John Locke imagina el estado
John Locke imagina el estado
El célebre aserto por el que Locke da en afirmar la existencia de un derecho de rebelión contra el estado, junto con las tesis que le llevan a arrojar serias sombras de sospecha sobre los gobiernos, sólo puede cobrar pleno sentido si lo entendemos en relación con la violación del derecho a la propiedad privada que él mismo acaba de conceder al ciudadano. En el mundo de Locke, el poder de los cuerpos legislativos queda «limitado a la procura del bien público de la sociedad», un bien que se define diciendo que consiste en que la ciudadanía ha de verse libre de toda intervención del gobierno en los asuntos privados, especialmente en todo cuanto concierna a la propiedad, a menos que los propios ciudadanos otorguen su consentimiento a dicha intervención.[179] Así lo expresará el mismo Locke al referirse a los impuestos: «[…]si alguien reivindicara el poder de poner y percibir tasas sobre las gentes por su propia autoridad, y sin aquel popular consentimiento, invadiría la ley fundamental de la propiedad».[180] Y en caso de materializar dicha invasión, los legisladores «se pondrán en estado de guerra con el pueblo», de forma tal que es el gobierno, y no el pueblo, a quien ha de considerarse «reo de rebelión», y que eso le hace perder su derecho a gobernar.[181]
Conviene recordar que estos argumentos se están planteando en la Inglaterra del siglo XVII, es decir, en un ámbito en el que la deuda pública es la deuda que contraen los reyes, y que además esos reyes sostienen estar actuando en nombre de un derecho divino que les otorga la potestad de apropiarse de los bienes de sus súbditos, quieran estos o no, y cuándo y cómo les dé la gana. El hecho de que Locke haga uso de unos razonamientos igualmente especiosos para explicar por qué él mismo y sus compañeros de fatigas de la mancomunidad política a la que pertenecen han de poder apoderarse de tantas porciones del mundo como se les antoje es cosa que no viene aquí al caso. Antes al contrario, lo que se propone es defender a toda costa los bienes ya adquiridos, impidiendo que vuelvan a caer en las garras del estado y reduciendo al mínimo la capacidad de ese mismo estado para proceder a la exacción de nuevos recursos. Y esa habrá de ser justamente la base sobre la que vengan a levantar más tarde los liberales de épocas posteriores el resto de su edificio conceptual, apoyándose en este legado de Locke, consistente en expresar desde unos planteamientos minimalistas aquello que el estado puede y debe hacer. Ahora bien, desde dichos cimientos, y debido precisamente a su mismo diseño, resulta muy difícil respaldar cualquier noción de lo que es o ha de ser el estado que vaya más allá de atribuirle otro papel que no sea el de proporcionar amparo a la propiedad. Ahora bien, incluso el ejercicio de tan estrecho margen de actividad permisible tiene un coste económico, circunstancia que exige que el estado se encargue de recaudar el dinero necesario para atenderlo. Nace así el dilema liberal que da a su vez origen a la noción de austeridad. Como ya he tenido ocasión de decir, estamos ante una idea que concibe al estado desde la vieja perspectiva del no sólo no se puede vivir con él ni sin él, sino que tampoco queremos subvenir a los gastos que genera.