El neoliberalismo: la democracia es un problema
El neoliberalismo: la democracia es un problema
La teoría de la elección pública vino a surgir aproximadamente al mismo tiempo que los planteamientos monetaristas, haciéndolo, no obstante, en calidad de crítica en toda regla al papel del estado en la economía. En lugar de limitarse sin más a reafirmar que el estado acaba devorándose a sí mismo, algunos economistas —como George Stigler, William Niskanen y James Buchannan— utilizarían los instrumentos propios de la microeconomía para proceder al análisis de la política y de las medidas económicas adoptadas desde ella y alcanzar a mostrar así que además de devorarse a sí mismo, el estado también acaba deglutiendo a la economía misma.
Su punto de partida consistió en suponer que el comportamiento de los actores que operan desde las estructuras del estado no es diferente al de los individuos que actúan en cualquier otra parte de la sociedad, ya que lo que tratan es de maximizar sus ingresos sin dejar de atenerse a las restricciones profesionales y legales que pesan sobre ellos. En lugar de considerar que los políticos se dedican a pilotar la economía en función de las veleidades del ciclo económico, y con la vista puesta en el bien público, los teóricos de la elección pública percibieron la existencia de un ciclo económico de carácter político de acuerdo con el cual el gasto público venía a ajustar su ritmo a las oscilaciones del calendario electoral con el fin de generar crecimientos explosivos y depresiones económicas correspondientes al coste de la procura de votos, y al de su maximización, por parte de los candidatos preseleccionados. Este argumento acabaría sumándose al del monetarismo al objeto de generar una nueva interpretación liberal de la realidad de las políticas económicas apropiadas (de ahí el término de neo-liberalismo).
La lógica de este nuevo razonamiento resultaba tan simple como universal. Teniendo en cuenta la idea avanzada por Milton Friedman respecto de las tasas naturales de desempleo, los políticos no podían limitarse a tomar sin más, y de manera estable, los valores correspondientes a aquel punto de la curva de Phillips que mejor se ajustase a los niveles de empleo e inflación que resultaran ser más acordes con sus preferencias para buscar después la forma de conseguir con ellos la contrapartida más provechosa. En lugar de eso, lo que ocurre, como ya hemos explicado con detalle anteriormente, es que tan pronto como el estado interviene para detener una brusca caída de la actividad económica, las expectativas de los actores implicados se adaptan a la nueva situación y la economía tuerce el rumbo, orientándose en la dirección de una nueva y más elevada tasa de inflación que, a largo plazo, acaba por determinar que la situación del desempleo permanezca sin ninguna variación apreciable. Hasta aquí todo se ajusta a lo expresado en el modelo de Milton Friedman. Pero fijémonos ahora en el giro que habrán de imprimir en él los planteamientos surgidos en la Universidad de Virginia.[356]
Incapaz de soportar la presión política que ejercen sobre él estos niveles de inflación, el gobierno se ve obligado a poner en marcha un proceso de deflación a fin de reducir los niveles de desempleo hasta su tasa natural. Por desgracia, esto no logra expulsar del sistema la variable inflacionaria, dado que las expectativas de los actores se han adaptado ya a los nuevos y más elevados índices de inflación. Entretanto, el desempleo ha ido experimentando un notable aumento y, como ya se atisba en el horizonte la proximidad de un nuevo período electoral, los políticos se ven obligados a reintroducir la inflación para reactivar la economía y garantizarse de ese modo la reelección. La consecuencia de este estado de cosas es la instauración de un ciclo de crestas y valles económicos que tiene como resultado la génesis de una inflación en constante crecimiento. En otras palabras: son las elecciones las que determinan el contenido de las estrategias políticas orientadas a dirigir la economía, y no lo contrario.
La inflación es, por tanto, un resultado inevitable derivado del hecho de que los gobiernos democráticos intenten interferir en la economía. Si los individuos que operan en el mercado procuran maximizar sus ingresos, también los actores políticos se esfuerzan por maximizar su cosecha de votos, y la inflación es la consecuencia inevitable de ese afán. A diferencia de la mano invisible que promueve el bienestar público dando plena libertad a los ciudadanos y permitiéndoles que se consagren a la maximización de sus ingresos, la mano visible que maximiza los votos no aporta nada al orden social, salvo el caos, lastrando además a la economía con el peso de una inflación continua. Como argumentan los teóricos de la elección pública James Buchanan y Richard E. Wagner, la «inflación inducida por el gobierno destruye las expectativas racionales y genera incertidumbre, además de incrementar la percepción de injusticia y de provocar alienación. Dicha inflación es el desencadenante de todo un conjunto de respuestas conductuales, unas respuestas que además se reflejan en un acortamiento generalizado del horizonte temporal. La consigna del “¡disfrutad, disfrutad!” […] acaba convirtiéndose en una respuesta racional […], mientras que, por su parte, los planes trazados en años anteriores parecen haber sido concebidos en un arrebato de locura».[357]
De manera similar, Milton Friedman opinaba que, a causa de la inflación promovida desde las instancias gubernamentales, «la conducta prudente pasa a transformarse en temeraria, mientras que el comportamiento “insensato” adquiere visos de “cordura”. La sociedad queda polarizada, de modo que un grupo se presenta enfrentado a otro. Crece la agitación política. La capacidad de gobierno del ejecutivo, sea del signo que sea, se reduce, y al mismo tiempo aumentan las presiones tendentes a exigir una acción contundente».[358] Dadas estas patologías, que son además endémicas a la democracia, ¿qué ha de hacerse para salvar a la economía liberal de las destructivas fuerzas democráticas? La proscripción de la democracia sería una medida efectiva, pero muy posiblemente impopular. Aunque no tan buena como la primera, la segunda solución consistiría en contar con una institución que consiguiera anular esas estrategias políticas de carácter inflacionario. Por fortuna, esa institución ya existía, gracias a la labor previamente realizada por los ordoliberales —ya que, de lo contrario, los neoliberales habrían tenido que inventarla—: se trata del banco central independiente.