LOS PIIGS EUROPEOS Y EL DESCUBRIMIENTO DE LA DEUDA SOBERANA: EL CASO GRIEGO

LOS PIIGS EUROPEOS Y EL DESCUBRIMIENTO DE LA DEUDA SOBERANA: EL CASO GRIEGO

Mientras los alemanes se recuperaban del golpe y los anglosajones acudían al rescate de sus entidades, en la periferia de Europa se iba gestando en silencio otra crisis. Hace tiempo que Grecia viene siendo el chico difícil de la periferia europea. Es un país que tras salir del túnel de la segunda guerra mundial se enzarzó directamente en la más sangrienta guerra civil de la moderna historia europea. Al finalizar esa contienda fratricida, el país, que ya era pobre antes de las dos confrontaciones, inició un período de estancamiento (mientras el resto de Europa comenzaba una larga etapa de expansión) dominado por un orden político inestable que terminaría derrumbándose y transformándose en una brutal dictadura militar. Al salir Grecia de ese período dictatorial y conseguir estabilizarse a finales de la década de 1970, la Comunidad Económica Europea (o CEE, que era el nombre con el que se conocía entonces al embrión de la actual Unión Europea) proporcionaría a los griegos la financiación externa que tanto necesitaban para poder invertir en infraestructuras mientras el país comenzaba a dar forma a su actual sistema de partidos políticos.

La política griega de las décadas de 1980 y 1990 estuvo presidida por las sucesivas administraciones del socialista Andreas Papandreu, que trataron de aumentar los ingresos de los ciudadanos y el consumo público —dando así una comprensible respuesta a décadas de inestabilidad, violencia y polarización política—. Estos gobiernos iban a poner en marcha todo un conjunto de políticas insistentemente expansivas que desembocaron, dado el bajo crecimiento de la productividad del país, en un incremento de la deuda y en una ampliación del boquete abierto en el déficit. (De hecho, Grecia no ha tenido un solo superávit presupuestario en cincuenta años.) En 1994, el volumen del endeudamiento estatal superó el 100 por 100 de su producto interior bruto, más tarde se mantuvo por espacio de una década en el entorno del 105 por 100, y finalmente se disparó al sobrevenir la crisis económica de 2008, situándose en un 165 por 100 del PIB a finales de 2011.[107]

Lo que permitió la asunción de ese nivel de gasto fue el hecho de que, al haber adoptado el euro, tanto Grecia como los demás estados de la periferia europea (Portugal, Italia, España e Irlanda) recibieron de facto la misma calificación crediticia que Alemania, al darse por supuesto que el Banco Central Europeo habría de respaldar cualquier deuda que alcanzasen a emitir los estados miembro, por espectacular que fuera, puesto que todos ellos pertenecían ahora a la «misma» zona euro y manejaban una sola divisa. En este sentido, los costes de los préstamos solicitados por estos países, que históricamente habían registrado siempre unos niveles muy elevados, se redujeron notablemente. El coste de los empréstitos griegos, por ejemplo, cayó del 20 por 100 de interés que se pagaba por el bono a diez años antes de la introducción del euro a una rentabilidad situada alrededor del 4 por 100 en 2005 —lo que en el caso particular de Grecia redundaría en la emisión de nuevas remesas de obligaciones—.[108] Como al país le resultaba ahora mucho más fácil recibir préstamos, la región vivió un período marcado por una gran afluencia de capitales, y con ese dinero se comenzó a financiar a un tiempo el consumo y las inversiones. Sin embargo, esta situación también vino a elevar los costes laborales de Grecia, incrementándolos en relación con sus vecinos de la zona euro. Descendió así su competitividad, y la consecuencia fue una nueva ampliación del agujero del déficit, dado que con esa liquidez extra, Grecia se dedicaba a importar más de lo que exportaba.

Grecia padecía varios problemas estructurales específicamente propios que no tardarían en transformar todos estos puntos débiles en otras tantas ocasiones para el surgimiento de un grave percance. En primer lugar, y dejando a un lado las abundantes y muy repetidas denuncias de la corrupción endémica y de la habitual práctica de unas jubilaciones anticipadas de dudosa justificación —que eran muy frecuentes—, lo cierto es que en Grecia, la Hacienda pública ha adolecido siempre de una endeble capacidad para recaudar impuestos, defecto que se ve habitualmente agravado por una aún más débil voluntad política de poner coto a la defraudación, lo que determina que la renta fiscal nunca haya conseguido compensar los gastos. En segundo lugar, el gasto público se hallaba tristemente desorganizado, circunstancia que habría de determinar que en octubre de 2009 el gobierno griego no tuviera más remedio que revelar que el déficit fiscal que había comunicado a sus socios, cifrado en un 6,5 por 100 de su producto interior bruto, se hallaba en realidad más próximo al 13 por 100 del PIB. Como es lógico, esta confesión hizo que los inversores pensaran que se trataba de un dato extremadamente alarmante respecto de la situación en que pudieran encontrarse de facto las finanzas públicas griegas. Los bajos tipos de interés de que había venido disfrutando desde la adopción del euro la deuda griega, gracias a haber hecho suya la calificación crediticia alemana, se dispararon, circunstancia que no tardaría en provocar un grave problema, puesto que lo que ya llevaba tiempo siendo un escenario de pago de intereses notablemente difícil adquirió de la noche a la mañana un cariz francamente espantoso. Sucumbiendo al peso de las presiones, las agencias de calificación tomaron nota del suceso y rebajaron la calificación de las obligaciones griegas, que pasaron de tener el marchamo A a exhibir una triple B —lo cual vino a complicar todavía más el lastre que suponía el endeudamiento al reducir los precios de su compra y elevar a nuevas alturas la rentabilidad exigida—. Lo que entonces sucedió fue que la economía empezó a contraerse de tal modo que la superlativa deuda se fue de las manos al caer a plomo el producto interior bruto griego.

Cuando se dan este tipo de situaciones, los inversores que arriesgan su dinero en el mercado de obligaciones estatales se ven enfrentados a un dilema. Si piensan que el valor de los bonos va a descender todavía más, deben deshacerse de ellos con la mayor rapidez posible.[109] Ahora bien, si inundan el mercado con el activo en cuestión, corren el riesgo de que todo el mundo que disponga de esos mismos activos vea en ello una señal de peligro y comience a hacer lo mismo, con lo que el precio de sus valores quedará hecho añicos. Como ya vimos en el capítulo dos al estudiar las garantías hipotecarias estadounidenses, el riesgo de contagio se cierne amenazadoramente sobre los actores económicos si la inundación masiva del mercado con activos griegos (por ceñirnos al ejemplo que estamos analizando, aunque sucedería lo mismo con cualquier otro valor) termina por generar un hundimiento de sus precios. Previendo dicha situación, las personas que hayan comprado esos bonos querrán inyectarlos en el mercado antes que nadie, lo que desemboca en la propia liquidación precipitada que todo el mundo ha estado tratando de evitar. Esto a su vez conduce a una masiva venta a pérdida de otros activos (no relacionados ya con el estado griego), venta destinada a cubrir las pérdidas enjugadas en el escenario griego, lo que determina que descienda el valor de esos activos —hasta entonces desvinculados del problema heleno— y una bajada que concluye con el saldo desbocado de todo un conjunto de activos de buena calidad. Como los principales bancos de la eurozona se habían hartado de comprar bonos periféricos (puesto que, a fin de cuentas, habían prestado dinero a los griegos precisamente por haber comprado sus obligaciones), toda liquidación apresurada de esos pagarés podía llevar aparejado en último término un coste muy superior al de la ciclópea deuda griega, sobre todo si ese saldo de bonos acababa contagiándose a Portugal e Irlanda, y no digamos ya —como se empezaba a temer— a España e Italia.

La política que idealmente hubiera debido aplicarse en 2009 habría supuesto un coste de cincuenta mil millones de euros. Eso habría requerido que el Banco Central Europeo, o Alemania —como su principal acreedor—, adquirieran la deuda del mercado secundario griego que se hallaba expuesta a un inminente riesgo de refinanciación, la enterraran después lo más profundamente posible en algún insondable abismo de su balance general y pasaran finalmente a ocuparse de otra cosa. ¿Por qué no procedieron de ese modo? Una de las respuestas posibles se encuentra en la situación política de Alemania. En dicho país se estaba acercando la fecha de la celebración de unas elecciones regionales y, obviamente, resultaba mucho más fácil, en términos políticos, culpar a los griegos de irresponsabilidad que explicar al público alemán que era preciso pedir al Banco Central Europeo que procediera al rescate de Grecia debido a los riesgos sistémicos que conllevaba la alternativa de mirar para otro lado. La otra respuesta posible a la interrogante hay que buscarla en el hecho de que los estatutos del Banco Central Europeo prohibieran que un país cualquiera pudiera acudir al rescate financiero de otro por temor a dejar la puerta abierta al riesgo moral. Salvo en el caso de que viniesen a concurrir unas circunstancias excepcionales (de hecho, el tratado de la institución a la que nos estamos refiriendo menciona como ejemplo de intervención posible la ocurrencia de un desastre natural), no se permite la realización de este tipo de rescates. Es preciso recordar que el Banco Central Europeo no se ocupa más que de un solo problema —la inflación de precios—, no disponiendo asimismo más que de una única herramienta: los tipos de interés. Como tal entidad bancaria, el BCE era completamente incapaz de asumir la responsabilidad del fiasco griego —y los alemanes se negaban en redondo a echársela sobre las espaldas—. En consecuencia, los inversores comenzaron a reflejar en el precio de esos activos el riesgo de contagio, un contagio cuya efectiva eventualidad resultaba cada vez más probable, así que los intereses exigidos por asumir el peligro de impago de todos los bonos periféricos comenzaron a dispararse —razón por la cual tanto Portugal como Irlanda, España e Italia se vieron metidas en el mismo saco que Grecia—. Nacía así, al calor de la fiebre generada por el riesgo de contagio, el colectivo de los llamados PIIGS. Por desgracia, y a pesar de que esa sigla colectiva resulte eufónica al oído anglosajón, el problema es que la situación de Irlanda, España, Portugal e Italia no tiene nada que ver con la de Grecia.

Austeridad
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