DAÑOS COLATERALES AL ESTILO EUROPEO

DAÑOS COLATERALES AL ESTILO EUROPEO

Imaginémonos, por tanto, que somos un gran banco europeo de carácter universal (es decir, dedicado conjuntamente a la banca comercial y de inversiones) y que hemos puesto en marcha una gigantesca operación de riesgo moral en la que los perjudicados potenciales son los estados soberanos de la Unión Europea —aunque también cabría suponer, como alternativa, que su banco haya dado realmente por buena, sin más, la idea de que el Banco Central Europeo posee la fuera económica suficiente como para garantizar el rescate—. Para aprovechar todos los beneficios que promete dicha operación, su entidad ha de asumir unos elevadísimos niveles de apalancamiento financiero. ¿De dónde va a sacar usted el dinero para llevar a efecto una operación de semejante magnitud? Hablando en términos generales, lo que acostumbran a hacer los bancos para financiar sus actividades es recurrir a cualquiera de estos dos métodos: o bien incrementan sus depósitos y emiten acciones, por un lado; o bien aumentan sus niveles de endeudamiento, por otro. Si lo que se hace es optar por la emisión de acciones, lo que ocurre es que el valor de cada una de las participaciones de que conste la emisión cae, de modo que la iniciativa tiene sus límites, dado que a partir de un determinado volumen de acciones emitidas, la recapitalización en bolsa pasa a convertirse en una maniobra contraproducente. No obstante, la alternativa consistente en generar un incremento de los depósitos también topa con sus propios límites —máxime en una economía en la que los índices de ahorro llevan tiempo describiendo una curva descendente—. La adquisición de deuda no se ve frenada por ninguno de esos dos límites.

Surge entonces la siguiente pregunta: ¿dónde podían encontrar los bancos europeos las inmensas cantidades de deuda a bajo precio susceptibles de cubrir sus necesidades de financiación? Los mercados de títulos con pacto de recompra de los que ya hemos hablado en el segundo capítulo son uno de los lugares en los que podrían hacerse con ellas, aunque en esta ocasión no van a situarse preferentemente en Nueva York sino en Londres.[144] El otro espacio financiero en el que podían probar suerte era el de los fondos del mercado monetario estadounidense, que por entonces andaban a la caza de resultados positivos en un mundo que en ese momento —es decir, en el período posterior al 2008— se hallaba dominado por la bajada de los tipos de interés. A fin de cuentas, las posiciones de los bancos europeos, cuya forma de operar revelaba ser mucho más conservadora, eran incomparablemente menos arriesgadas que las de las entidades bancarias estadounidenses, de modo que, ¿por qué no comprar grandes cantidades de su deuda a corto plazo?

No obstante, en el último período de la década de 2000, aquellos bancos europeos, supuestamente proclives al conservadurismo financiero, comenzaron a abandonar paulatinamente las fuentes de financiación seguras, locales y basadas en el incremento de los depósitos para pasar a acumular toda la deuda a corto plazo de origen internacional que pudieran encontrar. A fin de cuentas, esas operaciones resultaban mucho más económicas que las centradas en echar mano de los ahorrillos de las abuelas, pagándoles unos intereses relativamente elevados por el privilegio de que les confiaran sus peculios. Tanto es así que, según un estudio económico, en «septiembre de 2009, Estados Unidos había pasado a convertirse en sede de las filiales transoceánicas de ciento sesenta y un bancos extranjeros que, en conjunto, habían conseguido reunir más de un billón de dólares gracias a la puesta en práctica de unos métodos de financiación bancaria al por mayor, de los cuales 645 000 millones de dólares habrían de ser enviados de vuelta a sus entidades matrices».[145] Por esa época, aproximadamente el 50 por 100 de la financiación de los bancos estadounidenses procedía de los depósitos que obtenían, mientras que en el caso de los bancos franceses y británicos el volumen de depósitos era inferior al 25 por 100.[146] En junio de 2011, 755 000 millones de los 1,66 billones de dólares imputables a los fondos del mercado monetario estadounidense se hallaban en forma de deuda bancaria europea a corto plazo, y sólo los bancos franceses eran responsables de la emisión de más de doscientos mil millones de dólares por ese concepto.[147] Como ya vimos que ocurría en 2008, esos bancos se dedicaban a solicitar préstamos a muy breve plazo con el fin de financiar la concesión de unos créditos con una fecha de vencimiento mucho más lejana.

Aunque se sabía que esas entidades se financiaban por medio de la obtención de préstamos a corto plazo en los mercados estadounidenses, lo que no tardaría en descubrirse es que, a fin de cuentas, esos bancos europeos de carácter tan conservador y con tan notable aversión al riesgo no habían asistido como simples espectadores a la crisis hipotecaria vivida en Estados Unidos. De hecho, más del 70 por 100 de los vehículos de propósito especial creados para operar en el mercado de los «activos respaldados con pagarés» (hipotecas), que ya tuvimos oportunidad de estudiar en el segundo capítulo, eran obra de los bancos europeos.[148] Puede que el 2008 asistiera a la declaración de una crisis en el mercado hipotecario de Estados Unidos, pero lo cierto es que no sólo contó con entidades financiadoras y con cauces de capital en Europa, sino que la inmensa mayoría de esos activos devaluados todavía permanece atrapada en los balances contables de los bancos europeos que tienen su sede social en unos estados desprovistos de la capacidad de emitir moneda. Por consiguiente, en 2010, en el preciso instante en que el rendimiento de la deuda soberana, que aparece representada en la parte derecha de la figura 3.2, inició su trayectoria divergente, la capacidad de los bancos europeos para financiarse a través de la petición de préstamos a muy corto plazo en Estados Unidos cayó en picado de un modo que prácticamente venía a repetir punto por punto lo sucedido en 2008 en Estados Unidos.

Recordemos que lo ocurrido en 2008 en esa nación fue que la garantía que se había venido empleando hasta ese momento para cubrir los riesgos de los préstamos obtenidos en el mercado de títulos con pacto de recompra comenzó a perder valor. Por consiguiente, las empresas que participaban en ese tipo de operaciones se vieron en una de estas dos situaciones: o bien tuvieron que realizar nuevas emisiones de garantía para poder pedir prestada la misma cantidad de dinero que antes; o bien perdieron rápidamente gran parte de su liquidez —que es lo que sucedió en el caso del sistema bancario estadounidense—. Pues bien, en Europa había comenzado a suceder ahora exactamente lo mismo. Pese a que los valores con respaldo hipotecario —es decir, los provistos del tipo de garantía que acostumbraban a preferir los prestatarios estadounidenses que operaban en los mercados norteamericanos de títulos con pacto de recompra— hubieran sido calificados con una triple A, la garantía que preferían los prestatarios europeos que operaban en Londres era la deuda soberana europea —igualmente calificada con una triple A—. Y si los prestatarios estadounidenses se habían visto en la necesidad de encontrar un sustituto para los bonos del Tesoro, dada su escasez —hallándolo finalmente en las obligaciones hipotecarias calificadas con una triple A—, también los prestatarios europeos se enfrentaban ahora a una dificultad parecida, ya que los bonos alemanes, seguros y de buena calidad, eran muy escasos, y no había suficientes para poderlos ofrecer como garantía, dado que los bancos centrales se estaban dedicando a deshacerse precipitadamente de ellos para canjearlos por deuda periférica. Así las cosas, empezaron a ofrecer como garantía la deuda periférica que habían comprado en masa, dado que a fin de cuentas era una deuda que tenía prácticamente la misma calificación que las obligaciones alemanas —medida a la que vendría a turboalimentar una directiva de la Comisión Europea por la que «se establecía que la deuda soberana de la eurozona debía ser tratada de forma igualitaria en las operaciones del mercado de títulos con pacto de recompra» a fin de añadir liquidez a los mercados europeos—. Llegado el 2008, la deuda de los PIIGS había pasado ya a convertirse en el elemento de garantía del 25 por 100 del total de operaciones realizadas en los mercados de títulos con pacto de recompra de Europa.[149] Con esto podremos empezar a hacernos una idea de la magnitud y el sesgo del problema.

Conforme fue creciendo la preocupación de los inversores por la situación de la deuda soberana europea, las agencias de calificaciones crediticias empezaron a rebajar la nota concedida a esos estados soberanos, de modo que sus obligaciones pasaron de exhibir el marchamo de la triple A a tener que contentarse con una triple B o con algo todavía peor. Por lo tanto, se hizo necesario ofrecer unas cantidades cada vez mayores de dichos bonos soberanos para obtener la misma cantidad de dinero en efectivo en el mercado de títulos con pacto de recompra. Por desgracia, y dado que aproximadamente el 80 por 100 del conjunto de esos acuerdos de recompra utilizaba como garantía la deuda soberana europea, al descender bruscamente el valor de las obligaciones la capacidad de los bancos europeos para financiarse y sostener el elevado nivel de apalancamiento de sus estructuras comenzó a evaporarse.[150]

Es posible que los bancos que contaban con unos activos sanos se hubieran mostrado capaces de soportar la repentina pérdida de esta importante fuente de financiación, pero como ya ocurriera en su día con el desordenado amontonamiento de asientos contables hipotecarios en los bancos estadounidenses, también las entidades europeas se hallaban ahora repletas a rebosar de otros activos periféricos en rápido proceso de devaluación. Una vez más, el grado de exposición al riesgo acabaría revelándose pasmoso. A principios de 2010, el nivel de exposición colectiva de los bancos de la eurozona a las obligaciones españolas era de 727 000 millones de dólares, la exposición a los bonos irlandeses era de 402 000 millones de dólares, y el riesgo contraído por la asunción de las emisiones de deuda pública griega era de 206 000 millones de dólares.[151] En 2010 se estimó que la exposición que tenían en ese momento los bancos franceses y alemanes a los activos de los PIIGS rondaba el billón de dólares. Sólo los bancos franceses habían hipotecado 493 000 millones de dólares en su exposición a la deuda pública de Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España, cifra equivalente al 20 por 100 del producto interior bruto francés. Standard and Poor’s llegaría a cifrar el nivel de la exposición francesa nada menos que en un 30 por 100 del PIB galo, una vez incluidas todas las partidas implicadas.

Una vez más, la inmensa mayoría de estos niveles de exposición eran en realidad situaciones de riesgo imputables al sector privado —derivadas, por ejemplo, de la concesión de créditos inmobiliarios en España y de otras campañas similares—. En todas estas cifras, el componente de responsabilidad que pudiera atribuirse a los estados soberanos se revelaba relativamente pequeño. No obstante, el factor realmente importante era el del grado de apalancamiento de esos bancos y la relevancia que dichos bonos soberanos pudieran tener en la financiación de los bancos involucrados. Una vez que los bonos comenzaron a perder valor, los mercados mayoristas de financiación de Estados Unidos empezaron a cerrar cada vez más la puerta a los bancos europeos, que de ese modo se vieron progresivamente excluidos de esos mercados mayoristas —con la particularidad de que todo esto se estaba verificando en el preciso instante en el que los mercados monetarios estadounidenses iniciaban la venta masiva de su deuda a corto plazo—. Lo sucedido en Estados Unidos en 2008 —la famosa «crisis generalizada de liquidez»— comenzó ahora a producirse también, y de manera acelerada, en la Europa de los años 2010 y 2011. Lo único que conseguiría frenarla serían las operaciones de refinanciación a largo plazo que el Banco Central Europeo vino en poner en marcha a finales de 2011 y principios de 2012. Sin embargo, estas poco ortodoxas medidas de flexibilización cuasicuantitativa únicamente iban a aportar un respiro temporal a los mercados. De hecho, el economista belga Paul De Grauwe calificaría estas políticas diciendo que consistían en «dar dinero barato a unos bancos temblorosos, con todos los problemas que eso conlleva».[152] Por consiguiente, lo que sucedió fue que, antes de que hubieran transcurrido dos meses desde que el Banco Central Europeo dictara la aplicación de la primera operación de refinanciación a largo plazo, los rendimientos de los bonos soberanos ya habían empezado a repuntar de nuevo, con la añadidura de que los bancos de los que esos estados soberanos debían hacerse responsables acumulaban ahora una cantidad de deuda todavía mayor en sus balances —un hecho que no pasó inadvertido para los inversores, que ahora veían aumentar la inquietud que les hacían sentir los casos de España e Italia—. Pese a que nos encontremos en otro continente y frente a otra crisis bancaria, todo cuanto seguimos escuchando es la eterna cantinela de unos manirrotos estados soberanos entregados a un orgiástico despilfarro; pero ¿por qué insistir en una versión falsa de los acontecimientos?

Austeridad
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