UNA CONJETURA A MODO DE CONCLUSIÓN

UNA CONJETURA A MODO DE CONCLUSIÓN

En este libro hemos examinado los argumentos relacionados con la austeridad tanto en el caso de los que la presentaban como una medida político-económica sensata como en el de aquellas tesis que la concebían al modo de un conjunto sistemático de ideas económicas —y lo que hemos descubierto es que la austeridad presentaba carencias tanto en un sentido como en otro—. La austeridad no funciona. Punto. Y aunque el registro fósil señale la existencia de unos cuantos casos que aparentan corresponderse con otras tantas «consolidaciones fiscales expansivas», lo cierto es que lo que constatamos es una de estas dos cosas: o bien los factores desencadenantes de dichos casos no se ajustan —como ya tuvimos ocasión de ver en el capítulo seis— a lo que vienen a mantener los defensores de la tesis de la austeridad, o bien se da simplemente la circunstancia de que esos partidarios de la austeridad han comprendido mal el problema. La narrativa que sostiene que las expectativas racionales acaban dando lugar a la acción de las benéficas ninfas de la confianza es realmente un cuento de hadas. Los contados casos positivos que hemos podido hallar consiguen explicarse sin grandes dificultades recurriendo sencillamente a la acción de las devaluaciones de divisas y al establecimiento de pactos acomodaticios con los sindicatos. En términos generales, la aplicación práctica de la austeridad en tanto que política económica ha resultado ser tan eficaz en aportarnos paz, prosperidad y, sobre todo, una duradera reducción de la deuda como útil pueda haber sido la Horda de Oro mongola en mejorar el desarrollo de la doma olímpica. Lo que sí nos ha aportado, en cambio, ha sido un cóctel de políticas clasistas, agitación social, inestabilidad política, mayores tendencias al agravamiento de la deuda que a su alivio, asesinatos y guerras. No ha habido una sola vez en que la austeridad haya «hecho lo que se suponía que debía de haber hecho de dar crédito a las promesas de su envase».

Como conjunto de ideas, lo que comienza como una ausencia o vacío en la historia del pensamiento económico liberal acaba convirtiéndose en una esquizofrenia relacionada con el papel del estado en la economía —esquizofrenia expresada en forma de dilema, según el aforismo que aquí hemos sintetizado diciendo que, respecto del estado, los liberales no sólo vienen a decirse que «no pueden vivir con él ni sin él», sino que «tampoco quieren tener que asumir sus costes» (un dilema que a su vez desemboca en una neurosis vinculada con todo cuanto guarde relación con el estado en general)—. Habiendo sido expulsada del corpus formado por las ideas razonables tras la Gran Depresión, la noción de austeridad permaneció agazapada a la espera de su oportunidad, conservó su capacidad de acción gracias a la intervención de una serie de acontecimientos intelectuales que le prestaron respaldo durante el prolongado período de hibernación que hubo de vivir (protegida por las instituciones alemanas y la reflexión de los economistas austríacos e italianos emigrados a Estados Unidos) y consiguió resurgir en todo su esplendor y desarrollo en las décadas de 1990 y 2000.

En el transcurso de la vigente crisis financiera en la que se halla sumida Europa, la austeridad se ha aplicado con excepcional vigor, dando lugar exactamente al mismo tipo de fracasos que habría cabido esperar de haberse investigado a fondo los tramos previos de su historia intelectual y natural. Los costes derivados de esta combinación de arrogancia epistémica y de insistencia ideológica han sido, y siguen siendo, horrendos.[625] Si los estrategas políticos que asumen la responsabilidad de dictar las medidas económicas que se están llevando a la práctica en Europa se vieran en la obligación de «no causar daño», como se les exige a los médicos, quedarían todos ellos inmediatamente expulsados de la profesión y se les prohibiría el «ejercicio» de la economía. Si en algún momento del futuro próximo llegara a convertirse la austeridad en el mantra político-económico de Estados Unidos —pese a todas las pruebas recabadas hasta la fecha contra ella—, la expectativa que se nos presenta es indudablemente la de que dicha idea habrá de revelarse por fuerza igualmente destructiva en este país (con la salvedad, no lo olvidemos, de que nosotros, los estadounidenses, poseemos armas, económicas o no, más poderosas que las de la nación común).

Ahora bien, el deseo de aplicar las medidas asociadas con la austeridad no obedece únicamente a causas ideológicas, pese a que la austeridad en sí sea efectivamente una ideología. Existen también muy buenas razones materiales para continuar propugnando la aplicación de la austeridad, sobre todo en Europa, dado que lo que se pretende con ella es seguir dejando espacio libre en los balances generales de los estados soberanos para atender a la eventualidad de que acabe en la quiebra alguno de los bancos europeos cuyas dimensiones son excesivamente grandes como para poder acudir individualmente en su rescate. El problema que se inició en Estados Unidos como una crisis bancaria continúa siendo eso, una crisis bancaria, en la Europa actual. El euro ha venido a turboalimentar este problema, dado que lo que ha hecho ha sido conseguir de facto que la economía europea del siglo XXI quede convertida en un clásico sistema de patrón oro. Y una vez más, los resultados son tan predecibles como espantosos. Pero ¿cómo hemos vuelto a meternos en semejante embrollo?

En cierto sentido —y dejando aquí a un lado a la Madre de Todos los Riesgos Morales que ha sido el verdadero detonante de la faceta europea de la crisis—, el elemento desencadenante de toda esta situación ha resultado ser un caso típico de lo que sucede cuando las buenas intenciones generan malas consecuencias. Si lo cierto es que el sistema financiero estadounidense venía a ser una especie de accidente anunciado, pues sólo era cuestión de tiempo que acabase provocando un problema, como ya tuvimos ocasión de comprobar en el capítulo dos, lo que nos llevó a recorrer la particular senda en la que ahora nos vemos empantanados fue precisamente la decisión de acudir al rescate de los bancos en 2008, decisión que comenzó a materializarse en la práctica con el Programa de Ayuda para Activos Problemáticos puesto en marcha en Estados Unidos.

En uno de los capítulos anteriores de este libro he tenido oportunidad de ofrecer una analogía que permite explicar por qué los gobiernos, y especialmente el gobierno de Estados Unidos, procedieron a tomar este tipo de medidas: la existencia de más de ciento cincuenta millones de trabajadores, sumada al hecho de que el 72 por 100 de ellos viva al día, dependiendo totalmente de su paga semanal, a la circunstancia de que circulen por el país nada menos que setenta millones de armas cortas de fuego, y a la hipótesis de unos cajeros automáticos en quiebra… es algo que todavía viene a condensar la esencia de la situación. Si me preguntan cuál es mi opinión personal, y retrotrayéndome al panorama existente en 2008, creo que la opinión de rescatar a los bancos fue acertada. Pienso que «no había otra alternativa». Sin embargo, como sucede con toda la lógica TINA,[*] lo cierto es que siempre hay otras alternativas. Al considerar hoy los costes derivados de aquella decisión, la verdad es que ya no estoy tan seguro de que se tratara de la opción correcta.

A los costes inmediatos de la crisis, que quedaron expuestos en el capítulo dos, hemos de añadir la desolación y el dinero perdido a causa de los años que llevamos padeciendo las políticas de austeridad —dado que su coste es ya notablemente superior al de cualquier situación de pánico bancario corriente, por grande que pudiera llegar a ser—. Es posible que lo que hubiéramos debido hacer fuera dejar que los bancos quebraran. Es efectivamente cierto que el análisis de los riesgos sistémicos aconseja lo contrario. Ahora bien, si la alternativa adoptada se revela incapaz de producir otra cosa que una década o más de austeridad, entonces realmente debiéramos reconsiderar si los costes del riesgo sistémico —es decir, de dar al traste con el sistema financiero— son verdaderamente peores que los de la austeridad que ya hemos empezado a soportar —y que todavía tendremos que seguir aguantando durante bastante tiempo—.

La decisión de rescatar a los bancos desembocó en un grave endeudamiento de los estados. La deuda generó la crisis. Y la crisis ha alumbrado esta austeridad. Quizá hubiésemos podido evitar esta secuencia —pues, como hemos mostrado en el presente libro, hubo momentos en que pudimos elegir—. La austeridad no constituía una fatalidad inevitable; pese a que su raíz causal residiera en la existencia de un sistema bancario que, siendo excesivamente grande como para juzgar asumible su rescate, se hallaba además atrapado en un nefasto dispositivo financiero compuesto por un sistema monetario que viene a ser una versión modernizada del patrón oro y que parece haber limitado toda opción a la consabida receta consistente en «inyectar liquidez desde el banco central, reducir al máximo los presupuestos, y ponerse a rezar». La cuestión es: ¿podían haberse hecho las cosas de otra manera? Quisiera dedicar lo que queda de capítulo al análisis de una interrogante: la consistente en averiguar si, como ocurre con la austeridad misma, el juego de los rescates ha valido la pena derivada de mantener con vida a las entidades bancarias.

Parte de la explicación que sigue es fruto de una conjetura: la de que pudiera darse el caso de que el modelo de negocio de la banca de inversiones estuviese agonizando. De ser así, todo el dinero que estamos gastando, y que ya hemos perdido, en la recesión, se habría despilfarrado de facto en un sistema que quizá se encuentre de todas formas embarcado en una fase de declive terminal. La segunda parte de dicha explicación viene a resumirse en un nuevo relato de ajustes fiscales: el vivido en dos pequeños países como Islandia e Irlanda. Uno de ellos optó por dejar que sus bancos quebraran, y lo cierto es que ahora su economía va viento en popa, especialmente si la comparamos con la que predomina en la eurozona. El otro acudió al rescate de sus entidades financieras, condenándose así, a causa de esa decisión, a tener que vivir una generación de penalidades.

La tercera y última parte de este capítulo dedicado a las conclusiones se centrará en examinar el posible final de toda esta historia. El debate de todos los casos de austeridad que hemos tenido que soportar desde el inicio de la década de 1920 —sobre todo en el caso francés— nos ha mostrado que la génesis de la austeridad se debe, al menos en parte, al hecho de que las sociedades se revelen incapaces de acordar una distribución equitativa de las cargas fiscales —como ya dijera en su día el profesor de economía Barry Eichengreen, que fue además el primero en proponerlo—.[626] Podemos trazar un sólido paralelismo entre la situación en la que se encontraba la Francia de los años veinte del siglo pasado y la condición en la que se hallan los países de nuestros días, conmocionados por la crisis. La alternativa a la imposición de recortes es el incremento de la presión fiscal. Teniendo esto presente, debo decir que existen otras dos formas de salir de la actual crisis —además, claro está, de las habituales opciones de la inflación, la devaluación, la austeridad interminable (es decir, la deflación) y el impago—. La comunidad financiera no habrá de recibir con agrado ninguna de esas dos opciones, pero tampoco puede decirse que las demás alternativas que están ahora mismo sobre la mesa resulten fantásticas a sus ojos. Esas opciones alternativas son, en primer lugar, la consistente en aplicar lo que se conoce como represión financiera; y en segundo lugar, la derivada de renovar los esfuerzos tendentes a recaudar seriamente los impuestos globales. Es posible que ninguno de estos dos empeños concebidos para sacarnos del atolladero goce de verdadera popularidad, pero lo cierto es que uno de ellos, o tal vez los dos, asoma(n) ya por el horizonte.

Austeridad
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