XXI - La última broma del tío Gil

MIENTRAS PASABAN ESTAS COSAS en la posada de «Los Dos Muertos que Hablan», en el palacio de Mesmes tenía lugar una escena grotesca y macabra al mismo tiempo. Y como los sucesos se precipitan, nos vemos obligados a conducir al lector sucesivamente a todos los teatros en que se representan actos de nuestro drama, pues, por desgracia, ni él ni nosotros gozamos del don de ubicuidad. Así, pues, en tres puntos distintos de París, en la noche que siguió al casamiento de Enrique de Bearn con Margarita de Francia, en aquella misma noche en que se desencadenó violenta tempestad, tres puntos solicitan nuestra curiosidad sin hablar del Louvre, en donde se celebraba una fiesta magnífica, de la que los anales de la época hablan como cosa realmente asombrosa, y sin hablar tampoco del palacio de Montmorency, en donde la súbita desaparición de los dos Pardaillán, había alarmado a sus habitantes, y ello sin hablar tampoco de varios rincones sombríos por donde cruzaban sombras que preparaban no se sabe qué cataclismo.

Los tres puntos antes citados, son la posada de Catho, que acabamos de dejar; la iglesia de Saint-Germain-L’Auxerrois, adonde iremos a las doce de la noche, y, por fin, al palacio de Mesmes.

El palacio del duque de Damville estaba desierto: Toda la servidumbre del mariscal, había sido trasladada a la calle de los Fossés-Montmartre. Había para ello doble motivo. El primero, y tal vez el más importante, era que Enrique de Montmorency temía un ataque de su hermano, y la visita de Pardaillán no había hecho más que acrecentar tal temor.

«Prevenido a tiempo», —se decía Damville—, «pude esperar a ese hombre a pie firme y apoderarme de él; pero ¿quién sabe si Francisco, llevado de la desesperación, no vendrá en persona a la cabeza de sus gentilhombres? ¿Quién podría prever el resultado de tal batalla? ¿O quién sabe, también, si me mandarán otro espadachín capaz de lograr el éxito apetecido?».

El segundo motivo era que al mariscal se le había confiado la vigilancia de todas las puertas de París, y se aprovechó de esta circunstancia para poner a sus propios hombres en la puerta de Montmartre.

Si se producía una catástrofe, si Catalina de Médicis estaba enterada de la conspiración de Guisa, como Maurevert había creído entender, o París fuera invadido por las tropas de las provincias, no tendría ninguna dificultad en huir por la puerta de Montmartre.

El palacio de Mesmes estaba, pues, abandonado. No obstante, aquella noche entraron dos hombres y hacia las nueve acababan de cenar en la cocina conversando amigablemente. Eran Gil, el digno intendente de Damville, y su sobrino Gilito.

—Otro traguito de este vino añejo decía Gil en el momento que penetramos en el palacio, y llenó el cubilete de Gilito, el cual se apresuró a vaciarlo, diciendo:

—Nunca bebí vino semejante.

Su cara estaba congestionada y los ojos le brillaban de placer. Estaba en aquel momento de la embriaguez en que todo se ve de color de rosa y antes de caer en la embriaguez más completa que cambia totalmente el aspecto de las cosas prestándoles feos colores.

—Oye muchacho toma del armario aquella botella que se ve desde aquí y catarás aquel vino que es aún mejor.

Gilito se levantó y obedeció andando con bastante firmeza.

«Todavía no está a punto de caramelo» —exclamo Gil examinando a su sobrino y le llenó nuevamente el vaso.

—¿De modo —dijo— que no quieres volver al palacio de Montmorency?

—¡Volver allí! —exclamo Gilito levantando los brazos—. De ningún modo. ¿Sabéis que la casa está revuelta desde la desaparición del viejo corta lenguas?

—¿Corta lenguas? —dijo Gil.

—Sí el maldito Pardaillán. Me había amenazado con cortarme la lengua si le hacía traición. ¡Ja, ja, ja!, y Gilito, recostado en el respaldo de su sillón, se echó a reír.

Gil le hizo coro.

—Además —dijo Gilito—, allí todo el mundo desconfiaba de mí. Todos sospechaban sin duda que yo había tenido parte en la broma que Jugamos al viejo Pardaillán, y, como os lo decía, tío, ya era tiempo de que me marchara, pues, de lo contrario, hubiese dejado allí mi cabeza, a la que tengo mucho cariño, aun cuando vos la hayáis privado de su mejor adorno sea dicho sin ánimo de molestaros.

El tío le llenó de nuevo el vaso.

—Hay que confesar que la broma fue muy divertida —dijo Gilito—. Pardaillán tenía en mí grandísima confianza. Aún me río al pensarlo. Cuando le aseguré que hallaría solo al señor mariscal, estuvo a punto de abrazarme. ¡Pobre hombre! Lo compadezco, porque en el fondo era buena persona.

—Sí, pero te quería cortar las orejas.

—Es verdad. ¡Miserable!

—… y la lengua.

—Así es. ¡Qué venga a hacerlo ahora!

Gilito cogió un cuchillo y quiso levantarse, pero cayó pesadamente en la silla y se echó a reír.

—¿De modo —continuó Gil— que estás contento?

Ya lo creo, tío; me parece que sueño. Cuando pienso que por orden de monseñor me habéis entregado mil escudos…, nunca había visto tanto dinero junto.

Y golpeó su cinto, que despidió armonioso sonido.

—¿De modo que estás decidido a no volver allí? —dijo Gil.

—¡Estáis loco, tío! ¡Ja, ja, ja! ¡Mi tío se vuelve loco! ¡Quiere que me haga cortar la lengua!

—Pero, imbécil, toda vez que no está Pardaillán…

—Sí, pero le he hecho traición y me cortaría la lengua. Quiero gozar tranquilamente de los mil escudos. Quiero beber. ¿Y cómo lo haría sin lengua? —Gilito entonces se enterneció.

—¿Los tienes ahí? —dijo el tío—. Enséñamelos.

Gilito vació el contenido del cinto sobre la mesa.

Los escudos rodaron y al verlos los ojos de Gil brillaron de alegría.

—En realidad, he sido yo quien te he dado ese dinero —dijo con extraño acento mientras sus huesudos dedos acariciaban los escudos formando pilas con ellos.

—Sin contar… —balbució Gilito.

—¿Sin contar qué? —dijo el viejo.

—Lo que debéis darme todavía… Esto, tío, es para beber. Vos me lo habéis dicho, pero ahora es preciso que me deis el resto… ¿O acaso habéis olvidado?

—¿Qué resto? —exclamó Gil, cuyas cejas se contrajeron.

—El mariscal dijo tres mil escudos… lo oí bien. Tres mil escudos de oro. Vamos, tío, dádmelos.

—Bebe, imbécil —dijo Gil, que estaba angustiado.

Gilito obedeció y su vaso de estaño rodó vacío por el suelo.

El tío se había levantado con la mirada extraviada pues los montones de monedas le daban vértigo.

—¡Imbécil! —repitió—. ¿Tres mil escudos de oro para ti? ¡Estás borracho!

—Monseñor lo dijo; conque, si no me pagáis me quejaré al mariscal.

—¡Pagarte! —rugió el viejo—. No quiero. ¿Pretendes acaso arruinarme? ¡Pues no quiero! Déjamelos, Gilito. Tú ya tienes bastante con mil escudos.

—Bueno, bueno —dijo Gilito tratando inútilmente de levantarse—. Ya veremos que dirá monseñor.

—Ten cuidado —rugió el tío.

»Escucha, Gilito —continuó—. ¿Quieres darme de buen grado este dinero del que tú no sabrías qué hacer?

—¡Está loco! —exclamó Gilito—. ¡Mi pobre tío se ha vuelto loco! ¡Ah, qué bien! ¡Vaya heredarle! ¡Voy…!

Y no pudo acabar la frase, porque el viejo se precipitó sobre él y con extraordinaria rapidez lo amordazó. Luego, tomando una cuerda, que, sin duda, tenía preparada al efecto, lo ató a la silla en que estaba sentado.

Todo ello fue hecho con tal rapidez, que Gilito, disipada su borrachera por el espanto, se vio en la imposibilidad de hacer el menor movimiento para defenderse. Sus ojos estaban dilatados por el mismo miedo que había sentido en la bodega al ser atado al poste por su tío.

En cuanto a éste, murmuraba palabras sin sentido.

Colocó en un armario los escudos que Gilito había dejado caer en la mesa, exceptuando un pequeño montón, y en cuanto hubo terminado esta operación, Gil se volvió hacia su sobrino y le quitó la mordaza.

Gilito se aprovechó para gritar con toda su fuerza y el tío esperó pacientemente.

Cuando su sobrino se calló, comprendiendo que sus gritos eran inútiles, Gil le dijo tranquilamente:

—Bueno, ahora ya eres razonable. ¿Ves este montoncito? Es tu parte: cincuenta escudos. El resto es para mí. El loco no soy yo, sino tu. No eres tú el que hereda, sino yo. Ya ves que sencillo.

El viejo sonrió y llenó un vaso de vino que vació lentamente.

—Con tus cincuenta escudos, puedes buscar fortuna y procura que no te vea más, pues si te vuelvo a echar la vista encima, te mato sin remedio.

Gilito tomó enseguida su partido y fingió la mayor resignación.

—Ya que lo queréis así, mi buen tío, me iré y me contentaré con esos cincuenta escudos.

—¿Y dónde irás? —preguntó el viejo.

—No lo sé. Me iré de París.

—Ya me lo figuro, pero antes de salir irás a denunciarme al mariscal, ¿verdad? Sí, ya te conozco. Eres casi tan avaro como yo. Te arriesgarías a recibir una puñalada mía con la esperanza de obtener los tres mil escudos. ¡Tres mil escudos de oro! ¿Qué harías de ellos, imbécil? Pues, bien, no quiero que hables, ¿entiendes? ¡Oh! Pero yo quiero estar seguro de ello, y por consiguiente, te voy a cortar la lengua.

Dio una terrible carcajada y añadió:

—Tú mismo me has dado la idea, así como me diste la de cortarte las orejas. Tienes inspiraciones preciosas, te lo aseguro.

El espanto y el terror de Gilito fueron tales, que sin poder pronunciar una palabra se desvaneció.

Gil empezó a afilar un cuchillo de cocina, y luego sacando unas tenazas de un cajón se acercó a su desgraciada víctima.

Pero entonces se percató de que era más difícil cortar una lengua que las orejas. Quedóse un instante perplejo con las tenazas en una mano y el cuchillo en la otra.

«¡Oh, ya lo conseguiré!», —se dijo—. «A pesar de todo me da lástima el pobre Gilito. Cuando se marche lo echaré de menos, porque habría acabado por dejarlo con los huesos mondos a fuerza de ir cortándole cosas».

Fuera, la tempestad se desencadenaba furiosa, y de vez en cuando el huracán entraba en los corredores de la casa mugiendo siniestramente.

De pronto Gilito abrió los ojos, y las vacilaciones de su tío cesaron en el mismo instante. La víctima no tuvo tiempo de acabar el grito de terror y se súplica que empezaba a proferir, cuando ya el viejo le hundía las tenazas en la boca o mejor dicho, trataba de hundírselas.

El desgraciado, con los ojos inyectados en sangre, y las venas de la frente hinchadas por el esfuerzo, apretaba los dientes con terrible desesperación. Aquella lucha muda era espantosa. Gilito profirió de pronto un gruñido leve y luego un estridente alarido, porque las tenazas le hablan cogido la lengua y la cortaban en redondo…

«Tanto peor», —murmuró Gil—. «Si no se hubiera debatido se las habría cortado con el cuchillo».

Y cuando ya se disponía a soltar una carcajada burlona el viento abrió la ventana y apagó el candelabro que alumbraba la cocina. Gil, entonces, dio un alarido de espanto, pues Gilito lo acababa de coger por el cuello.

En el paroxismo de su dolor, Gilito hizo un esfuerzo supremo, y rompiendo la cuerda que le sujetaba los brazos, medio muerto, pero loco furioso por el dolor atroz, se levantó y se precipitó sobre su tío profiriendo inarticuladas voces, espantoso, lleno de sangre. Entonces sus dedos se clavaron en el cuello de su tío y los dos rodaron por el suelo.

Durante algunos minutos oyéronse en la oscuridad suspiros jadeantes, golpes y gruñidos, y de pronto, todo quedó en silencio.

Y la luz del día siguiente, al atravesar la ventana de la cocina, alumbró dos cadáveres estrechamente unidos, uno de los cuales, con la cara llena de sangre, estrechaba aún el cuello del otro.