LA NUEVA HOJA DE INSTRUCCIONES EMPIEZA A DAR PROBLEMAS
LA NUEVA HOJA DE INSTRUCCIONES EMPIEZA A DAR PROBLEMAS
El inconveniente que ahora se presentaba consistía en que, al considerar que todo cuanto podía derivarse de las decisiones mercantiles de un conjunto de actores superlativamente inteligentes eran estados de equilibrio y eficiencia, el nuevo prospecto de uso de la economía venía a pasar por alto la posibilidad de que surgiera una crisis por alguna parte, al margen, claro está, del llamado riesgo moral o de una vasta conmoción política de carácter exógeno que pudiera acabar induciendo, como habitualmente tiende a hacer, la acción política.[69] Lo que ocurría era sencillamente que la nueva hoja de instrucciones se revelaba incapaz de imaginar que la concatenación de unos elementos que habían sido concebidos, en todos y cada uno de los casos, para generar un mundo seguro —elementos como las obligaciones hipotecarias, las permutas de cobertura por incumplimiento crediticio y los modelos de evaluación de riesgo de los bancos— pudieran terminar por edificar un mundo pasmosamente menos seguro que el anterior.
El fallo lógico volvía a situarse en la asunción de una falsa expectativa: la de creer que el todo no podía diferir de sus partes integrantes, con lo que la negación de la falacia de la composición volvería a cernirse sobre el sistema.[70] El hecho de que la teoría neoclásica insistiera en cimentarlo todo en el elemento micro venía a sugerir que si se lograba proporcionar seguridad a las partes (es decir, a las entidades bancarias concretas dotadas de unos métodos de modelización de riesgo correctos) se estaría asegurando igualmente al todo (esto es, al conjunto del sistema bancario). Sin embargo, se acabó descubriendo que el todo era muy diferente de la suma de sus partes, dado que la interacción de esas partes iba a revelarse capaz de producir unos resultados muy alejados de lo que hubiera cabido esperar tomando como base la hoja de instrucciones, unas instrucciones que, para empezar, habían concebido el mundo de una forma totalmente equivocada.
Por tanto, la gran crisis fue también una crisis de las ideas que habían posibilitado el surgimiento de esos mismos instrumentos e instituciones. Si se daba crédito a la nueva hoja de instrucciones había que pensar que la banca en la sombra ayudaba a los bancos reales al incrementar la liquidez y contribuir a la transferencia de riesgos. Los derivados financieros aportaban seguridad al sistema al brindar a los individuos la posibilidad de vender diferentes cuotas de riesgo a todos cuantos se mostraran dispuestos a comprarlas —suponiéndose además que esos compradores eran las personas, físicas o jurídicas, más indicadas para asumir tales riesgos, debido al solo hecho de haber querido adquirir una participación en ellos—.[71] Además, también se suponía que los propios bancos, es decir, los actores que habían puesto en juego su pellejo, eran los individuos mejor situados para valorar los riesgos en que estaban incurriendo —mediante la utilización de un conjunto de modelos concebidos por ellos mismos—, aunque finalmente se comprendiera —a posteriori, claro— que el problema residía precisamente en el hecho de que los bancos no se estaban jugando en modo alguno la piel en el asunto, dado que habían decidido sacar de sus libros contables el máximo número de operaciones posibles, trasladándolas a los llamados vehículos especiales de inversión.
Por consiguiente, la crisis fue, mucho más que en el caso de la estanflación que había causado el descrédito del keynesianismo, una crisis de ideas. Fue una crisis de la hoja de instrucciones por la que se había venido rigiendo el sistema en los últimos treinta años.[72] Al destaparse que el explosivo crecimiento vivido en los años anteriores había sido una simple burbuja, la afirmación de que los precios a que se negociaban los activos financieros venían a constituir los auténticos fundamentos de la economía quedó dinamitada como el error de varios órdenes de magnitud que era. La expectativa racional de que unos inversores presuntamente sofisticados fueran a tomar siempre las decisiones más adecuadas se vio desmentida por un comportamiento miope y con claras ansias de amasar los beneficios derivados de la burbuja, puesto que la irracional exuberancia del período de bonanza dio paso a un descontrolado pesimismo en el inicio de la contracción —como ya había advertido Keynes cerca de ochenta años antes—. Además, la idea de que la asunción de un riesgo moral por parte de los actores económicos era el único problema que debían evitar las medidas políticas[*] hizo que se tomara la decisión de dejar que Lehman Brothers quebrara, lo cual dejó súbitamente expuesto al sistema bancario al peligro generado por los contratos no respaldados de las permutas de cobertura por incumplimiento crediticio.[73] El hecho de haber extraído de todas esas convicciones la esencia de los procedimientos destinados a gestionar el riesgo vino a ser como pilotar un avión con los ojos vendados, puesto que al prometer que se iba a organizar un mundo no expuesto al riesgo extremo de las rentabilidades negativas presentes en las gruesas e invisibles colas de la distribución normal lo que se hizo en realidad fue poner al mundo en la situación idónea para recibir un coletazo de esa clase.
Sin embargo, el peligro más importante que nadie alcanzó a prever fue el de un factor que según la hoja de instrucciones era irrelevante, un tipo de riesgo que no podía reducirse a la suma de los riesgos individuales: el riesgo sistémico. El riesgo sistémico se halla invariablemente presente al modo de un elemento residual: es un riesgo que la diversificación no puede disipar. Pero no sólo es de carácter residual, también brota desde el interior mismo del sistema, viéndose amplificado por la interrelación de las decisiones de los distintos actores individuales —una amplificación que no puede predecirse aunque se conozca el contenido de esas decisiones individuales—. El riesgo sistémico, esto es, el riesgo de que suceda algo imposible de prever —la bala alojada en la recámara— es justamente lo que los diferentes elementos que hemos venido explicando hasta aquí, combinándose del modo más complejo, acabaron generando. Fue ese riesgo sistémico lo que provocó la caída de un mercado tenido por eficiente.
Hay que repetir una vez más, sobre todo al llegar a este punto, que la crisis no tuvo nada que ver ni con la moralidad de las personas ni con la obsesión derrochadora del estado. El estado se había visto relegado a una situación de completa irrelevancia más allá de encargarse de la procura de unos cuantos artículos como tribunales, pesos y medidas, y defensa militar. Del mismo modo que hay que decir que el estado no fue el iniciador de la febril carrera por acceder al mercado de títulos con pacto de recompra ni el responsable de que se amplificara el crac ni el causante de la ceguera al riesgo, también hay que señalar que no tuvo nada que ver, en su momento, con el diseño de la nueva hoja de instrucciones. De hecho, esa nueva hoja de instrucciones fue concebida para mantener al estado lo más lejos posible de los procesos propios del mercado. Desde luego, había una moralidad, de eso no hay duda, pero se trataba de una moralidad vuelta del revés en la que el descarnado interés egoísta de los actores presentes en el mercado financiero se tenía por la más positiva de las virtudes, debido a que su fomento permitía la obtención de unos resultados óptimos, con independencia de cuál fuera su intención moral. Sencillamente la mano invisible de Adam Smith le había enseñado el dedo medio al público. De hecho, estas nuevas ideas económicas venían a constituir una especie de relato moral, aunque de un tipo muy extraño.
No obstante, lo que acabó revelándose de una importancia fundamental fue el fracaso de un conjunto de ideas que venían a justificar el hecho de que la economía pudiera hacer lo que le viniese en gana porque se consideraba que todo cuanto pudiera hacer era, por definición, la acción más eficiente de todas las posibles. Se suponía que estas ideas venían a corresponderse con «la forma en que operaba el mundo», de modo que, al descubrirse que en realidad el mundo no funcionaba de ese modo, a nadie pudo sorprenderle de verdad que el resto del edificio que encontraba asiento en ellas se viniera abajo. Y para que nadie piense que nos ponemos demasiado melindrosos, baste recordar que estas ideas han quedado maltrechas tras la ocurrencia de un único acontecimiento cuyo coste hasta la fecha se eleva, tras incluir la producción perdida, a la friolera de trece billones de dólares, generando además, como media, un incremento de entre un 40 y un 50 por 100 de la deuda de los estados que se han visto golpeados por la crisis.[74] Da la impresión de ser un precio francamente elevado para salvar algo que no sólo tenía unas dimensiones excesivamente grandes como para permitir su ruina, sino que, para empezar, se suponía inmune a toda posible quiebra (máxime cuando lo que se espera es que usted y yo paguemos los platos rotos).