XXVII - La cámara de tortura
MIENTRAS EN EL LOUVRE se desarrollaban los trágicos incidentes de aquel conciliábulo supremo que hemos relatado, los dos Pardaillán, en su calabozo del Temple, dormían uno al lado del otro echados sobre el montón de paja, a pesar de ser aquélla su última noche, porque al día siguiente, o sea el sábado 23 de agosto, debían sufrir los dos el tormento ordinario y extraordinario, cosa que equivalía a una pena de muerte. ¡Y qué muerte! Con los huesos rotos, las carnes arrancadas con las tenazas puestas al rojo blanco, las piernas oprimidas, hasta que las venas estallaran y la sangre saliera a chorros.
He aquí lo que esperaba a los dos aventureros a las diez de la mañana siguiente, pero entre tanto dormían.
Hacía seis días que el caballero había sido preso en el convento en que Dios fue hervido y se reunió con su padre en aquel calabozo, y desde entonces los dos prisioneros no habían tenido ninguna noticia del exterior. Montluc no fue a verlos. Tal vez el borracho los había olvidado. No veían tampoco al carcelero, porque éste les daba las provisiones a través de una especie de gatera practicada en la parte exterior de la puerta. El único ruido que a ellos llegaba era el paso monótono y sonoro de un centinela o bien el que hacía la culata de un mosquete al ser apoyado en el suelo.
Durante los tres primeros días, y a pesar de lo que dijo su padre, el caballero había estado buscando el medio de evadirse. Sondeó el espesor de los muros, hallando que medían tal vez cinco o seis pies y que, por lo tanto, desafiaban toda tentativa, ya que hubiera sido preciso por lo menos un año para perforarlos y llegar, por fin, probablemente a otro calabozo.
En cuanto al tragaluz por el que se filtraba un débil rayo de claridad, no había medio de romper los barrotes.
La puerta era de roble macizo, reforzada por barras de hierro y clavos enormes.
Siendo inútil el empleo de la fuerza, Pardaillán pensó en la astucia. Una noche se echó al suelo con la cabeza junto a la gatera, llamo al centinela y le ofreció quinientos escudos de oro si querrá ayudarlo a fugarse, no dudando que el mariscal de Montmorency pagaría con gusto la deuda. El centinela, contestó que el señor Montluc, el gobernador, tema tal desconfianza que guardaba en su poder Las llaves De los calabozos en que se hallaban los prisioneros más importantes; que aun cuando tuviera aquellas llaves, él, el centinela, no abriría el calabozo por todo el oro del reino, pues prefería su cabeza al dinero; y, por fin, que si el prisionero le dirigía nuevamente la palabra, cualquiera que fuese el motivo, se vería obligado a avisar al gobernador, que no dejaría de encerrar al tentador en una de las mazmorras de los sótanos. Y dicho esto, el centinela continuó su monótono paseo.
—¿Lo ves? —dijo el viejo Pardaillán—. Todo lo que ganarías con nuevas tentativas, es hacernos separar, y ya que no tenemos más que dos o tres días de vida, procuremos pasarlos Juntos. ¡Ah, sí me hubieras escuchado, caballero! Otro gallo nos cantara de haber seguido mis consejos. Los hombres son malos y las mujeres perversas. Siempre te recomendé desconfiar de todo el mundo. Pero ¿por qué suspiras? ¿Acaso sientes morir?
—¡A fe mía, sí, señor! Amo la vida, lo confieso.
Hablando así, los dos Pardaillán llegaron a la noche del viernes, la última qué les quedaba de vida, y, como todas las noches, se durmieron tranquilamente.
Como de costumbre, a la mañana siguiente, a las seis, el viejo Pardaillán fue el primero en despertarse. Un débil rayo de luz iba a caer sobre el rostro del caballero que sonreía, sin duda soñando en Luisa. El aventurero lo contempló con ternura y tristeza, al comprender que había llegado la hora terrible. Entonces hizo un movimiento que despertó al joven, el cual, abriendo los ojos, vio a su padre inclinado sobre él.
Entonces los dos se estremecieron, pero ambos se esforzaron en conservar la serenidad. Nada se dijeron en aquel momento supremo. Cogiéronse únicamente las manos y mirándose fijamente y a veces sonriendo esperaron el instante supremo.
Por fin, después de transcurrir algunas horas que les parecieron minutos, oyeron en el corredor ruido de pasos numerosos y enseguida se pusieron los dos en pie.
Diéronse un silencioso abrazo de despedida, porque en aquel momento nada hubieran podido decirse.
Cada uno de ellos tenía una idea: la de no hacer sufrir al otro con el espectáculo de su propio dolor.
Abrióse la puerta y compareció Montluc acompañado de veinte arcabuceros. Los dos prisioneros estaban cogidos de la mano con tal fuerza que hubiera sido muy difícil separarlos. Entonces Montluc hizo una seña y los soldados rodearon a los dos Pardaillán, que se miraron alegremente viendo que hasta el último momento no serían separados. Todos se pusieron entonces en marcha. El caballero observó que al extremo del corredor había otros guardias que esperaban. Toda la guarnición del Temple; sesenta soldados estaban dispuestos.
Bajaron una escalera de piedra, y se hundieron en las entrañas de la vieja prisión.
Por fin, penetraron en una gran estancia embaldosada con piedras. Era la cámara de tortura. El verdugo estaba allí. A su lado se hallaba un hombre a quien el caballero reconoció enseguida a la luz de las antorchas. Era Maurevert. El caballero miró a su padre sonriendo. Maurevert estaba impaciente, lívido y tembloroso.
Treinta arcabuceros se pusieron en fila alrededor de la sala abovedada. De seis en seis hombres, había una antorcha. Los Pardaillán vieron todo eso en una sola mirada. Vieron el potro de tortura, con sus tableros, sus cuerdas, las cuñas de madera y el mazo sobre una mesa de piedra. Vieron un brasero en el que se calentaban varios hierros y además unas tenazas. Vieron el verdugo que daba instrucciones a dos hombres, ayudantes suyos, y a Montluc que hablaba con Maurevert.
—¿Por cuál empezamos? —preguntó Montluc.
—¡Caballero! —dijo el joven Pardaillán avanzando un paso.
Inmediatamente fue cogido, sin duda temiendo que hiciera alguna tentativa desesperada.
—¿Qué queréis? —exclamó Montluc.
—Un favor —dijo el caballero con firme voz.
—Hablad.
—Haced que yo sea el primero en sufrir el tormento.
—Lo que pides es injusto —exclamó el viejo Pardaillán—. Has de honrar las canas, ¡qué diablo!
—Me es igual —dijo Montluc interrogando a Maurevert con una mirada.
Éste miró al caballero, y viéndolo vuelto a su padre dirigiéndole suprema mirada de despedida, exclamó con acento de odio implacable:
—Primero el viejo.
Había adivinado todo lo que iba a sufrir el caballero. Al mismo tiempo retrocedió vivamente hacia una puerta que daba a una habitación contigua que servía de depósito a diversos instrumentos. Allí, en la sombra una mujer vestida de negro y con la cara cubierta por largo velo, esperaba, parecida al genio familiar de aquel infierno.
Hizo una seña a Maurevert, que exclamó:
—Verdugo, haz tu oficio.
—¿Primero el viejo? —preguntó el verdugo con acento de indiferencia.
—Sí, apresúrate —contestó Maurevert.
Los ayudantes, el verdugo y algunos soldados cogieron al aventurero.
—¡Padre, padre! —rugió el caballero con acento desgarrador.
La desesperación lo galvanizó, y como sacudido por una descarga eléctrica, se encorvó y se agitó de tal modo, que a duras penas los ocho guardias pudieron contenerlo. Hubo un momento de tumulto y desorden. Montluc sacó la daga y Maurevert gritó:
—¡Las cadenas! ¡Las cadenas!
De pronto se abrió la puerta de la cámara del tormento, y una voz de mujer dominó el tumulto de la espantosa tortura.
—¡En nombre del rey! ¡Se aplaza la tortura!
Al oír las palabras «¡En nombre del rey!», todos se quedaron inmóviles, y hasta el verdugo dejó caer las cadenas con que empezaba a atar las piernas del caballero. Maurevert se mordió los puños lleno de rabia, y hasta Catalina, dentro de su escondrijo, se estremeció. Entonces todos vieron a una mujer joven y elegante, modestamente vestida, que dirigía miradas compasivas y emocionadas a los dos condenados, mientras con las manos juntas exclamaba:
—¡Bendita sea la Virgen que me ha permitido llegar a tiempo!
—¡María Touchet! —murmuró el caballero inclinándose hacia la joven.
—¿Quién sois, señora? —preguntó Montluc avanzando hacia la recién llegada.
—Una mensajera del rey de Francia, y esto debe bastaros —contestó María Touchet.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
Por toda contestación la joven tendió a Montluc un papel que el gobernador fue a leer a la luz de una antorcha. Contenía las siguientes palabras:
Orden al gobernador, porteros y carceleros del Temple, de dejar pasar al portador de la presente, hasta la misma cámara de tortura.
Carlos, rey.
—Y ahora leed eso —continuó María Touchet entregando otro papel.
Montluc, estupefacto, leyó el segundo documento que el rey por su propia mano había redactado, como sigue:
Orden de suspender el interrogatorio de los señores de Pardaillán, padre e hijo.
Carlos, rey.
Montluc, después de haber leído, se volvió al sargento que mandaba la fuerza y le dijo:
—Llevad a su calabozo a los prisioneros. Verdugo, ya volverás cuando plazca al rey.
—Un momento —exclamó Maurevert—, no está dicho todo.
—¡Todo está dicho cuando el rey lo manda! —contestó Montluc—. ¡Guardias, llevaos a los presos!
El caballero y el aventurero, mientras se cruzaban las palabras que acabamos de reseña, dirigían elocuentes miradas a María Touchet, dándole las gracias por su intervención. Salieron rodeados por los guardias que los trataban ya con más respeto; estaban aturdidos por esa alegría delirante que pocos condenados pueden soportar sin desfallecer.
Entonces María Touchet se alejó a su vez y no quedaron en la lúgubre sala más que Maurevert y Montluc.
—Confiadme esos papeles —dijo Maurevert— el rey estará muy satisfecho por vuestra presteza en obedecer, pero si por azar no fueran firmados de su mano…
—A fe mía —contestó Montluc—, tanto me importa que lo sean como no. ¿No hay un sello en esos papeles? Sí, ¿verdad? ¿Acaso este sello no lleva las armas del rey? Sin duda alguna. Pues el resto tanto me importa. Interrogad, si queréis a la joven que ha traído la orden o mejor tal vez a la vieja doncella que ha llegado aquí en nombre de la reina.
Maurevert sonrió con malicia al oír expresarse a Montluc con tan poco respeto por la soberana, pues aquella vieja doncella no era otra que la reina en persona, que sin duda lo había oído todo.
Tomó entonces los papeles, cogió una antorcha y entró en el gabinete.
—Lo he oído todo —dijo la reina mirando de soslayo los papeles— y conozco también a la persona que ha venido.
—¿Entonces es realmente el rey el que ha firmado? ¿Qué hacer entonces?
—Ante todo, obedecer. Ahora iré al Louvre y arreglaré este asunto. Quedaos tranquilo; lo prometido es deuda. Esos dos hombres serán vuestros.
Dentro de ocho días id a mi palacio. Hasta entonces viajad, no os quedéis en París. Habéis cometido una torpeza no matando al almirante. Si cometierais otra, dejándoos detener —porque se busca al asesino— estaríais perdido sin remedio.
Maurevert estaba pálido de ira. Creía comprender que los Pardaillán se le escapaban y resuelto a arriesgar su vida para satisfacer su venganza y convencido, por otra parte, de que Catalina lo necesitaba, le dijo:
—Señora, creo que mi interés exige que me quede en París. Dentro de ocho días no se tendrá tanto empeño como ahora en hallar al autor del arcabuzazo.
—No lo creo —dijo Catalina sonriendo.
Y cogiendo del brazo a Maurevert, añadió:
—Os protejo, ¿comprendéis? Vuestra gran falta no es el haber atentado contra la vida del almirante, sino el haber errado el tiro. Pero, al cabo, tal vez es preferible lo sucedido. Vuestra torpeza puede convertirse en una habilidad extraordinaria. Por esta razón os perdono, Maurevert, el no haber matado a Coligny. Por otra parte, os destino a trabajos más importantes. Obedeced; volved dentro de ocho días y entonces conoceréis mis intenciones. En cuanto, a esos dos hombres, nada temáis. Os respondo de ellos.
—Obedeceré, señora —dijo Maurevert inclinándose profundamente, y salió diciéndose:
—Tomaré una habitación en los alrededores del Temple y no me moveré de ella en ocho días. Quiero estar al corriente de lo que suceda. La reina se alejó a su vez escoltada por un sargento de guardias que la condujo hacia una puertecilla, porque todos en el Temple ignoraban quién era la dama cubierta con un velo.
—¿Por qué la manceba del rey se interesa por esos dos aventureros? —se preguntaba Catalina—. ¿Cómo habrá obtenido la orden de aplazamiento?
Lo sabré dentro de pocos días. Los Pardaillán no pueden escaparse; así, dejemos pues, por hoy este pequeño cuidado y pensemos en el gran asunto.
¿De qué modo María Touchet había obtenido la orden? Esto es lo que vamos a explicar rápidamente.
El ayuda de cámara del rey, entró a las siete en la habitación de Carlos IX y lo halló desnudándose.
—Ya lo ves —dijo Carlos—, he pasado la noche trabajando.
—Vuestra Majestad está muy pálido —observó familiarmente el criado.
—Ahora pondremos remedio —contestó Carlos— quiero dormir hasta las once. Cuida de que nadie entre. Dirás a mis gentilhombres que los espero en el juego de pelota a las doce. Ahora vete, quiero estar solo.
Una vez que el criado se hubo marchado, el rey acabó de desnudarse, pero para ponerse un traje de paño de apariencia burguesa. Atravesando corredores y escaleras reservados, llegó a un patio desierto y luego a una puertecita y habiéndola abierto con una llave que nadie más poseía se halló bajo una bóveda.
Aquella especie de poterna, estaba cerrada por una pesada puerta de hierro. El camino que tenía rápida pendiente iba a dar al foso.
Una pasarela de tablones de madera, estaba tendida sobre el agua corriente.
Después de la pasarela, algunos escalones practicados en el otro borde, permitían al rey remontar la parte exterior del foso. Por allí pasaba cuando quería que sus cortesanos se figuraran que estaba en el Louvre, mientras se paseaba por su buena ciudad como un estudiante, feliz de escapar por algunas horas a la sujeción de sus preceptores.
Una vez que estuvo fuera, respiró a plenos pulmones el aire fresco del Sena. Su estrecho pecho se dilató, un poco de color animó sus mejillas y sus ojos se reposaron un momento en el hermoso panorama del río, en sus puentes, en las casas de agudos techos, en los campanarios y en las veletas que se divisaban a lo lejos.
Nadie hubiera reconocido en aquel burgués sonriente y feliz, al hombre que acababa de sufrir un horroroso ataque y que había tenido espantosas visiones, ni tampoco al rey que acababa de decretar la matanza de los hugonotes.
Remontó el curso del río y luego, volviendo a la derecha, entró en la calle de los Listados y por fin, en la casa de María Touchet.
Allí era donde, después de los ataques que lo dejaban medio muerto, iba a buscar el reposo reparador; allí era donde iba a respirar en libertad. Allí hallaba la calma y la dulzura, cuando alguna escena con su madre lo había puesto fuera de sí.
En cuanto hubo entrado en la casa, se detuvo maravillado a contemplar el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. María Touchet, sentada al lado de una ventana, estaba en traje de mañana. Su seno estaba desnudo y a él suspendido un niño de color de rosa, mofletudo y entregándose a una gimnasia de satisfacción, se frotaba los pies como los mayores lo hacen con las manos. María lo contemplaba sonriendo y en extremo dichosa.
Por fin el niño, satisfecho, sin duda, se durmió de pronto con una gota de leche en la comisura de sus labios. Entonces María Touchet se levantó poniéndolo delicadamente en la cuna y se quedó contemplándolo llena de admiración.
En aquel momento Carlos avanzó sin hacer ruido, la cogió por detrás y le puso las manos sobre los ojos, riéndose como un niño.
María lo reconoció enseguida, pero, prestándose de buena gana al juego de su amante, exclamó riéndose:
—¿Quién es? ¿Quién es el feo que me impide ver a mi señor hijo? Esto es demasiado y me quejaré al rey.
—¡Quéjate! —dijo Carlos retirándose—, porque aquí está el rey.
María se echó en sus brazos y le presentó sus labios, diciendo:
—Mi querido señor, el primer beso para mí y el segundo para vuestro hijo.
El rey se inclinó sobre la cuna con María a su lado. Los dos rostros expresaban el mismo asombro al contemplar la belleza del niño y especialmente el rey parecía preguntarse si verdaderamente aquella hermosa criatura tan fuerte y tan sana, era su hijo. Buscaba un lugar para besar al pequeño sin despertarlo y finalmente, no resolviéndose a hacerlo, dio un beso a María, diciéndole:
—Toma, dale este beso. Yo podría hacerle daño sin querer.
Entonces María Touchet posó ligeramente sus labios sobre la frente de su hijo y luego Carlos y ella fueron de puntillas hacia el comedor, en donde el rey se echó sobre un sillón, diciendo:
—Me estoy cayendo de sueño.
María Touchet se había sentado en sus rodillas y acariciaba los cabellos de Carlos.
—Cuéntame tus penas —dijo—; ¡qué pálido estás! ¿Quién te ha atormentado? Espero que no habrás tenido ningún ataque. MI buen Carlos, cuéntalo todo a tu amiga.
—Pues, bien, sí, María, he tenido un nuevo ataque y lo terrible es que en mi mal hay algo nuevo.
Antes, como recordarás, los ataques eran cortos Sufría mucho, es verdad, pero una vez pasado el ataque, volvía a ser el mismo de siempre. Ahora siento que el mal ataca mi espíritu y cuando empieza la crisis, Siento en mí odio furioso contra la humanidad. En aquellos momentos quisiera destruir todo lo que me rodea, incendiar la ciudad, como hizo aquel emperador de Roma, herir, matar. ¡Ah, María! Me han repetido tantas veces que los reyes son fuertes cuando se hacen temer, que por fin esta idea ha entrado en mí.
—Vamos, todo eso pasará. Necesitas descanso.
—Sí, tranquilidad y descanso. ¿Pero dónde hallarlos fuera de aquí? Estoy rodeado de conspiradores.
—No pienses en ellos. Tranquilízate por lo menos aquí. Dime todo lo que hayas sufrido, pero no me des cuenta de tus temores. Tranquilízate, piensa que eres rey y que nadie se atrevería a tocarte.
La joven habló así largo rato consolando a su amante, pero el rey no quería consuelos, pues cuidados demasiado terribles invadían su mente, y como no se atrevía a hablar de ellos, empezó a contar que los Guisas conspiraban contra él, que su madre había descubierto la prueba de su traición y que aquella misma mañana iban a torturar a dos acólitos de Guisa.
—Ya son las nueve —dijo—. Dentro de una hora esos malditos Pardaillán lo habrán confesado todo y sabré por fin la verdad.
—¿Dices que van a torturar a dos hombres llamados Pardaillán?
—Sí; son servidores de Guisa y es seguro que están al corriente de sus secretos.
—Señor —exclamó María Touchet—, os pido perdón para esos dos hombres.
—¡Cómo! ¿Estás loca?
—No, no, mi buen Carlos. ¿No te dije que había sido salvada por dos desconocidos que me dijeron llamarse Brisard y La Rochette? Pues bien, son ellos mismos. Ramus descubrió sus verdaderos nombres.
—Pues ya ves cómo conspiran, toda vez que ocultan sus nombres. Escucha, María, ¿quieres que me maten?
—Carlos, mi buen Carlos, te juro que no pueden ser culpables. ¡Oh, los buscaste para colmarlos de honores y he aquí que los van a torturar! ¡Es horroroso, señor! Esos dos hombres me han salvado y si estoy viva a ellos lo debo.
—¡María!
—No, Carlos, sería una infame si dejara entregados al verdugo a esos dos valientes que arriesgaron su vida para salvar la mía. ¿No puedes hacerlos ir al Louvre y allí interrogarlos personalmente sin ayuda del verdugo? Te lo dirían todo, No tengo inconveniente en hacerme responsable de ello.
—Tienes razón. ¿Por qué no?, los interrogaré yo mismo.
Entonces María, temblorosa, condujo al rey a un secrétaire.
—Escribe, escribe una orden aplazando la tortura.
No se perderá nada, toda vez que están presos.
Carlos escribió la orden de aplazamiento.
—¿Dónde están? —preguntó María Touchet.
—En el Temple. Voy a mandar…
—No, no, ya voy yo misma. Dame un salvoconducto, Carlos lo extendió. Selló los dos papeles y los entregó a María Touchet que lo estrechó entre sus brazos.
—¡Oh, Carlos mío! ¡Qué bueno eres! ¡Cuánto te amo!
Y se lanzó a la calle dejando al rey extrañado y complacido. Ya se conoce el resto. El rey se quedó algunos minutos en la tranquila morada, fue a ver a su hijo que dormía en la cuna y luego calmado, con el alma purificada y los ojos brillantes, regresó al Louvre.