nupcial terminó por fin. Luego, precedido con gran pompa de todo el cabildo de Nuestra Señora, el cortejo se formó de nuevo: cardenales, obispos, arzobispos rutilantes de oro, la mitra en la cabeza y el báculo en la mano, avanzaron hacia la puerta entonando el «Te Deum». El rey de Navarra daba la mano a la nueva reina. Catalina de Médicis, Carlos IX y los príncipes pasaron en la doble fila de los señores y grandes damas envaradas en los pliegues de las sederías. Las trompetas tocaron alegremente, las campanas reanudaron sus tañidos; el cañón tronó, el pueblo empezó a aullar y toda aquella gente, a través de vivas y amenazas, tomó el camino del Louvre.
Una vez en el palacio real, empezaron inmediatamente espléndidas fiestas. Pero en cuanto Margarita hubo recibido los saludos y felicitaciones de la multitud de señores que la rodeaban, cogió la mano de su marido y lo llevó a sus habitaciones.
—Señor —dijo—. He aquí mi dormitorio. Como veis, he hecho preparar dos camas, una para mí y otra para vos.
Una galantería asomó a los labios del Bearnés, pero se contuvo comprendiendo que la situación era más seria de lo que se imaginaba.
—En tanto que durmáis en esa cama —continuó Margarita— respondo de vos, señor.
—¡Por Dios, señora! —exclamó Enrique palideciendo—. ¿Qué sabéis? ¿Se atreverían acaso?
—No sé nada —dijo sinceramente Margarita—. Sólo sé una cosa: Que aquí estoy en mi casa y que nadie, ni el rey, se atrevería a entrar.
Enrique bajó la cabeza pensativo. ¿Acaso Margarita sabía más de lo que decía?
Y estuvo a punto de exclamar:
«Vos me salváis, pero ¿quién salvará a mis amigos?».
Se contuvo, no obstante, esperando que, después de todo, el peligro no sería tan inminente. Había a su alrededor vagas amenazas, pero ya tendría tiempo de concertarse con Coligny, Condé, Marillac y otros de entre los principales hugonotes.
—Venid, señor —dijo la reina Margarita—. Es preciso que nuestra ausencia no sea notada.
Y con su escéptica sonrisa, que tan bien sentaba a su espiritual belleza, añadió:
—Podrían figurarse que hablamos de amor.
—Mientras hablamos de muerte —contestó el Bearnés.
—Mors, arrwr…, principium, finis… —murmuró Margarita.
Pálidos los dos a influjo de los pensamientos que llenaban sus cerebros, dirigiéronse silenciosamente hacia las salas de la fiesta.
—¡Viva la misa! —rugía la multitud en la calle.
—¡Por Dios! Acabo de oír una y no me sabe mal —dijo el Bearnés disfrazando su inquietud bajo la apariencia de jovial galantería—, porque mi primera misa me vale la más espiritual y hermosa mujer de Francia.
Y fijó una límpida mirada sobre la nueva reina.
_¿Qué me valdrá en este caso mi segunda misa?
—¿Quién sabe? —contestó la reina Margarita devolviéndole la mirada y pensando:
«Tal vez una puñalada, o el trono de Francia».