El comportamiento de las expectativas racionales, la expansión y la austeridad en los casos registrados durante la década de 1980
El comportamiento de las expectativas racionales, la expansión y la austeridad en los casos registrados durante la década de 1980
Empezaremos por el ejemplo de Dinamarca, esto es, por el caso más claro del artículo de Giavazzi y Pagano —el mismo que Alesina y Ardagna habrían de considerar en cambio de índole «mixta»—. Alesina y Ardagna señalan que la magnitud del ajuste llevado a cabo en Dinamarca fue muy notable —dado que vino a representar aproximadamente un volumen equivalente al 10 por 100 del producto interior bruto— y que su cuantía vino a «dividirse casi a partes iguales entre la reducción de gastos y el aumento de impuestos».[550] Ambos autores argumentan que la existencia de unas instituciones centralizadas con capacidad para proceder a la negociación salarial contribuyó a mantener las posiciones adquiridas en el terreno del crecimiento de los salarios, mientras que, por otra parte, se tendió más a fijar el valor de la divisa que a devaluarla. Esto terminaría propiciando más una deflación que una devaluación, circunstancia que, pese a todo, acabaría desembocando en una caída de los costes laborales unitarios. Alesina y Ardagna sí que habrían de señalar, no obstante, que tras el éxito inicial de la consolidación, el crecimiento descendió de forma drástica entre 1988 y 1989, aumentando en cambio el desempleo —un incremento cuya causa residía principalmente en el fin de la negociación salarial centralizada (y de ahí que estos autores dieran en considerar que el caso danés era de carácter «mixto»)—. De manera similar, Roberto Perotti, en un trabajo independiente, daría en señalar que tras el éxito de la consolidación, «el crecimiento se detuvo y el consumo descendió por espacio de tres años».[551]
La nueva valoración de la consolidación vivida en Dinamarca entre 1982 y 1986, realizada poco después por los profesores Ulf Bergman y Martin Hutchinson, vendría a respaldar las líneas maestras de la interpretación efectuada por Alesina y Ardagna, aunque dichos autores subrayan con mucho mayor énfasis el papel del factor de las expectativas racionales, al que juzgan el principal mecanismo que hay que considerar para alcanzar a explicar el ajuste positivo. Su estudio sobre el caso de Dinamarca también viene a indicar el notabilísimo cambio de rumbo observado en la orientación de los presupuestos, así como el fuerte crecimiento que se aprecia a partir del bienio comprendido entre 1984 y 1986. Sin embargo, ninguno de estos dos últimos autores admite la inmensa depresión en la que habría de verse sumida la economía inmediatamente después de la consolidación. Esta circunstancia determina que debamos moderar cualquier inclinación tendente a prestar credibilidad a los planteamientos que sitúan a las expectativas racionales como epicentro del relato. Si esas expectativas se vieron alteradas al producirse un importante «cambio de régimen» en el período comprendido entre 1982 y 1986, como sostienen estos autores, entonces, ¿por qué esas mismas expectativas terminaron provocando una crisis en 1988?[552]
Y es que todo intento de explicar esa crisis manteniendo al mismo tiempo que el factor de las expectativas racionales fue sin embargo el cauce que vino a dar cabida a la efectividad del ajuste implica una de estas dos cosas: o bien que el aludido cambio de régimen no había resultado tan creíble a fin de cuentas —lo cual haría muy difícil explicar la expansión original por medio de las expectativas racionales—, o bien que los autores no tendrían más remedio que explicar por qué cambiaron las expectativas racionales de los consumidores y de los inversores, aduciendo como causa la incidencia de algún factor exógeno que habría terminado por dominarles —cosa que no es cierta—. Son muchos los puntos que permanecen oscuros, y por consiguiente el factor de las expectativas racionales, al que Paul Krugman denomina «el hada de la confianza», pierde fuerza como elemento explicativo a pesar de este intento destinado a demostrar su importancia. De hecho, los trabajos que se han venido realizando con posterioridad bajo los auspicios del Fondo Monetario Internacional no consideran que el caso de Dinamarca haya constituido un ejemplo de «consolidación fiscal motivado por el deseo de reducir el déficit presupuestario», dado que la economía ya estaba empezando a sobrecalentarse en el momento de poner en marcha el proceso de consolidación, lo que significa que los recortes se aplicaron en un momento de crecimiento y de bonanza, no en un período de declive económico.[553]
El único país que suele aparecer de manera rutinaria en la lista de casos positivos de austeridad expansiva es la Irlanda de finales de la década de 1980. Tras retomar los debates planteados en «Tales of Fiscal Adjustment», Alesina y Ardagna procederán a relatarnos la experiencia vivida en Irlanda en el período comprendido entre 1987 y 1989 del siguiente modo. En 1986, en el mismo momento en el que la deuda irlandesa alcanzaba el 116 por 100 del producto interior bruto, llegó al poder un gobierno de derechas que recortó inmediatamente las transferencias de carácter social, los costes salariales del sector público y los impuestos. La acción conjunta de la devaluación y de la moderación salarial negociada redujo los costes laborales unitarios entre un 12 y un 15 por 100. Tanto los índices de crecimiento como los volúmenes de la inversión extranjera subieron como la espuma.[554] Uno de los elementos clave que explica por qué se produjo esta reacción sería, al igual que antes, la suma de un amplio recorte de los gastos unido a un proceso de moderación salarial y a una devaluación.[555]
Stephen Kinsella ofrece una versión bastante distinta de los acontecimientos en su reciente estudio sobre el doble experimento realizado en Irlanda en materia de austeridad, esto es, el llevado a cabo a finales de los años ochenta del siglo pasado y el puesto en práctica en nuestros días, como consecuencia de la crisis bancaria que estalló en 2008.[556] Kinsella resalta el hecho de que Irlanda vivió efectivamente un proceso expansivo tras la consolidación, como sostiene la literatura económica sobre el particular, pero señala asimismo que la correlación no debe confundirse en este caso con la causación. De hecho, Kinsella observa otra clase de correlación: la de que la consolidación irlandesa viniera a «coincidir con un período de crecimiento en el conjunto de la economía internacional, período en el que no sólo habría de intervenir activamente la existencia de transferencias de fondos fiscales procedentes de la Unión Europea, sino que coexistiría asimismo con la apertura del mercado único europeo y de la oportuna devaluación decidida en el mes de agosto de 1986».[557] En un artículo anterior firmado por John Considine y James Duffy se viene a establecer un extremo muy similar, a saber, que fue el crecimiento explosivo registrado por las importaciones británicas —la llamada «bonanza Lawson»[*]— lo que, sumado a la devaluación de 1986, consiguió producir ese efecto expansivo.[558] Este planteamiento encuentra respaldo a su vez en un trabajo de Roberto Perotti, quien argumenta que en el caso irlandés «la concurrente depreciación de la libra esterlina, junto con la expansión económica del Reino Unido […] logró impulsar las exportaciones irlandesas».[559]
Kinsella señala asimismo que la amnistía fiscal que se concedió en el país —aplicada a los ingresos, y con la que se consiguió recaudar una cifra equivalente al 2 por 100 del producto interior bruto— vino a facilitar considerablemente el ajuste.[560] No obstante, lo que más destaca en la exposición de Kinsella es un elemento que se halla completamente ausente en otras revisiones de los acontecimientos a que nos estamos refiriendo. El factor en el que estoy pensando se resume en la siguiente afirmación: «el salario medio industrial creció más de un 14 por 100 en el período comprendido entre 1986 y 1989, [circunstancia que permitiría] estimular la renta pública, incrementando además el consumo privado».[561] Como viene a señalar el propio Kinsella en su conclusión, esto determina que el conjunto de la experiencia irlandesa se parezca más a «un episodio de carácter protokeynesiano del tipo vinculado con la rápida convergencia que a veces consiguen realizar los países rezagados al confluir sus cifras económicas con los promedios característicos de las naciones integradas en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos» —convergencia asociada a su vez con la previa instauración de una fase de reactivación global—. Al menos se parece más a ese proceso, como digo, que a cualquier caso de contracción susceptible de venir a alterar las expectativas de presión fiscal y gasto público que pudieran albergar los consumidores irlandeses.[562] Una vez más, el alabadísimo canal de las expectativas racionales desatadas por el ajuste —afirmación en la que se asienta el principal motivo de la fama que ha acabado adquiriendo últimamente la escuela promotora de la austeridad expansiva— queda dominado, en el mejor de los casos, por otros factores —cuando no se halla totalmente ausente, como sucede en el caso irlandés—.[563] Por otra parte, el componente que realmente está enderezando las cosas, es decir, el incremento de los salarios y el repunte global de la economía, brilla igualmente por su ausencia en el modelo estándar de las expectativas racionales. Es casi como si estuviéramos hablando de dos Irlandas diferentes.
Si Dinamarca e Irlanda no constituyen realmente dos ejemplos capaces de prestar apoyo a la tesis de la austeridad expansiva ni logran respaldar tampoco el fundamental efecto de las expectativas racionales, ¿qué ocurrirá con el caso australiano? Pues lo que sucede, de hecho, es que Australia viene a arrojar una luz todavía más problemática sobre el planteamiento que defiende los efectos presuntamente benéficos de la suma de la austeridad y las expectativas. Tras examinar los «Tales of Fiscal Adjustment» de Alesina y Ardagna, estudiando específicamente la versión de los acontecimientos que dan estos autores en relación con el caso de Australia, John Quiggin declararía que el trabajo citado apenas es otra cosa que un ejemplo de «erudición de pacotilla», dado que el análisis confunde enteramente los hechos fundamentales del caso.[564] De acuerdo con la explicación que nos proporciona Quiggin, y contrariamente a lo que sostienen Alesina y Ardagna en sus «narraciones»,[*] lo cierto es que en el caso de Australia no se aplicaron ni recortes en los subsidios de desempleo ni imposiciones tributarias a los capitales, de modo que su aducido efecto en la alteración de las expectativas racionales ha de ser declarado directamente nulo y sin valor. A fin de cuentas, está claro que si los hechos no tuvieron lugar, tampoco han podido ejercer efecto alguno. De manera similar, el papel que Alesina y Ardagna asignan en su teoría a la negociación salarial es, de acuerdo con la revisión de Quiggin, «totalmente opuesto a los hechos constatados aquí», entre los cuales destaca de facto, y bastante más que cualquier posible contracción, la presencia de «una importante expansión del papel desempeñado por el gobierno».[565] Lo que resulta más interesante en este caso es que Alesina y Ardagna vienen a hacer con el caso de Australia lo mismo que Ulf Bergman y Martin Hutchinson habían hecho con el de Dinamarca —omitir el hecho de que «casi inmediatamente después de haber puesto fin a su explicación de los acontecimientos, Australia se viera sumida en la peor recesión vivida desde los tiempos de la segunda guerra mundial»—.[566] Dado que Quiggin ha terminado echando abajo la argumentación aducida en el caso de Australia, no tenemos más remedio que concluir que nos encontramos, una vez más, ante uno de esos casos positivos de la austeridad expansiva que tanto se citan y que sin embargo se desploman, por lo que parece, tan pronto como se les pone encima el más mínimo peso analítico —en esta ocasión, por cierto, el de unos cuantos elementos históricos provistos de fuerza probatoria—. Lo más significativo de todo esto es que el mecanismo de las expectativas racionales —que es la reivindicación clave de toda la literatura económica que defiende esta tesis en particular— vuelve a no verse por ninguna parte una vez que agotamos el análisis.
Por último, y teniendo en cuenta el doble hecho de que el caso de Suecia suele salir de cuando en cuando como ejemplo de contracción fiscal expansiva y de que en 1995 Giavazzi y Pagano afirmaron en uno de sus trabajos que la experiencia vivida en ese país escandinavo entre 1990 y 1994 constituye un ejemplo paradigmático del papel de las expectativas racionales, creo que merecerá la pena que nos demoremos un instante en el estudio de este caso específico.[567] En el caso de Suecia, Giavazzi y Pagano examinan lo sucedido en un período en el que el país se hallaba sumido en un estrés económico y en el que, contrariamente a lo que afirma la mayor parte de la literatura favorable a las tesis de la austeridad expansiva, lo que se observa es no sólo una expansión de los presupuestos en lugar de una contracción, sino también un estancamiento de la curva del consumo, que muestra un perfil plano y no ascendente. ¿Por qué examinar entonces este caso contrario al planteamiento que estamos tratando de rebatir? El sentido del ejercicio consiste en mostrar un ejemplo inverso a lo que mantiene la versión normal de la austeridad expansiva, confiriendo, por tanto, fuerza a la realidad de estos casos inversos. Es decir, la introducción de recortes fiscales en un período de crisis puede recorrer el canal de las expectativas racionales y convertirse en una señal que indique a los consumidores que se avecinan malos tiempos —dado que interpretan que esa es justamente la razón de que se reduzca la contribución tributaria—, con lo que su decisión racional consistirá en no incrementar el consumo, pese a disponer de más dinero en el bolsillo, haciendo que la depresión se prolongue.[568] Seguimos estando ante el mismo mecanismo de las expectativas racionales, pero en esta ocasión el juicio que se emite acerca de los consumidores racionales se efectúa considerando que su comportamiento responde a la mala gestión de un gobierno manirroto y que no constituye ya, en cambio, una reacción positiva a los recortes dictados por una administración creíblemente austera. Este ejemplo viene a reforzar, al menos potencialmente, las tesis vinculadas con el efecto de las expectativas racionales, extendiendo además su alcance empírico. De este modo, no se trata sólo de que los recortes del gasto vengan a desembocar en una expansión del consumo (como efecto de unas expectativas positivas), sino de que las expansiones del gasto pueden redundar en una reducción del consumo (a causa de las malas expectativas).
Giavazzi y Pagano comienzan señalando que la deuda sueca creció notablemente, pasando de un 24,9 por 100 del producto interior bruto en 1990 a un 67,8 por 100 del PIB en 1994. Pese a reconocer que Suecia se hallaba inmersa en un agudo proceso de recesión durante ese período, nuestros autores insisten, no obstante, en mantener que «no es posible atribuir a la recesión un volumen de deterioro presupuestario superior al 50 por 100 de su monto global».[569] La explicación de este desfase tan importante hay que buscarla en un conjunto de «acciones políticas discrecionales» como la reducción de impuestos y los rescates bancarios que deprimieron el consumo privado al lanzar al mercado y a la sociedad la señal de que se avecinaban malos tiempos.[570] Por concretar aún más, hemos de decir que lo que determinó la caída del consumo en este período, pese a la administración de un específico estímulo compensatorio consistente en la realización de un recorte fiscal, fue el «miedo a que el gobierno sueco se viera en la imposibilidad de atender a su deuda soberana, una deuda que a finales de 1992 [había crecido] de una manera muy significativa».[571]
Las pruebas que los autores de esta afirmación aducen en favor de sus planteamientos son la existencia de un diferencial entre la cotización del bono sueco a treinta años y la emisión por parte del Banco Mundial de un pagaré en esa misma divisa y de idéntica duración cuyo valor habría de crecer en cambio «cien puntos básicos en 1993», datos a los que añaden los resultados de toda una serie de simulaciones realizadas por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos que sugieren que sería imposible pensar que la estabilización de la deuda sueca pudiera producirse antes de 1999.[572] Y sería justamente el inmanente temor al impago que habría de generarse a raíz de dicha situación lo que acabaría determinando que el consumo sueco descendiera en trece puntos porcentuales entre 1989 y 1994 —un descenso que se produjo al observar los ciudadanos suecos que «la deuda pública empezaba a alcanzar proporciones astronómicas»—.[573] Esta aterradora evolución de los acontecimientos, al venir a incidir directamente en las expectativas racionales de los contribuyentes, habría sido la causa de que «los consumidores suecos decidieran reconsiderar a la baja las estimaciones que habían realizado hasta entonces respecto a su volumen de renta disponible permanente […], reduciendo asimismo tanto su consumo […] como sus previsiones sobre las ganancias futuras que pudieran ofrecer los activos productivos».[574] «Por consiguiente, es posible que el factor desencadenante de esta revisión a la baja de las estimaciones relacionadas con la renta disponible permanente fuera la laxitud fiscal del gobierno […], circunstancia que habría determinado que Suecia comenzara a acumular deuda pública a una velocidad de vértigo.»[575]
Recapitulemos brevemente las principales tesis que Giavazzi y Pagano avanzan en su trabajo. En primer lugar, el gobierno sueco provocó una subida de la deuda pública que acabó situándola en el 67,8 por 100 del producto interior bruto, y esto además en un momento marcado por una profunda y generalizada recesión —aunque en su mayor parte, la asunción de este volumen de deuda se debió a decisiones tomadas deliberadamente por el gobierno sueco—. Este endeudamiento bastaría para crear un diferencial de un 1 por 100 entre los bonos del estado sueco (dado que cien puntos básicos equivalen a un 1 por 100 —y no constituyen por tanto una cantidad que deba preocupar a nadie—) y unos pagarés equivalentes emitidos por el Banco Mundial. Supuestamente, esta circunstancia habría acabado por disgustar muy notablemente a los consumidores suecos (quienes, al parecer, se pasaban el tiempo siguiéndole la pista a los diferenciales que pudieran acumular las obligaciones del tesoro nacional). Y tanta sería su irritación que, a pesar de hallarse en plena recesión, el doble mecanismo de las expectativas racionales y de la equivalencia ricardiana se puso en marcha, encauzado justamente a través de esas expectativas y determinando irremisiblemente que al producirse la afluencia de dinero líquido derivada de la inminente reducción de impuestos, el efecto sobre el consumo se revelara nulo. Los consumidores habrían descontado mediante un cálculo racional la relevancia de ese estímulo fiscal, considerándolo un signo inequívoco de que los tiempos venideros no iban a ser en modo alguno bonancibles y contrarrestando así la expansión al obedecer a sus previsoras expectativas.
Cualquiera que conozca la economía política que es costumbre aplicar en Suecia —y más aún a lo largo de ese período de tiempo— percibirá rápidamente que en la versión de los acontecimientos que nos ofrece este artículo de Giavazzi y Pagano hay una enorme omisión —la relativa al triple desmoronamiento de los mercados inmobiliarios, de los valores bursátiles y de los tipos de interés, ya que eso es justamente lo que pudo observarse en Suecia entre 1989 y 1993—. En Suecia acababa de explotar una doble burbuja: una en la industria inmobiliaria y otra en los mercados de valores. Dicha burbuja se había desarrollado después de que en 1987 el gobierno tomara toda una serie de iniciativas de carácter desregulador y de que dichas medidas consiguieran expandir enormemente la oferta de créditos privados —aunque lo importante en este caso es, sin embargo, que este es un dato del que nadie podría tener noticia si se limitara a lo consignado en el trabajo al que nos estamos refiriendo, ya que no figura en él—. Según señala Peter Englund, sólo en 1989 «la construcción y el índice de precios de las propiedades inmobiliarias cayó un 25 por 100 […]. [Además], a finales de 1990, el índice de precios de los bienes inmuebles se había hundido por completo, al descender en total un 52 por 100».[576] Y como guinda del pastel de esta deflación tan generalizada —una deflación que estaba llamada a provocar además unos terribles daños colaterales en el mercado laboral—, Suecia sufrió los efectos deflacionarios de una crisis monetaria surgida en el mecanismo de tipos de cambio europeo (o ERM, según sus siglas inglesas: «European Exchange Rate Mechanism»), una crisis que, unida al desplome de los precios de los bienes inmuebles, acabaría reduciendo la tasa de crecimiento del producto interior bruto sueco (que fue de un -5,1 por 100 entre 1991 y 1993). Entonces y sólo entonces fue cuando los tipos de interés se pusieron realmente por las nubes.[577] Llegadas las cosas a ese punto, a nadie le importaba ya un comino el montante de la deuda nacional.
No obstante, en una situación de este tipo, es muy posible que aquellos consumidores que hubieran comprado una importante cantidad de deuda pública, movidos por la expectativa de la obtención de unas plusvalías de capital y de renta inmobiliaria —viéndose ahora súbitamente por los suelos— no optaran precisamente por empezar a realizar dispendios —ni siquiera en el caso de contar con el beneficio de una reducción de impuestos—. Y para explicar este comportamiento no es necesario invocar el espectro de unos consumidores suecos dedicados a vigilar la improbable evolución de los diferenciales de las obligaciones del estado e inquietos por la deuda nacional de uno de los países más solventes del mundo. Lo que tenemos aquí es simplemente una exagerada fantasía neoliberal empeñada en buscar un conjunto de datos econométricos capaz de venir a sustentar sus tesis. Para explicar lo que sucede basta con señalar la sencillísima cuestión de pagar deuda en un momento en el que la economía se desmorona, circunstancia que nos dibuja la clásica «recesión de balance» al estilo de lo que propugna el economista estadounidense de origen taiwanés Richard Koo.[578] El hecho de que en tales situaciones no crezca el consumo no debe sorprendernos, a menos que hayamos enmarcado el problema de la absurda y antiintuitiva forma en que lo hacen los defensores de la contracción fiscal expansiva. El hecho de que el consumo permaneciera constante es la prueba de que está actuando un efecto estimulador común y corriente —dado que no descendió a pesar de la crisis—. El consumo debería haber caído bastante más, pero no fue así, dado que la reducción de impuestos funcionó.[579]
En resumen, ninguno de los ejemplos a los que se suele hacer referencia en esta literatura alcanza a respaldar los argumentos que se exponen en relación con ellos, sobre todo en el caso del papel de las expectativas racionales, presuntamente responsables de generar un proceso de expansión como consecuencia de la introducción de recortes. Esta es posiblemente la razón de que los últimos trabajos de esta corriente de pensamiento económico hayan tratado de evitar el examen de casos prácticos, volviendo a fundar su labor en la realización de toda una serie de análisis estadísticos a gran escala. Aun así, los resultados han seguido revelándose controvertidos, cuando no fatales para la defensa de las tesis de la austeridad expansiva. En concreto, los últimos trabajos han acabado por contradecir, en gran medida, los hallazgos que Alesina y Ardagna publicaron en su artículo de 2009 —«Large Changes in Fiscal Policy»—, un artículo que ha venido ejerciendo una gran influencia en la actual crisis. Teniendo en cuenta este hecho, tal vez no resulte ya apropiado decir que los tiempos que vivimos sean el «momento de Alesina», y menos que en ninguna parte en el Fondo Monetario Internacional.