CONTAR LAS BALAS

CONTAR LAS BALAS

Una de las formas de concebir el problema al que nos estamos enfrentando consiste en imaginarse jugando a la ruleta rusa. La mayoría de las personas optaría por no tentar a la suerte con este juego si se le ofrece hacerlo debido a que la relación entre riesgos y beneficios es demasiado alta, lo cual es correcto si suponemos que el escenario en el que nos hallamos es el clásico de «una bala en un tambor de seis tiros». Ahora bien, ¿qué sucedería si yo dispusiera de una información que usted desconoce, una información derivada de un modelo matemático denominado «sesos en riesgo» que no sólo me indica que la pistola tiene más de mil millones de recámaras y sólo una bala en el cargador, sino que me permite hacerme una idea del punto en el que puede encontrarse la bala mediante el método del muestreo (es decir, apretando el gatillo varios millones de veces)? Hay que decir también que cada vez que apriete el gatillo recibo cien dólares. Acciono el disparador una vez y soy cien dólares más rico, de modo que vuelvo a hacerlo. Dos o tres horas después no sólo me he convertido en millonario, sino que he acabado confiándome. Por lo que hace a la estimación del riesgo al que me estoy exponiendo, cada «gatillazo sin detonación» viene a constituir un fragmento de información relacionado con la distribución de probabilidades que tengo en mano. Cuantas más muestras recoja (o sea, cuantos más gatillazos acumule), mayor será la confianza que me inspire la forma de esa distribución. De ese modo, seguiré creyendo que estoy generando una predicción progresivamente más exacta del punto en el que está la bala con cada nuevo fragmento de información que recoja (con cada «clic»), hasta el instante mismo en el que me levante la tapa de los sesos. Acabo de darme de narices con un cisne negro, es decir, con un acontecimiento de muy baja probabilidad (dada la muestra analizada y la distribución supuesta) y un impacto (extremadamente) alto.

Tanto la técnica del Valor en Riesgo como otras que se relacionan con ella muestrean el pasado para predecir el futuro, y de esa información extraemos teorías relativas a los sesgos que debería adoptar el porvenir basándonos más en las expectativas que vamos elaborando respecto de la distribución de las probabilidades que en la experiencia que realmente tenemos del mundo. También damos por supuesto que el hecho de contar con más información es mejor que disponer de menos, con independencia de cómo se genere esa información, de modo que terminamos por creer que cuanto mayor sea nuestra muestra tanto más nos estaremos acercando a ver el mundo «como realmente es». Pero no es eso lo que está ocurriendo. Antes al contrario, lo que ocurre es que estamos asumiendo que la situación es mucho más estable de lo que puede sostenerse razonablemente —simplemente porque la pistola todavía no ha disparado la bala—. Como muy bien nos indica El cisne negro, acabamos viéndonos golpeados por acontecimientos contra cuya ocurrencia no podía habernos precavido la muestra que estábamos manejando, y ello además en el preciso instante en el que teníamos la máxima certeza de que tales sucesos no podían llegar a producirse.

Lo que nos inducen a olvidar tanto el modelo del Valor en Riesgo como otros similares es que no estamos contemplando los generadores de realidad (el número de recámaras del tambor del revólver) sino únicamente sus resultados (los clics del gatillo), de modo que terminamos por subestimar tremendamente los desenlaces a que nos enfrentamos, con el agravante de que la mayor parte de esos desenlaces son decididamente negativos. Creemos estar viendo los generadores, esto es, los elementos que son causa de las cosas, pero no es así. Lo que sí ocurre en cambio es que tenemos toda una serie de teorías sobre los factores que causan las cosas y que actuamos sobre la base de esas teorías, una actividad —como muestra el ejemplo de la ruleta rusa— que tiende a terminar tan brusca como catastróficamente.

Pero apliquemos ahora la idea de los cisnes negros a la gestión de riesgo que realizaron los bancos en 2008. Consideremos un conjunto de datos que incluya la rentabilidad obtenida por el sistema bancario occidental. Si decidiéramos tomar como rango muestral el promedio de una serie de mediciones mensuales de las rentabilidades obtenidas por el sector financiero entre junio de 1947 y junio de 2007 nos consideraríamos capacitados para hablar con cierto grado de precisión sobre el valor medio de los beneficios, sobre la «desviación estándar» y sobre todas esas cosas —hasta junio de 2007—. Sin embargo, si incluyéramos las rentabilidades observadas entre julio de 2007 y diciembre de 2008 habríamos incorporado a la muestra un valor atípico de tal calibre que todas las mediciones históricas tenidas anteriormente en cuenta habrían saltado por los aires. En todos nuestros análisis, sean de Valor en Riesgo o de otro tipo, no había nada que pudiera decirnos que se estaba cerniendo sobre el horizonte un suceso de esa magnitud. El riesgo se encuentra en las colas de la curva, no en el centro de la distribución, y es gigantesco. Como el proverbial beodo del chiste que se pone a buscar las llaves bajo una farola, pese a que no sea ahí donde las ha perdido, también nosotros nos vemos empujados a ver todo un conjunto de distribuciones «normales» en mundos que de ninguna manera entran dentro de la normalidad por la sencilla razón de que al menos en esos puntos contamos con un poco de luz.

Por lo tanto, la causa de que nadie viera venir la crisis fue en parte inherente a los propios modelos que utilizaban los bancos para escrutar el horizonte. Esos modelos sólo consiguen ver el futuro como una réplica normalmente distribuida del pasado. Esto determina que los grandes acontecimientos aleatorios capaces de cambiar por completo las reglas del juego resulten imposibles de prever, pese a que, de hecho, sean harto comunes. Lo que esas técnicas de evaluación del riesgo nos procuran es, como dice Taleb, un control ilusorio. Creíamos haber diversificado nuestras inversiones y acertado a cubrirnos las espaldas. Pensábamos estar asumiendo un menor número de riesgos, cuando en realidad estaban disparándose de manera exponencial, agazapados justo bajo la superficie de las cosas y dispuestos a abalanzarse sobre nosotros y devorarnos. Esta es la razón de que a quienes tuvieron la desgracia de padecerlos directamente, los acontecimientos de 2007 y 2008 les parecieran tener una magnitud de diez o incluso veinte sigmas, cuando lo que en verdad muestran es que los modelos que se estaban empleando eran más que inexactos. Por emplear las palabras de Andy Haldane, responsable de la división de evaluación de riesgo sistémico del departamento de Estabilidad Financiera del Banco de Inglaterra al estallar la crisis, «esos modelos eran a un tiempo extremadamente precisos y totalmente erróneos».[63] Si a esas técnicas de gestión de riesgo incapaces de ver el peligro de sufrir el latigazo de unas colas gaussianas gruesas le añadimos la estampida del mercado de títulos con pacto de recompra, doblemente amplificada por los derivados y por el apalancamiento financiero, se comprende que acabáramos viéndonos envueltos en el tremendo lío multibillonario en el que nos hemos visto envueltos. No es sólo que no lo viéramos venir, es que si no lo vimos venir fue antes que nada porque no pensábamos que fuera siquiera posible que ocurriera.

Vuelvo a insistir en que se tome nota de que ninguna de estas circunstancias tiene nada que ver ni con los hábitos de gasto del estado ni con el comportamiento moral de los individuos. Las causas son una vez más de carácter sistémico y surgen de la interacción de un conjunto de componentes capaces de generar un resultado que no admite ser reducido a la acción concreta de ninguno de ellos. ¿Cómo es posible que la gente tenga tanta fe en una tecnología que tiende más a ocultar el riesgo que a medirlo? Para responder a esta pregunta deberemos examinar la más honda raíz causal de la crisis, es decir, la otra razón de que nadie la viera venir: las teorías elaboradas por una generación de pensadores económicos que siempre han considerado que los mercados son buenos y el estado malo (lo cual nos vuelve a colocar frente a un análisis de la economía entendida al modo de un relato moral, aunque en este caso la moraleja sea de un tipo diferente).

Austeridad
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