XIV - El Temple
POR DE PRISA QUE MARILLAC se hubiera dirigido al Louvre, Maurevert llegó antes que él, pues éste iba impulsado por el odio, en tanto que Marillac lo estaba por la amistad, y las alas del primer sentimiento son más rápidas que las del segundo.
Por lo visto, Maurevert era esperado con impaciencia en las habitaciones de la reina madre, porque apenas el capitán de guardias, Nancey, lo divisó, cuando le hizo la seña de seguirlo y conduciéndolo por un corredor privado, lo introdujo en una antecámara en donde se hallaba la camarera florentina Paola, que, a su vez, lo introdujo en el oratorio que ya conocen nuestros lectores.
Catalina de Médicis estaba allí escribiendo febrilmente; ante ella había un montón de cartas ya terminadas y acababa de empezar otra. La reina escribía siempre sus cartas personalmente, pues, fuese por desconfianza excesiva o por necesidad de emplear su incesante actividad, nunca tuvo secretarios.
A la entrada de Maurevert, levantó la cabeza e hizo seña para ordenarle que esperara y acabó la frase empezada.
Maurevert tenía muy buena vista y trató de leer las señas de todas las cartas ya selladas que la reina tenía desparramadas encima de la mesa y pudo observar que casi todas ellas iban dirigidas a los gobernadores de las provincias[4].
En aquel momento Catalina levantó rápidamente la cabeza y sorprendió la mirada de Maurevert.
—¿Tratáis de saber a quién escribo? —preguntó.
—Señora… —balbuceó Maurevert.
—Me gustan las gentes curiosas —dijo Catalina con aquel aire bondadoso que a veces empleaba— porque la curiosidad es un indicio de inteligencia. Quiero satisfacer la vuestra. Id a esa ventana.
—Aseguro a Vuestra Majestad…
—Obedeced.
Maurevert fue a la ventana temblando y temiendo alguna sorpresa, pero se tranquilizó pensando:
«¡Bah! ¡Tiene necesidad de mi!».
—¿Qué veis en el patio? —preguntó Catalina.
—Una treintena de correos de Su Majestad a caballo y dispuestos a partir.
—Perfectamente, quedaos donde estáis —dijo la reina, golpeando al mismo tiempo un timbre con un martillo de plata.
Entró un hombre que, sin duda, ya tenía instrucciones, y cogiendo todas las cartas selladas, salió sin decir palabra.
Dos minutos más tarde, Maurevert vio aparecer el mismo hombre en el patio. Entregó una carta a uno de los correos y éste partió enseguida al galope. Luego pasó al segundo, que partió a su vez. Después al tercero, y al cabo de cinco minutos todos los correos se habían marchado.
—La primera vez que veáis a vuestro amigo el duque de Guisa —dijo tranquilamente Catalina; decidle que habéis visto partir a mis correos portadores de despachos para cada uno de nuestros gobernadores. Añadiréis que todos esos despachos dan a nuestros gobernadores la orden de reunir sus tropas y marchar sobre París para detener a los insensatos que no temen conspirar contra el rey. Dentro de algunos días, señor de Maurevert, llegarán a París sesenta mil hombres para proteger al soberano o para libertarlo en caso de que ciertos proyectos hubieran tenido éxito. En cuanto a vos… Veamos…, ¿qué voy a hacer de vos?
Maurevert sintió un estremecimiento de terror que le recorría el cuerpo como si ya el verdugo levantara el hacha sobre su cuello.
—¡Estoy perdido! —murmuró.
Sus piernas vacilaron, cayó de rodillas y su cabeza se inclinó hasta tocar el suelo.
Catalina lo miró un instante con sombría expresión de duda, de desprecio y de triunfo. Por otra parte, había mentido, pues sus cartas no contenían otra orden que la de detener todo correo que no fuera provisto de un salvoconducto, a los fugitivos procedentes de París y a los hugonotes[3].
—Levantaos, caballero dijo la reina.
Maurevert obedeció. Estaba lívido y trataba en vano de coordinar sus ideas.
—Si sois franco —prosiguió Catalina— os concederé la vida.
Un suspiro de alegría hinchó el pecho de Maurevert. La reina no lo hacía prender y discutía con él, lo que probaba que necesitaba de sus servicios y, por lo tanto, estaba salvado.
—¿En qué estado se halla la conspiración del señor de Guisa? —dijo fríamente Catalina.
—Señora —contestó por fin Maurevert haciendo un gran esfuerzo para tranquilizar su voz—. Os juro por Dios que no he conspirado.
—¿Y quién os dice que conspiráis? —dijo la reina con acento de desprecio—. Vamos, señor de Maurevert, para conspirar es necesario ser alguien. Pero, en cambio, creo que habréis escuchado a vuestro alrededor. ¿Qué sabéis?
—Pues bien, señora, se espera que Su Majestad el rey no querrá tomar contra los herejes las medidas necesarias.
—¿Y entonces?
—Entonces, señora, como París está muy agitado, el duque se aprovechará para hacerse designar por la nobleza, por los burgueses y por el pueblo, capitán general de los católicos.
—¿Y entonces?
—No sé nada más, señora —dijo Maurevert con admirable expresión de asombro y sinceridad.
—Mentís, señor de Maurevert.
—Señora, en el potro de la tortura no podría decir nada más. Nada, aparte de lo que os he dicho… No obstante, creo…; pero no es más que una suposición.
—No importa, ¡hablad!
—Pienso que, una vez dueño de París y capitán general de las fuerzas católicas, se aprovecharía tal vez, si las circunstancias fueran favorables, para llevar a Su Majestad el rey…
«¿Acaso no sabrá nada más?», —pensó la reina.
Maurevert se había serenado y a la sazón su semblante era impenetrable.
—Caballero —dijo de pronto la reina—, habéis prestado más de un servicio y sin duda prestaréis otros todavía.
—Mi vida pertenece a Vuestra Majestad.
—Os perdono —dijo Catalina—. En cuanto al duque de Guisa, si quiere ser capitán general, lo será. Me gusta ver su buen celo en favor de la religión, pues llega hasta a conspirar para imponer al rey su voluntad. Pienso como él y para ayudarlo a convencer al rey, hago venir a París un ejército completo. Entonces veremos. Guisa y yo nos entenderemos. En cuanto a vos… y lo miró fijamente.
Maurevert sostuvo el examen, comprendiendo que si daba indicios de temor, iba a ser preso y llevado a la tortura.
—… En cuanto a vos —continuó Catalina, trazando algunas palabras en un pergamino—, he aquí lo que puedo hacer por vos.
Maurevert trataba de leerlo desde lejos.
«¿Será la orden de enviarme a Bastilla?», —pensó.
La reina le tendió el papel: era un bono de cincuenta mil libras sobre el tesoro de la reina madre.
Un estremecimiento de alegría recorrió el cuerpo de Maurevert, que se inclinó con respeto, pero sin exageración.
«Decididamente no sabe nada», —pensó Catalina, que lo había observado con detención.
—… Se acerca la hora —continuó— y, por lo tanto, será necesario que os apostéis en compañía de vuestro amigo en casa del canónigo Villemur.
—Pero, señora —dijo Maurevert— mi amigo está ya pagado y las cincuenta mil libras que Vuestra Majestad quiere otorgarme…
—Son para indemnizaros de una sospecha injusta —dijo Catalina con encantadora sonrisa— y también en pago de las noticias que me habéis dado. Y ¿qué me contáis del milagro?
—El milagro se ha hecho, señora —dijo Maurevert recobrando su aplomo—. El pueblo grita entusiasmado alrededor del convento; el monje Lubin es llevado en triunfo, el agua del caldero se ha convertido en sangre y de ello podrían dar fe más de veinte mil personas.
—Admirable.
—Señora, he de ser justo. Quien lo ha hecho posible es el padre prior y un fraile llamado Teobaldo.
—¿De modo que el pueblo está convencido del milagro?
—Sí, señora; y todos saben además que los milagros del caldero sagrado son siempre presagios de alguna matanza de herejes. Así, he comenzado por apoderarme de dos que pasaron a mi alcance, pero he devuelto la libertad a uno.
Una expresión de inquietud y sorpresa se pintó en el semblante de la reina.
—El hombre que he soltado es un hugonote de importancia, pero he creído observar que Vuestra Majestad lo tenía en cierta estima. Es el conde de Marillac…
La reina sonrió con indiferencia, pero Maurevert se hubiera estremecido de espanto de haber oído el rugido de rabia que interiormente profirió aquella madre. Sin la menor emoción dijo:
—Habéis hecho bien en salvar al señor de Marillac. ¿Y el otro quién era?
—El otro, señora… Dígnese Vuestra Majestad permitirme que le recuerde una promesa que me hizo.
—¿Cuál? —exclamó la reina asombrada.
—Señora, llevo en la cara una cicatriz imborrable y en tanto que no me haya vengado…
—¿Es el latigazo? —dijo la reina.
—Sí, señora —contestó Maurevert rechinando los dientes—, parece, en efecto, un latigazo. Pues bien, señora, el hombre que prendí ante el convento es el autor.
—¿El caballero de Pardaillán?
—Sí, Majestad.
«Decididamente», —pensó Catalina— «este Maurevert es un hombre admirable».
—Señora —continuó el espadachín—, me atrevo a recordaros que me disteis este hombre para hacer de él lo que mejor me pareciera.
—¿Dónde está? —preguntó Catalina.
—Encerrado en una celda del convento.
—¿Y adónde queréis llevarlo?
—A la Bastilla, si Vuestra Majestad me da la orden.
Catalina pareció reflexionar algunos instantes y Maurevert no pudo saber si la aprehensión le causaba alegría.
—¿Y qué queréis hacer de esos dos hombres? —continuó la reina.
—¿Dos hombres? —exclamó Maurevert asombrado.
—Sí, él y el otro, su padre, que fue cogido en casa del mariscal de Damville, según éste me avisó. Está en el Temple. El señor mariscal, por razones que ignoro, me ha pedido la orden para torturar a ese aventurero y quiere presenciar el tormento. Todo eso es muy grave y confieso que me sorprende mucho la actitud del duque de Damville, pues, realmente, no le corresponde inmiscuirse en semejante tarea. ¿Acaso Pardaillán conoce secretos importantes?
—Si Vuestra Majestad me da la orden, yo me comprometo a arrancárselos.
—Ya comprenderéis que no tengo ningún motivo de odio contra ese Pardaillán por quien manifestáis tanta enemistad.
—Ese caballero insultó a Vuestra Majestad en pleno Louvre.
—No creo que ésa fuera su intención. Por otra parte, ese joven hizo un gran servicio al rey salvando en cierta ocasión a nuestra prima de Albret, a la que libró de un gran peligro. ¡Pobre reina de Navarra! Eso no la impidió morir y ha sido una desgracia, porque ¡hubiera sido tan fácil entenderse con ella! No puede decirse lo mismo del señor de Coligny, que es verdaderamente intratable. ¡A qué situación nos vemos reducidos!
La reina continuó entonces, dando un suspiro:
—Os he dado esos dos hombres y no me desdigo. ¿No sería mejor encerrarlos juntos? Como el viejo está en el Temple, allí mandaremos también al joven.
Al mismo tiempo firmó una orden de arresto.
—¡Oh, señora! Tanto da el Temple como la Bastilla, mientras se hallen en mi poder…, sobre todo el caballero.
—¿Y estáis dispuesto a encargaros de aplicarles el tormento?
—Sí, señora. Eso bastará para mi venganza —dijo Maurevert con expresión de odio.
—Tomadlos, pues —dijo la reina tendiéndole la orden de arresto.
Maurevert la cogió con alegría e, inclinándose, dijo con temblorosa voz:
—¿Vuestra Majestad me permite retirarme?
—Un momento, Maurevert. ¿Cuándo pensáis aplicar el tormento a vuestros enemigos?
—Inmediatamente, señora. Una vez haya trasladado el prisionero al Temple y avisado al verdugo.
—El cual sólo querrá ejercer sus funciones ante los jueces correspondientes.
—Es verdad —dijo Maurevert con desencanto.
—A menos que no tenga una orden terminante —continuó la reina.
Y escribió rápidamente algunas palabras en un papel que tendió a Maurevert. Era una orden para aplicar el tormento ordinario y extraordinario a los dos Pardaillán, en la prisión del Temple, el sábado 23 de agosto, a las diez de la mañana.
—¿Tanto será preciso esperar? —preguntó Maurevert.
—Querido señor, yo he tenido más paciencia que vos. Total faltan cinco días.
—Es verdad. Perdonadme, señora.
—¡Ah! Otra cosa. No quiero que presencien el tormento más que el jefe de los verdugos y vos.
—Tranquilícese Vuestra Majestad.
—Y me daréis fiel cuenta de las confesiones de esos dos hombres.
—Os lo juro, señora.
—Muy bien. Ahora sabed una cosa, caballero. Os doy la vida de esos dos hombres contra la del almirante Coligny, que vuestro amigo me prometió. Por lo tanto, de aquí al sábado…
—Desde mañana por la mañana, señora, mi amigo se apostará en el claustro de Saint-Germain-L’Auxerrois.
Maurevert se retiró con la cabeza ardorosa, la garganta seca y la alegría en el corazón.
«Esto marcha», —murmuró entonces Catalina de Médicis—. «Señor almirante, rezad un padrenuestro y un avemaría, si todavía sabéis rezar. En cuanto a esos dos espadachines, yo sabré que secreto quería arrancarles Damville. Precisamente al lado de la cámara de las torturas del Temple hay un gabinete oscuro en donde podré ocultarme para verlo y oírlo todo».
En aquel momento entró Paola, la camarera florentina, y dijo:
—Señora, el señor conde de Marillac está hablando en la antecámara con el señor de Nancey.
—¿Y qué quiere ese querido conde?
—Creo que ruega al capitán solicitar inmediatamente una audiencia de Vuestra Majestad.
—Pues bien, introdúcelo enseguida.
—Buenos días, querido conde —exclamó Catalina al verlo entrar—. Me han dicho que queríais hablar conmigo y, ya lo veis, dejo para más tarde los asuntos de Estado, por el placer de recibiros inmediatamente:
La reina apartó con la mano las cartas que se hallaban ante ella, y luego hizo una seña a Marillac para que se acercara, cosa que éste hizo tembloroso y dando muestras de gran emoción.
—Veamos —dijo la reina—, ¿qué me queréis? ¿Está todo preparado para la ceremonia de mañana por la noche? Nada temáis, amigo, porque me interesa mucho vuestra felicidad.
Marillac hincó la rodilla, y dijo:
—Señora, me colmáis con tanta benevolencia que sería un ingrato si dudara… No, señora, no se trata de mí. He venido a pedir gracia.
—¿Gracia? —dijo la reina asombrada—, mejor dicho, justicia. Uno de mis amigos acaba de ser preso, y al decir amigo me quedo corto, pues mejor debiera llamarlo hermano. Es el hidalgo más fiel y noble que he conocido; tiene brillante inteligencia, corazón tierno y valor indomable.
—Basta que le tengáis tanto cariño, querido conde; para que yo le desee todo el bien que para vos quisiera. ¿Cómo se llama?
—¡Ay; señora! Tuvo la desgracia de disgustar a Vuestra Majestad en dos ocasiones distintas. La primera en una entrevista que celebró con vos en la casa del Puente de Madera, en la misma que tuve la dicha de conoceros. Y la segunda vez, en el Louvre, en el gabinete de Su Majestad el rey.
—Conde —dijo Catalina con voz melancólica. ¡Hay tantas gentes que me han disgustado y trato de olvidarlas!
Marillac contestó entonces:
—Es el caballero de Pardaillán.
Catalina pareció rebuscar en su memoria y luego exclamó:
—¡Ah, sí! Ya había olvidado completamente a ese joven. Ahora recuerdo que le propuse entrar a mi servicio. ¿Decís que ha sido detenido?
—Sí, señora, y os ruego que le devolváis la libertad. Respondo de que el caballero no ha intentado nada ni contra vos ni contra Su Majestad el rey. Si mi ruego fuera insuficiente, creo que el mismo rey de Navarra no vacilaría en intervenir en favor de mi noble amigo, más espero, señora, que mi petición bastará.
—Tenéis razón, querido conde. Una de vuestras palabras vale para mi tanto o más que las del rey de Navarra.
Estas palabras produjeron excelente impresión en el ánimo de Marillac.
—¡Nancey! —llamó la reina golpeando el timbre con su martillo.
Inmediatamente compareció el capitán de guardias.
—Nancey —dijo la reina—, ¿estáis enterado del arresto del caballero de Pardaillán?
—Sí, señora, es el mismo que se escapó de la Bastilla.
—¿Quién ha dado la orden? —dijo Catalina frunciendo el entrecejo.
—Su Majestad el rey. Creo que ese joven está acusado de rebelión. Por lo menos se sabe que ha resistido dos veces a los soldados del rey.
—¡Ah, señora! —exclamó Marillac—. Voy a deciros en qué circunstancias.
—¡Chitón! —dijo la reina—. Está bien. Nancey, podéis retiraros.
El capitán obedeció.
—Mi querido hijo —dijo entonces Catalina—, voy a daros una prueba de benevolencia que solamente podrían esperar de mí mis hijos Enrique y Francisco. Quedaos aquí hasta mi regreso.
Marillac se inclinó profundamente y muy turbado, pues sentía afirmarse el convencimiento de que la reina tenía por él el verdadero afecto de madre.
La reina, al ordenarle que se quedara, le daba grandísima prueba de confianza ilimitada, pues, en efecto, lo dejaba solo cuando ante él se hallaban las cartas escritas por ella, que sin duda, eran secretos de Estado. No obstante, el joven no hizo la menor tentativa para leer cualquiera de ellas.
Catalina estuvo ausente durante media hora, durante la cual no perdió de vista un solo instante al conde de Marillac, Un solo punto permanecía oscuro en el espíritu del conde. Maurevert habíale dicho que el caballero de Pardaillán fue detenido por orden de la reina madre, la cual, a juzgar por lo que dijo momentos antes, parecía haber olvidado hasta el nombre del caballero. En cambio, Nancey afirmaba que la orden de arresto había sido dada por el rey. Era una pequeña contradicción que ninguna Importancia tenía al lado de las buenas disposiciones de Catalina.
De pronto ésta entró radiante de alegría.
—¡Victoria! —exclamó—. He conseguido lo que quería.
—¡Ah, señora! —murmuró Marillac muy emocionado—. ¿Cuándo necesitaréis mi vida? ¿De modo que mi amigo, el caballero de Pardaillán, está… libre?
—Tengo la palabra del rey. Confieso que me ha costado bastante, pues, según parece, vuestro amigo conspira con el señor mariscal de Montmorency.
—¿Él? ¡Ah, señora! Ya que se presenta ocasión favorable, permitidme que os diga que el mariscal…
—¡Silencio, conde! No me interesa, y, además, si el señor de Pardaillán tiene algo que decir del mariscal, ya lo dirá él mismo.
—Sois una gran reina —dijo Marillac con tal expresión de ternura que hubiera desarmado a la reina Catalina, si en ella tuvieran eco los sentimientos humanos…
—¡Ay, no! —dijo encogiéndose de hombros—. Soy sencillamente una pobre mujer que ha sufrido, y el dolor, querido conde, es la escuela de la indulgencia.
No quiero saber si vuestro amigo conspira o no. Sólo tengo en cuenta que es vuestro amigo, y, por lo tanto, también mío. Decidle que si ha de pedirme algo para él o para el mariscal, lo recibiré pasado mañana a las diez, en cuanto el rey lo haya interrogado.
—¿Su majestad desea interrogar al caballero?
—Sí, he podido lograr que se prescindiera del procedimiento ordinario. En vez de ser interrogado por un juez, lo será por el mismo rey, y si sus respuestas son satisfactorias, si explica por qué estaba encerrado en el hotel de Montmorency, se le perdonará el resto; es decir, el asunto del Louvre, de la taberna incendiada y de la batalla de la calle de Montmartre.
—¡Oh, señora! —exclamó Marillac radiante de alegría—. La explicación es en extremo sencilla. Pardaillán y el mariscal no quieren más que salir de París, pues… hay en todo ello un asunto amoroso.
—Pues bien, mi querido conde. Id pasado mañana a las habitaciones del rey, sobre las nueve, llevando a vuestro amigo. Pero decidle que quisiera verlo.
—Señora, no saldrá del Louvre sin haberos dado testimonio de su fidelidad y reconocimiento. En cuanto a mí, mi vida os pertenece.
—Adiós, conde —dijo la reina—. Hasta mañana por la noche en Saint-Germain-L’Auxerrois y pasado mañana en el Louvre.
Marillac salió lleno de alegría y a pie se dirigió al convento. Cuando llegaba, un caballero salió y montando a caballo desapareció en dirección del Louvre.
El conde solicitó ver al abad o por lo menos al prior, y al cabo de algunos momentos, éste lo recibió en el locutorio.
—Caballero —dijo, y este tratamiento hizo hacer una mueca al reverendo prior—, ¿hay inconveniente en saber si el señor caballero de Pardaillán se halla todavía en el convento?
—Ningún inconveniente. Este joven está todavía aquí. Debía haber sido llevado a la Bastilla, pero acabo de recibir una orden del Louvre diciendo que lo aloje hasta el martes por la mañana en la mejor habitación del convento. Le he cedido la mía, que es todo lo que puedo hacer.
—¿Y qué sucederá el martes por la mañana? —preguntó Marillac.
—Tengo orden de ponerlo en libertad diciéndole que el rey quiere recibirlo al levantarse de la cama y que una augusta persona confía en su honor de hidalgo para…
—Irá, yo os respondo —dijo Marillac alegremente—. Pero decidme, caballero, ¿no podría ver a mi amigo en este instante?
El prior reflexionó y dijo:
—Caballero, por mi parte no tengo el menor inconveniente, pero ninguna instrucción he recibido sobre el particular. Poneos en mi lugar. Los dos habéis sido presos y vos estáis ya libre. Vuestro compañero lo estará el martes por la mañana. Hay en todo ello algo que yo no sé y que me hace pensar en que tal vez han querido separaros. Por esta razón…
—Sí, sí —dijo Marillac sonriendo—, no insisto.
Pero ruego que digáis al caballero que el martes por la mañana vendré a recogerlo para ir juntos al Louvre…
—Lo haré con mucho placer. Dentro de cinco minutos se lo habré comunicado.
El conde se retiró sumamente satisfecho. No obstante, sentía pesar sobre él extraña angustia.
«Es la alegría» —se dijo—. «Recapitulemos sobre mi dicha. Mañana por la mañana se casa el rey en Nuestra Señora. Bueno. Inmediatamente pido permiso hasta que se empiece la campaña. Mañana por la noche, a las doce, mi madre, sí mi verdadera madre, conducirá a mi Alicia al altar y un sacerdote me unirá por fin a mi adorada. ¿Un sacerdote? ¡Bah! Ya puedo prescindir de ese escrúpulo en obsequio a mi madre. Y, además, tengo el ejemplo del rey. Bueno. Pasado mañana por la mañana, voy a buscar a Pardaillán y lo llevo al Louvre y de paso obtengo para el mariscal y su familia una autorización para salir de París. Entonces nos vamos todos. ¡Ah, madre mía! ¿Quién me hubiera dicho hace pocos meses que me haríais tan feliz?».
A la sazón era ya de noche y algunos grupos silenciosos atravesaban las calles. En las oscuras profundidades de París, oíanse rumores desusados.
«Los parisienses se preparan para las grandes fiestas que tendrán lugar mañana» —pensó Marillac.
El prior había mentido al decir que el caballero estaba aún en el convento. Hacía ya más de una hora que había llegado una escolta de caballeros mandada por Maurevert, y el caballero, después de bien atado, fue trasladado al Temple en un carruaje cerrado que rodeaban los jinetes que formaban la escolta.
El vasto edificio conservaba aún en aquella época el nombre que había recibido antaño, cuando lo habitaban los monjes guerreros llamados templarios.
Se llamaba Ciudad Nueva del Temple, como si hubiera sido una ciudad dentro de otra.
Hacía más de dos siglos que los templarios habían sido exterminados, Y andaban dispersos los caballeros de Malta que los habían sucedido.
La mayor parte de los cuerpos del edificio estaban arruinados, y en buen estado no quedaba más que la vieja torre en que, doscientos veinte años más tarde, Luis XVI debía de ser encerrado antes de subir al patíbulo.
En 1572, la torre del Temple servía ya de prisión, y Francisco I la empleó para este propósito, pero tenía otro destino, y esto es muy importante explicaría para la buena comprensión de nuestro relato.
Habíase convertido en tesorería. Catalina había depositado allí su fortuna particular, que, más tarde, hizo transportar al nuevo palacio que mandó construir, pero el tesoro real de la corona se quedó allí.
Tal ejemplo fue seguido por algunos reyes que establecieron complicados escondites, a consecuencia de lo cual, aquellas mazmorras que tantos prisioneros habían albergado, se vieron trocadas en cavernas llenas de oro, y plata.
Así, pues, la torre del Temple era prisión y tesorería en la época que estamos describiendo.
Alrededor de aquella alta construcción cuadrada, en cada uno de cuyos ángulos se alzaba una torrecilla coronada por un tejado cónico, reinaba una atmósfera de terror. En cuanto a los prisioneros que encerraba, eran, por regla general, prisioneros de Estado, gentes que habían sorprendido algún secreto, nobles que tal vez miraran altivamente al rey y en fin, personas peligrosas. El Temple tenía su gobernador y su guarnición mandada por un capitán, su cámara de tortura, celdas convenientemente dispuestas, calabozos subterráneos, mazmorras y todos los detalles que constituían una buena prisión como las de la Bastilla, del Châtelet, de Nuestra Señora, del Louvre, etc.
El gobernador se llamaba Marcos de Montluc; era hijo de Blas de Montluc, que, en Guiena, hizo tal matanza de hugonotes, que mereció el calificativo de carnicero del rey. En cuanto a Marcos de Montluc digno hijo de tal padre, tenía alma de carcelero. Era un hombre de treinta y cinco años, de cabellos rojos, cuello de toro, rostro ajado por los vicios y mirada cruel; en una palabra, una magnífica fiera que sólo se apaciguaba ante una botella de vino o una mujer.
Por otra parte, es preciso ser justo: no buscaba vinos caros; con tal que su vaso estuviera continuamente lleno, poco le importaba la calidad del contenido; en cuanto a las mujeres no exigía de ellas gracia ni belleza; el Impudor excesivo era la virtud que buscaba. Las tomaba de cualquier parte y la mayoría de las rameras de la Corte de los Milagros habían desfilado por su habitación, donde la orgía estaba alojada.
El viejo Blas de Montluc sirvió a las órdenes de Montmorency y luego a las del mariscal de Damville, y a éste recomendó a su hijo. El mariscal le proporcionó el empleo de gobernador del Temple, diciéndose que algún día, en caso de ser encerrado, podría tener necesidad de un amigo en aquella prisión.
Cuando Damville se hubo apoderado de Pardaillán lo mandó enseguida al Temple; desconfiaba de la Bastilla pues aun cuando su gobernador Guitalens era amigo suyo, no lo juzgaba bastante enérgico.
Luego dio cuenta de su captura a la reina Catalina y, naturalmente, la encareció como un servicio importante.
El mariscal se reservaba el derecho de interrogar el mismo al aventurero, pero su plan debía ser frustrado por Maurevert, que después de haber capturado al caballero de Pardaillán, fue comisionado por Catalina para proceder a la operación indicada. Ya se ha visto que la reina tenía intención de presenciar esta operación. También habrá notado el lector que la reina fijó para la mañana del sábado, 23 de agosto, la tortura de los dos Pardaillán.
Desde el momento en que fue transportado al interior del convento, el caballero no había abierto los ojos. Reflexionaba y con el rostro inmóvil, esperaba el golpe mortal, porque no dudaba que Maurevert estaba decidido a matarlo.
«Quisiera saber por cuenta de quién me asesinará Maurevert. No creo que me guarde rencor por el golpe que le di con la hoja de mi espada, pues sólo le ha quedado la señal. Veamos. ¿Quién me condenará a muerte? ¿La reina Catalina? Tal vez; ¿por qué? ¿Porque he rehusado matar a su hijo? ¡Pobre amigo mío! Creo que vamos a morir juntos. Bien mirado, el duque de Anjou no debe de ser ajeno a todo esto. ¡Cuándo pienso que lo traté de lacayo! Realmente, fue demasiado fuerte. A menos que todo ello no venga del duque de Damville y del duque de Guisa, pues están enterados de que conozco su secreto. ¡Pues no tengo pocos enemigos! Es necesario confesar que me hubiera sido muy difícil escapar de todos ellos. En fin, Luisa se casará con el conde de Margency».
Hizo un esfuerzo violento para romper sus ligaduras, pero las cuerdas resistieron y cesó en su inútil empeño.
Entraron entonces dos hombres, y Pardaillán, abriendo los ojos, quiso mirar cara a cara a sus asesinos. Con gran sorpresa no vio a Maurevert, y los que acababan de entrar se limitaron a transportarlo al interior de un carruaje, en el que fue echado atado como estaba. Al cabo de veinte minutos comprendió que el coche pasaba sobre un puente levadizo. Luego oyó el rechinar de una puerta que se cierra. Entonces lo sacaron de su prisión ambulante y vio que estaba en el patio del Temple. Divisó a Maurevert que hablaba con un hombre de alta estatura fuerte como un hércules, detrás del cual estaban alineados veinte guardias.
—Señor de Montluc —decía Maurevert—, sois responsable de esos dos hombres hasta el sábado.
«¿Dos hombres?», —se preguntó el caballero—. «¿Y por qué hasta el sábado? ¡Ah, sí! ¡Marillac!».
—Muy bien, señor de Maurevert. Los cuidaré tan bien que no se querrán marchar. Respondo de ellos hasta el sábado. ¿Y el sábado qué haremos?
—Leed —dijo Maurevert tendiendo a Montluc el papel.
—¡Ah, ya! —dijo el gobernador—. Tormento ordinario.
—Y extraordinario también, señor de Montluc.
El caballero se estremeció.
—Bueno, pues, entonces, hasta el sábado a las diez.
—Prevenid al verdugo jurado para las diez —dijo Maurevert.
—Y a los sepultureros para las doce —dijo Montluc riéndose brutalmente.
Entonces desapareció aquella visión, y cogido por cinco o seis carceleros, Pardaillán fue llevado al interior de aquel antro formidable y sombrío de la torre cuadrada. Subieron una escalera; entonces desataron al caballero y lo metieron de un empujón en un calabozo, cuya puerta cerraron cuidadosamente.
—Buenas noches, señores —dijo una voz en la que el caballero reconoció a Montluc.
«¿Por qué el “señores”?» —se preguntó.
En aquel momento alguien que no pudo reconocer lo cogió en sus brazos, pero después de haberlo abrazado dijo con triste voz:
—¿Tú? ¿Tú aquí? ¿Tú en este infierno?
—¡Padre! —exclamó el caballero con alegría dando un abrazo al aventurero.
—Lo que es esta vez estamos perdidos —dijo éste—. Para mí el mal no es grande, pero tú me das lástima.
—¡Tanto importa! Ya sabéis que nuestro destino era el de morir juntos.
—Vuestros deseos serán satisfechos —exclamó burlonamente a través de la puerta la voz de Maurevert—. Gracias a mí estáis juntos en el mismo calabozo y moriréis juntos. Ya he vengado la herida que me hicisteis en la cara. Agradecédmelo, Y buenas noches. El sábado a las diez de la mañana continuaremos la conversación en presencia del verdugo.
—¡Miserable! —aulló el aventurero, arrojándose frenético sobre la puerta.
El joven Pardaillán no se había movido.
Entonces los dos oyeron pasos que se alejaban.
Como el aventurero conocía ya el calabozo, pues hacía varios días que estaba encerrado allí, tomó a su hijo por la mano y lo condujo a un rincón en donde había paja, que servía a la vez de silla y cama a los moradores de aquel siniestro lugar.
El caballero se echó en ella para descansar sus doloridos músculos. Pasado el primer momento de alegría al ver a su padre, experimentaba un dolor más profundo que el sentido en el momento de su detención, pues entonces había contado con su padre para salvar a Luisa. No hay, pues, que decir cuál fue la impresión que en él hizo el ver que su padre estaba también preso.
Entonces nueva angustia lo sobrecogió al pensar que iba a ser testigo de la tortura de su padre, y tan horrorosa fue para él esta idea, que se echó a llorar desesperadamente.
El viejo Pardaillán se quedó atónito viendo llorar a su hijo por vez primera en su vida.
—¡Juan! —dijo con voz temblorosa—. ¡Hijo mío!
Busco en vano en mi corazón palabras de consuelo.
¡Cuánto debes sufrir, hijo mío! ¡Si yo pudiera morir dos veces! Llora, hijo mío, llora con tu padre, que se maldice por no tener en este instante más que lágrimas que ofrecerte.
El caballero, haciendo un esfuerzo, contuvo sus sollozos y contestó:
—Padre mío, os engañáis. Moriré como un hombre, haciendo honor a vuestro apellido.
—¿Lloras acaso por Luisa?
—No, padre; Luisa me ama Y con esta certeza moriré contento, pero no hablemos más de ello. Perdonadme mi debilidad y conservemos nuestras fuerzas para cuando…
El caballero se mordió los labios para no concluir la frase. El viejo Pardaillán se había levantado y acostumbrado ya a la oscuridad se paseaba a grandes pasos por el calabozo.
—Caballero —dijo—. Soy un tonto de remate. Si no hubiera cometido la torpeza de dejarme coger creyendo que sería yo el que prendería al otro no me hallaría aquí. Entonces estaría libre y te libertaria aun cuando debiera incendiar el Temple.
Y entonces refirió cómo había ido al palacio de Mesmes creyendo encontrar solo al mariscal, para obligarlo a batirse con él. Por su parte, el caballero le relato la escena del convento y por fin el joven, fatigado en extremo, se durmió.
Al abrir los ojos advirtió que un rayo de luz alumbraba el calabozo.
Su primera idea fue examinar cuidadosamente la puerta; y luego el estrecho tragaluz por donde pasaba la claridad. El aventurero lo dejó hacer meneando la cabeza. Y cuando el caballero hubo terminado se volvió a su padre.
—Lo que acabas de hacer —dijo éste— lo hice yo el primer día de mi encierro y he aquí lo que pude observar. Si conseguíamos abrir la puerta, para lo cual se necesitarían de diez a quince días de trabajo, iríamos a parar a un corredor que sólo tiene una salida, guardada por una treintena de arcabuceros.
—No importa, padre, tal vez valdría más morir de un arcabuzazo.
—Es verdad, pero sólo tenemos cuatro días para ejecutar un trabajo en el que emplearían ocho, varios obreros trabajando a plena luz y con buenas herramientas. Y fíjate que al primer ruido, el centinela cuyos pasos oímos, daría la voz de alarma.
—¿Y el tragaluz? —preguntó el caballero.
—Míralo sería necesario arrancar los barrotes de la piedra en que están empotrados y luego se podría bajar al patio que está siempre lleno de guardias.
—¿No hay, pues, ninguna esperanza de evasión?
—Ningún medio de huir, y en cuanto a la esperanza, sólo nos queda una, la de no sufrir mucho al morir.
Antes de salir del Temple, fijémonos de nuevo en el violento rostro de Montluc que solamente hemos entrevisto. Después de haber hecho conducir a su nuevo prisionero al calabozo, y deseando a Maurevert que se retiraba, toda suerte de prosperidades, el gobernador del Temple regresó a sus habitaciones. La llegada de Maurevert lo había sorprendido mientras estaba comiendo y una vez que el prisionero estuvo encerrado, Montluc fue a continuar la comida.
—¡A beber! —exclamó dejándose caer pesadamente en el sillón de roble esculpido.
El comedor era grande y estaba ricamente amueblado. Aparadores de roble, aguamanos de estaño pulido hermosas vajillas adornadas de flores y candelabros de plata, daban a aquella sala apariencia de acomodada burguesía. Pero todo estaba en desorden. Había polvo en las vajillas y desde mucho tiempo antes se había dejado de limpiar la cera que había resbalado a lo largo de los candelabros. Los aparadores estaban llenos de manchas y en las vigas del techo veíanse muchas telarañas.
En el centro de aquella sala había una mesa muy bien puesta cargada de gran cantidad de carne asada y sobre todo de botellas de todas dimensiones. Había tres cubiertos dispuestos, el de Montluc y el de dos mujeres jóvenes que al verlo entra se apresuraron a llenar su cubilete, vasto recipiente que podía contener media pinta de líquido. Aquellas dos mujeres estaban apenas vestidas; sus desnudos senos desbordaban de sus corpiños abiertos; llevaban los cabellos sueltos y la cara pintada. A pesar de su desordenada vida, eran bastante bonitas y robustas, tal como le gustaban a Montluc; una rubia, casi roja, y la otra morena, con una magnífica cabellera de española. Ésta se llamaba Paquita, y la otra, «La Roja».
Las dos eran inofensivas, tontas, dóciles, pasivas y, en fin, muy honradas, pues contra el dinero que recibían, hacían toda clase de esfuerzos para agradar al desconocido que por una hora se convertía en su amo y señor.
Montluc vació de un trago el cubilete que acababan de presentarle lleno, y repitió:
—¡A beber! La garganta me arde.
—Será ese jamón —observó «La Roja».
—Sea lo que fuere, chiquillas, tengo gran sed de vino y de amor.
—Bebed, pues, monseñor —dijeron a coro las dos rameras cogiendo una botella cada una de ellas y vertiendo el contenido en el cubilete. Aquella comida, o, mejor dicho, aquella orgía, fue lo que debía ser. Montluc, que ya estaba borracho a la llegada de Maurevert, sentíase cada vez más sediento. En cuanto a las mujeres, en fuerza de beber, se convirtieron en dos bacantes. Hacia las diez de la noche se habían ya quitado el ligero traje que aún las cubría; estaban enteramente desnudas y Montluc, como formidable fauno, se divertía en llevarlas a las dos montadas, respectivamente, en cada uno de sus robustos hombros. Luego se divirtió tirándolas al aíre como si fueran pelotas y recogiéndolas al caer en sus brazos. Las pobres mujeres, aun cuando habían recibido algunas contusiones, se reían, cosa que convertía en delirio la alegría de Montluc. Entonces le vino la idea de luchar contra las dos rameras.
—Si me vencéis —aulló—, os prometo una recompensa rara que hasta la misma reina envidiaría.
La lucha empezó enseguida. Las dos rameras atacaron al coloso y aquellas tres desnudeces se estrecharon en abrazos furiosos, formando un grupo cuyas actitudes eran obras maestras de insolente Impudicia.
El macho se dejó derribar a fuerza de besos, mordiscos y pellizcos, llenando la sala con el estrépito de sus carcajadas.
—¡Venga la recompensa! —gritaron a coro «La Roja» y Paquita.
—¡La recompensa! —murmuró Montluc—. ¡Ah, sí!
—¿Es aquel hermoso collar que nos enseñasteis? —preguntó Paquita.
—No otra cosa más bonita.
—¡Dios mío! ¿Será aquel cinturón de seda azul bordado de oro? —exclamo la roja.
—Otra cosa mejor —dijo el borracho tratando de coordinar sus ideas—. Escuchad, prendas, quiero llevaras…
—¿A ver los bailarines? —exclamaron entusiasmadas las mujeres.
—No, a ver torturar.
Las dos mujeres se miraron una a otra un poco pálidas.
Montluc dio entonces un puñetazo sobre la mesa, derribando un candelabro.
—¡A beber! —dijo—. Quiero que veáis cómo se aplica el tormento. Veréis el potro y cómo se hunden las cuñas. ¡Ah, es un espectáculo muy bonito!
Hay dos condenados que no saldrán vivos ¡A beber!
—¿Qué han hecho? —preguntó Paquita estremeciéndose de terror.
—Nada —dijo Montluc.
—¿Son jóvenes o viejos? ¿Nobles?
—Un viejo, el señor de Pardaillán, Y un joven, del mismo apellido. Son padre e hijo.
Las dos mujeres hicieron la señal de la cruz, Y luego «La Roja» preguntó:
—¿Cuándo lo veremos, monseñor?
—¿Cuándo? Ahora os lo diré.
Entonces el turbio cerebro del borracho empezó a reflexionar vagamente acerca de las consecuencias que podría acarrearle su promesa. Arriesgaba su empleo y tal vez un proceso, más no quería volverse atrás. Pero una idea feliz se le ocurrió, y como la tortura había tener lugar el sábado por la mañana, murmuro:
—El domingo, niñas. Venid el domingo a primera hora. No lo olvidéis.