XXXVI - Leones desencadenados
LOS DOS PARDAILLÁN SALTARON precipitándose a la entrada del corredor. Instintivamente las mujeres que lo obstruían les dejaron libre el paso, pero en cuanto ellos lo hubieron hecho, empezaron a gritar:
—¡Catho ha muerto, Catho ha muerto!
—¡A vengarla!
—¡Mueran los soldados!
—¡Adelante!
En un momento los Pardaillán se hallaron en contacto con el grupo de soldados que aparecían. Los dos primeros cayeron mortalmente heridos por las extrañas armas que llevaban, parecidas a punzones.
Ante aquel ataque furioso, y al observar los rostros de las mujeres que gritaban tras los dos hombres, los soldados se detuvieron. El aventurero y su hijo recogieron las picas de los caídos y de nuevo atacaron a sus enemigos.
En el corredor no había sitio más que para dos hombres en fondo. El nuevo ataque de los Pardaillán derribó a los dos soldados más avanzados. Al mismo tiempo la banda de mujeres agitaba sus armas, dagas, pistolas y espadas, y proferían gritos terribles. Entonces, completamente desordenados, los soldados remontaron de prisa la escalera.
Sin decir una palabra, lívidos y con los cabellos erizados, Los Pardaillán los persiguieron. De vez en cuando hundían su pica en el grupo y a cada uno de sus golpes caía un hombre.
Ello duró algunos segundos. De pronto los Pardaillán se vieron al aire libre, en un patio. Respiraron profundamente y, por instinto, levantaron sus ojos al cielo como para darse cuenta de que no soñaban y de que realmente se hallaban bajo cielo estrellado. Entonces oyeron el gran ruido de las campanadas, de los disparos de las armas de fuego y los gritos de las víctimas, cosa que los hizo estremecer.
—¡Fuego! —gritó la voz de un oficial.
Los dos Pardaillán se dejaron caer al suelo y las balas pasaron por encima de ellos. Luego se levantaron de un salto.
El oficial había formado a sus hombres en una sola fila al fondo del patio, y en cuanto los arcabuces estuvieron descargados, gritó:
¡Adelante!
Entonces en aquel estrecho espacio que alumbraban las primeras claridades del alba, hubo un combate encarnizado. En efecto, los soldados, creyendo que los Pardaillán eran los jefes de aquella banda de furias, los habían rodeado. El aventurero y el caballero se habían adosado uno a otro; a su alrededor estaban los hombres de armas y en tomo de éstos, profiriendo gritos estridentes, las mujeres.
Entre tanto Ruggieri corría como un insensato, arrancándose los cabellos y vociferando maldiciones.
—¡Socorro, socorro! ¡Se escapan! ¡Oh! ¿No hay nadie aquí? ¡Socorro!
Llegó a la puerta principal y la abrió maquinalmente sin saber lo que hacía.
Pasaban algunos grupos de católicos llevando el pañuelo blanco alrededor del brazo.
—¡Aquí, aquí! —gritaba Ruggieri—. ¡Miserables! ¡No me oyen!
Ante él estaban saqueando una casa, de la que salían desgarradores gritos de las víctimas.
—Por aquí —gritaba Ruggieri—. Aquí hay dos hugonotes. ¡Malditos seáis!
Pero nadie le hacía caso, porque los asesinos estaban ocupados en saquear.
Entonces, sollozando y chocando contra los muros, entró de nuevo en el Temple, que recorrió al azar llamando, vociferando y deteniéndose por fin en el patio en que había la guardia encerrada por Paquita y «La Roja».
Dio un grito de alegría al descubrir a los hombres de armas detrás de los barrotes de las ventanas. Despertados por el tumulto y al principio alarmados al ver la sólida puerta cerrada, los soldados intentaban a la sazón arrancar las rejas de las ventanas.
—Esperad, voy a ayudaros. ¡Aprisa, aprisa!
—¡En nombre del cielo! —gritó el sargento—. ¿Qué sucede?
—¡Aprisa, aprisa! ¡Se escapan! ¡Necesito su sangre! ¡Ah! Ya se doblan los barrotes.
En aquel momento oyó gran griterío y se volvió viendo que el patio se llenaba de mujeres que con alegría delirante exclamaban:
—¡Victoria, victoria!
Y pasaron corriendo en dirección a la puerta del Temple.
Los soldados del cuerpo de guardia trataban de destruir las rejas y por fin sacaron dos barrotes.
En aquel momento pasaron las últimas combatientes desmelenadas y tras ellas los dos Pardaillán cubiertos de sangre, pero sin apresuramiento.
Ruggieri, sin voz y lleno de desesperación, quiso impedirles el paso, pero el caballero lo apartó con una mano sin esfuerzo aparente, si bien debió hacer gran fuerza, pues Ruggieri rodó por el suelo hasta llegar a la muralla, en donde se desvaneció profiriendo una maldición.
Cinco o seis soldados saltaron al patio por la abertura practicada y se echaron en persecución de los Pardaillán, que iban huyendo; pero éstos se volvieron con tal aire de amenaza, que los reitres se detuvieron asustados. Entonces apuntaron sus armas y sonaron dos disparos que no dieron en el blanco.
Los cuarenta soldados de guardia, que por fin habían podido saltar al patio, se lanzaron en persecución de los fugitivos, a los que vieron franquear la puerta que Ruggieri había abierto y desaparecer entre el humo y el tumulto que remaba en la ciudad. El oficial estupefacto al contemplar el extraño aspecto de la calle, no pensó más que en guarecerse y luego, yendo en busca del gobernador Montluc, lo halló atado y roncando bajo la mesa de su comedor.
En aquel momento eran las tres de la madrugada y el día apuntaba, a pesar de lo cual los asesinos que circulaban por las calles no apagaron sus antorchas, pues se servían de ellas para incendiar las casas marcadas con una cruz blanca.
Una vez fuera del Temple, los Pardaillán tomaron al azar la primera calle que encontraron. Estaba llena de humo y de gritos; humo producido por los incendios y por los disparos de las armas de fuego que iban a herir a las pobres víctimas que proferían gritos de agonía.
—¡Libres! —exclamó el aventurero mirando a su alrededor.
—¡Pobre Catho! —exclamó el caballero.
Cada uno de ellos habíase apoderado de una buena espada y una daga, ambas rojas de sangre. Los vestidos de ambos estaban rotos y desgarrados y en su cara advertíase todavía la expresión de espanto ante el suplicio de que habían estado a punto de ser víctimas.
—¿No estás herido? —preguntó el viejo.
—Tengo algún arañazo, pero no es nada. ¿Y vos?
—Nada absolutamente. Pero veamos, ¿qué hay en París? ¡Cuánta sangre! ¡Cuánto humo! ¡Qué gritos! ¡Vaya una batalla!
—No, padre, es un degüello. Vamos aprisa.
—¿A dónde? ¿A casa de Montmorency?
—Luego; no creo que quieran atacar al mariscal, porque es católico. Venid, aprisa.
—¿Dónde?
—Al palacio de Coligny, padre. Están matando a los hugonotes y allí debe de haber gran carnicería. ¡Ah pobre amigo mío!
—¿Marillac? Pero si ya está muerto. ¿No recuerdas que te lo dijo aquel brujo?
—Tal vez mintió. Vamos.
Hablando así, avanzaban a buen paso. Varias veces algunos grupos los miraron con desconfianza, al observar que no llevaban cruces ni brazales, pero la mayor parte se apartaban prudentemente, pues los dos tenían traza de saber defenderse bien.
En todos los tiempos se ha observado que nadie es tan cobarde como los asesinos.
A medida que iban entrando en París, su marcha se hacía más difícil.
—Gritad ¡viva la misa! —exclamó de pronto una voz ante ellos.
Una especie de animal salvaje, con las mangas recogidas y los brazos rojos de sangre, les interceptaba el paso acompañado de cinco o seis hombres.
Los Pardaillán se detuvieron.
—Gritad ¡viva el Papa! —dijo otro.
El caballero levantó el puño sin decir palabra y lo descargó en la sien del hombre, que cayó como una masa inerte.
—Llévale eso al Papa —dijo el viejo Pardaillán.
La patrulla, pasado el primer instante de asombro, empezó a perseguirlos amenazándolos furiosamente.
—Carguemos —dijo el viejo.
Precipitáronse entonces sobre los que gritaban y muy pronto cayeron dos de ellos, mientras los demás echaban a correr gritando:
—¡Socorro! ¡Allí hay dos hugonotes!
Cuando regresaron, los dos Pardaillán estaban lejos. Corrían sin detenerse saltando los cadáveres y dando, de vez en cuando, algún rodeo para evitar un grupo ocupado en incendiar una casa; corrían asombrados en extremo y casi doliéndoles la cabeza a fuerza de oír el incesante y ruidoso campaneo y las numerosas detonaciones de las armas de fuego. Corrían daga en mano atacando todo lo que les impedía el paso, y sin decir una palabra.
Y así fue como llegaron al palacio de Coligny a las cuatro de la mañana.
Enorme multitud llenaba la calle de Bethisy. Precipitáronse hacia ella y consiguieron franquear el paso. Tal vez los tomaron por católicos furiosos. La puerta del palacio estaba abierta de par en par y el patio lleno de gentes de armas que gritaban:
—¡A saco, a saco!
Entraron y, por fin, no sin grandes esfuerzos, llegaron al centro del patio horrorizados y llenos de furiosa indignación. Cuando miraban a su alrededor, encolerizados, una voz de hombre que dominaba el tumulto gritó:
—Bemia, Bemia, ¿estás listo?
Y reconocieron al duque de Guisa que levantaba la cabeza hacia las ventanas del palacio.