Aunque a regañadientes, Smith vuelve a conferir cierto protagonismo al estado en…
Aunque a regañadientes, Smith vuelve a conferir cierto protagonismo al estado en…
Smith reconoce sin ambages que el mercado no podría existir sin el estado. De hecho, nuestro autor vendrá a dedicar íntegramente uno de los libros de La riqueza de las naciones a exponer con detalle lo necesario que resulta que el estado se ocupe de la procura de la defensa exterior, la justicia interna e incluso la preparación y la educación de los trabajadores.[211] Lo que todavía resulta más interesante es que se muestre tan desconcertantemente honesto en relación con los efectos políticos del capitalismo, señalando que «Allí dónde haya propiedad es casi consiguiente una gran desigualdad», de modo que «la adquisición de grandes posesiones o propiedades, exige por necesidad el establecimiento de un gobierno civil».[212] Un gobierno civil que, «en cuanto a la parte que tiene de protección para la seguridad de la propiedad y dominio, en realidad fue establecido para defender al rico contra los atentados del pobre, o de aquellos que tienen en contra la codicia, o envidia, de los que nada poseen».[213] La aceptación de esta realidad sitúa a Smith muy lejos del contrato voluntario que, según Locke, se establece entre los hombres, volviéndole a acercar en cambio al dilema que siempre le ha planteado el estado al pensamiento liberal: no se puede vivir con él y tampoco se puede vivir sin él, pero lo peor de todo es que se han de atender necesariamente los gastos que genera, y eso es lo que viene a socavar la estabilidad del propio capitalismo.
Tras haber admitido que el estado es necesario, Smith ha de hallar inmediatamente una forma de sufragar su coste, lo cual precisa de la exacción de impuestos. Para Smith, el primer principio por el que ha de regirse todo régimen fiscal es el de la progresividad. Para decirlo con sus propias palabras: «Los vasallos de cualquier estado deben contribuir a sostener el gobierno en proporción de sus respectivas facultades […], es decir, en proporción de las rentas o haberes de que gozan bajo la protección de aquel estado».[214] Esto parece implicar que los ricos han de soportar una parte proporcionalmente mayor de las cargas fiscales, dado que disfrutan de unos ingresos más abultados bajo el amparo de la administración pública. Con todo, el examen que Smith procede a efectuar de las diferentes formas de organizar el sistema tributario le llevará a rebajar finalmente la importancia de la progresividad, recomendando en cambio que se instituyan unos impuestos especiales para gravar los bienes que constituyan un lujo —es decir, todo aquello que se sitúe por encima de lo estrictamente esencial—, dado que a su juicio esa es la mejor forma de financiar el estado.[215] Sin embargo, los impuestos al consumo son posiblemente la forma de gravamen más regresiva de todas. Por consiguiente, ¿cómo encajar este planteamiento con la idea que el propio Smith acaba de exponer en relación con la progresividad?
La cuestión es que encaja perfectamente si partimos de la observación de que «El consumo total de las clases inferiores del pueblo, y de las que no llegan al estado de mediana fortuna, es en todo país mucho mayor, no sólo en cantidad sino en valor, al de las clases media y superior».[216] Por consiguiente, la práctica de no gravar nada con impuestos, salvo los lujos, determinaría que el peso fiscal viniera «a recaer enteramente sobre las clases superiores», lo cual disminuiría su parsimonia y haría descender por tanto el crecimiento.[217] Además, no hay forma de que la imposición de una carga fiscal que venga a gravitar sobre los productos no esenciales alcance a financiar a un estado del tamaño que Smith tiene en mente. Por consiguiente, ¿cómo habrá de procederse para financiar al gobierno? La respuesta es la asunción de un determinado volumen de deuda pública, una solución que no es en modo alguno del agrado de Smith.
El problema que le plantea a Smith la deuda de los gobiernos estriba en el hecho de que los estados, a diferencia de los comerciantes, no son ahorradores por naturaleza. De hecho, nuestro autor habrá de lamentar que «aquella parsimonia que conduce a la acumulación se ha vuelto hoy tan rara en los estados republicanos [cuya marcha aseguran los comerciantes] como en los demás gobiernos [esto es, en las monarquías]».[218] En consecuencia, las clases mercantiles se ven indirectamente lastradas por unos «enormes débitos que al presente oprimen, y que a ser largo el curso del tiempo es muy probable que arruinen a las más grandes naciones de Europa».[219] De manera similar a lo que ya hemos visto que sucedía en el caso de las posiciones de Hume, esta ruina vendrá provocada por el hecho de que los «grandes estados» son estados en los que habita un gran número de comerciantes, esto es, de personas que, al poseer importantes cantidades de dinero en efectivo, pueden prestárselo al gobierno —cosa que no dejarán de hacer, dadas las buenas condiciones que este les ofrece—. Este dinero fácil debilita los incentivos que promueven el ahorro, tanto en la clase mercantil como en la propia administración, determinando en suma que el estado pierda interés en recaudar impuestos, como había sugerido Hume.[220] Por lo tanto, lo que hace el estado es emitir más deuda.[221] En último término, esta estrategia acaba tocando techo, y entonces «la mayor parte de los impuestos se destinan al pago, no del capital sino del interés solamente del dinero que sobre él se había tomado en diferentes anticipos sucesivos».[222] Cuando se presenta una situación de este tipo, la totalidad de la clase mercantil podría venderlo todo y abandonar el país, dejándolo en bancarrota, dado que la única opción que le queda al gobierno en tal caso es resignarse al impago de la deuda contraída.[223]
A juicio de Smith, lo que determina que la deuda soberana resulte insostenible no es simplemente la morosidad a la que conduce de forma inevitable, lo que más teme nuestro autor son las consecuencias que esa insolvencia pueda tener en la distribución de la riqueza entre los ciudadanos. Para conjurar el inevitable impago de la deuda soberana, se procederá a cubrir el saldo acreedor de los prestamistas en una moneda devaluada.[224] Como es obvio, esos prestamistas «son los más ricos y poderosos habitantes [del estado], y […] por consiguiente más dominante es en ellos el carácter de acreedores que el de deudores». Además, y a causa de esa financiación lograda mediante la asunción de un proceso inflacionario, las fortunas de estos individuos acaudalados terminan viéndose desbaratadas, y por tanto también su capacidad de invertir con el capital acumulado gracias a sus ahorros. Esto explica que se genere una situación que, «enriqueciendo, en los más casos al ocioso y al profuso deudor, a expensas del acreedor industrioso y frugal, [se acabe] traspasando una gran parte del capital nacional, de unas manos que por lo normal lo habrían hecho progresar a otras que es muy de creer que no harán más que disiparlo».[225] En resumen, el dinero fácil que viene a poner sobre la mesa la compra de deuda pública subvierte parsimonia, es decir, el motor del crecimiento y el progreso. Esta es la razón de que se haga preciso resistirse a la asunción de deuda pública y el motivo asimismo de que resulte necesario adoptar medidas de austeridad, noción que aquí aparece expuesta en forma de parsimonia.