BILL GATES, DOS VERDADES SOBRE LA DEUDA Y UN ZOMBI
BILL GATES, DOS VERDADES SOBRE LA DEUDA Y UN ZOMBI
Ahora bien, cualquiera diría que, intuitivamente, lo de la austeridad tiene sentido, ¿no? No es posible gastar a manos llenas para promover la prosperidad, sobre todo si uno ya tiene contraídas deudas anteriores, ¿no es así? La noción de austeridad no sólo es intuitiva y atrayente, también tiene la muy práctica virtud de poderse condensar con la expresión: no se pueden saldar deudas contrayendo nuevas deudas. Si uno tiene una deuda excesiva ha de dejar de asumir gastos. Esto es muy cierto, al menos en principio. Sin embargo, al concebir la austeridad de este modo no sólo no ahondamos suficientemente en la cuestión, sino que tampoco planteamos las interrogantes distributivas verdaderamente relevantes: ¿quién paga la reducción de la deuda, y qué sucede si todo el mundo intenta saldar sus deudas al mismo tiempo?
Los economistas tienden a considerar que las cuestiones relacionadas con la distribución de los bienes se explican adecuadamente imaginando que Bill Gates entra en un bar. Tan pronto como cruza el umbral del establecimiento, todo el mundo se vuelve millonario, dado que el promedio de renta per cápita de las personas que ocupan la taberna se dispara inmediatamente. Esto es tan cierto desde el punto de vista estadístico como absurdo en términos empíricos. La realidad es que no hay ningún millonario en el bar, sino únicamente un multimillonario y un puñado de tipos cuya renta per cápita se reduce a unas cuantas decenas de miles de dólares o menos. Las políticas de austeridad son objeto de ese mismo espejismo estadístico y distributivo debido a que la percepción de los efectos de la austeridad es diferente a lo largo de la escala de distribución de ingresos. Las personas que se encuentran en la parte más baja de esa distribución de ingresos salen perdiendo más que las que se sitúan en la franja superior, y ello por la sencilla razón de que los individuos de la zona alta dependen mucho menos de los servicios que proporciona el gobierno y pueden permitirse, por tanto, el lujo de perder más, puesto que, para empezar, disponen de una mayor riqueza. Por lo tanto, y a pesar de que sea muy cierto que no se pueden saldar deudas contrayendo nuevas deudas, no lo es menos que si los ciudadanos a quienes se les exige pagar la deuda no pueden permitirse hacerlo, o perciben que esa obligación es injusta y desproporcionada, las políticas de austeridad terminarán revelándose sencillamente inútiles. En una democracia, la sostenibilidad política se impone invariablemente a la necesidad económica.
Hay, no obstante, una segunda verdad que viene a socavar por completo la solidez de la afirmación anteriormente mencionada: la de que «si se tienen deudas excesivas debe interrumpirse el gasto». Es decir, no podemos frenar todos al mismo tiempo nuestro impulso de crecimiento. No hay duda de que es perfectamente sensato que todo estado trate de reducir sus deudas. Pondré un ejemplo: el incesante crecimiento de la deuda está literalmente abocando a Grecia al impago. La asunción de nuevas deudas, los empréstitos y los rescates financieros no están resolviendo el problema. Sin embargo, lo que se revela cierto en el caso de las partes —que es bueno que Grecia reduzca su deuda— no lo es en cambio si se aplica a la suma de esas partes. Esto significa que si Grecia recorta su deuda mientras sus socios comerciales —esto es, el resto de los estados de Europa— se empeñan en imitarla al mismo tiempo la recuperación se vuelve muchísimo más difícil.
Tendemos a olvidar que es preciso que uno gaste para que otro ahorre. De lo contrario el ahorrador carecerá de ingresos que le permitan economizar. Y hemos de recordar también que la deuda no es únicamente el pasivo de un individuo o entidad, sino el activo y la fuente de ingresos de otra persona, física o jurídica. De la misma manera que no es posible que todos acumulemos activos líquidos (o sea, dinero en metálico), dado que eso exige que haya alguien dispuesto a poseer unos activos de carácter menos líquido (acciones o casas), tampoco podemos ponernos todos a reducir simultáneamente la tendencia al crecimiento. Para que una empresa pueda beneficiarse de una reducción de los salarios (lo cual le permite tener costes más competitivos) ha de haber otra dispuesta a invertir dinero en lo que esa compañía produce. John Maynard Keynes dio muy acertadamente a esta verdad el nombre de «paradoja del ahorro»,[*] que consiste en lo siguiente: si todos nos ponemos a economizar a un tiempo no hay consumo capaz de estimular la inversión.
Como veremos en los próximos capítulos, si uno parte de la premisa de que las inversiones y el crecimiento son fruto de la confianza vendrá a pasar casi totalmente por alto este extremo. El problema al que aquí nos enfrentamos es una variante del razonamiento conocido como «falacia de la composición», no un problema de confianza, y la falacia de la composición nos dice que lo que es cierto respecto del todo no lo es en cambio respecto de las partes. Esto viene a contradecir tanto los dictados del sentido común como buena parte de la actual política económica, pero resulta de vital importancia que alcancemos a entender esta idea, dado que es la tercera de las razones que me llevan a mantener que la austeridad es un concepto peligroso. Esta tercera razón se enuncia como sigue: no es posible que todos sigamos políticas de austeridad al mismo tiempo. De lo contrario, lo único que se consigue es que la economía se contraiga en todas partes.[14]
Si comparamos lo que ocurre en los períodos de inflación y deflación quizá podamos entenderlo mejor. Una de las cosas extrañas de los períodos presididos por la inflación es que son prácticamente el único momento en el que las personas que ocupan los peldaños más altos de la escala distributiva vienen a mostrar cierta solidaridad con el conjunto de la población pobre. Cada vez que surge un brote inflacionista se nos dice que la situación viene a «golpear fundamentalmente a las clases más desfavorecidas», dado que sus ingresos son bajos y a que por tanto se ven más afectados por la subida de los precios.[15] Esto no es, en el mejor de los casos, sino una verdad a medias, dado que la mejor forma de entender lo que representa la inflación es posiblemente verla como una especie de impuesto específicamente dirigido a una determinada clase social. Cuando «es mucho el dinero» que persigue la adquisición de unos «bienes escasos» —es decir, en caso de inflación—, no son los acreedores quienes se benefician de la situación, sino los deudores, puesto que a mayor inflación, menores serán los ingresos reales que se necesitan para devolver la deuda contraída. Dado que suele haber en todo momento más deudores que acreedores, y dado que los acreedores son, por definición, individuos que pueden prestar efectivo, hay autores que sostienen que la democracia muestra cierta tendencia a la inflación. Por consiguiente, las políticas destinadas a reducir la inflación acostumbran a adoptar la forma de una restauración del valor «real» del dinero, restauración que se consigue forzando la bajada de las tasas de inflación a través de la acción de un conjunto de bancos centrales «independientes» (esto es, independientes de nosotros). Los acreedores salen ganando y los deudores perdiendo. Podrá debatirse acerca de ese balance de beneficios, pero seguimos hallándonos ante un impuesto específico de clase.
Todo lo contrario ocurre con la deflación, que no sólo es lo que la austeridad exige, sino que da pie a la puesta en marcha de una política de carácter mucho más dañino, dado que la primera medida de autoprotección que aceptará asumir cualquier persona (como la de encajar un recorte salarial para conservar el puesto de trabajo, por ejemplo) arroja en realidad un resultado de suma cero frente a las iniciativas que puedan adoptar sus demás conciudadanos (habida cuenta de que, al proceder de ese modo, desciende la capacidad de consumo de la primera persona a la que aludíamos, contrayéndose la demanda para el resto). Nos encontramos de nuevo ante un caso de falacia de la composición. Nadie sale ganando, sino al contrario, todo el mundo sale perdiendo; y cuanto más se esfuerce uno por ganar, peores serán los resultados, como ha venido comprobándose en la periferia de la eurozona a lo largo de los últimos años.
Este problema se revela especialmente pernicioso cuando se combina con una política de austeridad generalizada, puesto que si los sectores público y privado de un país se proponen amortizar su deuda al unísono (haciendo lo que se llama un desapalancamiento), la única forma de lograr que ese país crezca es incrementar el volumen de las exportaciones que realiza —preferiblemente en un entorno que disfrute de unos tipos de cambio inferiores— a otro estado que todavía conserve su capacidad de gasto. Ahora bien, si todo el mundo aplica la misma estrategia de contención del gasto, como está sucediendo actualmente en Europa, el proceso se vuelve contraproducente. La sencilla narrativa condensada en aquello de que «la deuda es excesiva, frenémosla en seco» se vuelve de pronto sorprendentemente compleja, dado que los gestos que nos impulsa a realizar nuestro propio sentido común acaban por generar justamente los resultados que estábamos tratando de evitar, de modo que cuantos más recortes intentemos introducir —como bien está probando al mundo la evolución de las situaciones de Grecia y España— peor parados terminaremos saliendo. No podemos cortar todos la progresión de nuestro crecimiento, del mismo modo que no podemos exportar unánimemente y a la vez sin preocuparnos en forma alguna de quién se dedica a importar. Este problema de la falacia de la composición socava de manera prácticamente total la idea de la austeridad como fórmula para promover el crecimiento.
Como hemos de ver con mayor detalle en lo que sigue, han sido muy pocas las ocasiones en que los estados han conseguido hacer que la austeridad se revele operativa, y además ese resultado únicamente se ha producido en ausencia de toda problemática ligada con la falacia de la composición, es decir, cuando ha habido estados de dimensiones superiores a las del que efectúa los recortes dispuestos a importar, y de forma masiva, a fin de compensar los efectos de la reducción de gasto. Lamentablemente, el escenario en el que se encuentra hoy la inmensa mayoría de los países no es el de un mundo de ese tipo. Es más, en las condiciones que actualmente predominan, y aun admitiendo que pudiera gestionarse efectivamente la cuestión de la sostenibilidad política (es decir, la de determinar de manera factible quién ha de asumir los costes de la situación creada), el problema económico (derivado del hecho de que todo el mundo esté practicando recortes al mismo tiempo) acabaría por debilitar igualmente los cimientos de tal medida política.[16]
El economista australiano John Quiggin ha tenido la útil ocurrencia de dar el nombre de «zombis económicos» a aquellas ideas económicas que no acaban de desaparecer, ni siquiera teniendo en contra un conjunto de enormes incongruencias lógicas y un buen número de fallos empíricos monumentales. Si la idea de la austeridad ha revelado ser un zombi económico ha sido debido a que, pese a haberse visto refutada una y otra vez, es una noción llamada a resucitar una y otra vez.[17] Y el hecho de que dé la impresión de no morir nunca se debe, por un lado, a que la intuitiva noción de que «la asunción de una mayor deuda no resuelve las deudas anteriores» continúa resultando seductora por su simplicidad y, por otro, a que permite que los conservadores sigan tratando de expulsar (una vez más) de la ciudad al detestado estado del bienestar.[18] En resumen, tres son las razones que avalan mi afirmación de que la austeridad es una idea peligrosa: que no funciona en la práctica; que su fundamento descansa en la pretensión de que los pobres acaben pagando los errores de los ricos; y que necesita como condición la ausencia del largo brazo de la falacia de la composición, una falacia cuya presencia resulta más que patente en el mundo moderno.