CAMINO DE TORONTO

CAMINO DE TORONTO

En la primavera de 2010, es decir, en un momento en el que ya había amainado el peligro de un inmediato desmoronamiento financiero, pero en el que estaba a punto de surgir con toda su virulencia la nueva amenaza del contagio de la deuda soberana, comenzó a cobrar forma otro tipo de convergencia ideológica. A lo largo de todo el año anterior, Estados Unidos había venido cuestionando de forma cada vez más clara el peculiar sesgo del compromiso de Alemania con la proporción de estímulos a su economía —críticas en las que se habían visto secundados por el gobierno británico capitaneado por el Partido Laborista de Gordon Brown—. Los ataques que se dirigían a Alemania se centraban fundamentalmente en el hecho de que se estuviera beneficiando de los esfuerzos que realizaban otros países para lograr dicho estímulo, acusación que el gobierno alemán rechazaba. Para ser justos, hay que decir que, teniendo en cuenta las medidas de estímulo reales que Alemania estaba poniendo en práctica, como el subsidio de las horas de trabajo y la labor que estaba realizando su estado del bienestar —más amplio que el de sus vecinos— en un período de desaceleración como aquel, lo cierto es que los alemanes tenían razón en más de un punto. Sin embargo, no estaban dispuestos a añadir ninguna medida más de estímulo, sobre todo a partir de mediados de 2009, tras comprobar que sus exportaciones habían vuelto a repuntar y que el problema al que tenían que enfrentarse, según lo que parecían señalar entonces los indicadores, no guardaba ninguna relación con una crisis bancaria. En junio de 2010, durante los prolegómenos de la reunión del G20 que iba a celebrarse en esa fecha en Toronto, tanto Estados Unidos como Gran Bretaña siguieron presionando a Alemania. Entretanto, en vez de limitarse a continuar aceptando la incesante contraofensiva keynesiana, una parte de la vieja guardia neoliberal comenzó a devolver públicamente los golpes abriendo un nuevo debate en Europa y en Estados Unidos.

El Financial Times se convirtió en una especie de tablón de anuncios para los creadores de opinión de las élites económicas. Utilizando como tribuna el altavoz de ese rotativo, el expresidente de la Reserva Federal estadounidense, Alan Greenspan, pasó de decir, como había sostenido en octubre de 2008, que la crisis le había obligado a ponderar la idea de que su «ideología» sobre los mercados pudiera tener algún «defecto» —llegando a admitir incluso en febrero de 2009 que le parecía deseable nacionalizar la banca— a mantener, en junio de ese mismo año, que era preciso defender los planteamientos de austeridad y a mostrarse asimismo preocupado, con argumentos muy parecidos a los de los alemanes, por los efectos de una futura inflación.[99] El economista Jeffrey Sachs expresaría por su parte la opinión de que había «llegado el momento de sentar las bases de la era poskeynesiana», dado que el estímulo económico de los estados se había revelado innecesario en el mejor de los supuestos y perjudicial en el peor.[100] A mediados de 2010, el Financial Times inició un «debate sobre la austeridad» en el que los keynesianos, cada vez más a la defensiva, tuvieron que enfrentarse a una camarilla de conservadores y neoliberales. En este sentido, no deja de resultar significativo que los principales políticos alemanes comenzaran a sumar sus fuerzas a las de las autoridades del Banco Central Europeo, enviando así un mensaje conjunto a las economías de su entorno. Como diría el presidente del BCE, Jean Claude Trichet, en una de las andanadas que habría de lanzar en un citadísimo artículo del Financial Times, «los estímulos deben cesar, ha llegado el momento de que todos nos apretemos el cinturón».[101] La campaña contra el regreso del maestro comenzaba a calentar motores.

Una semana antes de cada una de las reuniones del pleno del G20, los ministros de economía de sus veinte países miembros se daban cita en algún lugar del mundo para establecer el orden del día con el que habrían de comparecer. La asamblea de ministros congregada en la ciudad surcoreana de Busan el día 5 de junio de 2010 señaló que el keynesianismo global que se había venido viviendo en los meses anteriores estaba llegando a su fin. Sin embargo, en una fecha entonces tan reciente como la del mes de abril de 2010, el Financial Times había informado de que la postura que tenía pensado defender el G20 en relación con la crisis se basaba en la idea de que el gasto público «debía mantenerse en tanto no se asistiera a un claro afianzamiento de la recuperación económica». Con todo, parecía obvio que al acercarse el día señalado para la reunión de Busan, los ministros de Economía y Hacienda del G20 habían cambiado de opinión, al declarar que «los últimos acontecimientos contribuyen a resaltar la importancia de contar con unas finanzas públicas sostenibles […] y de adoptar todas aquellas medidas que tiendan a fomentar el crecimiento a fin de alcanzar el objetivo de la sostenibilidad fiscal». Estados Unidos no tardó en poner objeciones a este sesgo matizado, basándose en que «la retirada de los estímulos fiscales y monetarios […] ha de acompasarse con el fortalecimiento del sector público», pero lo cierto es que el viento ya había empezado a soplar en otra dirección, antes incluso de que se celebrara el pleno de la asamblea del G20 en Toronto.[102]

Pocos días antes de que se produjera la cumbre del G20, el Banco Central Europeo y el gobierno alemán decidieron simultáneamente dar una vuelta de tuerca más a la presión que ya venían ejerciendo sobre la postura estadounidense. En vísperas de dicha reunión, el presidente del Banco Central Europeo, Jean Claude Trichet, rechazó explícitamente los argumentos keynesianos relacionados con la deficiencia de la demanda, esgrimiendo para ello la necesidad de «una política presupuestaria […] a la que podríamos considerar centrada en la recuperación de la confianza económica» y cuyo eje principal habrá de girar en torno a la reducción de la deuda. Dos días después, el ministro de Hacienda alemán Wolfgang Schäuble publicaba un artículo de fondo en el Financial Times en el que resaltaba la necesidad de conseguir «una consolidación fiscal expansiva». Tras invocar el espectro de la futura inflación, Schäuble venía a declarar que «lo que más nos preocupa a nosotros [los alemanes] es la doble cuestión de las implicaciones que se derivan de un déficit excesivo y de los peligros asociados con una inflación elevada». Y en ese sentido, Alemania no iba a responder a la crisis mediante «una acumulación de deuda pública».[103] Al llegar la fecha exacta de la cita de Toronto, tanto los canadienses como los británicos se habían alineado ya con los alemanes, dejando a los estadounidenses en una posición aislada. En el comunicado final de la cima de Toronto volvería a reiterarse el meme,[*] ideado por Trichet y divulgado a bombo y platillo por Schäuble, del «crecimiento compatible con la consolidación fiscal». Aunque en su momento se consideró que aquello venía a ser una especie de improvisada articulación de las posiciones keynesiana y ortodoxa, lo que en realidad vino a señalar fue el final del keynesianismo internacional.

Inmediatamente después del comunicado del G20 saltó a la palestra el Monthly Bulletin del Banco Central Europeo correspondiente al mes de junio de 2010, cuyo contenido era una flagrante repetición de las ideas económicas neoliberales, además de un llamamiento a la continuación de las «medidas de fomento de la consolidación fiscal». En dicho boletín comenzaría a sacarse a escena tanto a los «consumidores ricardianos» de expectativas racionales que habían sabido prever con años de antelación los efectos de las políticas del gobierno como a los inversores que, detestando la inflación y siendo extremadamente sensibles a la confianza que pudiera inspirar la situación económica de un país, se habían sentido horrorizados ante la perspectiva de que un gobierno cualquiera pudiese haber sopesado la idea de invertir sus recursos en una «emisión de deuda pública a gran escala», dado que eso habría tenido un «efecto de desplazamiento», ahuyentando la inversión, creando un escenario de futura inflación y abocando a un endeudamiento todavía mayor a esos mismos gobiernos.[104] Como argumenta el economista irlandés Stephen Kinsella en relación con la lógica de la consolidación fiscal expansiva, que resulta aparentemente contradictoria, «quienes proponían esta teoría sostenían que la contracción fiscal, en lugar de provocar una caída de la producción […], acabaría redundando en un incremento de la misma […], debido a que tanto los consumidores como los inversores conseguirían prever que a largo plazo se tendrían que instaurar deducciones fiscales debido a los recortes de gasto, [y a que eso] terminaría por contrarrestar […] la contracción».[105] Si nos atenemos a esta versión de la teoría de las expectativas racionales, la única conclusión a la que podía llegar el Banco Central Europeo era que sólo la austeridad podía permitir que los países entrampados salieran adelante, puesto que «los beneficios que genera a largo plazo la consolidación fiscal son prácticamente irrefutables».[106] Irrefutables, se entiende, mientras únicamente se plantee la cuestión en los términos que establece este modelo de las expectativas racionales tan estrictamente entendido. Lo que de hecho estaba sucediendo era que el keynesianismo global estaba empezando a quedar desfasado. Ahora bien, si dejamos a un lado la fobia a la inflación y el ordoliberalismo de los alemanes, ¿qué motivo podían tener los europeos para mostrarse súbitamente tan sensibles al problema del endeudamiento del estado y oponerse a la adopción de nuevas políticas de estímulo del gasto? La respuesta nos devuelve a las consideraciones relacionadas con los PIIGS de Europa y su tendencia al despilfarro.

Austeridad
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