La austeridad al estilo de Estados Unidos: el liquidacionismo
La austeridad al estilo de Estados Unidos: el liquidacionismo
Es muy posible que la más célebre descripción de la versión estadounidense de la austeridad proceda de una frase atribuida a Andrew Mellon, el ministro de Hacienda del presidente Herbert Hoover. Con esa agudeza, Mellon pretendía dar una fórmula con la que responder a la crisis vivida a finales de la década de 1920 y principios de los años treinta: «Liquidar la mano de obra, liquidar las acciones, liquidar a los agricultores, liquidar las propiedades inmobiliarias».[241] El resultado de semejante tesis debía conseguir que «la podredumbre del sistema [quedara] purgada. […]». La gente, añadiría Mellon, «llevará así una vida más moral […], y las personas emprendedoras sabrán levantar algo constructivo con los despojos dejados por individuos menos competentes».[242] Según parece, Adam Smith seguía vivito y coleando a las orillas del río Potomac.[*] Sin embargo, y pese a todas las invocaciones morales que pudiera realizar el señor Mellon, lo cierto es que no puede decirse que la administración de Hoover se adhiriera precisamente a las tendencias «liquidacionistas» de su ministro de Hacienda.
En la década de 1930, Estados Unidos presentaba todo el aspecto de una economía basada en un laissez-faire bastante puro. Las leyes Sherman de 1912, por las que se vinieron a imponer serias restricciones a la creación de monopolios y se demolieron las compañías fiduciarias, tenían un hondo carácter intervencionista, y hemos de recordar que, durante su mandato, el presidente Hoover instó a su gobierno a intervenir de distintas maneras a fin de aliviar en parte la gravísima situación de desempleo que vivía el país.[243] Con todo, todas estas intervenciones obedecían, por su diseño, bien a un acuerdo de carácter voluntario entre las empresas y el estado —unos acuerdos que no tenían demasiado efecto ni recorrido—, bien al deseo de establecer normativas pensadas para introducir «perfeccionamientos» en los mercados mediante el aumento de la competencia y la reducción del tamaño de las compañías. De este modo, puede decirse que en esta época las dos caras del liberalismo se hallaban presentes en Estados Unidos: la que optaba por adaptarse al estado y veía su utilidad y la que trataba de limitar su poder e incrementar al mismo tiempo el radio de acción de los mercados.
Mostrando cierta propensión al segundo modo de entender las cosas, los economistas estadounidenses de este período no habrían de juzgar que las depresiones económicas fuesen accidentes susceptibles de responder a ningún tratamiento. Antes al contrario, las consideraban como parte integrante de la propia naturaleza del capitalismo, es decir, como acontecimientos de carácter periódico y cíclico, cuya ocurrencia debía tenerse por una expectativa de indefectible cumplimiento. El modelo fundamental que se empleaba para la comprensión de las crisis se basaba en lo que dio en llamarse por entonces la «teoría del ciclo económico moderno», cuyas hechuras venían a ser, a grandes rasgos, bastante similares a las ideas de los economistas de la escuela austríaca a la que nos hemos referido más arriba.[244] En las actas de la Conferencia presidencial de 1923 sobre el desempleo —una práctica discursiva que Hoover había creado siendo ministro de Comercio en tiempos del presidente Calvin Coolidge—, podemos hallar una expresión particularmente diáfana de esta teoría. En este caso, el principal autor del informe, el economista de la Universidad de Columbia, Wesley Mitchell, argumentaría que «un período de depresión viene a generar, pasado algún tiempo, ciertas condiciones que favorecen el incremento de la actividad empresarial […], lo cual viene a provocar también [paradójicamente] que se acumulen tensiones internas en el sistema económico, hasta entonces bien equilibrado, unas tensiones que en último término vienen a socavar las condiciones que precisa la prosperidad para poder establecerse sobre unos sólidos cimientos».[245]
Una década más tarde, esas «ciertas condiciones» a las que aludía Mitchell habrían de dar pie a una elaboración posterior y más detallada, realizada en este caso por un brillante ramillete de economistas de Harvard y expuesta en otro conjunto de obras de prestigio.[246] En esos escritos, Joseph Schumpeter, un emigrado procedente de Austria y seguidor de los trabajos de otros economistas de la época, también compatriotas suyos, como Friedrich Hayek y Ludwig von Mises, expondría la idea de que el capitalismo cuenta, en cualquier punto cronológico que se elija, con una «estructura de capital» característica (equivalente a aquella «estructura evolutiva» a largo plazo a la que ya hemos aludido más arriba). Dicha estructura de capital se manifiesta en forma de la peculiar combinación de activos productivos que la actividad inversora ha ido generando a lo largo de un específico ciclo económico. Cuando se produce un crecimiento explosivo, como inevitablemente habrá de suceder periódicamente en el capitalismo, lo que ocurre es que se invierte en la economía una «excesiva» cantidad de capital, un capital que, además de desmesurado, resulta ser «inadecuado».[247] Al haber surgido al calor del desplome de 1929, es decir, como consecuencia de las experiencias vividas en una época en la que los mercados bursátiles habían estallado en pedazos, y habiéndose enunciado además después de un período marcado por la sombría crónica de los terribles altibajos vividos a lo largo del siglo anterior por los inversores que se habían arriesgado a apoyar económicamente la construcción de vías férreas, lo cierto era que el punto de vista que acababa de exponer Schumpeter resultaba intuitivamente de lo más lógico. No obstante, lo que estaba llamado a transformar esa sensación instintiva en una teoría en toda regla iba a ser el concepto de crecimiento que se derivaba de su misma formulación.
Basándose en el papel que Hume y Smith habían atribuido a los comerciantes, Schumpeter dará en situar a los emprendedores en el centro de su análisis de la Gran Depresión, haciendo girar también en torno a ellos las soluciones. A juicio de Schumpeter, los emprendedores son los que realizan las inversiones, unas inversiones que en muchos casos salen mal. Sin embargo, el capitalismo progresa gracias a esos fracasos, no a pesar de ellos. Necesitamos que se produzcan fiascos, o de lo contrario el capitalismo no evolucionaría. El proceso de la liquidación, de la quiebra, es justamente lo que viene a generar la materia prima sobre la que habrá de crecer la siguiente remesa de actividades innovadoras y de inversión. En ese sentido, las intervenciones del estado, ya se produzcan con la intención de provocar un ciclo inflacionario, o se propongan otro objetivo distinto, vendrán a generar dos problemas. En primer lugar, contribuirán a obstruir el necesario proceso de liquidación, apuntalando con un flujo de dinero barato a las compañías debilitadas y no logrando con ello más que posponer el inevitable cierre.[248] En segundo lugar, la injerencia pública vendrá a perturbar las señales que emiten los precios, y de cuya correcta interpretación dependen los emprendedores, no obteniéndose con ello más resultado que el de impedir que estos averigüen en qué sectores conviene o no invertir. De este modo, las inversiones caerán, pese a que la intervención del gobierno fuera dirigida a incrementarlas.
Por todo ello, el liquidacionismo constituye en realidad una doble argumentación: en primer lugar, en favor del inevitable carácter de las depresiones —los desplomes han de producirse—, y en segundo lugar, en contra del intervencionismo, cuyas indeseables repercusiones también denuncia —diciendo algo así como que si uno se interpone en el camino de lo inevitable, acabará empeorando sus consecuencias—. El corolario de esta línea de pensamiento es la austeridad: hay que purgar el sistema y recortar los gastos —un axioma que terminará convirtiéndose en el elemento esencial de cualquier recuperación—. Por más penosa que resulte la austeridad, hay que admitir que se revela inevitable, dado que el trance que suponen estos períodos de revulsión constituye la médula misma del proceso capitalista de la inversión y el descubrimiento. No hay, por tanto, alternativa.
Vistas así las cosas, la administración de Hoover comenzó a buscar soluciones activamente, no en forma de alternativas a la austeridad, sino al modo de elementos complementarios y de paliativos concretados en otras tantas políticas voluntarias destinadas a suavizar el ajuste del trabajo y el capital y a promover su aplicación a nuevos usos. De hecho, esas medidas políticas habrían de concebirse invariablemente a la manera de distintas disposiciones pensadas para contribuir a los ajustes por medio de una adaptación al ciclo económico, en lugar de tratar de compensar sus efectos contrariando o deteniendo el inexorable progreso del ciclo. Y ello porque, como había advertido Schumpeter, tratar de contrarrestar el carácter cíclico de la evolución capitalista no «sólo conduciría a un desmoronamiento todavía peor que el que se hubiera pretendido atajar».[249]
La presencia en el pensamiento estadounidense de esta corriente austríaca que defendía la inevitabilidad de los ciclos, el papel central de los emprendedores y la importancia de los fracasos y las quiebras, habría de coexistir con otra rama de la reflexión económica propia de ese país norteamericano —rama que también iba a retroalimentar positivamente los planteamientos de la escuela austríaca— que resaltaba la necesidad de instaurar una política basada en la consecución de unas «finanzas saneadas».[250] Promovidas por la comunidad bancaria, estas ideas contribuirían a reforzar los flancos de las tesis austríacas al insistir en la importancia de restaurar la confianza empresarial, una confianza convertida en el factor clave del crecimiento basado en el fomento de la oferta, dado que, según se afirmaba, la única forma de recuperar esa confianza consistía en lograr que el gobierno emitiera señales creíbles de estar dispuesto a permitir debidamente la culminación del proceso de purga mediante la adopción de medidas de austeridad. Pese a que podía permitirse que el gobierno procurara el alivio temporal de los síntomas más graves, como el desempleo, el papel del estado en un período de esa índole debía limitarse a equilibrar los presupuestos, llegando incluso a subir los impuestos en plena recesión —en caso de considerarlo una medida necesaria—, al objeto de recuperar la confianza de los inversores. A lo largo de 1931, el último de la administración que él encabezaba, el presidente Hoover procedió a aplicar al pie de la letra esta receta, a fin de dar muestras de que estaba decidido a hacer frente a las dificultades financieras. La consecuencia fue la instauración de la peor depresión de la historia de Estados Unidos.
Si todas estas ideas nos resultan familiares en la actualidad es porque nos encontramos, como ya ocurriera con los planteamientos de Hume y de Smith, ante el constante reciclado de los mismos argumentos —con la única diferencia de que nosotros lo hacemos ochenta años después de vividos aquellos acontecimientos—. Sería difícil considerar que la noción de que la actual crisis se produjo como consecuencia de haber realizado en el pasado todo un conjunto de malas inversiones —fundamentalmente en el ámbito de la propiedad inmobiliaria— constituye un punto de vista poco razonable. No lo es en cambio la convicción de que Fannie Mae y Freddie Mac[*] han sido los verdaderos causantes de la crisis global en la que nos hallamos inmersos, y de que esta es una consecuencia de la aplicación, ampliada y corregida, de todos estos puntos de vista económicos.[251] La idea de que un país pueda proceder a una subida de impuestos a fin de equilibrar los presupuestos, pese a hallarse en plena recesión, es justamente la que viene a respaldar hoy mismo tanto las políticas que se propugnan como solución a la crisis de la eurozona desde la ortodoxia de la troica formada por el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo, como las medidas que exigen los partidarios de la reforma de los presupuestos estadounidenses, como es el caso, por ejemplo, de la Comisión Simpson-Bowles.[252] La necesidad de «restaurar la confianza de las empresas» como elemento previo al comienzo de la recuperación económica constituye la clave de bóveda de las actuales políticas de austeridad británicas, pese a que los resultados cosechados hasta la fecha mediante la aplicación de esas medidas sean perfectamente nulos. Sin embargo, tanto en la época de Schumpeter como en el momento presente, los estadounidenses distaban mucho de ser los únicos en exponer tales ideas. De hecho, lo cierto es que si nos retrotraemos a la década de 1920, podremos comprobar que la enunciación de dichas convicciones se realizaba con un acento marcadamente británico.