XLV - Como en Thérouanne

ENRIQUE DE MONTMORENCY, mariscal de Damville, habíase echado a la calle al primer toque de rebato de Saint-Germain-L’Auxerrois. Su gente marchaba ordenadamente y sin prisa. Era casi un ejército el que llevaba consigo, porque esperaba que opondrían desesperada resistencia. Habíalo previsto y organizado todo para el ataque del palacio de Montmorency, como si, en vez de éste, hubiérase tratado de una fortaleza.

Había, ante todo, los gentilhombres de su casa en número de veinticinco. Luego trescientos soldados a caballo; detrás de éstos iban tres carros cargados de barriles de pólvora y cerraban la marcha doscientos reitres armados de arcabuces.

Aquella tropa habíase apostado por la noche alrededor de la casa de la calle de Fossés-Montmartre.

Apenas se puso en marcha, cuando el mariscal confió el mando a uno de sus gentilhombres y se alejó acompañado tan sólo por treinta caballeros.

Damville estaba sombrío, no manifestaba la furiosa alegría de otras compañías de asesinos; no daba ningún grito, ni prestaba atención a los arcabuzazos, a las antorchas que iban de una parte a otra, a los aullidos de los asesinos católicos; a los gemidos de las víctimas ni a los tañidos de las campanas, es decir, que toda la visión infernal de la carnicería no lo conmovió.

Su caballo, al avanzar, derribaba todo lo que se oponía a su paso y marchaba en línea recta pisando cadáveres y cuantos obstáculos hallaba.

El pequeño ejército llegó rápidamente al palacio de Mesmes, allí Damville se apeó, se acercó a la puerta de su palacio, y gritó:

—Francisco de Montmorency. ¿Eres tú quien hizo clavar este guante?

Al mismo tiempo señalaba el que estaba clavado en la puerta.

En los alrededores, el tumulto era cada vez mayor. Las antorchas iban de una parte a otra y los gritos eran cada vez más fuertes y temibles. Los treinta caballeros, inmóviles como estatuas, no volvían siquiera la cabeza a todo lo que les rodeaba, atentos en mirar a su jefe. Damville sacó el guante y con voz colérica exclamó:

—¿Dónde estás, Francisco de Montmorency? ¿Por qué no estás aquí cuando alzo tu guante?

En seguida lo arrancó y fue a atarlo al arzón de la silla. Esperó un minuto con los brazos cruzados y por vez última, gritó:

—¡Cobarde! Ya que no estás aquí para sostener tu desafío, yo iré a encontrarte.

Dichas estas palabras montó a caballo y, lanzándose al galope, reunióse a su ejército en el momento en que acababa de franquear el Puente Grande.

* * * * *

El mariscal de Montmorency, apartado de la corte, como ya hemos visto, sospechoso a Guisa, y odiado por la reina madre, ignoraba lo que iba a suceder, y aun cuando lo hubiera sabido, le habría parecido increíble que se atrevieran a atacar a un Montmorency.

En efecto, el mariscal no sólo era el hijo mayor y el heredero directo de su nombre glorioso, el sucesor de aquel condestable Anne que tan buenos servicios había prestado a la monarquía de los Valois y a la Iglesia; no solamente era el jefe del poderoso y más noble señorío que entonces existía, sino que, además, era católico y a las órdenes de su padre había hecho las guerras de religión.

Es verdad que más de una vez levantó su voz en favor de los hugonotes, pero su fidelidad a los Valois fue siempre inquebrantable y ya vimos la actitud que tomó ante Enrique de Navarra.

Cierto era, también, que todos los moderados del reino, aquéllos que querían dejar a los hugonotes libertad de conciencia, lo consideraban como su jefe natural, pero nada había hecho que no pudiera parecer justo y legítimo al mismo rey de Francia.

Francisco de Montmorency, pues, sabía que era sospechoso, pero no se figuraba haber sido señalado a los asesinos.

No obstante, el hecho de haberle cerrado las puertas de París parecía una amenaza directa y le había advertido de que contra él se tramaba alguna cosa, sin que pudiera precisar cuál.

A todo evento, puso su palacio en estado de defensa. Vivían en él una docena de gentilhombres, unos católicos y otros hugonotes; todos buenos servidores de la monarquía, pero que, como él, tenían horror por tantas guerras, y formaban parte de su casa o, si se quiere, de su corte.

El mariscal aumentó hasta cuarenta el número de hombres de armas que tenía y, además, armó a los lacayos, que eran en número de veinte.

Todo ello formaba un total de casi ochenta combatientes. El palacio fue abundantemente provisto de pólvora, balas, mosquetes, pistolas y armas de todas clases, así como las provisiones de boca necesarias para un mes.

Cuando todo estuvo hecho, el mariscal se sintió contento, pero creyendo haber exagerado las precauciones.

La sucesiva desaparición de los dos Pardaillán avivó sus inquietudes y, desde entonces, todas las noches se cerraba las puertas con el mayor cuidado y se establecía guardia permanente.

Durante aquella temporada, la dulce locura de Juana de Piennes fue invariable. Continuaba creyéndose en Margency en los tiempos de su juventud. En cuanto a Luisa, si sufrió por la inexplicable desaparición del caballero, fue imposible adivinarlo, pues su rostro no se alteró; parecía ocuparse únicamente de su madre.

Juana de Piennes sonreía, y Luisa, en cambio, al lado de la pobre loca, dejaba correr sus lágrimas pensando en el caballero desaparecido.

* * * * *

Hacia las dos de la madrugada de la noche del sábado, todo dormía en el palacio, exceptuando los hombres de armas del cuerpo de guardia. El silencio era profundo. Juana de Piennes y Luisa dormían en la misma habitación.

Hacia las diez, el mariscal se había retirado a sus habitaciones, como de costumbre.

Los primeros tañidos de las campanas lo despertaron. Se vistió, púsose una coraza de piel de búfalo, ciñó su espada de guerra, se armó con una daga y abrió una ventana. En el cielo brillaban aun débilmente algunas estrellas. Extraño rumor llegaba de la ciudad acercándose rápidamente a las inmediaciones del palacio. Oíanse también sordas detonaciones, el tañido de las campanas, gritos de furor y quejas desgarradoras.

Durante algunos minutos el mariscal escuchó aquel rumor. Su rostro se puso sombrío y entonces corrió a la habitación en que dormían Juana de Piennes y su hija.

Luisa, desde que oyera la primera campanada, habíase vestido y a la sazón ayudaba a su madre a que hiciera lo propio.

—¿No tienes miedo, hija mía? —preguntó el mariscal.

—No —contestó la joven—. Pero ¿qué sucede? ¿Por qué suenan las campanas y se oyen esos clamores?

—Voy a enterarme. Ponte tu traje de viaje, hija mía, y prepárate a todo.

Francisco estrechó a las dos mujeres entre sus brazos y se lanzó al exterior. Al atravesar la gran sala de la planta baja, oyó, cómo el reloj daba las tres y media.

En el patio halló a sus gentilhombres armados, escuchando el terrible tumulto que crecía cada vez más. Los hombres de armas estaban en su puesto.

—¡Monseñor! —exclamó uno de los gentilhombres, el joven La Tremoille, a quien el viejo duque, su padre, Colocó al lado de Montmorency para que aprendiera, según dijo, a practicar el honor, la valentía y la virtud—. Monseñor, estoy seguro de que los guisardos atacan el Louvre, Es preciso ir a socorrer al rey. ¡Escuchad!, ¡escuchad!, en el Louvre se baten.

El mariscal meneó la cabeza con aire de duda, pues estaba seguro de que si Guisa hubiera intentado algo contra el rey, habría procedido con mayor rapidez y silencio.

—La Tremoille —dijo—, y vos, Saint-Martin, llegaos hasta el Sena.

Los dos jóvenes se lanzaron a la calle. Eran casi las cuatro cuando regresaron, y sin duda lo que habían visto debía ser horrible, porque estaban lívidos y llenos de espanto. Además, habían tenido necesidad de defenderse, sin duda, porque en sus vestidos se veían algunas cuchilladas y Saint-Martin perdía sangre por dos heridas.

—¡Mariscal! —exclamó Saint-Martin—, están asesinando a los hugonotes en masa… están…

Y cayó desvanecido.

—¡Monseñor! —rugió La Tremoille, que era hugonote—. ¡Están matando a mis hermanos en todas partes, en el Louvre, en las casas y en las calles! No distinguen de sexos ni edades, y hombres, mujeres y niños caen muertos por los asesinos. ¡Socorro, Monseñor!

—A ello vamos —dijo Montmorency con terrible acento.

Y mandó, como antaño, cuando partía para Thérouanne, con voz fuerte y potente:

—¡A caballo, señores! ¡Hola! Mi corcel de guerra.

Hubo en el patio rápido tumulto de armas y de caballos.

—Señores —dijo Francisco—. Vamos a intentar lo imposible, llegar al Louvre, penetrar hasta donde está el rey, hablarle y pedirle que mande cesar la matanza. Y si rehúsa… guerra.

—¡Guerra! —rugieron los gentilhombres.

—¡Abrid la puerta! —mandó el mariscal.

El portero corrió hacia ella para obedecer, pero, en aquel momento, extraordinario tumulto invadió la calle: tumulto de reitres, que llegaban corriendo, caballos golpeando con sus cascos las piedras de la calle, choque de armas, blasfemias, relinchos; y todo ello se detuvo ante el palacio, a cuya puerta gritó una voz terrible:

—¡Al asalto!

—¡Demasiado tarde! —exclamó La Tremoille arrancándose los cabellos.

—¡Mi hermano! —exclamó Francisco de Montmorency reconociendo la voz—. Por fin vamos a encontramos cara a cara, como en el bosque de Margency.

Y con voz terrible, que dominó el griterío, exclamó:

—¡Enrique, Enrique! ¡Desgraciado de ti!

Un formidable golpe hizo estremecer la gran puerta maciza.

—¡Pie a tierra! —mandó Montmorency.

Se cumplió la orden y los caballos fueron llevados a las cuadras.

En algunas segundos Francisco dispuso a su gente en orden de batalla. Ante la cerrada puerta los cuarenta hombres de armas en filas de diez en fondo: la primera fila dispuesta a disparar, y las otras tres con las armas preparadas. A izquierda de la puerta se colocaron un grupo de picas, y a la derecha otro grupo. Montmorency vigilaba el conjunto, terciado en mano, desde la entrada del palacio.

Otro golpe terrible resonó fuertemente en la puerta.

—¡Miserable! —aulló la voz de Damville—. Acepto tu desafío. ¿Dónde estás? ¡Quiero abofetearte con mi guante!

—¡Abrid la puerta! —exclamó Montmorency.

A derecha e izquierda los dos grupos de gentilhombres corrieron los pesados cerrojos, atrajeron los macizos batientes de roble de la puerta, y ésta quedó abierta.

Aquella fue una maniobra audaz y sublime, pero también admirablemente razonada, porque los asaltantes, que se esforzaban en hundir la puerta, se quedaron estupefactos al ver que se abría y, al mismo tiempo, inquietos y llenos de temor. Hubo en la calle un retroceso desordenado ante aquella puerta que se abría.

A la sazón, la tranquila voz de Francisco exclamó:

—Primera fila. ¡Fuego!

Los diez arcabuces dispararon y se oyeron, espantosos gritos de dolor. Entre tanto, los diez hombres volvían a cargar sus armas.

—¡Adelante! —gritó Damville.

—Segunda fila. ¡Fuego!

Oyóse de nuevo un trueno, gritos, vociferaciones, insultos y hubo un nuevo retroceso.

—Tercera fila. ¡Fuego!

—Cuarta fila. ¡Fuego!

Las tropas de Damville huían por la callejuela a que habían desembocado los Pardaillán; treinta cadáveres estaban a derecha e izquierda de la puerta y una multitud enorme de reitres, caballeros y gente del pueblo, en gran confusión, gesticulaban y gritaban. Damville echó pie a tierra lívido de rabia, loco de furor y tendiendo el puño cerrado hacia la fortaleza.

—¡Cerrad la puerta! —mandó tranquilamente Montmorency.

Entre tanto, Damville recobró la sangre fría necesaria para organizar el asalto.

Empezó por reorganizar a sus reitres y caballeros, a los que mandó echar pie a tierra; los caballos fueron conducidos a orillas del Sena, cerca del lugar en que atracaba el barco que pasaba de una a otra orilla.

Luego hizo retroceder a izquierda y derecha la gente del pueblo y celebró consejo ante el palacio con algunos de sus gentilhombres. Todo ello duró una hora.

El sol estaba ya bastante alto cuando Damville dio fin a sus disposiciones para un nuevo ataque.

En París, el ruido inmenso del degüello se confundía con el campaneo de las iglesias. Por todos lados Damville oía los gritos de las víctimas perseguidas y asesinadas y las vociferaciones de los asesinos que pasaban como rápidas visiones infernales. A lo lejos, veíase el resplandor de multitud de hogueras, y por todas partes se mataba, se incendiaba y él era el único que no podía hacer ni una cosa ni otra.

Con los labios blancos, el bigote tembloroso y la voz ronca, dio sus órdenes. Persistía en el mismo plan de ataque, es decir, hundir la puerta, pero esta vez, tratando de sorprender a su hermano por la impetuosidad. Observó que el madero de que se había servido era insuficiente.

Entonces construyeron rápidamente una especie de catapulta ante la puerta misma del palacio. Al ariete fueron fijados por medio de una cadena tres enormes yunques que tomaron de una herrería vecina.

Entonces Damville colocó a sus reitres a derecha e izquierda con orden de precipitarse al patio en cuanto estuviera franco el paso.

A la sazón, eran ya más de las doce de la mañana, porque la instalación de la catapulta requirió algunas horas. Reinó entonces relativo silencio en la calle, y Damville, dirigiendo una mirada a su alrededor, vio que todos estaban en su puesto.

Dio entonces la señal de ataque levantando el brazo. Diez hombre cogieron el ariete suspendido por dos cadenas de lo alto de la catapulta, lo alejaron tanto como les fue posible de la puerta y de pronto, dando un violento empujón, lo soltaron.

La maza de hierro y madera se lanzó con violencia contra la puerta. Los reitres hicieron un movimiento como para penetrar en la casa y se oyó un enorme chasquido.

Pero los gentilhombres y los reitres profirieron una maldición al observar que la puerta había resistido.

Habíase rajado y dislocado, pero no hundido. La sorpresa, combinada con tanto trabajo, abortaba miserablemente. Damville mordíase los puños de rabia y comprendió que en el interior habían levantado una barricada, mientras él estaba combinando el ataque.

—¡Oh! —exclamó—. Venceré aun cuando deba pasarme un mes ante esta casa, y aunque me sea preciso incendiar la calle entera.

De pronto, una idea cruzó su cerebro y gritó:

—¡Orthés!

—El vizconde pasea sus perros, porque tenían hambre —contestó uno de sus hombres.

La sonrisa de Damville probó que había comprendido la broma.

—¡Sauval! —llamó entonces.

El hombre así nombrado acudió. Era el que tenía a su cuidado las pólvoras.

—Aquí —dijo el mariscal— un barril. Y allí otro.

La maniobra fue ejecutada enseguida, y encendieron la mecha de los barriles.

Luego se retiraron todos a cierta distancia.

Veinte segundos más tarde resonó la explosión; una doble llamarada se elevó hacia el cielo, la puerta se hundió, se dislocaron las barricadas que la apuntalaban y el paso estuvo libre. Los reitres, dando gritos de alegría, se precipitaron al patio del palacio de Montmorency.

Entraron como una banda de lobos. Algunos arcabuzazos los acogieron, pero como a la sazón tenían ya el impulso, nada pudo detenerlos.

En el patio empezó entonces el combate cuerpo a cuerpo. Calláronse los arcabuces y las pistolas descargadas empezaron a batirse con las dagas, espadas y picas.

Los hombres de Montmorency, apiñados en compacto grupo, resistían a los asaltantes guardando feroz silencio; los de Damville, en cambio, vociferaban; en la calle, las gentes procedentes de todas partes, querían entrar y matar.

Los soldados de Damville, ebrios de furor y profiriendo blasfemias, insultos e imprecaciones, giraban alrededor del pelotón que se defendía ferozmente.

Montmorency buscaba con los ojos a Damville, pero no le veía, pues éste esperaba el momento propicio.

El terciado de Francisco agitábase sin cesar y cada vez que la hoja silbaba en el aire, caía un hombre.

Alrededor de Montmorency había una quincena de cuerpos amontonados, muertos o heridos, que constituían una trinchera de carne humana, de la que corrían arroyuelos de sangre.

Vióse entonces como en Thérouanne. Como allí hería sin descanso, casi solo, ante los enemigos que se multiplicaban.

Y tuvo la intuición de que como en la barricada de Thérouanne, iba a caer también. Y la ilusión fue tan fuerte que, como lo hiciera entonces, exclamó:

—¡Adiós, Juana, adiós!

En. aquel momento dio un grito, pues, dirigiendo una rápida mirada a su alrededor, desvanecióse la ilusión y vio que se hallaba en el palacio de Montmorency.

Y he aquí lo que vio.

Sus gentes, reducidas a la mitad, habíanse refugiado al pie de los escalones que daban acceso al edificio.

Mientras los reitres atacaban a aquel puñado de hombres, Damville reunió cien de sus caballeros en la parte izquierda del patio del palacio y los lanzó como ariete viviente sobre el grupo, de defensores.

Su masa llegó allí con la consistencia de un bloque. Entonces las gentes de Montmorency fueron arrojadas hacia el edificio de la derecha y Francisco vióse rodeado tan sólo por unos diez combatientes.

En compañía de ellos, subió los escalones que conducían a su palacio y todos los restantes, en número de treinta, viéronse acorralados contra la parte derecha del patio.

Transcurrieron algunos segundos. De pronto, resonó clamor inmenso y Montmorency vio que a su alrededor sólo quedaban siete u ocho hombres. El patio entero estaba ya en manos de la gente de Damville; los desgraciados que fueron acorralados hacia el edificio de la derecha, habíanse precipitado por las dos puertas que se abrían sobre el patio y formaron una barricada en su interior.

En aquel mismo momento resonó una detonación formidable; el edificio de la derecha se desmoronó casi por entero, enterrando bajo sus escombros a sus defensores.

Un teniente de Damville había hecho saltar el edificio. Ya no quedaba más que el muro que rodeaba el patio y éste resquebrajado por muchos lados y en otros, desmoronado.

—Es necesario morir aquí —dijo Montmorency con tranquilidad asombrosa.

Y cuando dirigió hacia atrás una rápida mirada, vio a su hija corriendo con una daga en la mano.

—¡Padre! —exclamó—. ¡Vais a ver cómo sabe morir una Montmorency!

—¡Tu madre! —gritó Francisco dando un terrible mandoble que hizo retroceder a sus enemigos.

Luisa se quedó indecisa. ¡Su madre! ¡Era necesario vivir para ella!

En aquel instante, Francisco de Montmorency, lívido cubierto de sangre y espantoso de ver, dio un grito de alegría terrible.

—¡Tú! ¡Tú, por fin!

Ante él estaba Damville.