XXIII - El cementerio de los Santos inocentes

UNA VEZ SE HUBO APACIGUADO el tumulto, Catalina pronunció algunas palabras y las cincuenta mujeres salieron una a una de la iglesia. Una de ellas, al salir a la calle se dirigió a un grupo de cuatro o cinco hombres que esperaban y les habló en voz baja. Los hombres entraron entonces en la iglesia y acercándose al altar mayor distinguieron una mujer arrodillada y completamente envuelta en negros velos, la cual les mostró el cadáver del conde de Marillac.

—¿Y ésta? —dijo uno de ellos señalando a Alicia.

La mujer meneó negativamente la cabeza, y en vista de ello, los hombres cogieron a Marillac y se lo llevaron fuera de la iglesia. Entonces la reina apagó los cuatro cirios que ardían a derecha e izquierda del altar, y luego, en la oscuridad que apenas disipaba la débil lámpara suspendida en la bóveda, se bajó al suelo y se inclinó sobre un cuerpo extendido al pie del altar.

Aquel cuerpo era el del monje Panigarola.

La reina puso su mano sobre el pecho del monje y observó que el corazón latía débilmente. Entonces sacó un frasquito de su limosnero, y después de haberlo destapado, hizo aspirar su contenido al hombre desmayado, pero durante algunos momentos, sus esfuerzos fueron vanos.

«No obstante vive», —se dijo.

Por fin, un ligero estremecimiento agitó al fraile, que abrió los ojos. Catalina entonces le vertió en los labios una o dos gotas del líquido que le habla hecho respirar y que era un revulsivo violento, compuesto por Ruggieri, y cuya eficacia la reina había podido observar varias veces.

«Bueno», —pensó Catalina—. «Nada ha oído ni visto».

Panigarola se puso en pie. Parecióle que salía de la tumba y que su debilitado pensamiento regresaba de las lejanas regiones de la muerte. Y, en efecto hubiera sido muy probable que sin el auxilio que le prestó la reina, hubiera muerto víctima del síncope que le privara del sentido.

Catalina lo cogió por la mano, y conduciéndolo hasta donde estaba el cadáver de Alicia, le dijo:

—Ha muerto, querido marqués. Él la ha matado. Cuando vio el papel que teníais en vuestras manos, se apoderó de él y lo leyó. Nunca vi furor semejante. Al cabo de pocos instantes la desgraciada cayó a los golpes que él le asestó. Pero estáis vengado. Algunos gentilhombres que me habían escoltado, lo vieron salir lleno de sangre y trastornado, y figurándose que me había herido, le han dado muerte. A estas horas, el cadáver de Marillac debe hallarse bajo las aguas del Sena. ¡Adiós, marqués! Confío a vuestro cuidado el cuerpo de esta desgraciada. ¡Dios tenga piedad de su alma!

El monje no hizo ni un gesto. ¿Habíase enterado de lo que la reina decía? Sí, seguramente, pero Catalina le infundía horror invencible sin que pudiera precisar la causa. La reina, entonces, se retiró y algunos instantes más tarde, sola, a pie, sin escolta, puñal en mano y valiente como un reitre, se deslizó a través de las negras calles de la ciudad para regresar a su palacio.

Panigarola, una vez que estuvo solo, se inclinó hacia el cadáver de Alicia sin manifestar emoción aparente, Su mano se posó sobre el desnudo seno de la Joven pero no sintió los latidos del corazón. Alicia estaba realmente muerta. El monje, incorporándose, dirigió una mirada a su alrededor como buscando algo, y por fin, yendo a la pila de agua bendita, humedeció su pañuelo de fina batista y volviendo al lado del cadáver empezó a lavar las heridas.

A pesar de que, como ya se ha dicho, la oscuridad era profunda, parecía ver perfectamente e iba de una parte para otra sin vacilar y sin hacer el menor ruido. Por tres veces volvió a la pila de agua bendita a humedeció el pañuelo y el agua de ésta quedó entonces teñida de sangre. Por casualidad, Alicia no tenía ninguna herida en la cara y la sangre que en ella tenía procedía de las puñaladas recibidas en sus hombros en el cuello y en el pecho.

Terminado que hubo de lavar todas las heridas el monje contempló un instante el cadáver: el rostro pálido de Alicia aparecía a la indecisa claridad de la mariposa con su maravillosa belleza idealizada, por decirlo así; los cabellos estaban desatados y le rodeaban la espalda; ninguna contracción deformaba los labios, que parecían sonreír, y hubiérase creído que su seno admirable iba a levantarse con la hinchazón rítmica y apacible de la respiración.

Panigarola examinó las heridas una después de otra. Había diecisiete; Eran largos desgarrones a flor de piel, pero ni una sola había penetrado profundamente. El monje meneó la cabeza murmurando:

—Ninguna de esas heridas era mortal.

Continuando su fúnebre examen observó en el índice de la mano derecha una sortija cuyo engaste estaba abierto. Con gran trabajo consiguió retirar la sortija del dedo que empezaba ya a ponerse rígido. Entonces encendió un cirio y con mórbida curiosidad examinó la joya. En el engaste vacío descubrió algunos granos de un polvo blanco y entonces sonrió como pudiera hacerlo un sabio al descifrar un problema interesante. Cerró nuevamente el engaste de la piedra de modo que no pudiera escaparse el resto de los polvos y se puso la sortija en el dedo meñique.

Volviendo a Alicia, trató de cubrir su desnudez, pero como no podía ajustar los restos del corpiño, se despojó de su hábito gris y con él envolvió el cadáver. Apareció entonces vestido con su rico traje de caballero. Con extraordinaria fuerza, levantó en sus brazos el cadáver cubierto con el hábito de fraile, y lo llevó hacia la puerta que Ruggieri le había abierto al entrar en la iglesia. Allí esperaba una carroza de viaje por orden de la reina. Un hombre vestido de postillón se acercó al marqués de Panigarola le dijo:

—Monseñor he aquí la silla de posta.

—¿Es para mí? —preguntó, Panigarola.

—Sí, monseñor. Tengo órdenes. Tomamos el camino de Lyón y de Italia, Tened la bondad de…

El marqués sin contestar, depositó el cuerpo de Alicia en el coche, lo extendió en el asiento de modo que no pudiera caer Y luego, cerrando la portezuela, cogió a los caballos por la brida y se, puso en marcha.

El postillón, asombrado, empezó a seguir, pensando:

—Este será el recién casado, y la novia la que va dentro del coche. ¿Pero por qué vestirá de fraile?

Eran entonces las dos de la madrugada, y la tempestad que, según dicen las crónicas, devasto aquella noche la ciudad de París, estaba en aquel momento en su apogeo de poderío destructor. Largos relámpagos cruzaban el negro cielo desde el cenit hasta el horizonte y su pálida luz iluminaba el fantástico espectáculo de aquella carroza de viaje que un elegante hidalgo, con la cabeza desnuda, conducía llevando los caballos de la brida mientras el postillón seguía detrás algo asustado:

A veces, una ráfaga huracanada, obligaba a los caballos a detenerse. El postillón asustado más que por la tempestad, por el extraño hidalgo que conducía el vehículo, se abrigaba detrás del coche de la furia del viento.

—¿Adónde irá? —murmuraba el postillón—. ¡Vaya un viaje de boda!

Panigarola se detuvo de pronto, y el postillón después de haber mirado alrededor, se persignó rápidamente, murmurando:

—El cementerio de los Santos Inocentes.

Panigarola, sin hacer ningún caso del postillón, subió a la carroza y un momento después salió de ella llevando en brazos el cadáver de Alicia, que depositó al pie de la cerca del cementerio. Luego fue a llamar a la ventana de una casita cercana. El postillón, con los ojos llenos de espanto, miraba atentamente a la que se figuró ser la desposada.

Una racha de aire apartó el hábito de fraile y apareció la cara lívida del cadáver. Entonces, profiriendo una imprecación, saltó sobre la silla del caballo conductor, hundió sus espuelas en los flancos del animal, y como llevada por el espanto, la pesada carroza huyó a través de la noche.

—¿Quién va? —contestó una voz temblorosa a la llamada de Panigarola.

—¿Sois el sepulturero? —preguntó el marqués—. ¡Abrid!

La puerta de la casita se abrió y apareció un viejo llevando en la mano una linterna. Examinó un momento al extraño visitante que lo despertaba a semejante hora y luego con acento de sorpresa, exclamó:

—¡El reverendo Panigarola! ¿Y en este traje?

—¿Me conoces?

—¿Quién no conoce a Vuestra Reverencia?

—Bueno, pues si sabes quién soy, ya comprenderás lo peligroso que es el desobedecerme.

—¿Y por qué un pobre diablo como yo, tendría que desobedecer al santo hombre ante el cual tiembla el mismo rey y que representa al santo Padre; según se dice…?, porque yo vivo retirado y solo. Sé que vuestra reverencia tiene derecho a mandarme.

—Perfectamente, toma el azadón y tus herramientas.

—¿Se trata…? _preguntó el viejo con cierta perplejidad.

—De cavar una fosa —contestó Panigarola—. No te hagas el asombrado ni me dirijas preguntas. Toma el azadón y vamos allá.

El sepulturero, lleno de temor, cogió un azadón y una pala, y obedeciendo a un gesto del fúnebre visitante, abrió una puerta y penetro en el cementerio.

Panigarola levantó en sus brazos el cadáver de Alicia y lo estrechaba, andando, con una dulzura de que las palabras no podrían dar idea y como en la iglesia, como en el momento en que su mirada había hecho comprender a Alicia que la perdonaba, sus ojos expresaban infinita lástima y soberana misericordia que emergían de su alma.

Cuando hubieron recorrido cierto espacio, el sepulturero se detuvo Y con sus temblorosas manos empezó a cavar. Su trabajo duró una hora, al cabo de la cual, la fosa era bastante profunda.

Durante aquel espacio de tiempo, el marqués de Panigarola, primer amante de Alicia de Lux, permaneció en pie al borde de la fosa que se iba formando, sosteniendo en sus brazos el cadáver de su amante sin dar muestras de fatiga ni debilidad. Su triste mirada estaba fija en el rostro de la muerta y durante aquella hora que el sepulturero empleó en excavar la fosa, y mientras las cruces de madera arrancadas por el viento caían a su alrededor con ruido seco, guardó la inmovilidad de una estatua.

Entonces el sepulturero subió a la superficie del suelo y Panigarola, entrando en la fosa, tendió en ella a su amante. Cubrió cuidadosamente su cara y sus manos y la envolvió toda con el hábito de fraile. Luego subió.

El viejo, asustado y con los cabellos agitados por el viento, señaló el cadáver con el dedo y preguntó:

—¡Cómo! ¿Sin ataúd?

—No hay necesidad —dijo Panigarola.

—¡Pero si apenas está cubierta!

—Pronto lo estará.

El sepulturero no comprendió el sentido de estas palabras o tal vez no las oyó por habérselas llevado el huracán. Cogió su pala y se dispuso a echar tierra en la fosa, pero Panigarola lo cogió por el brazo y le dijo:

—¡Aun no, falta otro cuerpo en la fosa!

—¿Cuál? —preguntó el viejo atónito.

—El mío.

El sepulturero se tambaleó lleno de espanto.

—Vete ahora. Volverás dentro de una hora —dijo Panigarola— y entonces… Escucha lo que harás.

—Ya escucho —dijo el viejo castañeteándole los dientes.

—Cubrirás la fosa sin mirar. Habrá dos cadáveres, el mío y el suyo, y lo cubrirás todo. Toma esto.

Y tendió al sepulturero una bolsa llena de oro: Era una fortuna. El viejo la cogió algo tranquilizado.

—¿Es para que no diga nada? —preguntó con enigmática sonrisa.

Panigarola movió negativamente la cabeza.

—¿Es en pago de mi trabajo?

—Escucha… Si dijeras una palabra de lo que ha pasado esta noche, serías ahorcado, y en cuanto a tu trabajo no debo pagarlo, puesto que eres sepulturero.

—¿Entonces por qué me dais este oro?

—Escucha. Mañana, dentro de ocho días o de un mes, no sé cuándo, vendrá un niño de cabellos y ojos negros, semblante pálido y triste y que aparenta seis años. Le darás la mano Y lo conducirás sobre esta fosa, diciéndole:

«Si buscas la tumba de tu madre, aquí está».

—¿Me has comprendido? ¿Lo harás?

—Es fácil.

—El niño se llama Jacobo Clemente.

—¿Jacobo Clemente? Bueno; podrá venir a rezar tanto como quiera. Es sagrado.

Panigarola hizo un gesto de satisfacción. Tal vez el recuerdo de su hijo enterneció su corazón, porque con ahogada voz repitió:

—Vete y acuérdate. Vuelve dentro de una hora.

El sepulturero retrocedió con los ojos fijos en aquel hombre que, de pie, junto a la fosa, parecía un espectro preparándose a volver a la tumba de que saliera. Terror extraordinario lo sobrecogió, y comprendiendo que iba a caer, se apoyó en una cruz de madera y desde allí continuó mirando. Un relámpago iluminó al hombre que se inclinaba al borde de la fosa. Luego reinó profunda oscuridad.

El sepulturero profirió un gemido de espanto y sus uñas se incrustaron en la cruz, pero su exclamación se confundió con los rugidos del huracán.

Un nuevo relámpago iluminó el cementerio. El sepulturero miró de nuevo y ya no vio a nadie al borde de la fosa. Panigarola habíase extendido al lado del cuerpo de Alicia con su rostro vuelto hacia el de la muerta. Había desenvainado su daga para herirse sin duda en caso de que la muerte no llegara enseguida. Entonces llevó a sus labios el engaste de la sortija que contenía el veneno absorbido por Alicia y se tragó el resto de los polvos blancos. Pasó entonces su brazo derecho bajo el cuello de la muerta, tratando de divisarla en la oscuridad, y así esperó la muerte.

A veinte pasos de la fosa, el sepulturero, acurrucado al pie de la cruz de madera, miraba lívido y lleno de terror en aquella dirección. Transcurrió la hora convenida y luego otra. La tempestad calmó lentamente y tan sólo al llegar al día, en el momento en que la luz del sol empezaba a alumbrar la atmósfera, el viejo, recobrando el ánimo se arrastró hacia el borde de la fosa.

Los cadáveres, con los rostros juntos y los ojos abiertos, parecían mirarse, sonreírse, diciéndose cosas misteriosas y dulces.

El viejo se despojó de la chaqueta de piel de carnero con que se cubría, la echó sobre los rostros de los cadáveres y luego apresuradamente empezó a llenar la fosa de paletadas de tierra.