El modelo propuesto por Hayek y von Mises para explicar las crisis y los desplomes crediticios
El modelo propuesto por Hayek y von Mises para explicar las crisis y los desplomes crediticios
En la década de 1920, Friedrich Hayek y Ludwig von Mises llamaron la atención sobre un hecho bastante obvio: el de que los bancos se dedicaban a ganar dinero mediante la concesión de créditos. Y a pesar de que, considerados uno a uno, todos los bancos pudieran querer atenerse a las reglas de la prudencia, había que tener en cuenta que cada una de esas entidades se veía impulsada, en virtud del incentivo de las potenciales ganancias, a ampliar la concesión de créditos más allá de lo que pudiera realmente permitirle su base de reservas (compuesta en esos años por lingotes de oro). Esos incentivos las instaban además a proceder de ese modo para poder permanecer activas en un mercado en el que se veían obligadas a competir con un conjunto de bancos más agresivos y en el que no les quedaba más remedio que captar una cuota de mercado cada vez mayor. Por si fuera poco, los bancos se ven también empujados a caminar en esa dirección por la presencia de un banco central que respalda y sostiene la totalidad del sistema financiero, proporcionándole liquidez. Todas estas fuerzas contribuyen a determinar no sólo que se produzca una expansión del crédito que supera lo que en realidad podrían permitir los «auténticos» fondos de las entidades bancarias, sino que reducen los tipos de interés con que se gravan los préstamos.
La cuestión es que esa ampliación de la base crediticia envía a los emprendedores la señal de que el coste real del capital ha descendido, y de que, en consecuencia, cuentan ahora con la posibilidad de asumir proyectos financiados con esos créditos baratos —lo cual les lleva a modificar su mentalidad, ya que hasta ese momento la solicitud de un empréstito no había revelado poseer una verdadera capacidad de generar beneficios—. Aun en el caso de que esos emprendedores sospechen que ese estímulo es de carácter artificial, lo que resulta evidente es que a nadie le gusta permanecer impasible mientras contempla cómo sus competidores se hacen con una mayor cuota de mercado, de modo que, a pesar de sus recelos, los emprendedores aceptan la apuesta y solicitan créditos. Considerado en su conjunto, este estado de cosas conduce a una expansión de la actividad crediticia y a un debilitamiento del deseo de ahorrar. De esta forma, los emprendedores, que en una situación presidida por las condiciones propias del libre mercado habrían dado muestras de astucia, determinación ahorradora y ponderada prudencia, se transforman de pronto en individuos temerarios que se dejan embaucar por los bancos y que se cubren de deudas tan pronto como esas entidades financieras comienzan a distribuir el dinero a manos llenas.
Así las cosas, y víctimas de tan adecuados incentivos, los empresarios empiezan a contratar a un creciente número de personas y a comprar nuevos materiales, lo cual hace subir tanto los precios como los salarios. Esto genera los clásicos efectos del estímulo monetario a corto plazo, un efecto que comienza a hacerse patente en la subida de los precios, y muy en particular en el incremento del precio de los bienes, lo cual no consigue sino espolear todavía más la tendencia a solicitar préstamos. No obstante, la realidad de la economía subyacente no ha cambiado. Todo lo que sucede es que hay más dinero en circulación, y que ese recrecido caudal de efectivo anda a la caza de un menor número de artículos: es decir, nos encontramos ante el escenario típico de una inflación. Al comprender su error, los bancos se dan también cuenta de que están a punto de verse obligados a enjugar unas pérdidas considerables, de modo que hacen todo lo posible para no tener que asumirlas. Por consiguiente, continúan promoviendo la expansión del crédito, bajan todavía más los tipos de interés y de ese modo suelen conseguir diferir el proceso y terminar saliendo del paso.
Desde el punto de vista de los economistas de la escuela austríaca, eso es exactamente lo que no hay que hacer, dado que no sirve más que para hinchar todavía más la burbuja crediticia, alejando además al capital de aquellos bienes que el mercado habría distribuido de un modo mucho más correcto de no haberse visto distorsionado por la afluencia de todos esos créditos económicos. Lo que realmente se consigue con la adopción de esta clase de medidas es alimentar la inflación, y en consecuencia el valor real del dinero cae. Esto implica a su vez que el conjunto de las malas inversiones realizadas al calor de la fiebre crediticia ha de producir, para compensar esa caída, una rentabilidad cada vez mayor —o de lo contrario el balance general de todos los implicados quedará hecho trizas—. Sabedores de que eso es lo que puede ocurrir, y teniendo en cuenta que el contexto en el que ahora se mueven todos los actores económicos es el de una inflación desbocada, los bancos empiezan a incrementar los tipos de interés de sus créditos a la misma velocidad con la que disminuye su capacidad para generar nuevos préstamos. Entretanto se asiste asimismo a una aceleración de la demanda de crédito destinada a mantener inflada la burbuja, en un último intento de evitar su estallido.[337] Al final, el público comprende que todo el crecimiento de los activos al que ha venido asistiendo no es en realidad otra cosa que una inflación de carácter monetario y que no responde a un verdadero aumento del valor de esos activos, de modo que la burbuja se hace añicos, se desata el pánico, los activos son malvendidos a mansalva, los balances generales implosionan y la economía se va a pique.
Y aquí es donde entra en escena la austeridad. Por decirlo con las palabras de von Mises: una vez que se desencadena la «huida hacia valores de carácter real», la gente comprende que «tanto la crisis como el subsiguiente período de depresión económica no han sido sino la culminación de la época anterior, marcada por unas injustificadas inversiones provocadas a su vez por la expansión del crédito».[338] Por consiguiente, «la economía ha de encajar dichas pérdidas y adaptarse a ellas, [con lo que] lo que ha de hacerse […] es reducir el consumo».[339] Los ahorros que se han estado malgastando han de reponerse, y eso implica un menor consumo. Los bancos han de enjugar sus pérdidas antes de poder iniciar el proceso de la recuperación, y eso significa austeridad. Lo último que se debe hacer en tales casos es acudir al rescate de los bancos o de los consumidores. A fin de cuentas, lo que se inició a causa de una intervención en el mercado —la derivada de la bajada de los tipos de interés, materializada a su vez por medio de una expansión del crédito superior a lo que hubieran permitido los «auténticos ahorros» disponibles— no puede ser resuelto con una receta que signifique más de lo mismo.