LA DISTRIBUCIÓN DE LA DEUDA Y EL DESAPALANCAMIENTO

LA DISTRIBUCIÓN DE LA DEUDA Y EL DESAPALANCAMIENTO

Los defensores de la austeridad argumentan que, dejando a un lado cuál haya podido ser su punto de origen real, como la deuda ha terminado convirtiéndose en un asiento de los «libros contables» del estado, en una constatación derivada «del arqueo de sus activos y pasivos», es preciso reducir las cifras del balance general de las cuentas nacionales, ya que, de lo contrario, la abultada deuda acabará por debilitar el crecimiento.[29] Una vez más, la lógica económica suena a argumento verosímil, pero, como ya hemos visto que ocurría cuando Bill Gates entraba en un bar, haciendo que todos los parroquianos se convirtieran en millonarios (en promedio), lo cierto es que este planteamiento no sólo pasa por alto la distribución real de los ingresos, sino que no tiene en cuenta tampoco la crucial cuestión de la capacidad de pago. Si se recortan los gastos del estado, los efectos de esa medida acaban determinando, lisa y llanamente, que la distribución resulte tan injusta como insostenible. He de decir que, personalmente, estoy plenamente a favor de que «todo el mundo se apriete el cinturón» —aunque a condición de que todos llevemos los mismos pantalones—. Sin embargo, la situación que vivimos en estos días dista mucho de ser esa. De hecho, lo que hoy sucede está más lejos de ajustarse a la realidad de lo que jamás haya estado desde la década de 1920.

Como muy bien vendría a poner de manifiesto el movimiento Ocupa Wall Street en 2011, la conmoción que ha provocado la crisis financiera ha terminado desequilibrando por completo tanto la riqueza como la distribución de ingresos de nuestras sociedades. El estallido de la burbuja crediticia lo ha dejado clarísimamente en evidencia. En Estados Unidos, por ejemplo, la cuarta parte de los ingresos totales del país se halla en manos de las personas que ocupan el tramo del 1 por 100 superior de la distribución de renta.[30] O, por expresarlo en términos más drásticos, los cuatrocientos estadounidenses más acaudalados poseen más activos que los ciento cincuenta millones de personas que ocupan los peldaños de renta inferiores, con el añadido de que cuarenta y seis millones de estadounidenses, lo que viene a representar aproximadamente un 15 por 100 de la población, viven en una unidad familiar integrada por cuatro personas cuyos ingresos conjuntos se sitúan por debajo de los 22 314 dólares al año.[31]

Así lo ha expresado Robert Wade:

El 1 por 100 de los estadounidenses con mayor nivel de renta logró duplicar el porcentaje de su renta global (sin incluir los beneficios del capital), la cual pasó de un 8 por 100 en 1980 a más de un 18 por 100 en 2007. El tramo del 0,1 por 100 situado en los niveles superiores (integrado por unos ciento cincuenta mil contribuyentes) consiguió cuadruplicar su parte del pastel, pasando de disfrutar de un 2 por 100 a captar el 8 por 100 del total. Si incluimos en el cálculo las plusvalías del capital, el incremento de las desigualdades se agudiza todavía más, dado que entonces constatamos que el 1 por 100 de las personas situadas en los tramos de renta más altos obtuvo el 23 por 100 de los ingresos globales del país en 2007. Durante los siete años de expansión económica de la administración de Clinton, el 1 por 100 de los ciudadanos con mayores ingresos acabaría acaparando el 45 del volumen total de los ingresos generados por el crecimiento antes de impuestos, mientras que en los cuatro años de explosión económica vividos en tiempos de la administración del presidente Bush, el 1 por 100 de los estadounidenses más ricos amasó el 73 por 100 de la renta total… Y no se trata de ningún error de imprenta.[32]

Si uno se halla instalado en la zona media de la tabla de distribución de los ingresos y la riqueza, o en su mitad inferior, tendrá que depender de los servicios que pueda prestarle el gobierno, ya sea de forma indirecta (a través de las reducciones de impuestos y de los subsidios) o directa (es decir, por medio de transferencias de efectivo o del transporte y la educación públicas, amén de las ayudas en materia de atención sanitaria). Gracias a esas aportaciones económicas transversales a la tabla de distribución de ingresos se hace posible manejar la noción de clase media. Estas ayudas no se deben a ningún capricho ni casualidad. Es la política la que insiste en su concreción. Los estadounidenses no se despiertan una buena mañana para descubrir que Dios ha tenido el gesto de concederles la posibilidad de deducir de su declaración de impuestos los intereses que pagan por su hipoteca. Como es obvio, los ciudadanos que se encuentran en otras franjas más elevadas de la distribución de ingresos y que disponen por ello de otras alternativas de carácter privado (además de disfrutar de un mayor número de deducciones) dependen bastante menos de estas prestaciones de servicios gubernamentales, pero al final terminarán notando las consecuencias del recorte de gastos del estado, ya que el impacto de la austeridad siempre acaba por repercutir aguas arriba de la distribución de renta, incidiendo en forma de un menor crecimiento, de un mayor desempleo, de un deterioro de las infraestructuras y de una distribución todavía más sesgada de los recursos y las oportunidades sociales. En esencia, la democracia, junto con las redistribuciones que esta viene a posibilitar en tiempos de bonanza, es una especie de póliza de seguros para el patrimonio de los ricos, y sin embargo vemos que, al ponerse en marcha una política de austeridad, las personas que más activos poseen eluden el pago de los recibos del seguro.

Cuando se reducen los servicios que presta el gobierno debido al «despilfarro», en quienes no se espera ver en absoluto una intención de apretarse el cinturón es en las personas situadas en los escalones más elevados de la distribución de ingresos. Se esperará más bien que se vean obligadas a hacerlo todas aquellas que se encuentran en la franja del 40 por 100 inferior de esa misma distribución de ingresos —formada por ciudadanos que no han disfrutado de un incremento de su salario real desde 1979—.[33] En este último caso nos hallamos precisamente ante el grupo de personas que verdaderamente dependen de los servicios que presta el gobierno y que no sólo han asumido un enorme montante de la deuda colectiva (en relación con sus ingresos), sino que han asistido a la «consolidación fiscal» de la misma. Este es el motivo de que la austeridad sea ante todo un problema político vinculado con la distribución de la renta, no una dificultad económica de carácter contable.

Por consiguiente, si digo que la austeridad es una idea peligrosa se debe a que hace caso omiso de las externalidades que genera y del impacto que vienen a ejercer las decisiones de una persona en las decisiones de otra —sobre todo en aquellas sociedades marcadas por una distribución de la renta notablemente sesgada—. Las decisiones que adoptaron con anterioridad al 2008 los ciudadanos que se encontraban en la parte alta de la tabla impositiva y que contaban con una gran capacidad de gasto y de inversión han acabado generando un pasivo monumental cuya manifestación palpable ha tomado la forma de una crisis financiera y de un conjunto de instituciones que, además de haber adquirido un tamaño que no permite ni su hundimiento ni su rescate, han concebido la expectativa de que los paganos de la situación sean todas aquellas personas que se encuentran por debajo de ellos en la tabla de distribución de renta. «Hemos gastado demasiado», dicen los que se hallan en la cima económica, desdeñando con notable despreocupación el hecho de que ese «dispendio» no ha sido sino el coste de tener que salvar sus activos con las arcas públicas.[34] Y al mismo tiempo, lo que esas personas que viven de forma muchísimo más holgada que el común de los mortales y que muestran muy poco interés en contribuir al pago de los platos rotos le están diciendo a los ciudadanos que ocupan las posiciones inferiores de la escala de renta es que tienen que «apretarse el cinturón».

En resumen, si se alberga la expectativa de que las personas de rentas más bajas tengan que pagar una cantidad desproporcionadamente grande por la existencia de un problema creado por los individuos de rentas más altas, y si los contribuyentes más prósperos se dedican a escurrir deliberadamente el bulto y a no aceptar la menor responsabilidad en la génesis del apuro, culpando al estado de los errores que ellos mismos han cometido, nos veremos en una difícil tesitura, dado que el hecho de exprimir a los pobres no sólo no va a producir ingresos suficientes como para enderezar las cosas, sino que está llamado a alumbrar una sociedad todavía más polarizada y politizada cuya situación no podrá sino venir a disminuir las posibilidades de poner en marcha una política sostenible capaz de asumir un volumen de deuda mayor y un menor crecimiento. Lo que genera la implantación de una austeridad desigual es, a partes iguales, una avalancha de dosis de populismo, nacionalismo y llamamientos a la recuperación de la consigna imperialista basada en «la adoración a Dios y el culto al oro», situación que no beneficia a nadie, ni siquiera a los situados en las más altas cumbres de renta. En un mundo tan austero y tan desigual, las personas cuyo punto de partida se sitúe en la parte baja de la distribución de ingresos permanecerán en esa misma zona inferior, sin tener la posibilidad de progresar, de «mejorar su propia condición», como proclamaba Adam Smith, de modo que el único movimiento posible será el de una reacción violenta.[35] Pese a lo que, según dicen, vino a afirmar en una ocasión la señora Thatcher, no sólo existe una cosa llamada sociedad, sino que todos vivimos en ella, seamos ricos o pobres, para lo bueno y para lo malo.

Austeridad
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