Prefacio
Prefacio
La austeridad como cuestión personal
LA GÉNESIS DE ESTE LIBRO HA SIDO bastante inhabitual. En el mes de julio de 2010, David McBride, de la Oxford University Press, me envió un correo electrónico en el que me preguntaba si me interesaría escribir un libro acerca del viraje por el que las políticas económicas han ido a desembocar en la austeridad. La verdad es que por entonces yo llevaba ya algún tiempo acariciando la idea de elaborar una obra titulada «El fin del mundo liberal», pero era igualmente cierto que no se trataba de un proyecto que tuviera excesivamente adelantado. Por tanto, la oferta de Dave adquirió a mis ojos el aspecto de un proyecto alternativo caído del cielo. A fin de cuentas, alguien tendría que escribir un libro de esa índole, y dado que en dicha cuestión yo había puesto, como dicen los banqueros, «mi pellejo en juego» —por motivos que más adelante detallaré—, decidí contestar que sí a la propuesta. Poco después, Geoffrey Kirkman, director adjunto del Instituto Watson de Estudios Internacionales de la Universidad Brown, a cuya plantilla docente pertenezco, quiso saber si me gustaría producir algo que pudiera exponerse en un corto de vídeo. Y volví a responder afirmativamente: algo tenía que hacer para promover el nuevo libro que me había comprometido a escribir.
Estas dos oportunidades se me presentaron poco después de que el G20 emitiera el conocido comunicado final destinado a clausurar la reunión que acababan de mantener sus miembros en Toronto a lo largo del mes de junio de 2010. Ese cónclave del G20 vendría a señalar el momento en el que la recién redescubierta economía keynesiana que había venido informando las respuestas dadas por los distintos estados a la crisis financiera mundial que llevaba viviéndose desde 2009 dio paso a una interpretación de los acontecimientos económicamente más ortodoxa y austera. El comunicado del G20 instaba a los estados allí congregados a poner fin a la asunción de aquellos gastos que, destinados a lograr una reactivación económica, se habían venido realizando bajo el atavío de una noción denominada «consolidación fiscal orientada al crecimiento» —y que no es sino una caprichosa forma de decir «austeridad»—. Recuerdo que en esa ocasión me cruzó por la cabeza la idea de que «aquello venía a resultar tan verosímil como la observación de un unicornio provisto de unas alforjas repletas de polvos mágicos». Por consiguiente, tan pronto como tuve la oportunidad de rodar un vídeo me pareció que la manera de abordarlo debía hacer frente a la descabellada idea de la «austeridad como senda que conduce al crecimiento». Puede verse el vídeo en la siguiente dirección electrónica: http://www.youtube.com/watch?v= FmsjGys-VqA.
Parte del cometido de los profesores de universidad consiste en promover ideas y ejercer la docencia. La otra parte de su tarea, y quizá la más importante, pasa por desempeñar el papel propio de «la puñ*t*ra política». Nuestro trabajo radica en examinar las ideas y los planes que los partidos, como partes interesadas, vienen a poner sobre la mesa con el fin de resolver nuestros problemas colectivos y determinar si esos proyectos huelen bien o no. Y la austeridad como vía de acceso al crecimiento y como respuesta más adecuada para bregar con los coletazos de una crisis financiera no huele nada bien. Los argumentos que se esgrimen para explicar por qué hemos de observar una conducta económicamente austera hieren igualmente el olfato. En este libro encontrarán ustedes la versión íntegra de por qué sostengo esto. La versión abreviada es la que acabó adoptando forma de vídeo. Sin embargo, al grabar ese vídeo, el productor, Joe Posner, me obligó a exprimir el destilado de lo que pretendía decir sobre esta particular cuestión en cinco minutos y medio. Y una vez que lo hube hecho, volví a centrarme en el libro, preguntándome si realmente me quedaba algo por decir.
La oportunidad de entrar a detallar con mayor minucia mi argumentación, es decir, la lógica académica del problema, dándole mayor cuerpo seguía perfectamente presente. Tanto las razones aducidas para explicar por qué hemos de ser todos austeros (dado que hemos gastado demasiado, etcétera) como la lógica que se emplea para exponer los supuestos efectos positivos de la política de austeridad —que los recortes facilitan el crecimiento— constituyen en términos generales un peligroso disparate, como veremos. No obstante, siguen siendo las ideas que actualmente predominan. Es posible que en el momento en el que este libro alcance a ver la luz las cosas ya no sean así, pero, entretanto, esas ideas habrán tenido tiempo suficiente para provocar un inmenso perjuicio.
Parte del motivo de ese estado de cosas se debe, como también habremos de comprobar, a cuestiones ideológicas. Pero, en parte, la razón de que esos planteamientos actúen con tantísima potencia revela ser de índole claramente palpable. Y el porqué de esto último guarda relación con el doble hecho de que una crisis bancaria estadounidense generada por la convicción de que determinadas entidades eran «demasiado grandes como para que el sistema se pudiera permitir su quiebra» acabara convirtiéndose en una crisis bancaria europea centrada en la eventualidad de que esa área económica viniera a tener «una extensión superior a toda posibilidad de rescate» —circunstancias ambas que han de ser estudiadas a su vez para comprender cómo han terminado internándonos a todos, de hoz y coz, en la senda de la austeridad—. En el mejor de los casos, lo que estamos haciendo —sobre todo en Europa— es salvar a los bancos que ya empezamos a rescatar en 2008. Este libro me ha permitido comprender, aunque no sin esfuerzo, cuál es la razón de que unas ideas tan erróneas continúen alzándose con la primacía, y averiguar también cuáles son los motivos ideológicos y materiales que subyacen a ese predominio. Sin embargo, el hecho de volver a ocuparme de la redacción del libro después de haber elaborado el vídeo me hizo recordar otra de las razones que me animaban a escribir esta obra, una razón de carácter mucho más personal que tiene que ver con la quiebra de equidad que supone la política de la austeridad.
Yo nací en Dundee, Escocia, en 1967. Mi padre era carnicero y mi madre se dedicaba al alquiler de televisiones (pues sí, en efecto, en aquellos tiempos los aparatos de televisión eran tan caros que la mayoría de la gente optaba por arrendarlos). Mi madre falleció siendo yo muy niño así que me confiaron a los cuidados de mi abuela paterna. Crecí en un ambiente de (relativa) pobreza, y hubo temporadas en las que tuve que ir al colegio con los zapatos literalmente agujereados. Mi educación fue, en el sentido original de la palabra, notablemente austera. Los ingresos de la familia se reducían al cobro de un cheque del gobierno, es decir, a la percepción de una pensión de jubilación del estado, a lo que se añadía de cuando en cuando la ayuda económica derivada del trabajo manual de mi padre. Soy un chico crecido al calor del estado del bienestar. Y ese es un hecho del que además me siento orgulloso.
En la actualidad soy profesor de una de las universidades de mayor prestigio de Estados Unidos. En términos probabilísticos, puede decirse que soy un ejemplo de movilidad social intrageneracional tan extremo como el que más. Lo que ha hecho posible que me haya convertido en el hombre que ahora soy es precisamente el mismo elemento al que hoy se atribuyen las culpas de haber generado la propia crisis: el estado, o para ser más concretos, la desbocada, hipertrófica, paternalista y descontrolada entidad a la que se ha dado en llamar estado del bienestar. Sin embargo, algo huele a podrido en esta concepción de las cosas. Gracias al estado del bienestar británico —por más raído que pueda resultar si se lo compara con la lustrosa realidad de sus primos del continente europeo, más prósperos— nunca me vi en el brete de tener que pasar hambre. La pensión que recibía mi abuela y el servicio de comedor gratuito de que disponía el colegio se ocuparon de ello. Debido al sistema de viviendas sociales jamás me faltó un techo bajo el que cobijarme. Las escuelas a las que asistí no eran de pago, y de hecho tuvieron el efecto de otras tantas rampas de promoción de la movilidad social para que todos aquellos a quienes les hubiera tocado una combinación ganadora en la aleatoria lotería genética de la vida pudieran salir del pozo ascendiendo por ellas.
Por lo tanto, lo que me preocupa, y en un profundo plano personal además, es que si se da en juzgar que la austeridad viene a ser la única forma de salir de esta, entonces hay que denunciar que no sólo nos encontramos ante una conclusión injusta para la actual generación de «trabajadores obligados a rescatar a los banqueros», sino que posiblemente estemos impidiendo la repetición de casos como el mío.[1] La movilidad social que determinadas sociedades, como la del Reino Unido o Estados Unidos, consideraron un factor que debía darse por supuesto entre las décadas de 1950 y 1980, esto es, la misma movilidad que permitió que tanto yo como otros muchos como yo alcanzaran a realizarse ha encontrado de hecho un brusco final.[2] El desempleo juvenil que se constata en todos los rincones del mundo desarrollado ha alcanzado en muchos casos unos niveles nunca vistos. Y las políticas de austeridad no han conseguido más que agravar los problemas. La idea de recortar el estado del bienestar en nombre de un mayor crecimiento económico y de un aumento de las oportunidades es un insultante embuste. El objetivo de este libro consiste en lograr que todos tengamos presente este extremo y en contribuir de ese modo a garantizar que el futuro no se halle únicamente en manos del puñado de personas que ya cuentan con un buen número de privilegios. Para ser francos, creo que al mundo podría resultarle útil disponer de unos cuantos chicos más de las políticas asistenciales convertidos en profesores de universidad. Es una circunstancia que preserva la honestidad del resto de las realidades sociales.
Pero déjenme decir algunas palabras sobre el libro en sí. Lo he concebido a la manera de un conjunto de módulos. Si lo que desea es contar simplemente con una visión panorámica de lo que nos estamos jugando en el combate por la austeridad, le valdrá con leer únicamente el primer capítulo. Si aspira a saber por qué hemos de observar todos una conducta austera y cuál es la razón de que un enorme montón de hipotecas basura estadounidenses acabaran dinamitando la economía europea, consulte los capítulos dos y tres. Si lo que pretende es averiguar de dónde ha salido la idea de que la austeridad es una buena solución y trazar por tanto el árbol genealógico intelectual de esa noción, recorra los capítulos cuatro y cinco. Si le interesa indagar en los motivos que determinan la aducida peligrosidad del concepto de austeridad, ojee el capítulo seis —además, claro está, del segundo y tercer capítulo—. Si lo que busca es comprender de una sentada la raíz causal del enorme lío en el que se halla embarullado el mundo y de que sea a usted a quien se le exija pagar los platos rotos, examine la totalidad del libro.
Quisiera agradecer seguidamente a las numerosas personas que han permitido que este libro haya terminado por adquirir, aún fuera de plazo, el formato que finalmente tiene. Debo especial gratitud a mis colegas Cornel Ban, que me ha ayudado a estudiar los casos de la Europa del Este, y a Oddny Helgadottir, por su aportación al análisis de Islandia. Por haberme aclarado la vertiente estadounidense de este drama, debo dar encarecidamente las gracias a David Wyss, a Beth Ann Bovino, a Bruce Chadwick y a David Frenk. Para el análisis de la parte europea, agradezco muy particularmente los esfuerzos de Peter Hall, Andrew Baker, Bill Blain, Martin Malone, Simon Tilford, Daniel Davies, David Lewis Baker, Douglas Borthwick, Erik Jones, Matthias Matthijs, Josef Hien, Jonathan Hopkin, Kathleen McNamara, Nicolas Jabko, Jonathan Kirshner, Sheri Berman, Martin Edwards, Gerald McDermott, Brigitte Young, Mark Vail, Wade Jacoby, Abe Newman, Cornelia Woll, Colin Hay, Vivien Schmidt, Stefan Olafson, Bill Janeway, Romano Prodi y Alfred Gussenbauer. Una de las deudas de gratitud más especiales es la que he contraído con Stephen Kinsella y con Alex Gourevitch, que han sido mis detectores de dislates económicos. Y en este mismo sentido también debo mencionar el trabajo de Dirk Bezemer y de John Quiggin. Chris Lydon me ayudó a encontrar el tono. Sin Lorenzo Moretti no habría sido capaz de ordenar las notas al pie. Anthony Lopez contribuyó a evitar que me repitiese, al localizar las citas de lo que ya habían dicho otros autores. Y Alex Harris demostró ser un lince para descubrir datos concretos.
Quiero expresar asimismo la gratitud que siento hacia el Instituto Watson de Estudios Internacionales de la Universidad Brown, que siempre me ha brindado todo su aliento y su respaldo, manifestándome igualmente agradecido por la actitud de mis colegas de la Universidad Brown, que me han permitido disfrutar de un entorno de trabajo tremendamente estimulante. Debo también gratitud al Instituto para el Nuevo Pensamiento Económico de Nueva York —y por haber conseguido justamente eso: una nueva forma de enfocar las cuestiones económicas—. Saludo desde aquí a Joe Posner, el productor del vídeo sobre la austeridad que he citado anteriormente, y a Robin Varghese, que me envió unas informaciones que jamás habría sabido encontrar por mí mismo. Desde el punto de vista intelectual adquiere aquí relevancia la figura de dos colaboradores de índole bastante contradictoria (en el sentido de poseer dos personalidades muy distintas). A uno de ellos —Andrew Haldane— no he tenido todavía oportunidad de conocerle, y el otro es Nassim Nicholas Taleb. Os agradezco a ambos que me hayáis obligado a profundizar en mis reflexiones sobre la situación del mundo. Y por último, he de agradecer la intervención de David McBride, de la Oxford University Press, que tuvo la presencia de ánimo precisa para hacerme preguntas pertinentes, para espolearme de cuando en cuando y para dejarme proseguir a mi aire en las ocasiones en que lo juzgó necesario. No obstante, lo que más he de agradecerle es que nunca perdiera la fe en mí. Pido disculpas a todas aquellas personas cuya inclusión en esta lista haya podido pasárseme por alto. Como le dijo en una ocasión al doctor Leonard McCoy un fiscal Klingon, la causa de ese olvido ha de atribuirse con toda probabilidad a la suma de los años y el alcohol.
MARK BLYTH
Boston Sur, Massachusetts
diciembre de 2012