EL AMPLIFICADOR: LOS DERIVADOS
EL AMPLIFICADOR: LOS DERIVADOS
Es difícil describir lo que son los derivados en términos abstractos. Decir que son un conjunto de garantías que obtienen derivadamente su valor de algún otro activo, índice o referente financiero que las sostiene —de acuerdo con lo que es su definición más característica— no resulta excesivamente esclarecedor. También se tiende a conocerlas por sus diferentes siglas (como, por ejemplo, obligaciones cuadráticas de deuda garantizada[*] —o CDO de CDO, por sus siglas inglesas: «Collateralized Debt Obligation»—, fondos sintéticos negociables en el mercado —o ETF sintéticas, de acuerdo con las siglas anglosajonas: «Exchange-Traded Fund»—, etcétera), lo que no contribuye sino a hacer más tupido el velo de misterio en que se hallan envueltas. Los derivados son fundamentalmente contratos, exactamente igual que las garantías hipotecarias. Se trata además de contratos que permiten a los bancos hacer lo que siempre han hecho: poner en contacto a las personas y actuar como mediadores a cambio de una retribución, aunque en este caso esos contratos facultan a las entidades bancarias a comerciar con unas cosas que no son activos en el sentido normal de la palabra —ya que los derivados pueden ser, por ejemplo, las variaciones de los tipos de interés o las fluctuaciones de las divisas—. Si un activo es una propiedad, o el derecho a reclamar legítimamente una propiedad o unos ingresos, un derivado es, como digo, un contrato, una apuesta que rinde o no sus beneficios en función de cómo se comporte un determinado activo a lo largo de un período de tiempo dado.[47] Esta es la distinción clave. Los derivados se presentan en una gran variedad de combinaciones, las cuales se encuadran, no obstante, en el marco de cuatro tipos principales: los contratos de futuros, de operaciones a plazo, de opciones y de permuta financiera.[48] Los derivados que nos conciernen en esta ocasión son los de permuta financiera,[49] y más en concreto las permutas de cobertura por incumplimiento crediticio y el modo en que esos derivados interactúan con las garantías hipotecarias que se habían venido utilizando como respaldos adicionales en el mercado de títulos con pacto de recompra.
Una de las claves para comprender cómo iban a acabar amplificando los derivados los efectos de la crisis del mercado de títulos con pacto de recompra es la idea de que existe una correlación entre los activos: cuando el precio de un activo A se incrementa, el precio de otro activo B disminuye sistemáticamente. Este tipo de «correlaciones negativas» permiten que los inversores «cubran» o «aseguren» sus apuestas. Un ejemplo característico es el de la relación que media entre el dólar estadounidense y el euro. Si uno sube, lo habitual es que el otro baje. El problema de confiar en las correlaciones es que a veces no se cumplen, circunstancia que le deja a uno expuesto a un gran riesgo. Las permutas de cobertura por incumplimiento crediticio se concibieron como una fórmula capaz de contribuir a la superación de este problema de la correlación, pero terminaron amplificándolo.
A mediados de la década de 1990, época en la que las acciones y participaciones bursátiles que sentaron las bases de los mercados de valores mundiales estaban a punto de iniciar la fase de su evolución que habría de quedar marcada por la creación de una burbuja tecnológica, los inversores estaban buscando por todas partes activos no sujetos a los albures de la correlación a fin de cubrirse las espaldas en caso de que cayera el valor de los títulos bursátiles. Esto hizo que se volvieran en masa hacia la propiedad inmobiliaria para proteger sus jugadas en bolsa, provocando de paso que en el transcurso de los diez años posteriores los precios de los bienes inmuebles crecieran entre un 70 por 100 (en Estados Unidos) y un 170 por 100 (en Irlanda). Los activos inmobiliarios resultaban atractivos por la doble razón de que no sólo se consideraba que eran un tipo de patrimonio libre del problema de la correlación, sino que esa desvinculación respecto de las fluctuaciones correlativas era «interna», es decir, ocurría también en el propio mundo inmobiliario —lo que convertía al ladrillo en una apuesta segura por derecho propio—.[50] El hecho de que la vivienda fuera independiente de toda «correlación interna» significaba que en caso de que las casas de Texas, por ejemplo, perdieran valor, no existía razón alguna para que eso viniera a influir en el precio de la vivienda de Baltimore ni en el nivel de precios de los pisos de Manhattan. Eso era estupendo. Pero ¿sería posible mejorarlo? Las garantías con respaldo hipotecario ya eran de por sí unas inversiones seguras, pero ¿podría mantenerse esa seguridad e incrementar a un tiempo los beneficios? Si se lograba idear una fórmula capaz de conseguirlo se podría hacer muchísimo dinero.
El objetivo se consiguió aplicando una técnica consistente en «dividir en tramos la garantía», lo cual transformó los simples títulos con garantía hipotecaria (es decir, el paquete de amortizaciones hipotecarias que se vendía a los inversores, según hemos explicado anteriormente) en un contrato denominado «obligación de deuda garantizada».[51] Esta técnica venía a agrupar los pagos hipotecarios de un gran número de participaciones patrimoniales en un conjunto de propiedades inmobiliarias (o trozos de viviendas) situadas en muchos y muy diferentes lugares, aglutinándolas en una misma garantía, pero conservando su carácter independiente al vender distintas partes de esa garantía a distintas personas a través de la creación de un conjunto de «tramos» (o niveles) también distintos. Lo que se hace básicamente es coger un pedacito de la zona pija de Manhattan y mezclarlo con un trocito de barrio periférico de Arizona para terminar añadiéndole una pizca de primera línea de playa en Baltimore, pagando luego intereses diferentes a los tenedores de los diferentes tramos o niveles (habitualmente denominados tramos preferentes, subordinados y de acciones) en función del grado de riesgo inherente al particular tramo que hayan adquirido. Las personas que quisieran apostar por un bajo nivel de riesgo y una rentabilidad igualmente baja, por ejemplo, tenderían a comprar tramos de preferentes. Los inversores con mayores ansias de riesgo (y hambre de intereses más sustanciosos) se decantarían probablemente por la franja de subordinados. Y para quienes desearan ir por encima de todo a la caza del rendimiento, el tramo de acciones se convertía en el más codiciado trofeo.
La idea era que si esos distintos mercados inmobiliarios disfrutaban ya de una situación no correlacionada, el hecho de trocearlos y mezclarlos en sabias dosis tendería a convertir en superlativa esa falta de correlación. Si las hipotecas de las casas de Baltimore caen en la morosidad, los poseedores de tramos de acciones se van al garete, pero los tenedores de títulos de créditos firmados contra los bloques de apartamentos y áticos del barrio más prestigioso de Manhattan, el Upper East Side, quedan al margen de esas pérdidas. La suma de esos dispositivos de seguridad y la consecución de una mayor rentabilidad (al menos para quienes se decidieran a asumir los riesgos de una práctica recién inventada) acabaría generando una explosión de la demanda de esas garantías, sobre todo en el contexto reinante entre 1997 y 2008, un período en el que los precios de la vivienda en Estados Unidos llegaron poco menos que a duplicarse. Los derivados habían dejado de ser una simple garantía de cobertura patrimonial. Se convirtieron por derecho propio en objetos de deseo para los inversores. Sin embargo, el punto en el que las cosas se pusieron realmente interesantes fue al empezar a venderse estas garantías derivadas junto con una permuta de cobertura por incumplimiento crediticio (o CDS, según sus siglas inglesas: «credit default swap»).
Una permuta de cobertura por incumplimiento crediticio es básicamente una póliza de seguro que se puede revender.[52] Gracias a ella, el comprador de esa permuta de incumplimiento crediticio queda asegurado frente a la eventualidad de un impago de las obligaciones que respaldan el contrato. A cambio, el emisor de la permuta de cobertura por incumplimiento crediticio, que es el suscriptor de la póliza de seguros, recibe de quien la compra un periódico flujo de ingresos, como ocurre cuando una compañía de seguros cobra las primas de los clientes de la aseguradora. La diferencia estriba en el hecho de que las compañías de seguros acostumbran a basar sus decisiones en instrumentos como el de las tablas actuariales, que no sólo les permiten calcular los riesgos a los que están proporcionando cobertura, sino que les facultan para averiguar después, sobre esa base, qué cantidad de dinero en metálico deberán tener disponible para cubrir las salidas de caja que les suponga la eventualidad de que la gente quiera cobrar sus pólizas —cosa que, a buen seguro, no dejará de suceder—. Las aseguradoras también acumulan reservas de efectivo para poder pagar los supuestos que, estando contemplados por las coberturas de las pólizas, habrán de reclamarse inevitablemente a la compañía.[53] Ahora bien, si se considera que la probabilidad de impago de una entidad determinada (como, por ejemplo, Lehman Brothers) es una contingencia muy poco previsible, y si uno firma un contrato de permuta de cobertura por incumplimiento crediticio contra esa entidad, es muy posible que nadie piense que es preciso apartar un gran volumen de capital a modo de reserva de liquidez para cubrir la eventualidad de una pérdida, dado que no se prevé que pueda darse tal accidente.
Tras una década de incremento de los precios de la vivienda que había terminado por convencer a todo el mundo de que el valor del ladrillo sólo podía ir para arriba, y habiéndose alumbrado esos nuevos derivados hipotecarios que aparentemente venían a eliminar el problema de la correlación —un problema que si ya de por sí se juzgaba de poca monta contaba ahora con la posibilidad de quedar blindado mediante la compra de una permuta de cobertura por incumplimiento crediticio—, la gente podía empezar a creerse que se había inventado al fin, o casi, lo que los banqueros denominan una «opción de confianza», esto es, un activo sin ningún aspecto negativo y unas ventajas potencialmente ilimitadas —un activo que disfrutaba además de los beneficios asociados con el hecho de haber sido distinguido con una triple A por las agencias de calificación—. El hecho de que a un gran número de fondos de inversión se les exija disponer, como requisito legal, de un específico porcentaje de activos en forma de garantías de nivel triple A vendría a estimular todavía más la demanda.[54]
A mediados de la década de 2000 los mercados pedían insaciablemente este tipo de garantías derivadas, lo que constituía un problema, dado que los bancos y los corredores de bolsa que ofrecían tan jugosas hipotecas se estaban quedando sin buenos prestatarios a los que poder conceder préstamos. Por consiguiente, las siguientes remesas de este tipo de títulos comenzaron a firmarse cada vez más sobre la base de toda una serie de hipotecas NINJA (acrónimo inglés para significar que les habían sido concedidas a personas sin ingresos, sin trabajo y sin activos —«no income, no job, no assets»—) garantizadas con los ingresos de eBay, con las puntas de efectivo derivadas del reclutamiento de nuevos deudores hipotecarios, con una serie de cuentas de resultados absolutamente inventadas e incluso con papeles firmados a toda máquina por empleados o colaboradores carentes de tiempo o información suficientes para revisar las condiciones de los contratos.[55] Dado que las nuevas hipotecas que ingresaban en el sistema eran de tan dudosa calidad, los emisores de estas garantías comenzaron a mostrarse cada vez más remisos a asumir en sus libros contables el peso de cualquiera de estos riesgos poco claros, poniéndose a buscar fórmulas para expulsarlos de su haber oficial.[56]
Para expulsarlos de los libros, como digo, los emisores de permutas de cobertura por incumplimiento crediticio idearon un sistema por el que tanto sus emisiones como su financiación pasaron a viajar en unos artefactos llamados vehículos especiales de inversión (o SIV, según sus siglas inglesas «special investment vehicles»).[57] Estos instrumentos financieros conllevarían la creación de toda una serie de compañías independientes y aisladas del balance general de la empresa matriz y su única actividad consistiría en reunir los flujos de efectivo procedente de la suscripción de esas hipotecas y contratos de permuta de cobertura por incumplimiento crediticio, pagando con ese dinero a los diferentes inversores que los habían adquirido. En 2006, se habían sumado ya a ese grupo de inversores distintas entidades, entre las que figuraban unos cuantos pueblecitos noruegos, el fondo de pensiones de Estados Unidos y algunos bancos regionales alemanes. A fin de cuentas, con la atractiva rentabilidad de esos derivados, la póliza de seguro sobre las obligaciones, el poco menos que gubernamental sello aprobatorio de la triple A y el alza del precio de la vivienda, ¿qué podía salir mal?
Pues la verdad es que todo, para decirlo con franqueza. En septiembre de 2008, al congelarse del todo unos mercados crediticios que ya llevaban tiempo sufriendo restricciones, el precio de todas estas garantías derivadas se vino abajo. Esto vino a restringir todavía más el crédito, amplificando los efectos de la situación en la que ya se habían estado viendo desde hacía varios meses estos derivados en el mercado de títulos con pacto de recompra. Dado que la totalidad de los bancos poseía una cartera de activos y pasivos notablemente similar y que todos ellos empezaron a intentar quitarse de encima, y al mismo tiempo, estos derivados, los precios de las famosas garantías cayeron en picado. No obstante, lo que realmente causó sorpresa entre los entendidos, el auténtico elemento amplificador, fue que la concepción misma de estas garantías no sólo no disminuyó el grado de correlación, sino que de hecho lo impulsó de forma extraordinaria.