La austeridad y la economía global en las décadas de 1920 y 1930
La austeridad y la economía global en las décadas de 1920 y 1930
Estados Unidos salió de la primera guerra mundial más reforzado que nunca. Los principales combatientes —Francia, Alemania y Gran Bretaña— quedaron por el contrario en una posición mucho más débil. Los estados europeos intentaron recuperar el sistema del patrón oro por considerar que de ese modo podrían restablecer la prosperidad de que habían venido disfrutando en los viejos tiempos. Las cuestiones que había que estudiar para proceder a materializarlo eran sólo dos. La primera consistía en dilucidar si resultaba o no preciso reestablecer la paridad en los mismos niveles que había tenido esta en el período anterior a la guerra, planteamiento que exigiría la asunción de un grado de austeridad más que significativo a fin de poder bajar los precios internos hasta dejarlos en el nivel en el que necesariamente debían permanecer, o aspirar al establecimiento de unas paridades nuevas y más bajas capaces de reflejar mejor las condiciones reales de aquellas economías azotadas por la guerra. La segunda cuestión guardaba una estrecha relación con la anterior, ya que consistía en encontrar la forma de hacer frente a las demandas de las poblaciones europeas, recientemente democratizadas, a fin de poder llevar a la práctica todo un conjunto de políticas compensatorias —unas políticas destinadas a hacer que el ajuste resultara todavía más difícil—. Esos países, junto con algunos otros, optaron por esta segunda vía, más difícil, sabiendo que necesitarían años de demoledora austeridad antes de poder recuperar el sistema del patrón oro. Alemania volvió a regirse por el patrón oro en 1924, Gran Bretaña haría lo propio en 1925 y Francia otro tanto en 1926. Sin embargo, una vez conseguido esto, como veremos, las cosas no hicieron más que empeorar.
Otro de los factores que venían a agravar estas dificultades era la cuestión de las deudas y las reparaciones de guerra. Tanto Francia como Gran Bretaña debían cientos de millones de dólares a Estados Unidos. Como se sabe, el tristemente célebre tratado de Versalles había condenado a Alemania a pagar a las potencias aliadas varios miles de millones de marcos de oro como reparación bélica. El problema era que Alemania no quería pagar semejante cantidad. Los estadounidenses y los franceses insistían en que Alemania tenía que satisfacer aquella deuda. Por su parte, los británicos adoptaron una postura intermedia porque, si por un lado se daban cuenta de que exigir a los alemanes que abonaran aquellas cantidades era un imposible, lo cierto era que carecían, por otro, de toda capacidad real para poder modificar un ápice la situación.[461]
Por fortuna, la economía estadounidense había empezado a funcionar bastante bien en el período inmediatamente posterior a la guerra, con lo que se les ocurrió una especie de solución. El país disponía de un volumen de capital lo suficientemente grande como para poder permitirse el lujo de exportar una parte, así que eso fue exactamente lo que hicieron sus dirigentes: enviar a Europa oro y capital a corto plazo (es decir, préstamos en dólares), apostando por la rápida recuperación económica de Alemania. Mientras el capital estadounidense siguiera fluyendo abundantemente en dirección a Europa, Alemania podría crecer lo bastante (o al menos solicitar préstamos) como para saldar las deudas que había contraído con Francia y con Gran Bretaña, países que a su vez utilizaban esa misma liquidez para devolver los importes de la deuda que les ligaba económicamente a Estados Unidos —siempre y cuando, claro está, Estados Unidos enviara ese capital de vuelta a Alemania al objeto de mantener en marcha la totalidad del sistema de pagos—. Como ya dijera en su momento el sociólogo estadounidense Fred L. Block, con justificada ironía: «La contribución que hizo Estados Unidos a la resolución del […] problema consistió en prestar a Alemania unas enormes cantidades de capital, un volumen de dinero líquido que más tarde habría de utilizarse para financiar el pago de las reparaciones».[462] Si les parece que esto viene a traer a la memoria, en cierto modo, las particularidades de esa extraña situación por la que los países más poderosos de Europa se conciertan para conceder incesantes préstamos a los países de la periferia europea, pese a saber perfectamente que esos países no pueden albergar siquiera la esperanza de alcanzar a devolver algún día esas deudas debido a que el endeudamiento que ahora soportan ya es sumamente elevado, he de decirles, una vez más, que no andan ustedes totalmente equivocados.
Tras la superinflación vivida en la Alemania de 1923, el sistema en su conjunto lograría mantenerse a flote durante unos cuatro años más aproximadamente, hasta que las exportaciones de capital que venían realizándose desde Estados Unidos se ralentizaron como consecuencia del explosivo crecimiento que experimentaron los valores de Wall Street en 1928 y del subsiguiente descalabro vivido en 1929.[463] Alarmadas por la tremenda subida que estaba experimentando el mercado bursátil, las autoridades encargadas de regentar el Sistema de la Reserva Federal de Estados Unidos decidieron subir los tipos de interés en 1928 a fin de enfriar un tanto la febril demanda interior. Esta medida tuvo el efecto de invertir el flujo de capital, consiguiendo que saliera de Europa, dado que ahora el capital estadounidense prefería regresar directamente a su punto de origen a fin de aprovechar la oportunidad que le ofrecían esos elevados tipos de interés, circunstancia que vino a avivar aún más, y de forma totalmente inesperada, el tremendo despegue que estaban experimentando los valores bursátiles estadounidenses.[464] A fin de cuentas, ¿qué aliciente podría encontrar nadie en colocar su dinero en Alemania sabiendo que podía conseguir un 15 por 100 comprando las acciones de un fondo de inversiones y un 7 por 100 poniéndolo en un depósito bancario de Estados Unidos? La fuga de capitales que se produjo como consecuencia de este estado de cosas sometió a la economía alemana a una enorme presión, y el país respondió implantando unas políticas de austeridad todavía más estrictas, especialmente, como veremos, en tiempos del canciller Heinrich Brüning, entre 1930 y 1931. Al verse privados de la aportación de liquidez externa —dado que todo el dinero había vuelto a Estados Unidos—, los bancos que operaban en Austria y en Alemania toparon con la dificultad añadida de unas medidas de austeridad cada vez más estrictas, pidiéndoseles a cambio que concediesen un mayor número de préstamos (que no lograron materializarse) a fin de intentar evitar el inevitable impago. Al final, el desenlace terminó adquiriendo tintes trágicos, dado que los préstamos se agotaron, los aranceles crecieron, las monedas se devaluaron y la recesión del período de posguerra acabó transformándose en la Gran Depresión.
Más allá de esta visión general de los motivos que llevaron al fracaso de la austeridad en el plano macroeconómico, lo que más nos interesa averiguar aquí es la suerte que corrieron en el terreno microeconómico los países que adoptaron la vía de las políticas de austeridad a lo largo de la crisis. El punto crítico que ha de señalarse en este caso radica en el hecho de que, pese a la legión de fracasos ocurridos a lo largo de este período, hubiera efectivamente algunos ejemplos positivos de austeridad que lograron generar una expansión —como también habría de ocurrir en las décadas de 1980 y 1990—. No obstante, lo cierto es que esos episodios de feliz resolución se produjeron justo después de la primera guerra mundial, es decir, en un período en el que los estados en cuestión —entre los que destacan muy particularmente Alemania y Estados Unidos— no se habían adherido todavía al patrón oro. De este modo, al no tener las manos atadas, dichas naciones pudieron ajustar sus costes internos permitiendo que sus tipos de cambio descendieran ligeramente en vez de hacerlo recurriendo a una deflación interna y obligatoria de sus salarios y precios. También hay que recordar que el momento en el que llevaron a cabo esas políticas de austeridad fue el del período álgido del rápido crecimiento vivido al principio de la posguerra.[465]
Una vez restablecido el patrón oro, las reglas de juego cambiaron, de modo que la aplicación de todas y cada una de las políticas de austeridad puestas en marcha en dichos países no contribuyó más que a empeorar las cosas —y en algunos casos, como veremos, con resultados funestos—. El paralelismo con la zona euro, entendida esta como una región regida por un patrón oro sin oro (ya que tampoco en ella se puede devaluar ni provocar una inflación ni proceder al impago), es tan evidente como tremendamente importante. Es decir, si ninguno de esos países se las arregló para conseguir que la austeridad funcionara cuando se hallaban todos ellos vinculados a la versión clásica del patrón oro y se regían por gobiernos mucho más autoritarios, ¿por qué habríamos de esperar que sucediera algo distinto en la actual zona euro —o incluso en Estados Unidos— cuando sabemos que sus respectivas administraciones son mucho más democráticas?