NOCHE I

Soñé que estaba muerto.

El alma, libre de cadenas corporales,

podía contemplar a sus anchas

el mundo entero, pero no se decidía,

cohibida por una suerte de temor.

Yo vagaba sin rumbo; delante de mí

ningún cielo gris o azul

(no era ningún cielo aquello,

sino un espacio oscuro e inerte).

Nada veía a mi alrededor

que pudiera proyectar las diversas

sombras que aquí y allá centelleaban.

Y dos sonidos rudos y encontrados,

dos resonancias de la naturaleza toda,

contendían, sin que a ninguno pudiera

declararse vencedor. El terror de recordar

los hechos vergonzosos de la vida

o de vanagloriarme de los nobles actos

me impedía pensar; y volaba cada vez más lejos

sin deseos ni objetivos.

Entonces se me apareció un ángel deslumbrante

y me dijo con ojos luminosos:

«Hijo del polvo, has pecado, y el castigo

te alcanzará como a todos.

Desciende a la tierra, donde yace

tu cadáver, y allí vive y espera,

rezando hasta que llegue el salvador…

Reza, sufre… gánate el perdón»…

De nuevo vislumbré la tierra,

y esa visión me llenó de angustia.

Y los dolores del alma, un breve instante

sofocados por el terror, se redoblaron

con el fuego de la desesperación.

Y (cosa extraña), cuando volví a ver

a quien tanto amara antaño,

no sentí más que el gélido escalofrío

de una amarga desilusión; tampoco la turba

de jubilosos amigos me atraía:

con desprecio contemplaba las copas

donde el pecado del vino rebullía —el recuerdo

me había clavado las uñas—. Un suspiro

tan profundo como solo puede proferir un muerto

salió de mis labios y volví al sepulcro.

¡Ah, pobre de quien ve por fin su nada,

aquel en cuyos ojos todo por lo que tanto luchó

se desvanece en polvo!…

Y entré en el estrecho calabozo de la tumba,

donde mi cuerpo se pudría, y allí me quedé.

Los huesos al aire, jirones azulencos

de carne colgando, las venas

con sangre coagulada…

Desesperado contemplaba

el frenético pulular de los insectos

abalanzándose ávidos sobre su alimento.

Un gusano brotó de la órbita del ojo

y al punto se ocultó en la espantosa calavera:

a cada uno de sus movimientos

convulsiones de dolor me desgarraban.

Debía presenciar la pérdida de un amigo,

con quien tanto tiempo había vivido mi alma,

mi único, mi último amigo,

que había compartido mis penas en el mundo

y a quien quería ayudar, inútilmente:

las rápidas huellas del aniquilamiento

seguían avanzando, se amontonaban los gusanos,

luchaban por los restos de comida, roían

la hedionda y húmeda piel, dejando los huesos mondos,

hasta que también estos desaparecieron.

Solo polvo quedaba en la tumba… nada más…

Lleno de una oscura inquietud

me abalancé sobre mis miserables restos

y traté de calentarlos con mi aliento…

¡Ah, cuántos placeres terrenales habría dado

por sentir no más que un solo instante

algún vestigio de calor! En vano:

fríos quedaron, fríos como el desprecio.

Entonces maldije furiosamente

a mi padre, a mi madre, al mundo entero,

y un pensamiento (infernal sin duda) me atravesó como un rayo:

que si el tiempo completaba su círculo

y se hundía en la eternidad para siempre,

y nada me consolase ya,

¿no vendría alguien a perdonarme?…

En ese momento quise

injuriar al cielo, quise hablar…

Pero mi voz murió. Y entonces desperté.

Un héroe de nuestro tiempo / Antología poética
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