La independencia del banco central es la solución
La independencia del banco central es la solución
Los bancos centrales de casi todos los lugares del mundo fueron, a lo largo de la era keynesiana, entidades dependientes. Esto significa que los bancos centrales eran la institución encargada de financiar la Hacienda nacional: ellos extendían los talones que los políticos les decían que era preciso extender. Como ya se ha señalado antes, la solitaria excepción fue la del Bundesbank alemán, cuyo singular objetivo consistía en estabilizar el nivel de precios, una meta que sólo se reveló posible debido al peculiar carácter del perfil alemán como nación de tardío acceso al desarrollo y a la circunstancia de que dispusiera de una hoja de instrucciones ordoliberal igualmente única. En todos los demás países del mundo, los bancos dependían del poder político, pese a ser nominalmente independientes, como puede comprobarse, por ejemplo, en el caso del Sistema de Reserva Federal de Estados Unidos, que tiene encomendado el doble mandato de combatir a un tiempo la inflación y el desempleo, con la particularidad de que en esa falta de independencia real viene a residir justamente el problema de fondo (al menos según los neoliberales).
En este caso, la contribución más reveladora será la que vengan a aportar dos economistas vinculados con la escuela de los Ciclos Económicos Reales: me refiero a Edward Prescott y a Finn Kydland.[359] Ambos académicos señalarían que, aun en el caso de que no demos por supuesto que los políticos sean acérrimos practicantes del instrumentalismo filosófico[*] y de que les importa una higa el conjunto del país —o incluso asumiendo que les mueven las mejores intenciones— hay, no obstante, un elemento insoslayable: y es el hecho de que en el núcleo mismo del proceso de toma de decisiones democráticas reside un problema de «incongruencia dinámica» (también conocida como «incongruencia cronológica» o «temporal»). La incongruencia temporal es un fenómeno con el que se halla familiarizado cualquier fumador que intente superar el vicio, ya que su situación lo ejemplifica a las mil maravillas: «de verdad, sólo uno más y lo dejo». Los políticos padecen esta misma falta de sistematicidad dinámica en la medida en que, pese a que puedan prometer sinceramente que van a atajar, por ejemplo, el problema de la deuda o que están decididos a reducir la inflación, lo cierto es que en caso de que la economía sufra los embates de una conmoción, o si se ciernen sobre sus cabezas los amenazadores nubarrones de una inminente convocatoria electoral, surgen de pronto otras prioridades que se interponen en el camino trazado y no tardan en renegar de sus promesas —y de ahí que se produzca la inflación—. Sobre los políticos pesa además, y por esas mismas razones, el fortísimo incentivo de centrarse únicamente en la adopción de medidas a corto plazo.
Ahora bien, si los políticos no se hallan en condiciones de «adquirir el compromiso creíble» (por emplear la terminología que ha dado en difundir este tipo de literatura económica) de llevar a cabo una determinada política, lo que no dejará de suceder será que tanto los votantes como los actores del mercado darán por descontados los venideros volantazos de la política gubernamental y tratarán de contrarrestar sus efectos, lo cual conducirá inevitablemente a una situación de mayor inestabilidad e incertidumbre económicas. Tanto Finn Kydland como Edward Prescott han argumentado que la clave para la resolución de este problema consiste en independizar de los políticos al banco central, encargando a dicho organismo —como ya se hizo en su momento con el Bundesbank— la única y singular misión de centrarse tan sólo en lograr que los precios sean estables. En este sentido habría de resultar decisiva la promulgación de un puñado de reformas institucionales concebidas para blindar al banco central y protegerlo del escrutinio público, amparando igualmente a los banqueros encargados de gestionar esa entidad, impidiendo que los poderes públicos pudieran destituirlos o torcer sus decisiones y garantizando al mismo tiempo que esos banqueros tendieran a ser más conservadores que el votante medio al objeto de resguardar igualmente a la institución frente a las exigencias de naturaleza populista.
Ese tipo de reformas deberían certificar asimismo la imposibilidad práctica de que el gobierno intentara promover políticas de gasto contrarias al ciclo económico debido a que, para empezar, los políticos en cuestión tendrían ahora clara conciencia de que el banco central había adquirido el compromiso creíble de mantenerse firme en su determinación de controlar los precios gracias a contar con las salvaguardas de su protección institucional y de su propensión conservadora en materia política.[360] Por lo tanto, el banco central puede asumir, como digo, ese «compromiso creíble», y hacerlo además de un modo que los políticos no tienen posibilidad de igualar. En consecuencia, la toma de decisiones políticas ha de delegarse de una manera diferente, apartando esa capacidad estratégica de los políticos democráticamente electos para ponerla en manos de los rectores de un banco central independiente de tendencias conservadoras, ya que estos no tendrán inconveniente en administrar una amarga medicina cada vez que se revele necesario debido a que sus puestos de trabajo no dependen de su capacidad para contentar a los contribuyentes, salvo quizá a los pertenecientes al sector financiero, que son los que se benefician de una situación presidida por unos índices de inflación extremadamente bajos, pero eso es ya harina de otro costal.[361]