XLIII - En que los perros de presa se pelearon entre si

NO LO CONSIGUIERON porque, de nuevo, un remolino de gente los mandó en dirección al Louvre, en donde, entre otras escenas macabras, pudieron ver un asesino que bailaba con un cadáver de mujer. Retrocedieron entonces horrorizados por semejante visión y se vieron cogidos por una banda de gente que corría dando terribles alaridos. De pronto, los dos Pardaillán encontráronse a la entrada del Puente de Madera y, por fin, en la orilla izquierda del río.

Así fue como pasaron el Sena.

Entonces se hundieron en el dédalo de callejuelas que conducían al palacio de Montmorency. Iban guiados solamente por el instinto, pues el horror de la matanza, del incendio, el ruido de las armas y los gemidos de las víctimas, los habían aturdido completamente.

De pronto, el viejo Pardaillán cogió a su hijo por el brazo, lo obligó a detenerse y le mostró algo que debía ser espantoso, porque el caballero se estremeció. El viejo, con voz ronca, exclamó:

—Orthés d’Aspremont. Damville debe de estar por aquí.

En aquel mismo momento una mujer hugonote saltó desde una casa vecina, alocada, y casi desnuda, gritando con delirante voz:

—¡Perdón, perdón!

Una docena de asesinos la perseguían.

La mujer, joven y hermosa, fue a parar junto a Orthés, a cuyos pies cayó arrodillada, exclamando con las manos tendidas:

—¡Perdón, perdón! ¡No me matéis!

Espantosa sonrisa contrajo los labios de Orthés. Alzó el látigo y lo descargó sobre la mujer y luego, con voz descompuesta, gritó:

—«Plutón», «Proserpina». ¡Sus, sus!

En el mismo instante dos perros enormes, con la boca llena de sangre, se echaron sobre la mujer; ésta dio un grito de espanto y cayó de espaldas derribada por los dos perros.

Un mordisco de «Plutón» le destrozó el cuello, mientras «Proserpina» arrancó uno de sus senos. Durante algunos segundos los Pardaillán, petrificados de horror, no vieron más que un cuerpo desangrándose por los mordiscos, ni oyeron otra cosa que los sordos gruñidos de los dos perros ocupados en su siniestra tarea. Entonces el caballero, pálido como un muerto y con terrible mirada, avanzó contra Orthés.

Éste divisó a los dos Pardaillán y dio un rugido de alegría: Iba a hacer un gesto, pero no pudo terminarlo porque el caballero lo cogió por la muñeca, la correspondiente a la mano que sostenía el látigo, y Orthés dio entonces un grito de terror; el caballero le arrancó el látigo y continuó sujetando al hombre por la muñeca.

Entonces levantóse el látigo, silbó en el aire y fue a caer sobre Orthés, marcándole la cara con una línea roja.

Levantóse el látigo otra vez y luego otra, ensangrentando a cada golpe la cara del vizconde que, además del dolor, expresaba terrible e impotente rabia.

Con desesperado esfuerzo se substrajo, por fin, a la presión de la mano del caballero, y con los ojos inyectados en sangre, vociferó a los perros:

—¡Sus, sus! ¡«Plutón», «Proserpina»! ¡Sus!

Los dos perros dejaron los restos sangrientos de la mujer y se levantaron sobre sus patas traseras, dispuestos a precipitarse contra los Pardaillán. De pronto Orthés, profiriendo una blasfemia, cayó al suelo derribado por un perro pastor de pelo rojo y de delgado cuerpo. Era «Pipeau», el amante de «Proserpina», que había seguido a ésta de etapa en etapa.

De un golpe, los dientes de hierro de «Pipeau» penetraron en el cuello de Orthés, que quedó muerto en el acto, al lado de los ensangrentados restos de la mujer.

Los dos Pardaillán no se dieron cuenta de su muerte, pues a la sazón «Proserpina» y «Plutón» habíanse precipitado contra ellos tratando de agarrar la garganta de nuestros dos héroes.

En el mismo instante, «Plutón» cayó hacia atrás con el vientre abierto por la daga del aventurero, y «Proserpina», que se había lanzado contra el caballero, fue cogida por éste y estrangulada en pocos momentos.

Dirigieron entonces a su alrededor terribles miradas sin ver a «Pipeau», que saltaba a su alrededor loco de alegría, pero divisando, en cambio, a los compañeros de Orthés que gritaban contra ellos, pero sin osar aproximarse.

—En marcha —dijo entonces el caballero.

Y en compañía de su padre se internó por una callejuela desierta.