EL DEMONIO
Historia oriental

PRIMERA PARTE

1

Un demonio triste, un exiliado,

volaba sobre la tierra pecadora

y uno tras otro ante él se sucedían

recuerdos de días mejores,

cuando en la morada de la luz

brillaba, puro querubín;

cuando al cometa vagabundo

una gentil sonrisa de saludo

le gustaba intercambiar con él;

cuando a través de eternas nieblas,

ávido de conocimientos, seguía

las caravanas errantes

de los astros lanzados al espacio;

cuando creía y amaba,

feliz primogénito del creador.

Ni el odio conocía ni la duda

ni amenazaba su entendimiento

la triste sucesión de infecundos siglos…

Y tantas cosas, tantas… Las fuerzas

no le alcanzaban para recordarlo todo.

2

Rechazado, hace mucho que vaga

sin amparo por el desierto del mundo:

los siglos a los siglos suceden,

y los minutos a los minutos,

en inmutable secuencia.

Reinando sobre la insignificante tierra,

sembraba el mal sin entusiasmo.

En ningún lugar su arte

encontraba oposición,

y el mal acabó por aburrirle.

3

Sobre las cumbres del Cáucaso

el desterrado del paraíso pasó volando.

Con sus nieves perpetuas el Kazbek

brillaba ahí abajo como talla de diamante.

En lo más hondo como negra quebrada,

morada de la serpiente,

culebreaba el tortuoso Darial,

y el Térek, saltando como una leona,

de hirsutas crines sobre la cerviz,

rugía, y la fiera de los montes y el ave,

volando en círculos en las alturas,

prestaban oídos al murmullo del agua,

y las doradas nubes

de las regiones meridionales

lo escoltaban al lejano norte,

y el prieto cúmulo de peñascos,

sumido en misteriosa somnolencia,

sobre él inclinaba la cabeza,

siguiendo sus ondas relampagueantes,

y las torres de las fortalezas sobre las rocas

miraban amenazantes entre la niebla,

gigantescos centinelas de guardia

ante las puertas del Cáucaso.

Salvaje y asombroso se desplegaba

el mundo entero, pero ese espíritu soberbio

con ojo despectivo contemplaba

la creación de su Dios.

Y en su alta frente

nada se reflejaba.

4

Y ante él florecieron los vivos colores

de otro cuadro: los valles

de la exuberante Georgia se extendían

como una alfombra hasta la lejanía.

¡Afortunado y espléndido país!

Álamos como columnas,

rápidos y rumorosos arroyos

con lecho de piedras multicolores,

rosaledas donde los ruiseñores

recitan a las bellas desdeñosas

sus dulces cantos de amor,

sombras de frondosos plátanos,

coronados de espesa hiedra,

cuevas donde en el ardiente día

se ocultan los tímidos cervatillos.

¡Brillos y vida, rumor de hojas,

abigarrada algarabía de voces,

suspiro de miles de plantas!

Y el voluptuoso bochorno del mediodía,

y las noches siempre humedecidas

por el aromático rocío,

y las brillantes estrellas como los ojos,

como la mirada de la joven georgiana…

Pero, más allá de fría envidia,

el esplendor de la naturaleza no despertaba

en el estéril pecho del desterrado

ni nuevos sentimientos ni nuevas fuerzas,

y cuanto a sus ojos se asomaba

con odio o con desprecio contemplaba.

5

Una alta casa con amplio patio

el canoso Gudal se ha construido…

Muchos esfuerzos y lágrimas ha costado

a sus sumisos esclavos desde hace años.

Desde la mañana la sombra de aquellos muros

se vierte sobre las montañas cercanas.

En la roca se han tallado peldaños:

desde la torre angular llevan al río,

y por ellos, resplandeciente,

cubierta de blanca chadrá[44],

la joven princesa Tamara

baja al Aragva a por agua.

6

La oscura construcción, siempre silenciosa,

contempla el valle desde la peña.

Pero hoy se ha organizado una gran fiesta.

Resuena la zurna[45], corre el vino:

Gudal da en matrimonio a su hija.

En lo alto de la torre, cubierta de alfombras,

está la novia, rodeada de amigas.

Entre juegos y cánticos el tiempo

pasa. Detrás de lejanas montañas

el hemisferio del sol ya se ha ocultado.

Al ritmo regular de las palmas

cantan, y la joven novia

coge su pandereta.

Entonces, girando

una mano sobre la cabeza,

tan pronto vuela más leve que un ave

como se detiene y se queda mirando,

y su húmedo ojo brilla

bajo las envidiosas pestañas.

Ya arquea las negras cejas,

ya se inclina un poco de improviso,

y por la alfombra desliza y desplaza

su pierna divina.

Y sonríe, llena

de alegría infantil.

La luz de la luna en el trémulo rocío,

con su leve resplandor,

apenas puede compararse con esa sonrisa,

viva como la vida y la juventud.

7

Por la estrella de la medianoche juro,

por el rayo del amanecer y del ocaso,

que ni el rey de la dorada Persia

ni ningún otro señor del mundo

ha besado nunca tales ojos;

que la borboteante fuente del harén,

en la hora más ardiente,

con su cascada de perlas

jamás bañó semejante talle;

que aún ninguna mano humana

deslizándose por la dulce frente

tales cabellos destrenzó.

Desde que el mundo perdió el paraíso,

juro que una belleza como Tamara

no ha florecido bajo la luz del sur.

8

Bailaba por última vez.

Ay, por la mañana le esperaba,

a la heredera de Gudal,

impetuosa hija de la libertad,

el triste destino del esclavo,

una patria aún ajena

y una familia desconocida.

Y a menudo una duda secreta

oscurecía sus luminosos rasgos.

Y eran todos sus movimientos

tan armoniosos y expresivos,

tan llenos de gentil sencillez,

que si el demonio, volando,

la hubiera visto en tal instante,

habría recordado a sus compañeros de antaño,

y habría vuelto el rostro y suspirado…

9

Y el demonio la vio… En un instante

una inefable turbación

se adueñó al punto de su pecho.

El desierto de su alma muda

llenó un maravilloso sonido.

Y ¡de nuevo comprendió la santidad

del amor, del bien, de la belleza!…

Mucho tiempo estuvo admirando

esa hermosa escena, y visiones

de felicidades pasadas en lenta sucesión,

como una hilera de estrellas,

se deslizaron ante sus ojos.

Dominado por una fuerza invisible,

una nueva tristeza conoció.

Y en su interior habló el sentimiento,

en una lengua otrora familiar.

¿Sería un signo de resurrección?

Las pérfidas palabras de la tentación

no pudo encontrar en su cabeza…

¿Olvidar? Dios no le había concedido el olvido.

Y tampoco él lo habría deseado…

10

Sin pausa aguzaba su bravo caballo

el impaciente novio para comparecer

en el banquete nupcial al atardecer.

Ya había alcanzado sin percance

las verdes orillas del cristalino Aragva.

Bajo pesados fardos con regalos,

con un ligero balanceo,

una larga fila de camellos extiende

tras él su resplandor por el camino,

entre el tintineo de sus cascabeles.

El señor de Sinodal en persona

conduce la rica caravana.

Un cordón ciñe su esbelto talle.

Los arabescos del sable y del puñal

destellan al sol, y a la espalda

también el fusil tallado.

El viento juega con las mangas

de su chujá[46], toda ella

orlada de galones.

De seda de colores recamada

es su silla, las riendas tienen borlas.

Su brioso caballo, de capa impecable,

como de oro, lanza fuentes de espuma.

La fogosa montura de Karabaj

aguza las orejas y, llena de espanto,

resopla y contempla desde la pendiente

los saltos de las ondas espumeantes.

¡Angosto y peligroso el sendero de la ladera!

Peñas a la izquierda, a la derecha

el seno del río tumultuoso.

Ya es tarde. Las cumbres nevadas

se cubren de arrebol. Se alza la niebla…

La caravana aprieta el paso.

11

De pronto una capilla a un lado del camino…

Desde hace mucho tiempo descansa en Dios

cierto príncipe, venerado como un santo,

muerto por una mano vengativa.

Desde entonces en la celebración o en la batalla,

a cualquier parte que se dirija el viajero,

siempre recita una oración

ferviente al pie de la capilla.

Y esa oración protege

del puñal musulmán.

Pero el apuesto prometido desdeña

las costumbres de sus ancestros.

Con una pérfida visión

el astuto demonio lo turbó:

en una noche oscura se imaginó

besando la boca de su amada.

De pronto surgieron dos hombres,

luego otros. ¡Un disparo! ¿Qué sucede?…

Levantándose sobre los sonoros estribos[47],

calándose el papaj[48] sobre las cejas,

el arrojado príncipe no pronunció palabra.

En la mano brilla un fusil turco, se oye

el chasquido del látigo, y como un águila

se lanza hacia delante… ¡Resuena otro disparo!

Y un grito salvaje y un sordo gemido

se despeñan hasta lo hondo del valle.

No se prolonga mucho la batalla:

¡los temerosos georgianos huyen!

12

Todo se aquietó; apiñados,

los camellos miraban con espanto

los cadáveres de los jinetes,

y con sordo rumor en el silencio

de la estepa resonaban sus campanillas.

Ha sido saqueada la rica caravana,

y sobre los cuerpos de los cristianos

se ciernen las nocturnas aves.

No les aguarda la serena tumba

bajo la hilera de lápidas del monasterio,

donde reposan las cenizas de los padres.

No acudirán desde lejanos lugares,

las madres y las hermanas cubiertas

de largos chadores, con tristeza,

sollozos y oraciones a la tumba.

En su lugar, aquí, sobre la roca,

al lado del camino, una diligente mano

levantará una cruz en su memoria.

La hiedra crecerá en primavera

y sus caricias la irán cubriendo

con su red esmeralda.

Y, abandonando el trabajoso camino,

más de una vez el fatigado caminante

descansará bajo la sombra de Dios…

13

Cabalga un caballo más raudo que un gamo,

resopla como si ansiara la lid,

tan pronto vuelve grupas

y presta oídos a la brisa

con los ollares dilatados,

como, golpeando el suelo

con las sonoras clavijas de los cascos

y agitando las alborotadas crines,

prosigue desalado su camino.

¡En su grupa un jinete silencioso!

A veces rebota sobre la silla,

y la cabeza se hunde en las crines.

Ya no sujeta las riendas,

ha metido los pies en los estribos,

y la sangre, en profusos arroyos,

chorrea sobre la gualdrapa.

Brioso corcel, como una flecha,

a tu señor sacaste de la contienda,

pero la pérfida bala de un osetio

a la tiniebla lo arrastró.

14

Llantos y gemidos en la casa de Gudal,

el gentío se apretuja en el patio:

¿de quién es el caballo que ha llegado jadeante

y se ha desplomado sobre las piedras de la entrada?

¿Quién es ese jinete inanimado?

Las huellas del trepidante combate reverberan

en las arrugas de la atezada frente.

Cubiertas de sangre sus armas y su ropa.

En un último furioso espasmo

se ha cerrado su mano sobre las crines.

No ha mucho tu mirada, prometida,

aguardaba a tu joven pretendiente:

cumpliendo su palabra de príncipe,

en el banquete nupcial se ha presentado…

¡Ay! ¡Ya nunca más volverá a subirse

a la silla de su fogoso caballo!…

15

¡Sobre la despreocupada familia ha caído

el castigo divino como un trueno!

La pobre Tamara se desploma

sobre el lecho y estalla en sollozos.

Una tras otra caen las lágrimas,

jadea el afanoso pecho.

Y de pronto le parece oír

sobre su cabeza una voz mágica.

«¡No llores, niña! ¡No llores en vano!

Tus lágrimas sobre el mudo cadáver

no van a caer como vivo rocío:

no harán más que empañar tu clara mirada,

quemar tus virginales mejillas.

Está lejos, y ya no reconoce

ni aprecia tu dolor.

La luz divina acaricia ahora

la inerte mirada de sus ojos.

Los cantos del paraíso escucha…

¿Qué son los insignificantes sueños,

los gemidos y las lágrimas de una pobre muchacha

para un huésped de las regiones del Edén?

No, la suerte de una criatura mortal,

¡créeme, ángel mío terreno,

no merece un solo instante

de tu preciosa pena!

En el océano del aire

a la deriva y en silencio,

navegan en la tiniebla

los coros concertados de los astros.

Por los campos sin confines

de los cielos pasan sin huella

los filamentosos rebaños

de las inalcanzables nubes.

Las despedidas y los encuentros

ni les alegran ni les entristecen.

No ansían el futuro

ni añoran el pasado.

En el angustioso día de la desgracia

no pienses más que en ellas.

¡Como ellas no te cuides ni preocupes

de las cosas terrenas!

En cuanto la noche con su manto

cubra las cimas del Cáucaso;

en cuanto el mundo, embrujado

por mágica palabra, guarde silencio;

en cuanto el viento sobre la peña

agite la hierba marchita,

y el ave que en ella se oculta

revolotee en la tiniebla más alegre,

y bajo el sarmiento de la vid,

bebiendo ávidamente el rocío,

se abra la nocturna flor;

en cuanto la dorada luna

tras la montaña se alce poco a poco

y te contemple a hurtadillas,

volaré hasta ti.

Seré tu huésped al amanecer

y sobre tus pestañas de seda

esparciré sueños de oro…».

16

La voz enmudeció, lejanos

se fueron apagando los sonidos.

Tamara dio un salto y miró a su alrededor…

Oprimía su pecho una inefable

turbación: la pena, el espanto, la llama

del éxtasis nada son en comparación.

Todos sus sentidos se inflamaron,

el alma rompió sus cadenas,

el fuego corrió por sus venas,

y aún le parecía oír los ecos

de esa mágica y novedosa voz.

Y el anhelado sueño al romper el alba

le cerró los fatigados ojos.

Pero con un sueño extraño y profético

el demonio turbó su entendimiento.

Un forastero mudo y sombrío,

brillando con una belleza no terrena,

se inclinaba sobre su cabecero.

Y sus ojos la contemplaban

con tanto amor y tristeza

como si se compadeciera de ella.

No era un ángel del cielo

aquel divino protector:

una corona de rayos iridiscentes

no adornaba sus rizos.

No era el horrendo espíritu del infierno,

el mártir impuro, ¡oh no!

Se parecía a un claro atardecer:

ni día ni noche, ni oscuridad ni luz…

SEGUNDA PARTE

1

«Padre, padre, no más amenazas,

no reprendas a tu Tamara.

Estoy llorando: mira estas lágrimas,

ya no son las primeras.

En vano numerosos pretendientes

acuden presurosos desde lejanas tierras…

No faltan las muchachas en Georgia

y yo no debo tomar ningún esposo…

Ah, padre, no me reprendas.

Tú mismo lo ves: de día en día

me marchito, víctima de maligno veneno.

Me atormenta un espíritu perverso

con una irrefutable visión.

¡Perezco, ten piedad de mí!

Encierra en un santo convento

a tu hija privada de razón.

Allí el salvador me protegerá,

a él confiaré mi angustia.

Ya no hay alegrías para mí en el mundo…

Que la sombría celda,

cubriéndome con su santa paz,

me acoja como una tumba prematura…».

2

Y a un monasterio solitario

sus deudos la llevaron,

y de humilde cilicio

vistieron su joven pecho.

Pero en su hábito monacal,

como bajo el brocado floreado,

la ilícita visión sigue latiendo,

como antes, en su corazón.

Ante el altar, a la luz de los cirios,

a la hora de los cánticos solemnes,

a menudo esa conocida voz

escuchaba entre las oraciones.

Bajo la bóveda del sombrío templo,

a veces una imagen familiar

se filtraba sin ruidos y sin huellas

entre la niebla ligera del incienso.

Reluciendo serena como una estrella,

la incitaba a seguirla… pero ¿adónde?…

3

En fresco valle entre dos colinas

se ocultaba el santo monasterio.

Hileras de plátanos y álamos

lo rodeaban, y a veces, entre las ramas,

cuando caía la noche en el desfiladero,

resplandecía en las ventanas de la celda

la lamparilla de la joven pecadora.

En torno, a la sombra de los almendros,

donde se alza una fila de tristes cruces,

mudos guardianes de las tumbas,

sus cantos acompasaban las leves aves.

Saltando rumorosas entre las guijas

corren fuentes de gélidas ondas,

y bajo la peña cortada a pico,

uniéndose amistosas en el desfiladero,

se pierden entre los arbustos,

cubiertos de la escarcha de las flores.

4

Al norte se divisan las montañas.

Al resplandor de la aurora,

cuando un humo azulado

flota por la profundidad del valle

y, vueltos a oriente,

los muecines llaman a la oración,

y la sonora voz de la campana

tiembla, despertando el monasterio,

en la hora solemne y pacífica,

cuando la joven georgiana

con el largo cántaro baja a por agua

por la empinada pendiente,

las cumbres de la nevada cordillera,

como una muralla de un lila desvaído,

se dibujaban en los claros cielos,

y a la caída de la tarde se vestían

de un purpúreo velo.

Y entre ellas, atravesando las nubes,

alzaba su cabeza por encima de todas,

el Kazbek, poderoso señor del Cáucaso,

con turbante y casulla de brocado.

5

Pero, obsesionado con una idea culpable,

el corazón de Tamara se muestra insensible

a los éxtasis puros. A sus ojos todo el mundo

se envuelve en una lúgubre sombra.

Y todo es motivo de angustia:

el rayo matinal, la tiniebla nocturna.

Apenas envolvía la tierra

el frescor de la tarde soñolienta,

ante una imagen divina

se postraba fuera de sí

y lloraba; y en el silencio de la noche

sus profundos sollozos de alarma

llenaban al viajero, suscitándole

este pensamiento: «Es el espíritu de los montes,

que, encadenado a una gruta, gime».

Y, aguzando el oído,

azuzaba a su extenuado caballo…

6

Llena de inquietud y de tristeza,

se sienta Tamara al pie de la ventana,

se abisma en solitaria reflexión,

contempla la lejanía con mirada tenaz

y se pasa el día entero suspirando y esperando…

Alguien le susurra que él vendrá.

No en vano le han acariciado esos sueños,

no en vano se ha presentado ante ella,

con ojos empapados de tristeza

y palabras de mágica ternura.

Ya hace muchos días que se atormenta,

sin saber ella misma la razón.

Se esfuerza por rezar a los santos,

pero su corazón solo lo invoca a él.

Agotada por esa lucha incesante,

se inclina sobre el lecho del reposo:

quema la almohada, le falta el aire y aterrada

da un salto, sacudida por estremecimientos.

Le arden los hombros y el pecho, apenas

puede respirar, se le nublan los ojos,

sus brazos buscan ávidos otro tacto,

un ansia de besos se funde en sus labios…

7

El aéreo manto de la tiniebla vespertina

ha cubierto ya las colinas de Georgia.

Fiel a su dulce costumbre,

el demonio ha volado hasta el convento.

Pero durante mucho tiempo no se atreve

a profanar la santidad del pacífico asilo.

Y llega incluso un momento

en que parece dispuesto

a abandonar su cruel propósito.

Pensativo, vaga al pie del alto muro:

la hoja, sin viento, en la sombra

se estremece al oír sus pasos.

Alza la vista: la ventana de la joven

brilla, iluminada por la lamparilla.

¡Hace tiempo que espera a alguien!

De pronto en el silencio general

el armonioso tintineo del chingar[49]

y las notas de un canto suenan.

Y los acordes fluyen, se suceden

uno tras otro como lágrimas.

Y la canción era tierna,

como si alguien la hubiera compuesto

en el cielo para la tierra.

¿No sería que un ángel quería

reencontrarse con un amigo olvidado,

y, descendiendo sin ser visto,

entonaba un canto sobre el pasado

para aliviar sus penas?…

El tormento y las cuitas del amor

conoció el demonio por primera vez.

Espantado quiso alejarse…

Pero ¡sus alas no se movían!

Y, ¡milagro!, de sus ojos penumbrosos

cayó una gruesa lágrima…

Al lado de la celda aún puede verse

una piedra quemada de parte a parte

por una lágrima ardiente como llama,

¡una lágrima no humana!…

8

Y entra entonces dispuesto a amar,

con el alma abierta al bien,

y piensa que el anhelado momento

de una nueva vida ha llegado.

La confusa agitación de la espera

y el temor de una muda incertidumbre,

como si le aguardara un primer encuentro,

se adueñan de su alma soberbia.

¡Sin duda un mal presagio!

Entra y mira: delante de él

un mensajero del cielo, un querubín,

custodio de la bella pecadora,

se alza con su brillante frente

y del enemigo con luciente sonrisa

la protege con su ala.

Y un rayo de luz divina

ciega de pronto su impura mirada,

y en lugar de un afable saludo

resuena un amargo reproche:

9

«Espíritu inquieto, espíritu perverso,

¿quién te ha llamado en la tiniebla nocturna?

No tienes seguidores en este lugar,

aquí nunca se ha respirado el mal.

A mi amada y santa protegida

no dirijas tus pasos criminales.

¿Quién te ha llamado?».

El espíritu maligno

en respuesta esboza una pérfida sonrisa.

La púrpura de los celos tiñe sus ojos.

Y vuelve a despertarse en su alma

el veneno del antiguo odio.

«¡Es mía! —dice amenazante—.

¡Déjala, es mía!

Tarde has llegado, custodio,

no eres su juez ni tampoco el mío.

En ese corazón, lleno de orgullo,

he impreso mi sello.

Ya no es más tu santa protegida.

¡Aquí solo yo amo y domino!».

Y el ángel, con ojos tristes

mira a la pobre víctima,

y agitando las alas, lentamente,

se pierde en el éter celeste.

10

TAMARA

Ah, ¿quién eres? ¡Peligrosa es tu habla!

¿Te envía a mí el infierno o el paraíso?

¿Qué quieres?…

DEMONIO

¡Qué hermosa eres!

TAMARA

Pero, dime, ¿quién eres? Responde…

DEMONIO

Soy aquel a quien escuchabas

en el silencio nocturno, aquel

cuyo pensamiento susurraba en tu alma,

cuya pena confusamente adivinaste,

cuya imagen viste en sueños. Aquel

cuya mirada mata la esperanza,

aquel a quien nadie ama,

flagelo de mis esclavos terrenales,

señor del conocimiento y de la libertad,

enemigo de los cielos, malo por naturaleza,

y ¡ya ves que estoy a tus pies!

Te traigo con humildad

la serena oración del amor,

mi primer tormento sobre la tierra,

las primeras lágrimas que vierto.

¡Ah, escúchame, por compasión!

Con una palabra bien podrías

devolverme a los cielos y al bien.

Con el sagrado manto de tu amor

vestido, comparecería allí

como nuevo ángel envuelto en nuevo brillo.

¡Ah, tan solo escúchame, te lo suplico!

Soy tu esclavo. ¡Te amo!

En cuanto te vi

un odio secreto y repentino

alimenté por mi inmortalidad y mi poder.

Y a mi pesar envidié

la incompleta alegría terrena.

No vivir como tú me hacía daño

y cuán terrible estar lejos de ti.

En el corazón exangüe un rayo inopinado

brilló de nuevo con más fuerza,

y en el fondo de la vieja herida la tristeza,

como una serpiente, se estremeció.

¿Qué es para mí sin ti esta eternidad?

¿Qué, la infinidad de mis dominios?

Sonoras palabras vacías,

¡un vasto templo sin dios!

TAMARA

¡Déjame, espíritu perverso!

Calla, no creo en el enemigo…

Señor… ¡Ay! No puedo

rezar… Mi debilitada razón

está envuelta de funesto veneno.

Escucha, me perderás.

Tus palabras son fuego y tósigo…

Dime, ¿por qué me amas?

DEMONIO

¿Por qué, hermosa? Ay,

no lo sé… Lleno de nueva vida,

de mi criminal cabeza con orgullo

la corona de espinas he retirado,

y todo mi pasado he arrojado al polvo:

mi paraíso y mi infierno son tus ojos.

Te amo con pasión sobrehumana,

como no puedes amar tú:

con toda la embriaguez y el poder

de sueños y pensamientos inmortales.

En mi alma, desde el comienzo del mundo,

estaba grabada tu imagen,

ante mi reverberaba

en los desiertos del eterno éter.

Ya hace tiempo que, turbando mis ideas,

ese dulce nombre resonaba en mí.

En mis días felices en el paraíso,

solo tú me faltabas.

¡Ah!, si pudieras comprender,

qué amargo tormento pasar

toda la vida, siglos enteros,

gozando y sufriendo a solas,

sin esperar alabanzas por el mal

ni recompensa por el bien,

viviendo para uno mismo, aburrido

de mí y de esta eterna batalla

sin victoria y sin paz.

Arrepentirse siempre, nada desear,

saberlo todo, sentir todo, verlo todo,

esforzarse por odiarlo todo

y ¡despreciar el mundo entero!…

En cuanto la maldición divina

se cumplió, desde ese mismo día

los calurosos abrazos de la naturaleza

de hielo se me volvieron.

Ante mí se abría el espacio azul.

Veía las galas nupciales de los astros,

conocidos desde la noche de los tiempos…

Fluían en coronas de oro.

Y ¿qué? Ninguno de ellos

reconocía a su antiguo compañero.

Entonces, desesperado, llamé

a otros desterrados como yo,

pero palabras, rostros y miradas de odio,

ay, yo mismo no reconocía.

Y presa del pánico, batiendo las alas,

seguí mi camino. Pero ¿adónde? ¿Para qué?

No lo sé… Se me había apartado

de mis antiguos amigos. Como el edén,

el mundo se me había vuelto sordo y mudo.

Al antojo de su propio rumbo,

así una embarcación desmantelada

sin vela y sin timón

navega, sin conocer su destino.

Así, al romper la mañana,

un jirón de una nube de tormenta,

como una mancha negra en el azul,

solo, sin osar aproximarse a lugar alguno,

se desplaza sin objeto y sin huella.

¡Solo Dios sabe de dónde viene y adónde va!

No mucho tiempo reiné sobre los hombres,

no mucho tiempo les enseñé el pecado.

Infamé todo lo que es noble,

envilecí cuanto es hermoso.

No mucho tiempo… La llama de la fe pura

apagué fácilmente en ellos para siempre…

¿Acaso se merecían mis esfuerzos

semejantes estúpidos e hipócritas?

Y me oculté en los desfiladeros de las montañas,

y empecé a vagar como un meteoro,

en la tiniebla de la noche profunda…

Se apresura el viajero solitario,

engañado por una lucecilla próxima,

y al caer en el abismo con su caballo

llama en vano… y una huella sangrienta

serpea tras él por las escarpaduras…

Pero ¡las lúgubres diversiones del odio

no tardaron en aburrirme!

En lucha con el poderoso huracán,

cuán a menudo, levantando el polvo,

envuelto en relámpagos y nieblas,

me desplazo ruidoso entre las nubes

para aplacar en la agitada turba

de los elementos el murmullo de mi corazón,

escapar de un pensamiento ineluctable,

olvidar lo que no se puede olvidar.

El relato de los amargos padecimientos,

trabajos y miserias de la especie humana,

tanto de las generaciones pasadas como futuras,

¿qué es ante un solo instante

de mis desconocidos tormentos?

¿Qué son los hombres? Y ¿qué sus vidas y afanes?

Vienen y pasan… Pero no carecen

de esperanza: les espera un tribunal justo.

¡Pueden perdonarles, aunque sean culpables!

Pero mi pena me acompaña siempre

y, lo mismo que yo, no conocerá fin.

¡No podrá adormecerse en la tumba!

Ya se enrosca como una serpiente,

ya quema y crepita como una llama,

ya oprime mi cabeza como una piedra,

de esperanzas perdidas y pasiones

mausoleo inquebrantable…

TAMARA

¿Por qué me cuentas tus penas?

¿Por qué me confías tu lamento?

Has pecado…

DEMONIO

¿Acaso contra ti?

TAMARA

¡Nos pueden oír!…

DEMONIO

Estamos solos.

TAMARA

Pero ¡Dios!

DEMONIO

Su mirada no dirigirá sobre nosotros.

¡Se ocupa del cielo, no de la tierra!

TAMARA

¿Y el castigo, los tormentos del infierno?

DEMONIO

¿Qué más da? ¡Estarás conmigo!

TAMARA

Seas quien seas, mi imprevisto amigo,

aunque destruyes para siempre mi serenidad,

con involuntario y secreto placer,

te escucho, oh mártir.

Pero si son arteras tus palabras,

si ocultando el engaño…

¡Ah, clemencia! ¿De qué te vale esa gloria?

¿Para qué quieres mi alma?

¿Acaso soy más cara al cielo

que todas aquellas en quienes no reparas?

Ah, también ellas son nobles.

Su lecho virginal, como el mío,

no ha sido mancillado por mano mortal…

No, hazme un juramento solemne…

Habla: ya ves cómo sufro.

¡Ya ves mis sueños de mujer!

Un miedo involuntario despiertas en mi alma…

Pero lo has comprendido todo, lo sabes todo,

y al final tendrás compasión.

Júrame… dame tu palabra ahora mismo

de renunciar a tus malvadas conquistas.

¿O acaso ya no se ofrecen

juramentos y promesas inquebrantables?…

DEMONIO

Juro por el primer día de la creación,

juro por su último día,

juro por la ignominia del crimen

y por el triunfo de la verdad eterna.

Juro por el amargo tormento de la caída,

por el breve sueño de la victoria;

juro por el encuentro contigo

y por la nueva separación que nos amenaza.

Juro por el sinfín de espíritus,

por el destino de los hombres en mi poder,

por las espadas de los ángeles impasibles,

mis vigilantes enemigos;

juro por el cielo y por el infierno,

por la santidad de la tierra y por ti;

juro por tu última mirada,

por tu primera lágrima,

por el hálito de tus benignos labios,

por la ola de tus rizos de seda;

juro por la felicidad y el sufrimiento,

juro por mi amor:

renuncio a la vieja venganza,

renuncio a los pensamientos orgullosos.

El veneno de la pérfida lisonja

ya no turbará el entendimiento de nadie.

Quiero hacer las paces con el cielo,

quiero amar, quiero rezar,

quiero creer en el bien.

Con una lágrima de arrepentimiento

sobre la frente, digna de ti, borraré

las huellas del fuego celeste.

Y ¡entonces en sereno olvido

florecerá el mundo sin mí!

¡Ah, créeme! Hasta ahora

solo a ti he comprendido y apreciado:

eligiéndote por sagrada compañera,

he puesto a tus pies todo mi poder.

Espero tu bien como un don

y por un instante te daré la eternidad.

Créeme, Tamara, en el amor

como en el mal, soy grande y fiel.

Libre hijo del éter,

te llevaré más allá de las estrellas,

y reinarás sobre el mundo,

oh tú, mi primera amiga.

Sin pesar y sin dolor

contemplarás la tierra,

huérfana de verdadera felicidad

y de belleza duradera, donde

no hay más que delitos y castigos,

y solo pasiones menudas pueden vivir,

donde sin temor los hombres

no saben odiar ni amar.

O ¿es que no conoces

el fugaz amor humano?

Joven tumulto de la sangre…

Pero ¡los días pasan y la sangre se hiela!

¿Quién puede oponerse a la separación,

a la tentación de la nueva belleza,

al cansancio y al aburrimiento,

al capricho de los sueños?

¡No, amiga mía! No será tu destino

marchitarte en silencio como una esclava

en el estrecho círculo

de la celosa vulgaridad,

entre indiferentes y pusilánimes,

entre amigos hipócritas y enemigos,

entre estériles temores y esperanzas,

entre vacíos y amargos afanes.

Tristemente tras un alto muro

no te apagarás sin pasiones,

entre oraciones, igualmente distante

de los hombres y de Dios.

No, hermosa criatura,

otro será tu destino.

Te aguarda otro sufrimiento,

la profundidad de otros goces.

Olvida tus antiguos deseos,

abandona el lastimoso mundo a su suerte:

la sima del altivo conocimiento

a cambio abriré para ti.

El sinfín de espíritus que me sirven

pondré a tus pies.

Te daré, hermosa mía,

ligeras y mágicas criadas.

Y para ti de la estrella vespertina

arrancaré la corona de oro,

tomaré de las flores el rocío nocturno

y lo derramaré todo sobre ella.

Con el purpúreo rayo del ocaso

como una cinta ceñiré tu talle,

del puro aliento de los aromas

impregnaré el aire que respiras,

a todas horas acariciaré tu oído

con deliciosas armonías,

levantaré suntuosos palacios

de ámbar y turquesa,

bajaré al fondo del mar,

volaré sobre las nubes

y cuanto la tierra encierra te daré:

¡Ámame!…

11

Y rozó

apenas con su ardiente boca

los temblorosos labios de la joven.

Y con seductoras palabras

a sus rezos respondía.

¡Con mirada poderosa la contemplaba!

Y la quemó. En la tiniebla de la noche

brillaba directamente sobre ella

como un puñal ineluctable.

¡Ay, el espíritu maligno había vencido!

El mortal veneno de su beso

penetró en su pecho en un instante.

Un grito terrible y desgarrador

quebró el silencio de la noche.

Y en él estaba todo: amor, dolor,

reproche, una última oración

y un desesperado adiós:

un adiós a la joven vida.

12

En ese momento el guardián nocturno,

dando en silencio la vuelta de rigor

al empinado muro con su tablilla de hierro,

pasó junto a la celda de la joven

y, refrenando sus medidos pasos,

con el alma turbada dejó inmóvil

la mano sobre la tablilla.

En medio del silencio reinante

le pareció oír un beso

concorde de dos bocas,

un breve grito y un débil gemido.

Y una impía sospecha

atravesó el corazón del anciano…

Pero al cabo de un instante

todo enmudeció. Solo el soplo

de la brisa a lo lejos

traía el murmullo de las hojas,

y el torrente de montaña tristemente

susurraba con su oscura orilla.

El guardián, aterrado, un responso

a un santo se apresuró a recitar

para apartar de la mente pecadora

el influjo del espíritu maligno.

Con dedos temblorosos se persignó

sobre el pecho turbado por aquella ilusión

y en silencio, con pasos presurosos,

siguió su acostumbrado camino.

13

Como una bella hada dormida,

yacía en su ataúd,

más blanco y puro que el sudario

el pálido color de su frente.

Por siempre ya bajas las pestañas…

Quién no habría dicho, oh cielos,

que bajo ellas los ojos portentosos

dormitaban y solo aguardaban

un beso o la aurora.

Pero inútilmente el rayo diurno

los atravesó como un torrente de oro,

en vano con mudo dolor los besaron

los labios de sus deudos…

¡No! ¡El eterno sello de la muerte

nada podía ya borrar!

14

Nunca en sus días felices

tan ricas y tornasoladas fueron

las galas festivas de Tamara.

Flores del barranco natal

(como exigían los ritos antiguos)

expandían su aroma sobre ella

y, apretadas por las manos muertas,

parecían despedirse de la tierra.

Nada en su rostro

aludía al final en el ardor

de las pasiones y de la ebriedad.

Todos sus rasgos estaban llenos

de una belleza como la del mármol,

exenta de expresión,

privada de sentimientos y sentido,

secreta como la propia muerte.

Una extraña sonrisa se había petrificado

al centellear sobre sus labios.

De muchas tristes cosas

hablaba al ojo avisado:

había en ella el frío desprecio

de un alma dispuesta a marchitarse,

la expresión del último pensamiento,

un mudo adiós a la tierra.

Vano reflejo de la vida pasada,

se antojaba aún más muerta,

más desesperada para el corazón

que los ojos apagados para siempre.

Así en la hora solemne del crepúsculo,

cuando, derretida en el océano de oro,

la carroza del día se oculta ya,

las nieves del Cáucaso, conservando

un reflejo purpúreo por un instante,

resplandecen en la oscura lejanía.

Pero ese rayo semivivo

no encuentra reflejo en el desierto,

y no alumbra el camino de nadie

desde sus cumbres heladas…

15

Numerosos deudos y vecinos

se disponen a emprender el triste viaje.

Mesándose los canosos rizos,

golpeándose en silencio el pecho

por última vez sube Gudal

a su caballo de blancas crines.

Y el cortejo se pone en camino.

Durará tres noches y tres días.

Entre los viejos huesos de sus antepasados

serena morada han excavado para ella.

Uno de los antecesores de Gudal,

saqueador de aldeas y viajeros,

cuando cayó enfermo

y llegó la hora del arrepentimiento,

como expiación de los pecados cometidos

prometió construir una iglesia

en lo alto de las peñas de granito,

donde solo se oye la canción de la tormenta

y a la que nada más vuela el halcón.

Y pronto entre las nieves del Kazbek

se alzó un templo solitario,

y los huesos de ese hombre malvado

allí encontraron de nuevo la paz,

y se transformó en cementerio

la peña, compañera de las nubes:

como si más cerca del cielo

fuera más cálida la póstuma morada…

Como si más lejos de los hombres

nada pudiera turbar el sueño postrero…

¡En vano! No sueñan ya los muertos

con las penas y alegrías de los días que se han ido.

16

En el espacio del éter azul

uno de los ángeles santos

volaba con sus alas de oro,

llevándose del mundo

el alma pecadora entre los brazos.

Y con dulces palabras de esperanza

sus dudas atajaba,

y las huellas del pecado y el dolor

con sus lágrimas lavaba.

El lejano son del paraíso

podía oírse ya, cuando de pronto,

atravesando el expedito camino,

se alzó del abismo el espíritu infernal.

Poderoso como un ruidoso ciclón,

resplandecía como un relámpago,

y en su loca insolencia

dijo con orgullo: «¡Es mía!».

El alma pecadora de Tamara,

sofocando el terror con una oración,

se apretó al pecho del custodio.

Se decidía su suerte futura,

y de nuevo aparecía ante ella.

Pero ¡Dios!, ¿quién lo habría reconocido?

Con qué malignos ojos la miraba,

qué lleno estaba de mortal veneno

y de una hostilidad sin fin,

y su rostro inmóvil exhalaba

el frío del sepulcro.

«¡Vete, sombrío espíritu de la duda!

—respondió el mensajero celeste—.

Ya has triunfado bastante,

pero ahora ha llegado la hora del juicio,

y justa es la sentencia del Señor.

Los días de las pruebas han pasado.

Con los restos mortales han caído

las cadenas del mal.

¡Hace tiempo que la esperábamos!

Su alma es de aquellas

para las que la vida es un instante

de insoportable tormento,

de inaccesibles alegrías:

del éter más puro el Creador

ha tejido sus cuerdas vivas:

no han sido creadas para el mundo

y el mundo no ha sido creado para ellas.

Un alto precio ha pagado

para expiar sus dudas…

Ha sufrido y ha amado,

y el paraíso se ha abierto al amor…».

Y el ángel con mirada severa

contempló al tentador,

y, batiendo alegre las alas,

desapareció en el resplandor del cielo.

Y el demonio vencido maldijo

sus locos sueños, y, soberbio,

volvió a quedarse solo

en el universo, como antes,

sin esperanza y sin amor…

En la pendiente de un pedregoso monte,

sobre el valle de Koishaúr,

aún pueden verse las almenas

de unas ruinas antiguas.

De sus relatos, que asustan a los niños,

aún están llenas las tradiciones…

Como un espectro, el mudo monumento,

testigo de aquellos mágicos días,

negro se alza entre los árboles.

Abajo se extiende la aldea,

la tierra florece y verdea,

el sonido desacorde de las voces

se pierde, las caravanas vienen

de lejanas tierras con su tintineo,

y, fluyendo a través de la niebla,

resplandece y espumea el río.

Y de la vida eternamente joven,

del frío, del sol y de la primavera,

goza la risueña naturaleza,

como un despreocupado niño.

Pero el castillo es sombrío,

y su tiempo ya ha pasado,

como el pobre anciano que a sus amigos

y a su cara familia sobrevive.

Y solo esperan que salga la luna

sus invisibles habitantes: ¡llega entonces

la hora de la fiesta y de la libertad!

Alborotan y corren por todos los rincones.

Una vieja araña, nuevo eremita,

hila los nudos de su tela,

una familia de verdes lagartos

juega alegremente por el tejado,

y la cauta serpiente se arrastra

desde la oscura hendidura

hasta la piedra del antiguo pórtico,

y de pronto se enrosca en tres anillos

o yace como una larga franja,

brillando como espada damasquina,

perdida en el campo de batallas antiguas,

inútil para el héroe caído…

Todo es salvaje. Ninguna huella queda

de los años pasados: la mano de los siglos

con asidua aplicación los ha borrado,

y nada recuerda ya

el nombre glorioso de Gudal

y de su encantadora hija.

Pero la iglesia en la escarpada cumbre,

donde la tierra ha acogido sus huesos,

protegida por un santo poder,

aún se divisa entre las nubes.

Al lado de la puerta montan guardia

negros peñascos de granito,

cubiertos de capas de nieve,

y en su pecho a modo de coraza

arden hielos perpetuos.

Las soñolientas moles de las avalanchas,

atrapadas de improviso por el hielo,

cuelgan de los peldaños como cascadas

de aspecto sombrío.

Y la tormenta el lugar ronda,

y el polvo se lleva de los viejos muros,

ya entonando una larga canción,

ya llamando a los centinelas.

Llegada a tierras lejanas la noticia

del prodigioso templo de aquel país,

las nubes, desde el oriente,

acuden en masa en peregrinación.

Pero sobre el conjunto de lápidas

hace tiempo que nadie llora.

La roca del sombrío Kazbek

custodia implacable su presa,

y el eterno murmullo del hombre

no turba su paz eterna.

1841

Un héroe de nuestro tiempo / Antología poética
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