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El estreno de una obra titulada «Austeridad, deuda y moralidad»
¿A QUÉ OBEDECE LA AUSTERIDAD?
El viernes 5 de agosto de 2011 vino a suceder un hecho que, desde el punto de vista fiscal, se había dado en considerar inconcebible hasta entonces. La clasificación crediticia de Estados Unidos perdió el nivel de triple A (AAA) al venir a rebajar dicha nota la agencia internacional de calificación Standard and Poor’s. Esto resulta un tanto problemático dado que el dólar estadounidense es la moneda de reserva mundial, lo que significa (básicamente) que el resto del mundo considera que, en caso de emergencia, esa divisa ejerce la función de un depósito de valores. De este modo puede decirse, por ejemplo, que el valor de la práctica totalidad de los bienes negociables da en estimarse en relación con el valor del dólar y que esta moneda opera como anclaje del sistema monetario internacional. El lunes siguiente, día 8 de agosto de 2011, el valor medio del índice industrial del Dow Jones perdió 635 puntos, experimentando así la sexta mayor caída de su historia. Al mismo tiempo, en otro continente, las turbulencias sufridas por el mercado de obligaciones europeo —agitación que se había iniciado en Grecia en 2009— amenazaba de pronto con hundir las economías de Italia y España, socavando la credibilidad de la moneda única europea y generando dudas sobre la solvencia de todo el sistema bancario de Europa. Entretanto, Londres —uno de los centros financieros más importantes del mundo—, se vio asediado por toda una serie de manifestaciones y disturbios que no tardarían en extenderse, primero por toda la ciudad y más tarde a lo largo y ancho del país.
Las algaradas londinenses no tardaron en quedar disueltas, pero sólo fue para asistir al arranque del movimiento Ocupa Wall Street, primero en el parque Zuccotti del neoyorquino barrio del Bajo Manhattan, y más tarde por todo el territorio de Estados Unidos y el resto del mundo. Los motivos que lo impulsaban eran bastante difusos, pero había uno que destacaba de manera muy particular: el de la preocupación producida por las desigualdades que, pese a haberse ido generando de forma larvada en el transcurso de los últimos veinte años, habían quedado enmascaradas por la ilusión de un fácil acceso a los créditos.[3] La llegada del invierno, unida a la acción policial, terminó provocando que los campamentos del movimiento Ocupa Wall Street quedaran finalmente desiertos, pero los problemas que habían suscitado la aparición de esas acampadas continuaron presentes. En este momento, la crisis financiera europea, agravada además por el peso de su deuda externa, ha iniciado una triste peregrinación, transitando de una cumbre económica a otra, cumbres en las que únicamente se asiste al choque del ideal de la prudencia fiscal alemana con el 25 por 100 de desempleo que sufre España y con el espectáculo de un estado griego empeñado en desgarrarse a sí mismo hasta sumirse en la insolvencia y la pobreza generalizada mientras se le conceden créditos y más créditos para que continúe haciéndolo. En Estados Unidos, estos problemas se presentan bajo otra sintomatología: la que integra la suma de un esclerótico crecimiento del sector privado, un persistente desempleo, la pérdida de oportunidades de la clase media y la parálisis del estado. Si observáramos por separado cada uno de estos elementos tendríamos la impresión de estar contemplando un panorama notablemente caótico. Pero si miramos con mayor detenimiento podremos comprobar que todos estos acontecimientos se hallan íntimamente relacionados. Lo que les une es el denominador común de su presunta cura: la austeridad, es decir, la aplicación de una política basada en la reducción de los presupuestos generales del estado con vistas a lograr la promoción del crecimiento.
La austeridad es una forma de deflación voluntaria por la cual la economía entra en un proceso de ajuste basado en la reducción de los salarios, el descenso de los precios y un menor gasto público —todo enfocado a una meta: la de lograr la recuperación de los índices de competitividad, algo cuya mejor y más pronta consecución exige (supuestamente) el recorte de los presupuestos del estado y la disminución de la deuda y el déficit—. Según creen quienes abogan por esa terapia, la adopción de este paquete de medidas sabrá generar una mayor «confianza empresarial», dado que el gobierno habrá dejado tanto de «copar» el mercado inversor al absorber todo el capital disponible mediante la emisión de deuda como de incrementar la deuda nacional, ya «excesivamente grande» de por sí.
Como ha señalado el defensor de la tesis de la austeridad, John Cochrane, de la Universidad de Chicago, «Cada dólar que se destine a ampliar los gastos del gobierno implica necesariamente detraer esa misma cantidad del impulso inversor privado. Los puestos de trabajo creados al calor de los estímulos vinculados con el aumento del gasto de la administración quedan contrarrestados por los empleos que se pierden como consecuencia del descenso de la inversión privada. Podemos dedicarnos a construir carreteras en lugar de fábricas, pero es imposible que los incentivos fiscales contribuyan a posibilitar el incremento de ambos empeños».[4] La única pega es que esta forma de exponer los acontecimientos adolece de un pequeño problema: es completa y absolutamente equivocada, y en la mayoría de las ocasiones las políticas de austeridad son de hecho el error en el que es preciso no incurrir, debido justamente a que no vienen a generar sino los mismos resultados que se pretendían evitar.
Fijémonos, por ejemplo, en los motivos que adujo Standard and Poor’s para rebajar la calificación crediticia de Estados Unidos. Los miembros de esa agencia sostuvieron que «la prolongada controversia relacionada con la posibilidad de aumentar o no el techo de deuda reglamentario y el subsiguiente debate sobre la política fiscal […] está llamada a seguir constituyendo un proceso tan disputado como recurrente».[5] Sin embargo, el desplome del valor promedio del índice industrial del Dow Jones no se debió a esa rebaja de la calificación crediticia estadounidense. Quien entienda que el hecho de perder un viernes el nivel de triple A se vio inmediatamente seguido el lunes por un desmoronamiento del Dow Jones está confundiendo la correlación con la causación. Si los mercados se hubieran sentido efectivamente preocupados por la solvencia del gobierno de Estados Unidos, es obvio que esa inquietud se habría reflejado en el rendimiento de los bonos (esto es, en los intereses que el gobierno estadounidense tiene que pagar para conseguir que alguien asuma el riesgo de comprar su deuda), tanto antes como después de la rebaja de la calificación. El rendimiento de esas obligaciones debería haberse incrementado después de la pérdida de la triple A, puesto que esa situación traería consigo una pérdida de confianza de los inversores en la deuda estadounidense, de modo que el dinero debería haber afluido al mercado de valores en busca de refugio. Sin embargo, lo que se produjo fue una caída conjunta tanto de los rendimientos de los bonos como de las acciones bursátiles, dado que el motivo de que la bolsa descendiera fue la existencia de una inquietud de mayor calado: la vinculada con el temor de que se ralentizara la economía estadounidense en su totalidad, o lo que es lo mismo: con el miedo a una ausencia de crecimiento.
Esto resulta doblemente extraño, habida cuenta de que se suponía que la causa de la desaceleración prevista —esto es, el acuerdo al que habían llegado los republicanos y los demócratas en el senado estadounidense el día primero de agosto de 2011, por el que se aceptaba el establecimiento de un techo de endeudamiento que implicaba una reducción de 2,1 billones de dólares en el montante de los presupuestos públicos a lo largo de una década— debería haber contribuido a calmar los ánimos de los mercados al proporcionarles los recortes presupuestarios que tanto ansiaban. Sin embargo, lo que este nuevo compromiso con la austeridad vino a señalar fue el inicio de un período de menor crecimiento debido a que el descenso del gasto público iba a incidir de hecho en una economía ya previamente debilitada y a que los mercados de valores se desplomaron al enterarse de la noticia. Como diría en su momento, y no sin cierto grado de irónico eufemismo, Olivier Blanchard, director de investigaciones económicas del Fondo Monetario Internacional, «Los inversores financieros se comportan de un modo esquizofrénicamente contradictorio en todo lo que guarde relación con la consolidación fiscal y el crecimiento».[6] En la actualidad, el drama de la deuda estadounidense está a punto de repetirse, presentándose en esta ocasión en la forma de un supuesto abismo fiscal: aquel por el que presuntamente habría de despeñarse Estados Unidos en el caso de que en enero de 2013 se pusieran por sí solos en marcha los mecanismos previstos para la reducción automática del gasto público si el Congreso no llegara a un acuerdo respecto a qué partidas concretas recortar. La esquizofrenia a la que Blanchard había aludido el año anterior sigue presentándose en esta reedición del problema, dado que ambos bandos no dejan de insistir de manera simultánea en la necesidad de introducir unos recortes que al mismo tiempo tratan de evitar.
Del mismo modo, se suponía que las políticas de austeridad debían acabar proporcionando una mayor estabilidad a los países de la eurozona, no minar su viabilidad. Tanto Portugal como Irlanda, Italia, Grecia y España (los llamados «PIIGS» de Europa) han implantado un conjunto de medidas de austeridad desde que se vieran golpeados por la crisis financiera de 2008. La hipertrofiada deuda del sector público griego, el excesivo grado de apalancamiento del sector privado español, la falta de liquidez de Portugal e Italia y la insolvencia de los bancos irlandeses terminaría obligando a los respectivos estados a acudir al rescate, abriendo enormes agujeros de deuda en sus presupuestos y generando un elevado déficit. Como ya sucediera en el caso de la fijación de un techo de endeudamiento en Estados Unidos, la presunta respuesta a sus problemas era también la austeridad. Recórtense los presupuestos, redúzcase la deuda y se retomará la senda del crecimiento al recuperarse la «confianza».
Puestas así las cosas, evidentemente, a los PIIGS no les quedó más remedio que ir reduciendo sus presupuestos públicos en la misma medida en que asistían a la contracción de sus respectivas economías, mientras contemplaban el aumento —que no la disminución— de su deuda y veían dispararse, como era de esperar, la cuantía de los intereses que tenían que pagar para colocar sus obligaciones. El valor de la deuda neta portuguesa pasó de representar el 62 por 100 de su producto interior bruto en 2006 a suponer el 108 por 100 del mismo en 2012, mientras que los intereses que debían abonarse por las obligaciones portuguesas a diez años ascendieron del 4,5 por 100 registrado en el mes de mayo de 2009 al 14,7 por 100 observado en enero de 2012. El porcentaje de la deuda neta irlandesa respecto del producto interior bruto del país, situado en un 24,8 por 100 en 2007, se elevó hasta el 106,4 por 100 en 2012, mientras que sus bonos a diez años pasaron de rendir un interés del 4 por 100 en 2007 a alcanzar la cifra récord del 14 por 100 en 2011. El país más paradigmáticamente representativo de la crisis y de las políticas de austeridad de la eurozona, Grecia, vio ascender el porcentaje de su deuda, que pasó de representar el 106 por 100 del producto interior bruto en 2007 a suponer el 170 por 100 en 2012, y ello a pesar de los sucesivos programas de recortes de austeridad y de que en 2011 los titulares de las obligaciones de deuda griega se vieran forzados a encajar una pérdida del 75 por 100 de sus activos. En este momento, el bono a diez años de la República Griega se está pagando a un interés del 13 por 100, lo que, siendo alto, constituye, no obstante, un importante descenso respecto del 18,5 por 100 que se abonaba en noviembre de 2012.[7]
Está claro que la austeridad no funciona, si por «no funcionar» entendemos que a través de ella no se consigue ni la reducción de la deuda ni el fomento del crecimiento económico. Todo lo contrario: al hacer que la compra de las obligaciones de esos gobiernos en apuros resultara más arriesgada (como demuestran los intereses que se cobran), esta política de austeridad ha venido a determinar de forma indirecta que los grandes bancos europeos que han adquirido grandes paquetes de bonos estatales (fundamentalmente en Alemania, Francia y Holanda) se encuentren ahora en una situación más peligrosa que antes. Y los inversores internacionales acabarían reconociendo la realidad de este estado de cosas, dado que entre el verano y el otoño de 2011 desapareció una gran parte del volumen de préstamos que se habían venido inyectando hasta entonces desde el ámbito privado en el sector bancario europeo; circunstancia a la que se respondió con la puesta en marcha de los mecanismos que el Banco Central Europeo contempla para este tipo de situaciones, a saber, la provisión urgente de liquidez (una provisión articulada en la práctica a través de las llamadas operaciones de refinanciación a largo plazo, o LTRO, según sus siglas inglesas: «long-term refinancing operations»), el programa adicional para la inyección urgente de liquidez (o ELA, de acuerdo con sus siglas inglesas: «emergency liquidity assistance program»), y, cómo no, la exigencia de nuevos planes de austeridad.[8]
Se suponía que el Reino Unido había logrado sustraerse a esta sucesión de calamidades gracias al hecho de haber aplicado políticas de «restricción preventiva», o lo que es lo mismo, por haber comenzado por adoptar medidas de austeridad para cosechar después los beneficios del crecimiento una vez recuperada la confianza de los inversores. Sin embargo, hemos de decir una vez más que este enfoque terminaría sin arrojar exactamente los resultados previstos. Pese a que el rendimiento de los bonos del Reino Unido sea inferior al de muchos de los países de su entorno, lo cierto es que esa circunstancia no guarda una excesiva relación con el hecho de que Inglaterra practicara la austeridad en su momento, sino más bien con la particular circunstancia de que el Reino Unido cuente con una moneda y un banco central propios. Por consiguiente, Gran Bretaña puede asumir con credibilidad el compromiso de respaldar a su sector bancario con un flujo ilimitado de efectivo, hallándose además en condiciones de hacerlo por vías que no se encuentran al alcance de los países pertenecientes a la eurozona —por no mencionar el dato de que también dispone de la posibilidad de permitir la depreciación de los tipos de cambio, dado que todavía posee un mercado cambiario—.[9] Desde luego, la gráfica del crecimiento del Reino Unido tampoco ha dibujado ningún pico positivo como respuesta a esa peculiar situación, ni puede decirse que disfrute de la confianza de los inversores. Los británicos se encuentran tan alicaídos como todos los demás países, a pesar de haberse apretado el cinturón de manera preventiva, y lo cierto es que los indicadores económicos del Reino Unido están señalando en una dirección fundamentalmente contraria a la deseada, lo que vuelve a mostrar que la austeridad acarrea más perjuicios que ventajas.