Y ENCIMA NO NOS PUEDEN DECIR LA VERDAD RESPECTO A POR QUÉ SE NOS IMPONE LA AUSTERIDAD
Y ENCIMA NO NOS PUEDEN DECIR LA VERDAD RESPECTO A POR QUÉ SE NOS IMPONE LA AUSTERIDAD
Hemos de hacernos, por tanto, la siguiente pregunta: ¿por qué se están dedicando entonces los gobiernos europeos a agitar un señuelo de semejantes dimensiones y a echar después la culpa de todo lo ocurrido a los estados soberanos, diciendo que han gastado demasiado? Pues básicamente porque en una democracia resulta poco menos que imposible ser sincero y confesar la verdad de lo que se está haciendo sin exponerse a morir políticamente en el empeño. Imagínese los apuros de un político europeo de primera fila dispuesto a tratar de explicar las razones que han determinado que una cuarta parte de la población española haya tenido que ir al paro y por qué al conjunto de la periferia europea no le ha quedado más remedio que resignarse a vivir instalado en una especie de recesión permanente con el único objetivo de intentar salvar una moneda que sólo tiene una década de existencia. ¿Cómo sonaría esa explicación? Sospecho que vendría a ser poco más o menos como sigue.
Alocución del primer ministro de un país X de la periferia europea al electorado.
Estimados conciudadanos:
Durante los últimos cuatro años os hemos venido diciendo que el motivo de que os hayáis visto abocados al desempleo y de que la próxima década vaya a ser extremadamente difícil residía en el hecho de que los estados hubieran estado gastando en exceso. Por consiguiente, añadimos, todo cuanto nos queda por hacer ahora es conducirnos con austeridad y volver a practicar lo que se denominan unas «finanzas públicas sostenibles». No obstante, hora es ya de deciros la verdad. La explosión de la deuda soberana es un síntoma, y no una causa, de la crisis en la que hoy nos hallamos inmersos.
Lo que realmente ha sucedido es que los mayores bancos de los principales países del núcleo europeo han estado comprando grandes volúmenes de deuda soberana a sus vecinos periféricos, Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España —conocidos como los PIIGS—. Esto inundó a los PIIGS con una riada de dinero barato que les permitió adquirir productos de los países centroeuropeos —de ahí los actuales desequilibrios de la balanza por cuenta corriente de que tanto se habla en la actualidad, y de ahí también la subsiguiente pérdida de competitividad en esas economías periféricas—. A fin de cuentas, ¿qué sentido tendría que fabricáramos un coche capaz de competir con BMW si los franceses están dispuestos a prestarnos el dinero necesario para que nos compremos un modelo de esa misma marca bávara? Todo iba bien hasta que los mercados comenzaron a sentir pánico por la situación griega y acabaron comprendiendo —debido a que nuestras respuestas se limitaban a «darle largas» al asunto— que las instituciones que hemos levantado para gobernar la Unión Europea eran incapaces de hacer frente a la situación. De pronto, el dinero en metálico que había venido engrasando los engranajes de toda esta maquinaria dejó de afluir, elevando a cifras realmente astronómicas los intereses que hemos de pagar para conseguir colocar nuestra deuda en los mercados exteriores.
El problema ha radicado en el doble hecho de haber tenido que abandonar la titularidad de nuestras fábricas de moneda y timbre y de haber renunciado a contar con unos tipos de cambio independientes al adoptar el euro —ya que esos dos mecanismos eran para nuestra economía como los amortiguadores para un coche—. Entretanto, el Banco Central Europeo, es decir, la institución supuestamente capacitada para estabilizar el sistema, ha resultado ser una especie de banco central de mentirijillas. En la práctica no ha ejercido en modo alguno la función de prestamista de último recurso que se le suponía. Fue creado para combatir una inflación desaparecida en 1923, a pesar de que las condiciones económicas actuales son totalmente diferentes. Si la Reserva Federal estadounidense y el Banco de Inglaterra pueden hacerse cargo de tantos activos como tengan que asumir, entregando a cambio todas las cantidades de dinero en efectivo que precisen emitir, los límites de lo que resulta aceptable para el Banco Central Europeo nacen, por el contrario, tanto de su mandado constitucional como de sus planteamientos intelectuales. No puede monetizar ni mutualizar la deuda, no puede acudir al rescate de los países en apuros y no puede ofrecer préstamos directamente a los bancos —al menos no en cuantía suficiente—. Es francamente operativo en la lucha contra la inflación, pero si se produce una crisis bancaria resulta prácticamente inútil. Desde luego, a lo largo de la crisis se le ha venido dotando, poco a poco, de todo un conjunto de nuevas facultades a fin de que pudiera contribuir eficazmente a nuestra supervivencia, pero su capacidad de actuación sigue siendo todavía muy restringida.
Si a esto le añadimos ahora el hecho de que el conjunto del sistema bancario europeo tiene un tamaño tres veces superior al de Estados Unidos y de que su grado de apalancamiento viene a ser prácticamente el doble que el de su equivalente estadounidense, resultará fácil comprender que tenemos un problema —sobre todo si asumimos al mismo tiempo que las finanzas europeas se hallan además repletas de activos tóxicos que el Banco Central Europeo no puede eliminar de sus libros contables—. En los últimos tiempos hemos celebrado más de veinte cumbres y un sinnúmero de reuniones, nos hemos prometido recíprocamente la firma de un tratado fiscal conjunto y la puesta en marcha de diversos mecanismos susceptibles de posibilitar un rescate —incluso hemos llegado a sustituir a uno o dos gobiernos elegidos democráticamente para tratar de resolver esta crisis—. Y sin embargo, todavía no hemos conseguido hacerlo. Es hora de decir la verdad y explicar por qué no hemos tenido éxito. Para decirlo en pocas palabras: lo cierto es que no podemos arreglarlo. Lo único que podemos hacer es ir tirando, poniendo remiendos y parches, lo que significa que usted va a tener que sufrir durante toda una década y asumir la pérdida de crecimiento y de empleo.
¿Sabe lo que pasa? Que el rescate que tuvimos que asumir para sacar a los bancos del apuro en el que se encontraban en 2008 nos obligó a asumir una enorme cantidad de nueva deuda soberana, ya que esa era la única forma de subvenir a las pérdidas de las entidades bancarias y garantizar su solvencia. Sin embargo, la realidad fue que los bancos no llegaron a recuperarse en ningún momento, de modo que entre 2010 y 2011 empezaron a quedarse sin dinero. Por consiguiente, el Banco Central Europeo tuvo que volver a actuar en contra de sus reflejos instintivos, procediendo a inyectar líquido en los bancos y entregándoles de ese modo mil millones de euros a un coste verdaderamente muy económico a través de las llamadas LTRO (es decir, de las operaciones de refinanciación a largo plazo), dado que estaba comprobando que los bancos europeos habían perdido la capacidad de obtener préstamos en Estados Unidos. El dinero que el Banco Central Europeo había entregado a las entidades bancarias en apuros se destinó a la compra de unas cuantas partidas de deuda pública a corto plazo (con el fin de conseguir que los intereses de nuestros bonos descendieran un poco), pero la mayor parte de ese dinero líquido permaneció en las arcas del BCE como elemento de seguridad frente a una eventual catástrofe, de modo que no circuló en la economía real ni pudo contribuir a que usted recuperara su trabajo. A fin de cuentas, nos hallamos en plena recesión, y se trata además de una recesión que se ve turboalimentada como consecuencia de las medidas políticas de austeridad que hemos adoptado. ¿Quién se mostraría dispuesto a conceder préstamos o a invertir en medio de semejante desbarajuste? Lo que ha entrado en recesión es la totalidad de la economía, de modo que la gente se está dedicando a reembolsar sus deudas y nadie está obteniendo créditos. Esto hace que los precios bajen, así que los bancos se ven abocados a una situación cada vez más difícil, incrementándose la esclerosis de la economía. Y respecto a esto no podemos hacer literalmente nada. Tenemos que mantener la solvencia de los bancos o estos se vendrán abajo, y al ser tan grandes y hallarse tan interconectados, el simple desplome de una de esas entidades podría dar al traste con todo el sistema. Por terrible que resulte la austeridad, lo cierto es que sería un cuento de hadas en comparación con el hundimiento general del sistema financiero, de verdad.
Por consiguiente, como no podemos iniciar un proceso inflacionario y trasladar el coste a los ahorradores, como no podemos devaluar y transferir las cargas a los extranjeros y como no podemos permitirnos caer en el impago sin morir en el empeño, no nos queda otro remedio que el dar luz verde a las medidas deflacionarias, manteniéndolas tanto tiempo como sea necesario para lograr que los balances generales de todos esos bancos comiencen a presentar una especie de perfil sostenible. Esta es la razón de que no podamos dejar que nadie se salga del euro. Si los griegos, por ejemplo, abandonaran la moneda única, quizá alcanzáramos a capear el temporal, dado que la mayoría de los bancos se las han arreglado para revender sus activos griegos. Pero no se puede revender el volumen de deuda italiana en manos de los bancos europeos. Las cifras son demasiado grandes. El riesgo de contagio acabaría demoliendo los bancos de todos los países de la zona euro. Por consiguiente, el único instrumento político al que podemos recurrir para tratar de estabilizar el sistema consiste en exigir que todo el mundo entre en deflación respecto de Alemania —lo cual es extremadamente difícil de hacer, aun en el caso de que nos viéramos en la mejor de las bonanzas—. Es horrible, pero eso es lo que hay. El hecho de que usted se vea en el desempleo es precisamente lo que va a salvar a los bancos, salvando con ello a los estados soberanos que son incapaces de salvar a los bancos mismos y salvando en consecuencia al euro. Nosotros, las clases políticas de Europa, quisiéramos agradecerle el sacrificio que se le está imponiendo.
Lo que acaba de leer es un discurso que jamás va a tener oportunidad de escuchar, puesto que el político que se atreviera a pronunciarlo no tardaría ni diez minutos en verse obligado a colgar su currículo en Monstruos.com. Sin embargo, lo que en él se dice no es más que la exposición de las verdaderas razones de que todos debamos de atenernos a las medidas de austeridad exigidas. Cuando un sistema bancario se convierte en un objeto excesivamente grande como para poder ser rescatado, la operación de riesgo moral que ha desencadenado el desastre queda transformada en un «riesgo inmoral» de dimensiones sistémicas —dado que pasa a actuar al modo de una red de extorsión respaldada por la ayuda y la complicidad de los propios políticos a quienes nosotros mismos hemos elegido para defender nuestros intereses—. Y cuando esa operación de riesgo moral inicial tiene lugar en un conjunto de instituciones que son incapaces de resolver la crisis a la que les ha tocado enfrentarse, el resultado es una situación de austeridad permanente.