En mi camino apresurado al norte,
desde el lejano sur, cálido y ajeno,
llego a tus pies, Kazbek, y te saludo,
guardián del oriente.
Un secular turbante blanco envuelve
tu frente cubierta de arrugas,
y el orgulloso murmullo del hombre
no turba tu orgulloso mundo.
Pero la oración del corazón humilde
tus peñas llevarán
a las regiones celestes, por tus dominios,
hasta el trono del eterno Alá.
Rezo para que descienda fresca sombra
sobre el ardiente valle y el polvo del camino;
para que pueda en el desolado desierto
reposar a mediodía sobre una piedra;
para que la tormenta, desplegando
su bélico atavío, no estalle por el sombrío
desfiladero del Darial, y no retumbe
sobre mi extenuado caballo y sobre mí.
Y ¡aún albergo otro deseo!
¡Mi alma tiembla y teme revelarlo!
¡Expulsado de mi país, ignoro
si me habrán olvidado del todo!
¿Me acogerán los mismos abrazos,
el mismo recibimiento encontraré?
¿Reconocerán mis deudos y amigos
a este mártir después de tantos años?
¿O entre las frías tumbas pisaré
las queridas cenizas de esos hombres
nobles, bondadosos y ardientes
que compartieron mi juventud?
¡Ah, si fuera así! Que la tormenta,
Kazbek, me sepulte en este instante,
y mi huérfano polvo por tus barrancos
disperse sin compasión ninguna.