I. Bela
Había salido de Tiflis en un coche de postas. Llevaba por todo equipaje una pequeña maleta llena hasta la mitad de notas de mi viaje por Georgia, la mayor parte de las cuales, por fortuna para vosotros, se ha perdido; en cuanto a la maleta con el resto de los efectos, por fortuna para mí, se ha conservado intacta.
Cuando me interné en el valle de Koishaúr el sol había empezado a ocultarse detrás de la cordillera nevada. El cochero, natural de Osetia, no dejaba de azuzar a los caballos para alcanzar Koishaúr antes de que cayera la noche, y cantaba a pleno pulmón. ¡Un lugar maravilloso este valle! Por todas partes montañas inaccesibles, peñascos rojizos, tapizados de hiedra verde y coronados de bosquecillos de plátanos, escarpaduras amarillas surcadas de barrancos; arriba del todo, muy lejos, la franja dorada de las nieves, y abajo el Aragva, abrazando otro arroyuelo sin nombre, que brotaba ruidosamente de un desfiladero negro y repleto de bruma, se extendía como un hilo de plata y centelleaba como las escamas de una serpiente.
Al llegar al pie del monte Koishaúr, nos detuvimos a la entrada de una hostería donde una veintena de georgianos y montañeses se habían reunido en bulliciosa compañía. No muy lejos, una caravana de camellos se había detenido para pasar la noche. Me vi obligado a arrendar unos bueyes para que tiraran de mi carro por esa maldita montaña, porque estábamos ya en otoño y el sendero que subía por la pendiente, de casi dos kilómetros de longitud, estaba cubierto de placas de hielo.
En fin, no me quedó más remedio que arrendar seis bueyes y contratar los servicios de varios osetios. Uno de ellos se echó mi maleta sobre los hombros, mientras los demás se pusieron a ayudar a los bueyes, aunque en realidad no hicieran otra cosa más que gritar.
Detrás de mi coche avanzaba otro tirado por cuatro bueyes, al parecer sin esfuerzo, a pesar de que estaba cargado hasta los topes. Semejante constatación no dejó de sorprenderme. El propietario los seguía a pie, fumando una pequeña pipa kabardina engastada en plata. Llevaba una guerrera de oficial sin charreteras y una gorra circasiana de piel. Aparentaba unos cincuenta años; el color atezado del rostro denotaba un largo trato con el sol de Transcaucasia, y sus bigotes prematuramente encanecidos no armonizaban bien con su paso firme y su aspecto animoso. Me acerqué a él y le saludé. Respondió en silencio a mi inclinación y lanzó una enorme bocanada de humo.
—Por lo visto somos compañeros de viaje.
El hombre volvió a inclinarse sin pronunciar palabra.
—Supongo que se dirige usted a Stávropol.
—En efecto… con unas mercancías del Estado.
—Y, dígame, ¿por qué cuatro bueyes se sobran y se bastan para tirar de su pesado carro mientras los seis que arrastran el mío apenas avanzan, a pesar de que va vacío y cuentan con la ayuda de esos osetios?
El hombre esbozó una maliciosa sonrisa y me miró con curiosidad.
—¿No lleva usted mucho tiempo en el Cáucaso, verdad?
—Más o menos un año —respondí.
Volvió a sonreír.
—¿Qué es lo que pasa?
—¡Ya lo ve usted! Estos asiáticos son unos malditos canallas. Pero ¿es que cree usted que esos gritos sirven de alguna ayuda? El diablo sabrá lo que gritan. Pero los bueyes los entienden perfectamente. Ya puede enganchar usted veinte a su carro, que, como se pongan a vociferar de esa manera, los bueyes no se moverán… ¡Unos bribones de mil demonios! No se puede hacer nada con ellos… Les gusta sacarles el dinero a los viajeros… Están demasiado consentidos, los muy granujas. Ya verá cómo le pedirán incluso una propina. Pero yo los conozco y a mí no me la dan.
—Y ¿hace mucho que vive usted aquí?
—Sí, desde los tiempos de Alekséi Petróvich[2] —respondió muy ufano—. Cuando llegó a la Línea, yo era suboficial —añadió—, y bajo sus órdenes me ascendieron dos veces por actos de servicio contra los montañeses.
—Y ahora ¿qué hace usted?
—Pertenezco al tercer batallón de la Línea. Y ¿qué le ha traído a usted por aquí, si me permite que se lo pregunte?
Se lo dije.
La conversación terminó en ese punto, y los dos seguimos caminando en silencio, uno al lado del otro. En la cumbre de la montaña encontramos nieve. El sol se puso, y la noche sucedió al día sin apenas transición, como suele suceder en el sur; no obstante, gracias a la reverberación de la nieve, podíamos distinguir sin dificultades el sendero, que seguía ascendiendo por la ladera, ya menos escarpada. Ordené que depositaran mi maleta en el coche, que sustituyeran los bueyes por caballos y dirigí una última mirada al fondo del valle, pero una espesa niebla, que se derramaba en oleadas por los desfiladeros, lo cubría por completo, y hasta nuestros oídos no llegaba ya ningún sonido. Los osetios me rodearon y, a gritos, me reclamaron una propina, pero el capitán los increpó con tanta violencia que se dispersaron al momento.
—¡Qué gente! —exclamó—. Ni siquiera saben decir «pan» en ruso, pero qué bien se han aprendido eso de: «Oficial, danos una propina». En mi opinión, los tártaros valen mucho más: al menos no beben…
Aún quedaba poco más de un kilómetro hasta la estación de postas. El silencio que nos rodeaba era tan intenso que habría podido seguirse el vuelo de un mosquito por el susurro de sus alas. A la izquierda se distinguía un profundo desfiladero como una mancha negra; más allá y delante de nosotros las cumbres azul oscuro de las montañas, surcadas de cicatrices, cubiertas de capas de nieve, se recortaban contra el horizonte pálido, que aún conservaba el último destello del ocaso. En el cielo oscuro empezaban a brillar las estrellas que, no sabría decir por qué, me parecieron más altas que en las regiones del norte. A ambos lados del camino se destacaban unas peñas negras y peladas; aquí y allá, bajo la nieve, despuntaban algunos arbustos, pero ni una hoja seca se movía. Qué maravilla escuchar, entre ese sueño de muerte de la naturaleza, el resoplido de los tres fatigados caballos y el irregular tintineo de la campanilla rusa.
—Mañana tendremos un tiempo estupendo —dije.
El capitán, sin responder palabra, me señaló con el dedo una alta cumbre que se alzaba justo enfrente de nosotros.
—¿Qué es? —le pregunté.
—El monte Gud.
—Y ¿qué pasa con él?
—Mire el humo que echa.
Y, en efecto, esa era la impresión que producía: por las laderas se arrastraban ligeros jirones de niebla, y sobre la cumbre descansaba una nube tan negra que destacaba en el cielo oscuro como una mancha.
Ya distinguíamos la estación de postas y los tejados de las cabañas que la rodeaban, y ante nosotros centelleaban algunas lucecillas acogedoras, cuando se desató un viento húmedo y frío, se oyó un silbido en el desfiladero y empezaron a caer unas gotas menudas. Apenas había tenido tiempo de echarme la capa sobre los hombros cuando se puso a nevar copiosamente. Dirigí al capitán una mirada de veneración…
—Tendremos que pasar aquí la noche —dijo con enfado—. Imposible atravesar las montañas con esta nevasca. Oye, tú, ¿ha habido aludes en el monte Krestóvaia? —le preguntó al cochero.
—No, señor —respondió este, de raza osetia—. Pero hay muchos sitios donde la nieve acumulada está a punto de desprenderse.
Como en la estación de postas no había habitaciones libres para los viajeros, nos ofrecieron pasar la noche en una cabaña tiznada de humo. Invité a mi compañero a beber una taza de té, ya que llevaba conmigo una tetera de hierro fundido, único consuelo en mis viajes por el Cáucaso.
La cabaña estaba unida a la roca en un costado; tres peldaños resbaladizos y húmedos llevaban a la puerta. Entré a tientas y me di de bruces con una vaca (entre estas gentes es costumbre que el establo haga las veces de vestíbulo). No sabía por dónde seguir: aquí balaban las ovejas, allá ladraba un perro. Por fortuna, vi una mortecina luz a un lado, y gracias a ella pude llegar hasta otra abertura semejante a una puerta. Al atravesarla descubrí un cuadro bastante interesante: la espaciosa cabaña, cuyo tejado se apoyaba en dos pilares ennegrecidos, estaba llena de gente. En el centro crepitaba una pequeña hoguera, encendida directamente sobre el suelo, y el humo, rechazado por el viento que se filtraba por el agujero del techo, se extendía por todo el recinto, formando una capa tan espesa que tardé un buen rato en distinguir lo que tenía delante de los ojos. Alrededor del fuego había dos ancianas, una multitud de niños y un georgiano enjuto, todos vestidos con harapos. No había más remedio: nos acomodamos junto al fuego y encendimos nuestras pipas; al poco rato escuchamos el acogedor silbido de la tetera.
—¡Pobre gente! —le dije al capitán, señalando a nuestros mugrientos anfitriones, que nos contemplaban en silencio, como sumidos en una suerte de estupor.
—No pueden ser más estúpidos —respondió—. Créame, no saben hacer nada y son incapaces de aprender. Nuestros kabardinos y nuestros chechenos, aunque son unos bandidos y unos desharrapados, al menos son duros de mollera, pero estos ni siquiera muestran interés alguno por las armas: no verá a ninguno de ellos con un puñal decente. ¡Unos osetios de los pies a la cabeza!
—Y ¿lleva usted mucho tiempo en Chechenia?
—He pasado unos diez años en un fuerte con mi compañía, cerca de Kámmeni Brod. ¿Conoce usted el lugar?
—He oído hablar de él.
—Pues sí, mi querido señor, hemos tenido hasta hartarnos de esos cortadores de cabezas; ahora, gracias a Dios, la situación se ha tranquilizado bastante, pero en aquella época, si te alejabas cien pasos de la empalizada, te encontrabas ya con uno de esos diablos desgreñados al acecho: y bastaba un instante de distracción para que te vieras con un lazo alrededor del cuello o una bala en la nuca. Pero eso sí: valientes como ellos solos.
—Me imagino que habrá vivido usted no pocas aventuras —le dije, picado por la curiosidad.
—Ya lo creo. Unas cuantas…
Y a continuación se puso a pellizcarse la guía izquierda del bigote, inclinó la cabeza y se quedó pensativo. Yo tenía muchísimas ganas de que me contara alguna anécdota, un deseo natural en todos aquellos a quienes gusta viajar y tomar notas. Como el té ya estaba listo, saqué de la maleta dos vasitos de viaje, los llené y le puse uno delante. El capitán bebió un trago y dijo como para sí mismo: «Sí, unas cuantas»… Esta exclamación me dio nuevas esperanzas. Sé que a los veteranos del Cáucaso les gusta relatar sus experiencias, aunque rara vez tienen ocasión de hacerlo: uno puede pasarse casi cinco años en algún rincón perdido con su compañía, y en todo ese tiempo nadie le dará los buenos días (porque el brigada solo dice: «Salud, excelencia»). Y eso que no faltan temas de conversación: el pueblo salvaje y curioso que los rodea, los momentos de peligro que se suceden a diario, los acontecimientos extraordinarios de los que son testigos. En fin, no puede uno dejar de lamentarse de que nuestros compatriotas sean tan poco aficionados a tomar notas.
—¿No quiere añadirle un poco de ron? —pregunté a mi interlocutor—. Tengo ron blanco de Tiflis, y con este frío…
—No, gracias, no bebo.
—Y ¿cómo es eso?
—Pues ya lo ve. He hecho un juramento. Una vez, cuando aún era suboficial, sabe usted, nos corrimos una buena juerga, y esa misma noche hubo una alarma: salimos achispados a enfrentarnos con los enemigos, pero la que se armó cuando se enteró Alekséi Petróvich. ¡Dios mío, cómo se enfadó! Poco faltó para que nos sometiera a un consejo de guerra. Así es: a veces puedes pasarte un año entero sin ver a nadie, pero, si encima le das al vodka, eres hombre perdido.
Al escuchar esas palabras, se desvanecieron casi todas mis esperanzas.
—Ahí tiene a los circasianos, por ejemplo —continuó—: en cuanto beben buza[3] con ocasión de una boda o de un entierro, acaba corriendo la sangre. En una ocasión me salvé por los pelos, y eso que era huésped de un príncipe pacífico.
—Y ¿qué es lo que pasó?
—Pues verá —llenó su pipa, dio una chupada y comenzó su relato—, me encontraba yo entonces en una fortaleza más allá del Térek con mi compañía, hará ya cerca de cinco años. Un día de otoño llegó un convoy con provisiones, al que acompañaba un oficial joven de unos veinticinco años. Se presentó ante mí en uniforme de gala y me anunció que le habían ordenado quedarse en mi fortaleza. Era tan delgado, estaba tan pálido y su uniforme se veía tan nuevo, que no me costó mucho adivinar que llevaba poco tiempo en el Cáucaso. «Me imagino que le han enviado aquí desde Rusia, ¿no es así?», le pregunté. «En efecto, mi capitán», respondió. Le estreché la mano y le dije: «Encantado, encantado. Se va a aburrir usted un poco, pero viviremos como amigos. Haga el favor de llamarme simplemente Maksim Maksímich. Y otra cosa: ¿a qué viene ese uniforme de gala? Cuando venga a verme, basta con que se ponga la gorra». Le asignamos un alojamiento y se instaló en la fortaleza.
—Y ¿cómo se llamaba? —le pregunté a Maksim Maksímich.
—Se llamaba… Grigori Aleksándrovich Pechorin. Un muchacho encantador, se lo aseguro, aunque un poco extraño. Por ejemplo, a veces salíamos de caza, y nos pasábamos el día entero en el campo, bajo la lluvia y el frío; al final estábamos todos ateridos y agotados, pero él seguía como si nada. En otras ocasiones se quedaba en su habitación y, si el viento soplaba un poco, aseguraba que se había resfriado; si un postigo golpeaba la ventana, se sobresaltaba y palidecía; sin embargo, en mi presencia se lanzó él solo contra un jabalí; a veces no había manera de sacarle una palabra durante horas, y en otras se ponía a contar tales historias que uno se desternillaba de la risa. Sí, era un hombre lleno de rarezas y probablemente rico: ¡qué cantidad de objetos de valor tenía!…
—Y ¿pasó mucho tiempo en su compañía?
—Más o menos un año. Pero ese año se me ha quedado grabado en la memoria. ¡No quiero acordarme de los muchos quebraderos de cabeza que me dio! Se diría que hay personas destinadas desde su nacimiento a que les sucedan toda clase de acontecimientos extraordinarios.
—¿Extraordinarios? —exclamé yo con un punto de curiosidad, al tiempo que le servía más té.
—Escuche lo que voy a contarle. A unos siete kilómetros de la fortaleza vivía un príncipe pacífico. Su hijo, un muchacho de catorce o quince años, había cogido la costumbre de visitarnos. Se presentaba todos los días, por una razón o por otra. Es verdad que tanto Grigori Aleksándrovich como yo lo teníamos mimado. Era un pájaro de cuenta, muy habilidoso en todo lo que se proponía: podía recoger una gorra a pleno galope o disparar el fusil. Solo tenía un defecto: una afición desmedida por el dinero. Un día, en broma, Grigori Aleksándrovich le prometió entregarle una moneda de diez rublos si robaba el mejor macho cabrío del rebaño de su padre. Pues imagínese: a la noche siguiente lo trajo arrastrándolo por los cuernos… Si le hacíamos rabiar, sus ojos se inyectaban en sangre y al punto echaba la mano al puñal. «Ay, Azamat, te vas a quedar sin cabeza —le decía yo—. ¡Cualquier día vas a acabar perdiendo la mollera!».
»Un día vino el viejo príncipe en persona para invitarnos a una boda: casaba a su hija mayor, y nosotros éramos sus amigos; de manera que no podíamos negarnos, aunque era tártaro. Nos pusimos en camino. En la aldea una multitud de perros nos recibió con estruendosos ladridos. Las mujeres, al vernos, se ocultaron. Aquellas cuyo rostro pudimos distinguir estaban lejos de ser hermosas. “Tenía mucha mejor opinión de las circasianas”, me dijo Grigori Aleksándrovich. “Espere”, le respondí yo con una sonrisa. Y razones no me faltaban.
»En la residencia del príncipe se había reunido ya mucha gente. Los asiáticos, sabe usted, tienen la costumbre de invitar a las bodas a todo el mundo. Nos recibieron con grandes honores y nos condujeron a la sala reservada a los amigos. En cualquier caso, no dejé de observar dónde se llevaban nuestros caballos. Por si acaso, ya sabe usted.
—Y ¿cómo celebra las bodas esa gente? —le pregunté al capitán.
—De la manera habitual. Primero el mulá les lee unos pasajes del Corán, luego se ofrecen regalos a los recién casados y a todos sus familiares, comen, beben buza; después empiezan los ejercicios ecuestres y siempre hay algún desgraciado mugriento y andrajoso que se sube a lomos de un caballo cojo y matalón y hace muecas y payasadas para divertir a la distinguida compañía; más tarde, cuando cae la noche, empieza en la sala lo que nosotros llamaríamos baile. Un viejecito miserable rasguea un instrumento de tres cuerdas… he olvidado cómo lo llaman… bueno, algo así como nuestra balalaika. Las muchachas y los mozos se disponen en dos filas, una enfrente de la otra, dan palmas y cantan. Entonces una muchacha y un hombre avanzan hasta el centro y empiezan a recitarse unos versos con voz cantarina, lo primero que se les pasa por la cabeza, y los demás los repiten a coro. Pechorin y yo nos habíamos acomodado en el lugar de honor; en un determinado momento, la hija menor de nuestro anfitrión, una muchacha de unos dieciséis años, se acercó a mi amigo y le cantó… ¿cómo le diría?… una especie de cumplido.
—Y ¿recuerda usted lo que le dijo?
—Sí, creo que era algo así: «Esbeltos son nuestros jóvenes jinetes y llevan caftanes bordados de plata, pero el joven oficial ruso es más esbelto y tiene galones dorados. Es como un álamo entre ellos; pero no es en nuestro jardín donde crecerá y florecerá». Pechorin se levantó, le hizo una reverencia, llevándose una mano a la frente y la otra al corazón, y me pidió que le contestara. Conozco bien su idioma y traduje su respuesta.
»Cuando la muchacha se apartó de nosotros, le susurré a Grigori Aleksándrovich:
»—Y bien, ¿qué le parece?
»—Una maravilla —respondió—: ¿cómo se llama?
»—Bela —contesté.
»Y ya lo creo que era hermosa: alta, delgada, con unos ojos tan negros como los de una corza de las montañas que te miraban directamente al alma. Pechorin, sumido en sus pensamientos, no le quitaba la vista de encima, y ella le dirigía con frecuencia miradas de soslayo. Pero Pechorin no era el único que admiraba a la hermosa princesa: otros dos ojos, inmóviles y ardientes, la contemplaban desde un rincón de la habitación. Agucé la vista y reconocí a mi viejo conocido Kázbich. Y este hombre, sabe usted, no era ni pacífico ni rebelde. Se sospechaban muchas cosas de él, pero nunca se le había sorprendido en ninguna travesura. A veces nos llevaba corderos a la fortaleza y nos los vendía a buen precio, pero nunca regateaba: había que darle lo que pedía. Ya podías amenazarle con un cuchillo, que él seguía en sus trece. Se contaba que le gustaba atravesar el Kubán con los rebeldes, y la verdad es que tenía toda la pinta de un bandido: pequeño, enjuto, ancho de hombros… Y además era tan habilidoso como un demonio. Llevaba siempre un jubón andrajoso y remendado, pero sus armas tenían incrustaciones de plata. Su caballo gozaba de fama en toda la Kabardia, y la verdad es que no cabía imaginar ejemplar más hermoso. No en vano todos los jinetes lo envidiaban y más de una vez habían intentado robárselo, pero nunca lo habían conseguido. Aún me parece estar viéndolo: negro como el azabache, las patas como cuerdas y unos ojos no menos soberbios que los de Bela. Y ¡qué fuerza! ¡Podía cabalgar cincuenta kilómetros! Además estaba adiestrado: corría como un perro detrás de su amo y hasta conocía su voz. Por lo común, ni siquiera lo ataba. En suma, un caballo magnífico para un bandido…
»Esa noche Kázbich tenía un aire más sombrío de lo habitual y advertí que llevaba una cota de mallas debajo del jubón. “Por algo se la habrá puesto —pensé—. Seguro que se trae algo entre manos”.
»El calor dentro de la casa era sofocante, así que salí a tomar un poco el aire. La noche caía ya sobre las montañas y algunos jirones de niebla empezaban a flotar por los desfiladeros.
»Se me ocurrió ir a echar un vistazo al cobertizo donde se habían llevado nuestros caballos, para cerciorarme de que les habían dado de comer; además, nunca viene mal tomar precauciones. En aquella época tenía un caballo excelente, y más de un kabardino lo había mirado con ternura, al tiempo que repetía: “Yashki tje, chek yakshi”[4].
»Avanzaba por el camino que bordeaba el cercado cuando de pronto oí voces; reconocí una de ellas en el acto: era ese tunante de Azamat, el hijo de nuestro anfitrión; el otro hablaba menos y en voz más baja. “¿De qué estarán tratando? —pensé—. ¿No será de mi caballo?”. Entonces me senté al lado de la cerca y agucé el oído, tratando de que no se me escapara ni una palabra. A veces el ruido de los cánticos y las voces que llegaban de la casa ahogaban la conversación que me interesaba.
»—¡Tienes un caballo soberbio! —dijo Azamat—. Si yo fuera el dueño de la casa y dispusiera de una yeguada de trescientas cabezas, daría la mitad por tu corcel, Kázbich.
»“¡Ah, Kázbich!”, pensé, acordándome de la cota de mallas.
»—Sí —respondió Kázbich después de una pausa—, no encontrarás otro igual en toda la Kabardia. En una ocasión fui con unos rebeldes al otro lado del Térek para robar unos caballos rusos; no tuvimos suerte y nos dispersamos. Cuatro cosacos se lanzaron en mi persecución; oía ya a mis espaldas los gritos de los infieles cuando delante de mí surgió un tupido bosque. Me doblé sobre la silla, me encomendé a Alá y por primera vez en mi vida cometí la ofensa de propinarle un fustazo a mi caballo, que se internó en el ramaje como un pájaro; agudas espinas me rasgaban la ropa, ramas secas de olmo me golpeaban el rostro. Mi caballo saltaba por encima de los tocones, apartaba los arbustos con su pecho. Lo mejor habría sido abandonarlo al pie de un lindero y ocultarme en el bosque, pero me daba pena separarme de él, y el profeta me recompensó. Algunas balas silbaron por encima de mi cabeza; oía ya a los cosacos que habían echado pie a tierra y seguían mis huellas… De pronto delante de mí surgió un hondo barranco. Mi caballo vaciló apenas un instante y después saltó. Sus patas traseras resbalaron en la orilla opuesta y quedó suspendido de las delanteras; solté las riendas y me arrojé al barranco, y eso salvó a mi caballo, que consiguió salir. Los cosacos lo habían visto todo, pero ninguno se preocupó de buscarme. Convencidos, probablemente, de que me había herido de muerte, se lanzaron en persecución de mi caballo. Se me heló la sangre en las venas; me arrastré por la espesa hierba hasta el fondo del barranco y me quedé mirando: el bosque terminaba en ese punto, algunos cosacos habían salido a un claro y mi Karaguioz se dirigía al galope directamente hacia ellos, que emitieron un grito y se precipitaron en su busca; lo persiguieron mucho tiempo; uno de ellos, en concreto, estuvo a punto un par de veces de pasarle un lazo por el cuello. Al verlo, me estremecí, bajé los ojos y me puse a rezar. Al cabo de unos instantes, alcé la mirada y vi que mi Karaguioz volaba, agitando la cola, libre como el viento, mientras los infieles, muy lejos, se arrastraban por la estepa sobre sus cabalgaduras extenuadas. ¡Te juro por Alá que es verdad, la pura verdad! Me quedé en el barranco hasta bien entrada la noche. E imagínate, Azamat, de pronto, en medio de la oscuridad, oí que un caballo cabalgaba por el borde del barranco, piafaba, relinchaba y golpeaba el suelo con los cascos; y al punto reconocí la voz de mi Karaguioz: era él, mi compañero… Desde entonces, nunca nos hemos separado.
»Y entonces oí cómo pasaba la mano por el lustroso cuello de su corcel, al tiempo que le dedicaba apelativos cariñosos.
»—Si yo fuera dueño de mil yeguas —dijo Azamat—, te las daría todas a cambio de tu Karaguioz.
»—Yok[5], no quiero —respondió Kázbich con indiferencia.
»—Escucha, Kázbich —dijo Azamat con voz acariciante—: tú eres un buen hombre y un jinete valeroso, pero mi padre teme a los rusos y no me deja ir a las montañas. Dame tu caballo y haré todo lo que quieras: le robaré a mi padre su mejor fusil o su sable y te lo entregaré, o cualquier otra cosa que quieras; y su sable es un auténtico gurdá[6]: si pones el filo en la mano, se hunde en la carne; y una cota de mallas como la tuya la atraviesa sin dificultad. —Kázbich guardaba silencio—. La primera vez que vi tu caballo —prosiguió Azamat—, caracoleando y saltando, los ollares dilatados, las guijas de pedernal volando como chispas bajo sus cascos, sucedió en mi alma algo incomprensible, y desde ese día todo se me volvió odioso: miraba con desprecio los mejores potros de mi padre, me daba vergüenza montarlos, y la pena se apoderó de mí. Me pasaba días enteros sobre una peña, sumido en la tristeza, y no podía dejar de pensar en tu caballo moro, con su esbelto porte y su lomo liso y recto como una flecha; me miraba a los ojos con los suyos vivos, como si quisiera pronunciar una palabra. ¡Me moriré, Kázbich, si no me lo vendes! —dijo Azamat con voz temblorosa.
»Hasta me pareció oírlo llorar. Llegados a este punto, debo decirle que Azamat era un muchacho muy tozudo, y que no había nada que pudiera arrancarle unas lágrimas, ni siquiera cuando era más joven.
»En respuesta a su llanto se oyó algo parecido a una risa.
»—Escucha —dijo Azamat con voz firme—: ya ves que estoy dispuesto a todo. ¿Quieres que robe a mi hermana y te la entregue? ¡Cómo baila! ¡Cómo canta! Y ¡borda el oro de maravilla! Ni siquiera el sultán de Turquía ha tenido jamás una mujer así… ¿Te parece bien? Espérame mañana por la noche en el desfiladero donde corre el torrente: pasaré cerca de allí con ella de camino a la aldea vecina. Entonces será tuya. ¿No irás a decirme que Bela no vale lo que tu caballo?
»Kázbich guardó silencio un buen rato; al cabo de ese tiempo, a modo de respuesta, entonó en voz baja una vieja canción:
Mujeres tenemos y muchas son bellas,
oscuros sus ojos cual brillo de estrellas.
Amarlas es dulce, envidiable suerte;
pero yo más quiero ser libre y valiente.
A cuatro mujeres las compra el dinero.
Con nada se paga corcel verdadero.
Su paso en la estepa no alcanza el ciclón,
y limpio su instinto de engaño y traición[7].
»En vano Azamat le suplicó que aceptara: lloró, le aduló, juró. Al final Kázbich le interrumpió con impaciencia.
»—¡Vete, cabeza de chorlito! ¿Cómo pretendes cabalgar mi caballo? A los primeros tres pasos te tiraría al suelo y te romperías la nuca contra las piedras.
»—¿Yo? —gritó Azamat lleno de ira, y el hierro de su puñal infantil resonó sobre la cota de mallas. Una mano poderosa lo apartó, y él se golpeó con la cerca con tanta fuerza que esta se estremeció. “Va a haber jaleo”, pensé, y a continuación corrí al establo, embridé a nuestros caballos y los saqué al patio trasero. Al cabo de un par de minutos se alzó un enorme vocerío en la casa. Esto es lo que había sucedido: Azamat había entrado corriendo con el jubón desgarrado, diciendo que Kázbich había intentado degollarlo. Todos se pusieron de pie de un salto, se abalanzaron sobre los fusiles, y empezó el alboroto. Gritos, barullo, disparos. Pero Kázbich ya había montado su caballo y se abría camino por la calle apartando a la muchedumbre y agitando el sable como un demonio.
»—No estaría bien que pagáramos los platos rotos —le dije a Grigori Aleksándrovich, cogiéndole del brazo—. Más vale que nos marchemos enseguida.
»—Espere. Vamos a ver cómo termina todo esto.
»—Seguramente mal. Con estos asiáticos siempre pasa lo mismo: se atiborran de buza y empiezan las puñaladas.
»Montamos nuestros caballos y nos dirigimos al galope a la fortaleza.
—¿Y Kázbich? —pregunté con impaciencia al capitán.
—Pues lo que sucede siempre con gente de esa calaña —respondió, apurando el té que quedaba en el vaso—. Se escapó.
—Y ¿no resultó herido?
—¡Solo Dios lo sabe! ¡Esos bandidos son duros de pelar! Los he visto muchas veces en acción. Recuerdo por ejemplo a un guerrero tan acribillado a bayonetazos que había quedado completamente agujereado como un tamiz, pero aún seguía blandiendo el sable. —Tras unos instantes de silencio el capitán continuó, después de haber golpeado el suelo con el pie—. Hay una cosa que no me perdonaré jamás: nada más regresar a la fortaleza, el diablo me empujó a contarle a Grigori Aleksándrovich todo lo que había escuchado al pie del cercado. El muy ladino se echó a reír: se le había ocurrido algo.
—¿Qué? Cuéntemelo, por favor.
—¡Qué le vamos a hacer! Ya que he empezado, tengo que continuar.
»Al cabo de unos cuatro días Azamat vino a la fortaleza. Como de costumbre, fue a ver a Grigori Aleksándrovich, que siempre le daba alguna golosina. Yo estaba presente. Hablábamos de caballos, y en un determinado momento Pechorin empezó a alabar el de Kázbich: que si era tan vivo, que si era tan hermoso, igualito que una gamuza. En suma, vino a decir que no tenía parangón en el mundo entero.
»Los ojillos del tártaro despedían chispas, pero Pechorin parecía no darse cuenta. Yo me puse a hablar de otra cosa, pero él se apresuró a llevar de nuevo la conversación sobre el caballo de Kázbich. Y la misma historia se repitió a cada nueva visita de Azamat. Unas tres semanas más tarde advertí que Azamat estaba más pálido y delgado, como suele sucederle a los enamorados de las novelas. ¡Una cosa increíble!…
»Solo más tarde me enteré de lo que de verdad estaba pasando: Grigori Aleksándrovich lo había exasperado hasta tal punto que el muchacho estaba dispuesto a tirarse de cabeza al agua. Una vez le dijo:
»—Ya veo, Azamat, que no puedes vivir sin ese caballo. Y sin embargo lo ves tan poco como tu propia nuca. Bueno, dime, ¿qué le darías a quien te lo consiguiera?
»—Todo lo que quisiera —respondió Azamat.
»—En ese caso lo obtendré para ti. Pero con una condición. Júrame que la cumplirás…
»—Lo juro… Jura tú también.
»—Vale. Juro que serás el dueño de ese caballo. Pero a cambio debes entregarme a tu hermana Bela. Karaguioz será su kalim[8]. Espero que el trato te parezca ventajoso. —Azamat guardaba silencio—. ¿No aceptas? Bueno, como quieras. Pensaba que eras un hombre, pero ya veo que eres un niño: aún no tienes edad para montar a caballo…
»Azamat se puso colorado.
»—¿Y mi padre? —preguntó.
»—¿Es que nunca sale de casa?
»—Es verdad…
»—Entonces ¿de acuerdo?
»—Sí —murmuró Azamat, pálido como un muerto—. ¿Cuándo?
»—En la primera ocasión en que Kázbich venga por aquí. Ha prometido traernos diez corderos. El resto es asunto mío. ¡Ve con cuidado, Azamat!
»Así cerraron el trato… un trato bastante turbio, a decir verdad. Más tarde se lo dije así a Pechorin, pero él se limitó a responderme que una cherkesa salvaje debería sentirse feliz de tener un marido tan gentil como él, porque según las costumbres de esas gentes podía considerarse su marido; en cuanto a Kázbich, era un bandido al que había que castigar. Juzgue usted mismo: ¿qué podía oponer a tales razones?… Pero en aquella época yo no sabía nada de su conjura. Un día Kázbich se presentó en la fortaleza y nos preguntó si no necesitábamos cordero y miel. Le ordené que nos llevara ambas cosas al día siguiente.
»—¡Azamat! —dijo Grigori Aleksándrovich—: mañana Karaguioz estará en mis manos. Si esta misma noche no me traes a Bela, despídete del caballo…
»—¡De acuerdo! —exclamó Azamat y partió al galope en dirección a su aldea.
»Esa tarde Grigori Aleksándrovich cogió su fusil y salió de la fortaleza. No sabría decirle cómo arreglaron el asunto, pero el caso es que esa noche, cuando ambos regresaron, el centinela vio que en la silla de Azamat había una mujer sentada de través, con las manos y los pies atados y la cabeza envuelta en un chador.
—¿Y el caballo? —le pregunté al capitán.
—Espere, espere. Al día siguiente, por la mañana temprano, llegó Kázbich con diez corderos para vender. Tras atar el caballo al cercado, pasó a verme. Yo le ofrecí té porque, por muy bandido que fuese, no dejaba de ser mi kunak[9].
»Nos pusimos a hablar de esto y de lo de más allá… De pronto veo que Kázbich se estremece, cambia de cara y se precipita sobre la ventana; pero esta, desgraciadamente, daba al patio trasero.
»—¿Qué te pasa? —le pregunté.
»—¡Mi caballo!… ¡El caballo! —exclamó, temblando de pies a cabeza. En ese preciso instante oí un rumor de cascos.
»—Habrá llegado algún cosaco…
»—¡No! ¡Urus yaman, yaman![10] —bramó y se precipitó fuera como una pantera salvaje. En dos saltos estaba ya en el patio. En la entrada de la fortaleza el centinela le cerró el paso con el fusil. Kázbich saltó por encima y salió corriendo al camino… A lo lejos se elevaba un torbellino de polvo: Azamat galopaba sobre el fogoso Karaguioz; sin dejar de correr, Kázbich sacó el rifle de la funda y disparó. Se quedó inmóvil un minuto, hasta convencerse de que había errado el tiro; luego empezó a dar alaridos, golpeó el fusil contra una piedra, lo rompió en pedazos, se lanzó al suelo y estalló en sollozos como un niño… Algunas personas salieron de la fortaleza y se acercaron hasta donde estaba, pero él no reparaba en nadie; los curiosos lo contemplaron unos instantes, intercambiaron algunas palabras y volvieron a sus ocupaciones. Yo ordené que depositaran a su lado el dinero de los corderos, pero él no lo tocó: seguía tumbado boca abajo, como un muerto. ¿Me creerá si le digo que se quedó así hasta última hora de la tarde y luego la noche entera?… Solo a la mañana siguiente entró en la fortaleza y nos pidió que le dijéramos el nombre del ladrón. El centinela, que había visto a Azamat desatar el caballo, montarlo y escapar al galope, no consideró oportuno ocultarlo. Al oír ese nombre, los ojos de Kázbich centellearon y, sin perder un instante, se dirigió a la aldea donde vivía el padre del muchacho.
—Y ¿qué hizo el padre?
—Pues ahí está la cosa: que Kázbich no lo encontró en casa. Se había ido a no sé qué sitio por espacio de cinco o seis días. De otro modo, ¿cómo habría podido Azamat raptar a su hermana?
»Y cuando el padre volvió, ya no encontró a su hija ni a su hijo. El muchacho era muy astuto: sabía que si le cogían no conservaría la vida mucho tiempo. De modo que desapareció. Lo más probable es que se uniera a algún grupo de rebeldes y que perdiera su atolondrada cabeza más allá del Térek o del Kubán. Y ¡se lo tenía merecido!…
»Debo reconocer que esta historia me causó también a mí no pocas dificultades. En cuanto me enteré de que la circasiana estaba en casa de Grigori Aleksándrovich, me puse las charreteras, cogí el sable y fui a verle.
»Estaba tumbado en la cama de la primera habitación, con una mano debajo de la nuca y la pipa apagada en la otra; la puerta que conducía a la segunda habitación estaba cerrada con llave, y esta no estaba en la cerradura. Reparé en todos esos detalles en apenas unos segundos… Me puse a toser y a dar golpecitos con los tacones en el umbral, pero él hizo como si no me oyera.
»—¡Alférez! —dije con el tono más severo del que fui capaz—. ¿Es que no ve que he venido a verle?
»—¡Ah, buenos días, Maksim Maksímich! ¿Le apetece fumar una pipa? —respondió, sin levantarse.
»—Perdón, no soy Maksim Maksímich, sino el capitán.
»—Da lo mismo. ¿No quiere un poco de té? ¡Si supiera la preocupación que me atormenta!
»—Lo sé todo —respondí, acercándome a la cama.
»—Mejor: no estoy de humor para contárselo.
»—Alférez, ha cometido usted un delito por el que también yo voy a tener que responder…
»—¡Bueno! Y ¿qué más da? Hace tiempo que lo compartimos todo.
»—¡Basta de bromas! Entrégueme su sable.
»—¡Mitka, trae el sable!…
»Mitka hizo lo que le pedían. Una vez cumplido mi deber, me senté a su lado en la cama y le dije:
»—Escucha, Grigori Aleksándrovich: tienes que reconocer que lo que has hecho no está bien.
»—¿Qué es lo que no está bien?
»—Pues que hayas raptado a Bela… Y ¡ese Azamat, menudo canalla!… Vamos, reconócelo —le dije.
»—Y ¿si le digo que me gusta?…
»Y bien, ¿qué podía responder a eso? Me quedé aturdido. No obstante, después de unos instantes de silencio, le dije que si el padre la reclamaba, habría que devolvérsela.
»—En absoluto.
»—Pero ¡se enterará de que está aquí!
»—Y ¿por qué?
»De nuevo me quedé perplejo.
»—Escuche, Maksim Maksímich —dijo Pechorin, poniéndose en pie—. Es usted un buen hombre. Pero debe comprender que, si a ese salvaje le devolvemos a su hija, la degollará o la venderá. Ya no es posible cambiar las cosas, y lo importante ahora es no estropearlo todo. Deje que Bela se quede conmigo y llévese mi sable si quiere…
»—Enséñemela —le dije.
»—Está detrás de esa puerta. Pero ni siquiera yo he conseguido verla en todo el día: se ha acurrucado en un rincón, se ha envuelto en una manta, no habla, no mira; está asustada como una gamuza salvaje. He contratado a nuestra posadera, que sabe hablar tártaro. Se ocupará de ella y la acostumbrará a la idea de que es mía, porque no pertenecerá a nadie más que a mí —añadió, dando un puñetazo en la mesa.
»También eso lo acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Hay gente con la que no queda más remedio que estar de acuerdo.
—Y ¿qué pasó? —le pregunté a Maksim Maksímich—. ¿Consiguió realmente domesticarla o se marchitó en cautividad, sucumbiendo a la nostalgia de su país natal?
—Y ¿por qué iba a sucumbir a la nostalgia de su país natal? Desde la fortaleza veía las mismas montañas que desde la aldea, y esos salvajes no necesitan nada más. Además, Grigori Aleksándrovich le traía cada día algún regalo. Al principio los rechazaba con orgullo, sin pronunciar palabra, y entonces estos pasaban a manos de la posadera, lo que desataba su elocuencia. ¡Ah, los regalos! ¿Qué no hará una mujer por un trapo de colores?… Pero esa es otra historia. Grigori Aleksándrovich entabló con ella una larga batalla; durante ese tiempo, aprendió el tártaro, y ella empezó a entender nuestra lengua. Poco a poco se acostumbró a mirarle, al principio de soslayo, a hurtadillas; y estaba siempre triste, cantaba sus canciones en voz baja, de suerte que también yo me entristecía a veces cuando la oía desde la habitación contigua. Nunca olvidaré la siguiente escena: un día pasaba junto al alojamiento de Pechorin y eché un vistazo por la ventana: Bela se había sentado en el poyo de la estufa, la cabeza inclinada sobre el pecho, y Grigori Aleksándrovich estaba de pie delante de ella.
»—Escucha, peri mía —decía él—. Sabes que más tarde o más temprano debes ser mía. Entonces, ¿por qué me atormentas? ¿Es que estás enamorada de algún checheno? En ese caso, te llevaré ahora mismo a tu casa. —Ella se estremeció de forma apenas perceptible y negó con la cabeza—. ¿O es que te resulto completamente odioso? —prosiguió Pechorin. Ella suspiró—. ¿O tu fe te prohíbe quererme? —Bela palideció y no dijo nada—. Créeme, Alá es el mismo para todas las razas y, si a mí me permite amarte, ¿por qué te iba a prohibir a ti que me retribuyas con ese mismo sentimiento?
»Ella le miró a la cara con inusitada intensidad, como sorprendida de esa nueva idea; sus ojos expresaban incredulidad y el deseo de convencerse de que ese hombre tenía razón. ¡Qué ojos! Brillaban como ascuas.
»—Escúchame, mi querida, mi buena Bela —prosiguió Pechorin—. Ya ves cómo te amo; estoy dispuesto a darte todo para que estés alegre: quiero que seas feliz. Si vuelves a ponerte triste, me moriré. Dime que vas a estar más alegre. —Ella se quedó pensativa, sin apartar de él sus ojos negros; luego sonrió con ternura y asintió con la cabeza. Entonces Pechorin le cogió la mano e intentó persuadirla de que lo besara; ella se defendía débilmente y se limitaba a repetir: “Por favor, por favor, no lo hagas, no lo hagas”. Y, como él no dejaba de insistir, Bela empezó a temblar y se echó a llorar.
»—Soy tu prisionera —dijo—, tu esclava. Es evidente que me puedes forzar. —Y de nuevo se anegó en lágrimas.
»Grigori Aleksándrovich se dio un puñetazo en la frente y se dirigió apresuradamente a la pieza contigua. Entré a verle. Se paseaba de un lado a otro de la habitación, los brazos cruzados, el aire sombrío.
»—¿Qué te pasa, amigo mío? —le pregunté.
»—Es un diablo, no una mujer —me respondió—. Pero le doy mi palabra de honor de que será mía… —Yo negué con la cabeza—. ¿Quiere apostar? —añadió—. Deme una semana de plazo.
»—¡De acuerdo!
»Nos dimos un apretón de manos y nos separamos.
»Al día siguiente lo primero que hizo fue enviar un mensajero a Kizliar para que se ocupara de distintas compras. Volvió con una enorme cantidad de telas persas de diferentes clases: imposible dar cuenta de todas.
»—¿Qué le parece, Maksim Maksímich? —me dijo, mostrándome los regalos—: ¿Podrá resistirse una belleza asiática a semejante batería?
»—No conoce usted a las circasianas —respondí—: no tienen nada que ver con las georgianas ni con las tártaras de Transcaucasia, nada en absoluto. Siguen sus propios principios, han sido educadas de otro modo.
»Grigori Aleksándrovich sonrió y se puso a silbar una marcha.
»Pero resultó que yo tenía razón: los regalos solo funcionaron a medias. Bela se volvió más amable, más confiada, pero nada más. Entonces Pechorin decidió emplear un último recurso. Una mañana pidió que le ensillaran el caballo, se vistió a la cherkesa, cogió sus armas y fue a verla.
»—Bela —dijo—: ya sabes cómo te amo. Me decidí a raptarte pensando que cuando me conocieras te enamorarías de mí. Pero me he equivocado. ¡Adiós! Quédate con todo lo que poseo. Si quieres, puedes volver a casa de tu padre. Eres libre. Soy culpable ante ti y merezco un castigo. Adiós. Me marcho… ¿Adónde? No lo sé. Puede que no tenga que correr mucho tiempo en pos de una bala o de un sablazo. Si eso llega a pasar, te ruego que me recuerdes y que me perdones.
»Volvió la cabeza y le tendió la mano para despedirse. Ella no la cogió ni se animó a decir nada. Yo estaba detrás de la puerta y pude observar su rostro por una rendija. Y lo que vi me dio pena: ¡una palidez mortal cubría su delicado rostro! Al no oír ninguna respuesta, Pechorin dio unos pasos hacia la puerta. Me di cuenta de que temblaba. Y fíjese en lo que voy a decirle: tengo la sospecha de que en aquel momento estaba dispuesto a cumplir lo que había dicho en broma. ¡Así era ese hombre, bien lo sabe Dios! Pero apenas había rozado la puerta cuando Bela dio un salto, estalló en sollozos y se arrojó a su cuello. Y ¿lo creerá usted? Al verlo yo también me eché a llorar; bueno, ya sabe, no es que llorase, sino más bien que… ¡En fin, una estupidez!
El capitán guardó silencio.
—Sí, reconozco que lamenté —dijo después de una pausa, retorciéndose el bigote— que ninguna mujer me hubiera amado nunca así.
—Y ¿duró mucho su felicidad? —le pregunté.
—Sí, Bela nos confesó que, desde el día en que había visto a Pechorin, había soñado a menudo con él, y que ningún hombre le había causado nunca tal impresión. ¡Sí, fueron felices!
—¡Pues qué aburrido! —grité sin querer. Había contado con un desenlace trágico y de pronto mis esperanzas habían quedado defraudadas de manera inopinada—. Pero ¿es posible —continué— que el padre no adivinara que estaba con ustedes en la fortaleza?
—A decir verdad, creo que sospechó algo. Pero al cabo de unos días nos enteramos de que el viejo había sido asesinado. Voy a contarle lo que sucedió…
Esas palabras volvieron a despertar mi curiosidad.
—Kázbich debió figurarse que Azamat le había robado el caballo en connivencia con su padre; al menos, es lo que yo supongo. Un día se apostó a un lado del camino, a unos tres kilómetros de la aldea. El viejo había estado buscando a su hija en vano y regresaba a la casa. Sus jinetes se habían quedado rezagados, estaba anocheciendo. El príncipe cabalgaba al paso con aire pensativo cuando de pronto Kázbich, con la rapidez de un gato, surgió detrás de un arbusto, saltó sobre la grupa de su caballo, lo derribó por tierra de una puñalada, sujetó las riendas y partió al galope. Algunos jinetes que lo vieron todo desde la colina, se lanzaron en su persecución, pero no lo alcanzaron.
—Se había resarcido de la pérdida de su caballo y se había vengado —apunté yo, animando a mi interlocutor a que diera su opinión.
—Por supuesto, desde el punto de vista de esas gentes —dijo el capitán—, estaba en su derecho de hacer lo que hizo.
No pude por menos de sorprenderme de la capacidad de los rusos para adaptarse a las costumbres de los pueblos con los que conviven. No sabría decir si esta particularidad del espíritu es digna de desprecio o de elogio, pero demuestra una notable flexibilidad y la presencia de ese saludable sentido común que perdona el mal en cualquier parte donde lo considera inevitable o imposible de desterrar.
Llegados a este punto nos habíamos terminado ya nuestro té. Los caballos llevaban ya un buen rato enganchados y temblaban bajo la nieve; la luna palidecía al oeste y se aprestaba ya a ocultarse entre las nubes negras, suspendidas sobre las cumbres lejanas como jirones de una cortina deshilachada. Salimos de la cabaña. A pesar de las previsiones de mi compañero de viaje, el tiempo había aclarado y nos prometía una apacible mañana; corros de estrellas se entrelazaban en el horizonte lejano en maravillosos arabescos, y una tras otra se iban apagando a medida que el pálido destello que se insinuaba a oriente se iba desplazando por la bóveda celeste, de un lila oscuro, iluminando poco a poco las escarpadas pendientes de las montañas cubiertas de inmaculadas nieves. A derecha e izquierda se destacaban los negros bloques de los sombríos y misteriosos precipicios, y las nieblas, enrollándose y retorciéndose como serpientes, se arrastraban por las hendiduras de las peñas vecinas, como si presintieran y temieran la proximidad del día.
Reinaba la calma tanto en el cielo como en la tierra, igual que en el corazón del hombre cuando se entrega a la oración matinal. Solo de vez en cuando soplaba desde el oriente un viento helado, levantando las crines de los caballos, cubiertas de escarcha. Nos pusimos en marcha. Cinco enflaquecidos jamelgos tiraban a duras penas de nuestros carros por el tortuoso camino que conducía al monte Gud. Nosotros los seguíamos a pie, deslizando piedras bajo las ruedas cuando los caballos se detenían exhaustos. Se diría que el camino llegaba hasta el mismo cielo, pues seguía ascendiendo hasta donde alcanzaba la vista, y al final se perdía en la nube que, lo mismo que la víspera, descansaba sobre la cumbre del monte Gud, como un halcón que acechara a su presa. La nieve crujía bajo nuestros pies. El aire se había enrarecido tanto que hacía daño respirarlo. La sangre afluía continuamente a la cabeza, pero a pesar de todo un sentimiento de alegría se difundía por mis venas, y me congratulaba de encontrarme por encima de todo el mundo, un sentimiento pueril, no lo niego, pero, al alejarnos de las convenciones de la sociedad y aproximarnos a la naturaleza, nos volvemos inconscientemente como niños: todo lo que hemos aprendido se desprende de nuestra alma, que vuelve a ser como era antaño y como probablemente será de nuevo algún día. Quien, como yo, haya tenido ocasión de vagar por montañas desiertas, de contemplar largo y tendido sus caprichosas formas y de aspirar con avidez el aire vivificante que se difunde por sus barrancos, comprenderá sin duda mi deseo de comunicar, de contar, de pintar estos maravillosos cuadros. Cuando finalmente llegamos a lo alto del monte Gud, nos detuvimos y miramos a nuestro alrededor: una nube gris colgaba sobre la cumbre, y su frío aliento amenazaba con una tormenta inminente; pero a oriente todo era tan claro y dorado que tanto el capitán como yo la olvidamos por completo… Sí, también el capitán: en los corazones de los hombres sencillos el sentimiento de la belleza y de la grandeza de la naturaleza es cien veces más poderoso y más vivo que en nosotros, narradores entusiastas de viva voz y sobre el papel.
—Supongo que estará usted acostumbrado a estos cuadros grandiosos —le dije.
—Sí, como también puede uno acostumbrarse al silbido de las balas, es decir, a ocultar el latido involuntario del corazón.
—No obstante, he oído decir que a algunos guerreros curtidos esa música les resulta hasta agradable.
—Puede que sea como usted dice; pero solo porque el corazón late con más fuerza. Mire —añadió, señalando hacia oriente—: ¡qué hermosura de lugar!
En efecto, dudo que llegue a ver alguna vez un panorama semejante: a nuestros pies se extendía el valle de Koishaúr, atravesado por el Aragva y otro riachuelo, como dos hilos de plata; una bruma azulina se desplazaba por allí, ocultándose en las vaguadas vecinas de los cálidos rayos de la mañana; a derecha e izquierda las crestas de las montañas, a cual más alta, se entrecruzaban, se estiraban, cubiertas de nieve y de arbustos; en la lejanía se divisaban las mismas montañas, pero apenas se distinguían ya dos peñas semejantes, y toda esa nieve ardía con un destello sonrosado tan alegre, tan intenso, que uno tenía la impresión de que podría quedarse a vivir allí para siempre. El sol empezaba a asomar por detrás de una montaña azul oscuro, que solo un ojo avezado podía distinguir de una de esas nubes de tormenta; pero por encima del sol había una banda de un rojo sangriento, a la que mi compañero prestó una especial atención.
—Ya le dije que hoy tendríamos mal tiempo —exclamó—. Más vale que nos apresuremos o la tormenta nos sorprenderá en la Krestóvaia. ¡En marcha! —gritó a los cocheros.
Pusimos cadenas bajo las ruedas a modo de frenos para que no adquirieran velocidad, cogimos a los caballos de las riendas e iniciamos el descenso. A la derecha había un talud y a la izquierda un barranco tan profundo que una aldehuela osetia enclavada en el fondo del valle parecía un nido de golondrinas. Me estremecí al pensar en el correo que, sin apearse de su traqueteante carruaje, pasaba una decena de veces, en la oscura noche, por ese mismo camino en el que no hay espacio para dos carros. Uno de nuestros cocheros era un mujik ruso natural de Yaroslav, el otro un osetio. Este último llevaba el caballo de varas por la brida con todas las precauciones posibles, no sin antes haber desenganchado las caballerías delanteras; nuestro despreocupado ruso, en cambio, ni siquiera consideró necesario bajarse del pescante. Cuando le comenté que al menos se podía haber preocupado de mi maleta, pues no tenía ninguna gana de que acabara en el fondo del abismo, me respondió: «¡Eh, señor! Si Dios quiere, llegaremos sin menor daño que ellos. No es la primera vez que hacemos el camino». Y no se equivocó: podíamos no haber llegado, pero llegamos. La verdad es que, si los hombres reflexionaran un poco más, se convencerían de que la vida no merece que nos tomemos tantas preocupaciones por ella.
Pero tal vez queráis saber cómo acabó la historia de Bela. En primer lugar, no estoy escribiendo una novela, sino unas notas de viaje; por tanto, no puedo obligar al capitán a que continúe con su relato antes de que efectivamente lo haya hecho. En suma, tened un poco de paciencia o, si lo preferís, saltaos algunas páginas, aunque no os lo aconsejo porque el paso por el monte Krestóvaia (o, como lo llama el sabio Gamba, le mont St.-Christophe[11]) es digno de que le prestéis un poco de atención. Así pues descendimos desde el monte Gud hasta el valle de Chertova… ¡Un nombre en verdad romántico! Ya veis el nido del espíritu del mal entre las rocas inaccesibles… Pues nada de eso: el nombre de valle de Chertova proviene de la palabra chertá, no de chort[12], pues antaño se encontraba aquí la frontera con Georgia. En este valle abundaban las montoneras de nieve, que recordaban muchísimo las que pueden verse en Sarátov, Tambov y otros queridos[13] lugares de nuestra patria.
—¡Ahí tiene el monte Krestóvaia! —me dijo el capitán cuando descendíamos hacia el valle Chertova mostrándome un cabezo cubierto de un velo de nieve; en su cumbre destacaba la negra figura de una cruz de piedra; a su lado serpenteaba un camino apenas perceptible por el que solo se pasa cuando la carretera lateral está obstruida por la nieve. Nuestros cocheros dijeron que aún no se habían producido avalanchas y, para no extenuar a los caballos, nos hicieron rodear la montaña. En una revuelta nos encontramos con unos cinco osetios que, tras ofrecernos sus servicios, se agarraron a las ruedas y, entre gritos, se pusieron a tirar y sujetar nuestros coches. Y lo cierto es que el camino era peligroso: a nuestra derecha, sobre nuestras mismas cabezas, colgaban montones de nieve que parecían a punto de despeñarse al abismo al primer soplo de viento. El estrecho sendero estaba parcialmente cubierto de nieve y en algunos lugares se hundía bajo los pies, mientras en otros se había convertido en hielo por efecto de los rayos del sol y de las heladas nocturnas, así que avanzábamos con muchas dificultades: los caballos se resbalaban. A la izquierda se abría un profundo precipicio por el que fluía un torrente que tan pronto se ocultaba bajo una costra de hielo como saltaba espumeante sobre las guijas negras. En dos horas apenas habíamos rodeado el monte Krestóvaia. ¡Dos horas para recorrer dos kilómetros! Mientras tanto, las nubes habían descendido, había empezado a granizar y después a nevar; el viento, internándose en los desfiladeros, aullaba y silbaba como el bandido Ruiseñor[14], y pronto la cruz de piedra desapareció en la niebla que llegaba desde el este en oleadas cada vez más espesas y densas… A propósito, sobre esta cruz existe una leyenda extraña pero muy extendida, según la cual habría sido erigida por el emperador Pedro I en su viaje por el Cáucaso; pero, en primer lugar, Pedro solo llegó a Daguestán y, en segundo, en la cruz está escrito con letras enormes que se levantó por orden del general Yermólov, y precisamente en 1824. Pero la leyenda, a pesar de esa inscripción, está tan arraigada que en verdad ya no sabe uno qué creer, tanto más cuanto que no estamos acostumbrados a conceder crédito a las inscripciones.
Teníamos que descender unos cinco kilómetros por rocas cubiertas de hielo y por nieve húmeda antes de llegar a la estación de postas de Kobi. Los caballos estaban extenuados y nosotros ateridos de frío. La tormenta aullaba cada vez con mayor violencia, como las que se desatan en nuestras regiones septentrionales, pero en este caso sus melodías salvajes eran más tristes y desconsoladas. «Exiliada también tú —me decía—, lloras por las vastas estepas deslindadas. Allí hay espacio suficiente para desplegar tus frías alas, mientras que aquí todo son angosturas y te ahogas, como un águila que se lanza con un grito contra los barrotes de su jaula de hierro».
—¡Mal asunto! —dijo el capitán—. Fíjese: no se ve nada más que niebla y nieve, y tengo miedo de que caigamos en un precipicio o quedemos bloqueados en cualquier ventisquero, y allí abajo el Baidara debe de llevar tanta agua que no podremos atravesarlo. ¡Ya ve usted cómo es Asia! Lo mismo los hombres que los ríos. ¡No puede uno fiarse ni de los unos ni de los otros!
Los cocheros, entre gritos y juramentos, fustigaban a los caballos, que relinchaban, se resistían y no querían moverse por nada del mundo, a pesar de la elocuencia de los latigazos.
—Excelencia —dijo por fin uno de ellos—, es imposible que lleguemos hoy a Kobi. ¿No sería mejor, ahora que aún estamos a tiempo, que torciéramos a la izquierda? A un lado de la montaña, se distingue una mancha negra. Seguro que son unas cabañas. Los viajeros siempre se detienen allí cuando hace mal tiempo. Dicen que nos conducirán si les damos una propina —añadió, señalando a uno de los osetios.
—Eso ya lo sé yo, amigo mío, no necesito que me lo digas —respondió el capitán—. ¡Los muy bribones! No dejan pasar la ocasión de sacar una propina.
—En cualquier caso, reconozca usted que estaríamos peor sin ellos —dije.
—De acuerdo, de acuerdo —farfulló—. Pero ¡ya estoy harto de estos guías! Saben por instinto cuándo pueden obtener un beneficio. ¡Como si no se pudiera encontrar el camino sin ellos!
Giramos a la izquierda y, mal que bien, después de no pocos contratiempos, llegamos a un miserable refugio, que consistía en dos cabañas construidas con losas y guijarros y rodeadas de un muro levantado con idénticos materiales. Los dueños, vestidos con harapos, nos recibieron con cordialidad. Más tarde me enteré de que el gobierno les entrega dinero y alimentos a condición de que acojan a los viajeros sorprendidos por las tormentas de nieve.
—No hay mal que por bien no venga —dije, sentándome al lado del fuego—. Ahora podrá contarme usted el final de la historia de Bela. Estoy convencido de que no terminó así.
—Y ¿por qué está usted tan seguro? —me respondió el capitán, guiñándome el ojo con una sonrisa maliciosa.
—Porque no entra dentro del orden de las cosas: lo que comienza de un modo extraordinario no debe concluir de la misma manera.
—Pues lo ha adivinado usted…
—Me alegro mucho.
—Pues alégrese todo lo que quiera, pero a mí esos recuerdos me ponen triste. ¡Esa Bela era una muchacha maravillosa! Al final me acostumbré a ella como a una hija, y ella me cogió cariño. Debo decirle que no tengo familia. Hará ya doce años que no recibo noticias de mi padre ni de mi madre; en cuanto a tomar esposa, no me decidí cuando aún estaba a tiempo, y ahora es demasiado tarde, sabe usted. En definitiva, me sentí feliz de haber encontrado alguien a quien mimar. A veces nos cantaba canciones o bailaba la lezguinka[15]… Y ¡cómo bailaba! He visto a nuestras señoritas de provincias, y en una ocasión, hará cosa de veinte años, visité el Círculo de la Nobleza de Moscú… Pero eso era otra cosa, no se le podían comparar… Grigori Aleksándrovich la vestía como a una muñequita, la colmaba de cuidados y atenciones; y ella se puso tan hermosa que daba gusto verla: perdió el bronceado del rostro y de las manos, se le sonrosaron las mejillas… Y estaba tan contenta que a veces, la muy bribona, me tomaba el pelo… ¡Dios la perdone!…
—Y ¿qué ocurrió cuando le anunciaron ustedes la muerte de su padre?
—Se la ocultamos mucho tiempo, hasta que se acostumbró a su situación; y cuando se lo dijimos, lloró dos días y después se olvidó. Durante cuatro meses todo fue a las mil maravillas. Grigori Aleksándrovich, creo que ya se lo he dicho, es un apasionado de la caza. Le encantaba ir al bosque y perseguir jabalíes o cabras de monte, pero ahora apenas iba más allá de la empalizada de la fortaleza. No obstante, no tardé en darme cuenta de que volvía a quedarse pensativo y a recorrer la habitación de un extremo al otro con las manos a la espalda. Un día, sin decirle nada a nadie, se fue a cazar, y se pasó fuera toda la mañana. Y lo mismo sucedió otro día, y luego otro: cada vez desaparecía con mayor frecuencia… «No está bien —pensaba yo—. Deben de haber discutido». Una mañana fui a visitarlos. Aún me parece estar viéndolo. Bela estaba sentada en la cama, con un jubón de seda negra, toda pálida y tan triste que me asusté.
»—¿Dónde está Pechorin? —pregunté.
»—De caza.
»—¿Se ha marchado hoy?
»Ella guardaba silencio, como si le costara trabajo hablar.
»—No, ayer —dijo finalmente, con un profundo suspiro.
»—¿No le habrá ocurrido algo?
»—Ayer me he pasado todo el día pensando —me respondió entre lágrimas—. Me he imaginado toda clase de desgracias: tan pronto me parecía que un jabalí salvaje le había herido como que un checheno se lo había llevado a las montañas… Y hoy empiezo a creer que ya no me ama.
»—La verdad, pequeña mía, es que no se te podía haber ocurrido nada peor.
»Ella se echó a llorar, luego levantó la cabeza con orgullo, se enjugó las lágrimas y continuó:
»—Si ya no me quiere, ¿quién le impide mandarme de vuelta a casa? No le obligo a tenerme aquí. Si las cosas siguen así, yo misma me iré: no soy su esclava. ¡Soy la hija de un príncipe!…
»Intenté convencerla.
»—Escucha, Bela, no puede quedarse aquí eternamente, pegado a tus faldas. Es un hombre joven, le gusta correr detrás de las presas: pasará un tiempo cazando y después volverá. Pero, si te ve triste, no tardará en cansarse de ti.
»—Es verdad, es verdad —respondió—. Estaré alegre.
»Y, soltando una carcajada, cogió su pandereta y se puso a cantar, a bailar y a dar saltos a mi alrededor. Pero ese estado de ánimo no duró mucho: de nuevo se arrojó sobre la cama y se cubrió el rostro con las manos.
»¿Qué podía hacer por ella? Yo nunca he tratado con mujeres, sabe usted. Me devané los sesos buscando la manera de consolarla, pero no se me ocurrió nada. Guardamos silencio un rato… ¡Una situación bastante desagradable!
»Finalmente le dije:
»—¿Quieres que vayamos a dar un paseo por la empalizada? ¡Hace un tiempo maravilloso!
»Estábamos en septiembre, y la verdad es que el día era magnífico, luminoso y no demasiado caluroso. Se veían todas las montañas como si estuvieran en la palma de la mano. Salimos, paseamos en silencio, arriba y abajo, a lo largo de la empalizada. Por último Bela se sentó en el césped, y yo me senté a su lado. Lo cierto es que al recordarlo me dan ganas de reír: iba detrás de ella como si fuera su niñera.
»Nuestra fortaleza se alzaba sobre un promontorio, y la vista desde la empalizada era soberbia: a un lado una inmensa llanura, atravesada por algunos barrancos, terminaba en un bosque que se extendía hasta una cadena de montañas; aquí y allá humeaban las aldeas, pastaban los caballos; al otro corría un riachuelo, y los espesos arbustos que entretejían sus márgenes recubrían también las alturas pedregosas que se unían a la cadena principal del Cáucaso. Nos habíamos sentado en una esquina del bastión, de manera que podíamos divisar tanto el panorama que se abría a la derecha como a la izquierda. Y, de pronto, ¿qué es lo que veo? Alguien sale del bosque montado en un caballo gris y se acerca cada vez más; finalmente se detiene al otro lado del riachuelo, a unos doscientos metros de nosotros, y empieza a dar vueltas en su montura como si estuviera loco. ¡Qué cosa más rara!
»—Mira allí, Bela —le dije—. Tus ojos son más jóvenes que los míos: ¿quién es ese jinete? Y ¿a quién pretende divertir?
»Ella echó un vistazo y gritó:
»—¡Es Kázbich!
»—¡Ah, el muy bandido! ¿Es que ha venido a burlarse de nosotros?
»Miré con mayor atención: en efecto, era Kázbich, con su jeta atezada, desharrapado y sucio, como siempre.
»—Es el caballo de mi padre —dijo Bela, cogiéndome del brazo. Temblaba como una hoja y sus ojos echaban chispas.
»“¡Ah! —pensé—. También por tus venas corre sangre de bandido, pequeña mía”.
»—Ven aquí —le dije al centinela—. Comprueba el estado de tu fusil y derríbame a ese muchacho. Te daré un rublo de plata.
»—A sus órdenes, excelencia. Pero tendría que quedarse quieto.
»—Pues ¡pídeselo! —le dije, riendo…
»—¡Eh, amigo! —gritó el centinela, agitando la mano—. Espera un poco. ¿Por qué das vueltas como una peonza?
»El caso es que Kázbich se detuvo y prestó oídos a lo que le decían, creyendo probablemente que le iban a proponer un trato. ¡Nada de eso!… Mi granadero apuntó y… ¡Pum! Pero erró el blanco. En cuanto se oyó el estallido de la pólvora, Kázbich espoleó a su caballo y este se echó a un lado. Entonces el jinete se alzó sobre los estribos, gritó algo en su propia lengua, nos amenazó con la fusta y desapareció.
»—¡Cómo no te da vergüenza! —le dije al centinela.
»—¡Excelencia, se ha ido a buscar otro sitito para morir! —respondió—. A esta maldita gente no se la mata a la primera.
»Un cuarto de hora más tarde Pechorin volvió de cazar. Bela se arrojó a su cuello, y de sus labios no salió ni una queja ni un reproche por su larga ausencia… Hasta yo me enfadé con él.
»—Pero ¡hombre de Dios! —le dije—. Hace un momento Kázbich ha estado aquí, al otro lado del río, y le hemos disparado. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que se tope usted con él? Estos montañeses son vengativos. ¿Cree que no sospecha que ayudó usted a Azamat? Y apuesto a que hoy ha reconocido a Bela. Sé que hace un año estaba loco por ella, me lo dijo él mismo. Y si hubiera podido reunir una suma conveniente, probablemente la habría pedido en matrimonio.
»Al oír esas palabras, Pechorin se quedó pensativo.
»—Sí —respondió—, hay que tener más cuidado… Bela, a partir de hoy no debes pasear más por la empalizada del fuerte.
»Por la tarde tuve una larga conversación con él. Me irritaba su cambio de actitud con esa pobre muchacha: no solo se pasaba la mitad del día cazando, sino que se había vuelto frío y muy poco cariñoso, y ella había empezado a languidecer a ojos vistas, su carita se había alargado, sus grandes ojos se habían quedado sin brillo.
»A veces yo le preguntaba:
»—¿Por qué suspiras, Bela? ¿Estás triste?
»—No.
»—¿Necesitas algo?
»—No
»—¿Echas de menos a tu familia?
»—No tengo familia.
»A veces, durante días enteros, no había manera de sacarle nada más que un “sí” o un “no”.
»Esas cuestiones fueron las que traté con Pechorin.
»—Escuche, Maksim Maksímich —respondió—. Tengo un carácter imposible. Ni sé si la educación me ha hecho como soy o si Dios me ha creado así; lo único que puedo decirle es que no solo soy la causa de las desgracias ajenas, sino también de la mía propia. Me hago cargo de que eso no supone un consuelo para nadie, pero es la pura verdad. En mi primera juventud, desde el instante en que abandoné la tutela de mi familia, me entregué desenfrenadamente a todos los placeres que se pueden comprar con dinero, y, como puede suponer, esos placeres acabaron por asquearme. Luego me lancé al gran mundo, y al poco tiempo la sociedad también me aburrió; me enamoré de grandes bellezas mundanas y fui correspondido; pero ese amor no hacía más que exacerbar mi imaginación y mi vanidad, mientras mi corazón seguía vacío… Me aficioné a la lectura, al estudio, pero las ciencias no me resultaron menos tediosas. Me di cuenta de que ni la gloria ni la felicidad dependían de ellas en absoluto, porque los hombres más felices son los ignorantes y la gloria es una cuestión de suerte: para alcanzarla, basta con ser muy hábil. Entonces me ganó el aburrimiento… Poco después me trasladaron al Cáucaso, y así empezó el período más feliz de mi vida. Suponía que el tedio era incompatible con las balas chechenas, pero me equivoqué. Al cabo de un mes me había acostumbrado tanto a su silbido y a la cercanía de la muerte que en verdad prestaba más atención a los mosquitos… Además, me aburría más que antes porque había perdido casi mi última esperanza. Cuando vi a Bela en su casa, cuando por primera vez la senté en mis rodillas y besé sus negros rizos, creí, estúpido de mí, que era un ángel que me enviaba el piadoso destino… Y otra vez me equivoqué: el amor de una salvaje no vale mucho más que el de una ilustre señorita: la ingenuidad y la sencillez de la una cansan tanto como la coquetería de la otra. Le confieso que aún la quiero, que le estoy reconocido por algunos momentos bastante dulces, daría mi vida por ella, pero me aburro a su lado… No sé si soy un imbécil o un miserable, pero lo cierto es que también soy digno de lástima, puede que incluso más que ella. Mi alma está corrompida por el mundo, tengo una imaginación inquieta y un corazón insaciable. Nada me colma. Con la misma facilidad me acostumbro a la pena y al placer, y mi vida se vuelve más vacía cada día que pasa. El único remedio que me queda es viajar. En cuanto pueda, me marcharé de aquí, pero no a Europa, Dios me guarde, sino a América, a Arabia, a la India. ¡Acaso muera por el camino, en cualquier parte! Al menos estoy seguro de que este último consuelo no se agotará tan deprisa, gracias a las tormentas y los malos caminos.
»Habló largo y tendido de este modo, y sus palabras se grabaron en mi memoria porque era la primera vez que oía semejantes razones en boca de un hombre de veinticinco años. Quiera Dios que sea la última… ¡Qué cosa más rara! Dígame, por favor —continuó el capitán, dirigiéndose a mí—. Me figuro que habrá pasado alguna temporada en la capital recientemente: ¿es posible que allí todos los jóvenes sean así?
Le respondí que había muchas personas que hablaban así y que probablemente algunas no fingiesen; que, en cualquier caso, el desencanto, como todas las modas, se había iniciado en las capas más altas de la sociedad y se había extendido hasta las más bajas, que habían acabado por desgastarlo, y que, en la actualidad, incluso los que se aburrían de verdad trataban de ocultar esa desgracia como si fuera un vicio.
El capitán, que no había entendido tales sutilezas, movió la cabeza y sonrió con malicia.
—Seguro que son los franceses los que han puesto de moda eso de aburrirse.
—No, los ingleses.
—¡Claro, claro! —dijo—. ¡Pero si es que han sido siempre unos borrachines empedernidos!…
No pude por menos de acordarme de una dama moscovita que afirmaba que Byron no era más que un borracho. Por lo demás, la observación del capitán era más disculpable: con el propósito de abstenerse de beber, trataba de convencerse de que todas las desgracias del mundo se debían al vino.
Al poco rato el capitán prosiguió con su relato con estas palabras:
—Kázbich no volvió a aparecer. Pero por alguna razón no se me iba de la cabeza la idea de que se había dejado ver por algún motivo y de que estaba tramando algo malo.
»Un día Pechorin me convenció de que fuera a cazar jabalíes con él; me había negado a acompañarlo varias veces: los jabalíes no eran ninguna novedad para mí. No obstante, acabó arrastrándome casi a la fuerza. Salimos de la fortaleza por la mañana temprano, en compañía de cinco soldados. Estuvimos hasta las diez batiendo el bosque y los cañaverales, pero no descubrimos el rastro de ningún animal. “¿No sería mejor que regresáramos? —dije yo—. No tiene sentido que sigamos. Es evidente que hoy no es nuestro día de suerte”. Pero Grigori Aleksándrovich, a pesar del calor y de la fatiga, no quería volver sin una presa… Así era ese hombre: como se le metiera una idea entre ceja y ceja, no había manera de quitársela. Seguro que de niño su madre lo había mimado. Por fin, al mediodía, dimos con un maldito jabalí. Disparamos, pero no le acertamos. El animal se escabulló entre los cañizos… ¡No, no era nuestro día!… Así que, después de reposar un rato, decidimos volver a casa.
»Cabalgábamos en silencio, uno al lado del otro, con las riendas sueltas. Estábamos ya al lado de la fortaleza: solo unos arbustos nos la ocultaban. De pronto oímos un tiro… Intercambiamos una mirada: a los dos nos había asaltado la misma sospecha… Nos lanzamos al galope hacia el lugar desde el que había partido el disparo y vimos que algunos soldados se habían reunido al pie de la empalizada y señalaban la llanura, por la que se alejaba a toda velocidad un jinete, llevando sobre la silla un bulto blanco. Grigori Aleksándrovich prorrumpió en un grito no menos estridente que el de los chechenos, desenfundó el fusil y se lanzó en su persecución. Yo le seguí.
Por suerte, como la jornada de caza había sido un fracaso, nuestros caballos no estaban muy cansados. Partimos al galope, y a cada instante nos acercábamos más y más a nuestro objetivo… Por fin reconocí a Kázbich, pero no pude distinguir lo que llevaba entre los brazos. En ese momento llegué a la altura de Pechorin y le grité:
»—¡Es Kázbich!
»Él me miró, inclinó la cabeza y fustigó a su caballo.
»Al cabo de un rato lo teníamos ya a tiro de fusil. El caballo de Kázbich estaba extenuado o era peor que los nuestros; el caso es que, a pesar de sus esfuerzos, apenas ganaba terreno. Creo que en ese trance se acordaría de su Karaguioz…
»De pronto vi que Pechorin, sin dejar de cabalgar, apuntaba con el fusil.
»—¡No dispare! —le grité—. No malgaste munición. Pronto le alcanzaremos.
»¡Esta juventud! ¡Siempre se acalora a destiempo!… Pero se oyó un disparo, y la bala atravesó una de las patas traseras del caballo, que, llevado de su propio impulso, aún fue capaz de dar diez pasos más, pero después se tambaleó y cayó de rodillas. Kázbich saltó a tierra y en ese momento pudimos ver que tenía entre sus brazos una mujer envuelta en un chador… Era Bela… ¡La pobre Bela! Kázbich nos gritó unas palabras en su lengua y la amenazó con el puñal… No había un instante que perder: cogí el fusil y disparé al azar. Probablemente la bala le alcanzó en el hombro, porque bajó bruscamente el brazo. Cuando se disipó el humo, vimos que el caballo herido yacía en el suelo y a su lado estaba Bela; en cuanto a Kázbich, había arrojado el fusil y, abriéndose paso entre los arbustos, trepaba por una roca como un gato. Me entraron ganas de derribarlo, pero mi arma no estaba cargada. Descabalgamos y corrimos hacia Bela: la desdichada no se movía y la sangre manaba a chorros de su herida… ¡Qué canalla! Si al menos le hubiera atravesado el corazón, habría muerto en el acto, pero clavarle el cuchillo en la espalda… ¡Una puñalada propia de un bandido! La muchacha había perdido el conocimiento. Rasgamos el chador y le vendamos la herida, apretando todo lo que pudimos. En vano Pechorin besaba sus fríos labios: nada podía devolverla a la vida.
»Pechorin subió sobre su caballo. Yo la levanté del suelo y a duras penas la puse a su lado en la silla. Él la rodeó con el brazo, y sin más preámbulos partimos. Al cabo de unos minutos de silencio, Grigori Aleksándrovich me dijo:
»—Escuche, Maksim Maksímich, a este paso no conseguiremos que llegue con vida.
»—¡Es cierto! —dije yo, y lanzamos los caballos a todo galope.
»A la entrada de la fortaleza nos esperaba un montón de gente. Trasladamos con el mayor cuidado a la herida a casa de Pechorin y enviamos en busca del médico que, aunque borracho, se presentó al poco rato. Tras examinar a la joven, nos anunció que no viviría más de un día, pero se equivocó…
—¿Es que se restableció? —le pregunté al capitán, cogiéndole por el brazo, incapaz de ocultar mi alegría.
—No —respondió él—. Digo que se equivocó porque vivió dos días más.
—Pero no me ha explicado usted cómo la raptó Kázbich.
—Pues verá: a pesar de la prohibición de Pechorin, Bela salió de la fortaleza y se dirigió al riachuelo. Ese día, sabe usted, hacía mucho calor. Se sentó en una piedra y metió los pies en el agua. Entonces Kázbich se acercó a hurtadillas, la cogió, la amordazó y la arrastró hasta los arbustos; una vez allí, saltó sobre su caballo y partió al galope. Pero Bela consiguió lanzar un grito. Los centinelas dieron la voz de alarma y dispararon, pero no le alcanzaron. Fue en ese momento cuando llegamos nosotros.
—Y ¿qué razón tenía Kázbich para querer raptarla?
—¡Vaya pregunta! Todo el mundo sabe que los circasianos son un pueblo de bandidos. Se llevan cualquier cosa a la que puedan echarle mano. Aunque algo no les haga falta, lo roban de todos modos… ¡No hay que tenérselo en cuenta! Además, la joven le gustaba desde hacía mucho.
—Y ¿Bela murió?
—Sí, pero tras atroces sufrimientos, aunque los nuestros no fueron menores. A eso de las diez de la noche recobró el conocimiento. Nosotros estábamos a su cabecera. En cuanto abrió los ojos, se puso a llamar a Pechorin.
»—Estoy aquí, a tu lado, mi dzhánechka (el equivalente a “mi amor” en nuestra lengua) —respondió él, cogiéndole la mano.
»—¡Me muero! —susurró ella.
»Intentamos consolarla, le dijimos que el médico había prometido curarla sin falta, pero ella negó con la cabeza y se volvió hacia la pared: ¡no quería morir!
»Por la noche empezó a delirar. La cabeza le ardía, de vez en cuando los escalofríos de la fiebre recorrían todo su cuerpo. Decía palabras inconexas sobre su padre y sobre su hermano. Quería regresar a su casa, a las montañas… Luego habló también de Pechorin, dedicándole distintos apelativos cariñosos y reprochándole que hubiera dejado de amar a su dzhánechka.
»Él la escuchaba en silencio, la cabeza entre las manos; pero en ningún momento descubrí una sola lágrima en sus pestañas; no sabría decir si en verdad era incapaz de llorar o si se dominaba; en lo que a mí respecta, nunca había visto un espectáculo tan triste.
»Por la mañana dejó de delirar. Pasó cerca de una hora sin moverse, pálida, en tal estado de debilidad que apenas se advertía su respiración. Luego se sintió mejor y empezó a hablar, pero ¿sabe de qué?… ¡Tales pensamientos solo se les ocurren a los moribundos!… Se lamentaba de no ser cristiana y de que en el otro mundo su alma no se encontraría jamás con la de Grigori Aleksándrovich: otra mujer sería su compañera en el paraíso. Se me ocurrió la idea de bautizarla antes de que muriera, y así se lo propuse. Ella me miró indecisa y durante un buen rato fue incapaz de pronunciar palabra. Por último respondió que moriría en la fe en la que había nacido. Así pasó el día entero… Sus pálidas mejillas se habían hundido, sus ojos se habían vuelto mucho más grandes, sus labios ardían. Sentía una suerte de calor interior, como si tuviera en el pecho un hierro candente.
»Llegó otra vez la noche, pero nosotros no pegamos ojo ni nos apartamos de la cabecera. Sufría terriblemente, gemía, pero, en cuanto los dolores se calmaban un poco, trataba de convencer a Grigori Aleksándrovich de que estaba mejor, de que se fuera a dormir; le besaba la mano, que tenía siempre entre las suyas. Poco antes de que amaneciera se apoderó de ella la angustia de la muerte, empezó a agitarse, se arrancó el vendaje y la sangre volvió a fluir. Cuando la vendamos de nuevo, se calmó por un instante y le pidió a Pechorin que la besara. Él se arrodilló a un lado de la cama, le levantó la cabeza de la almohada y apretó sus labios a los de ella, ya casi fríos. Bela le echó los temblorosos brazos al cuello y se lo apretó con fuerza, como si en ese beso quisiera entregarle su alma… Sí, la verdad es que hizo bien en morirse: ¿qué habría sido de ella si Grigori Aleksándrovich la hubiera abandonado? Y es lo que habría sucedido más tarde o más temprano…
»Durante la mitad del día siguiente se mostró serena, silenciosa y dócil, a pesar de que el médico no dejó de atormentarla con sus cataplasmas y mixturas.
»—Pero, hombre de Dios —le reproché yo—, ¿no ha dicho usted mismo que moriría sin falta? Entonces, ¿a qué vienen tantos preparados?
»—Es mejor así —me respondió—. De otro modo, no me quedaría con la conciencia tranquila.
»¡Menuda conciencia!
»Después del mediodía empezó a atormentarla la sed. Abrimos las ventanas, pero hacía más calor fuera que en la habitación. Pusimos hielo al lado de la cama: nada la aliviaba. Sabía que esa sed insaciable era señal de un final inminente, y así se lo dije a Pechorin.
»—¡Agua, agua! —pedía ella con voz ronca, incorporándose en la cama.
»Pechorin se puso pálido como un lienzo, cogió un vaso, lo llenó y se lo entregó. Yo me tapé los ojos con las manos y me puse a recitar una oración, no recuerdo cuál… Sí, amigo mío, he visto morir a mucha gente, en los hospitales de campaña y en el campo de batalla, pero es distinto, muy distinto… Hay una cosa, debo reconocerlo, que aún me entristece: ni una sola vez, antes de morir, se acordó de mí, y eso que la quería como un padre… Bueno, ¡que Dios la perdone!… Y, a decir verdad, ¿quién soy yo para que alguien se acuerde de mí antes de morir?…
»En cuanto bebió el agua se sintió mejor, pero al cabo de unos tres minutos expiró. Acercamos un espejo a sus labios: ¡ni una señal!… Me llevé a Pechorin fuera de la habitación, y los dos juntos nos dirigimos a la empalizada. Pasamos un buen rato paseando arriba y abajo, sin decir palabra, las manos a la espalda. Su rostro no expresaba ninguna emoción especial, y eso me irritó: en su lugar yo me habría muerto de pena. Por último se sentó en el suelo, a la sombra, y se puso a dibujar algo con un palo sobre la arena. Yo me sentí en la obligación de consolarle, por las convenciones, ya sabe, así que me puse a hablar, y él entonces levantó la cabeza y se echó a reír… Al escuchar esa risa un escalofrío me recorrió la espalda… Me fui a encargar el ataúd.
»Reconozco que en parte me ocupé de esos preparativos para distraerme. Tenía una pieza de seda con la que tapicé el ataúd; además, lo decoré con unos galones circasianos de plata que Grigori Aleksándrovich había comprado para ella.
»Al día siguiente, por la mañana temprano, la enterramos detrás de la fortaleza, al lado del río, cerca del lugar donde se había sentado por última vez. Alrededor de la tumba crecen ahora arbustos de acacia blanca y de saúco. Me hubiera gustado poner una cruz, pero no habría estado bien, sabe usted: a fin de cuentas, no era cristiana…
—Y ¿qué fue de Pechorin? —le pregunté.
—Pechorin estuvo mucho tiempo enfermo; se quedó en los huesos, el pobre. Y debo decirle que a partir de ese momento no volvimos a hablar de Bela: me di cuenta de que ese tema le desagradaba, así que ¿para qué sacarlo a colación? Al cabo de unos tres meses lo destinaron al regimiento de E y partió para Georgia. Desde entonces no he vuelto a verlo. Pero recuerdo que alguien me comentó hace poco que ha regresado a Rusia; sin embargo, en el cuerpo no se publicó ninguna orden al respecto. En cualquier caso, a nosotros esas noticias tardan mucho en llegarnos.
Y a continuación se lanzó a una larga disertación sobre lo desagradable que es enterarse de las cosas con un año de retraso, sin duda para ahogar sus tristes recuerdos.
No le interrumpí, pero me desentendí de sus palabras.
Al cabo de una hora se nos presentó la posibilidad de reanudar el viaje. La tormenta de nieve había remitido y el cielo se había aclarado, así que nos pusimos en marcha. Por el camino me vino de nuevo a la cabeza la conversación sobre Bela y Pechorin.
—Y ¿no se enteró usted de lo que pasó con Kázbich? —le pregunté.
—¿Con Kázbich? Pues la verdad es que no… He oído decir que en el flanco derecho, entre los shapsugos[16], hay un tal Kázbich, un osado jinete que, vestido con un jubón rojo, cabalga al paso bajo los tiros de los nuestros y saluda con mucha cortesía cuando una bala pasa silbando cerca de su cuerpo. Pero ¡vaya usted a saber si es el mismo!…
En Kobi Maksim Maksímich y yo nos separamos. Yo tomé el coche de postas y él, lastrado por la gran cantidad de equipaje que llevaba, no pudo seguirme. No esperábamos volver a vernos, pero el destino volvió a juntarnos. Si os place, os lo contaré: pero se trata ya de otra historia… En cualquier caso, reconoced que Maksim Maksímich es un hombre digno de estima… Si convenís en ello, me sentiré plenamente recompensado por mi relato, acaso demasiado largo.