Hume desespera de poder atajar la deuda
Hume desespera de poder atajar la deuda
El problema fundamental al que se enfrenta Hume al abordar la cuestión de la deuda pública estriba en el hecho de que esta no tenga límite —al menos no hasta que los tipos de interés que gravitan sobre ella alcancen niveles aplastantes—. Además, resulta muy fácil subvenir a la deuda mediante la exacción de impuestos, debido a que sus costes se mantienen ocultos y a que su peso descansa sobre los hombros de varias generaciones —todo lo cual explica que al estado le encante contraer deudas—. Así lo expone el propio Hume: «para un ministro resulta extremadamente tentador emplear un expediente de ese tipo, ya que no sólo le permite enaltecer su imagen mientras dure su mandato, sino que le faculta para lograrlo sin colocar una excesiva carga fiscal sobre los hombros del pueblo […]. Por consiguiente, resulta poco menos que inevitable que se abuse de esta práctica, y esto en todos los gobiernos».[188] Siendo así las cosas, los precios que dé en fijar el gobierno al emitir deuda serán indefectiblemente superiores al tipo de interés que pudiera obtenerse mediante cualquier otro mecanismo, lo que explica que siempre logre encontrar inversores dispuestos a comprársela, aunque sea a costa de detraer fondos de los caudales que de otro modo habrían afluido a la industria. Por consiguiente, el capital no tardará en concentrarse en un conjunto de títulos de deuda pública que «expulsan al oro y a la plata del comercio del estado […], lo que termina encareciendo por encima de cuanto hubiera resultado normal en otras circunstancias la totalidad de los abastos y el trabajo».[189]
Además, cuando esta emisión de deuda alcanza finalmente su punto culminante en el ámbito interior, los gobiernos se ven obligados a vender más deuda, aunque en este caso en el extranjero, lo que determinará que el público foráneo acabe apoderándose «de una gran parte de nuestros recursos nacionales, [lo cual] hará a su vez que la ciudadanía de la nación quede convertida en tributaria de aquellos».[190] Y si todo esto llegara a suceder, como inevitablemente ha de ocurrir, según Hume, la libertad se desvanece. Al alcanzar los impuestos su máximo límite tolerable con el fin de poder pagar los intereses de la deuda, desaparece el margen de maniobra que quedaba para encajar y superar cualquier tipo de conmoción financiera. Esto implica necesariamente que habrá de emitirse todavía más deuda, consagrándose así «la imposición continua de los contribuyentes», lo que en último término se traduce en un gobierno lastrado por la «hipoteca de todos sus ingresos, [un estado abocado a] sumirse en una situación de letargo, de inactividad y de impotencia».[191]
Si toda esta musiquilla nos suena conocida, es porque efectivamente la hemos oído muchas veces. No son las reivindicaciones de Hume las que reverberan con tonos similares a los actuales, al contrario: son las afirmaciones de nuestros días las que vienen a constituirse en réplicas directas de los postulados de Hume. Si lo que pretendemos es buscar planteamientos que sostengan hoy que resulta políticamente mucho más sencillo emitir deuda que aumentar los impuestos no es preciso ir muy lejos: basta con recordar las críticas que los países del norte de Europa han venido realizando últimamente en relación con las políticas presupuestarias de Grecia e Italia.[192] Si lo que deseamos comprobar es si en nuestra propia época se defiende o no la tesis de que la deuda pública acaba desplazando a otras inversiones, sólo hemos de pensar en la enorme cantidad de críticas que se han vertido contra las políticas de estímulo económico emprendidas por Barack Obama.[193] Si el dato que nos interesa contrastar es el de si hoy tiene predicamento o no la idea de que la deuda hace subir los precios y pone en peligro la capacidad del estado para amortiguar ulteriores impactos financieros, fijémonos en las muy numerosas críticas que han suscitado los programas de flexibilización cuantitativa[*] y el temor a que eso sea exactamente lo que se le pueda venir encima a la ciudadanía cada vez que se observa un marcado incremento de los tipos de interés vigentes en Estados Unidos.[194] Y respecto al miedo a que los extranjeros acaben siendo propietarios de una nación endeudada, por ejemplo, Estados Unidos, limítese a buscar en Google esta sencilla frase «China es dueña de Estados Unidos». Realizada en inglés («China owns USA»), la búsqueda nos ofrecerá un listado con veinticinco millones de entradas, y ello a pesar de que la afirmación sea sencillamente falsa, dado que los acreedores extranjeros poseen menos de una tercera parte de la deuda pendiente de Estados Unidos.[195]
A pesar de esta andanada de críticas tan familiares, es preciso recordar que Hume predijo que Gran Bretaña acabaría hundiéndose debido a la excesiva emisión de deuda, y que lo hizo además en el preciso instante en el que Gran Bretaña se hallaba justamente en los umbrales de ejercer un dominio cuasiabsoluto en medio mundo por espacio de un siglo. Sería difícil cometer una equivocación mayor. Y sin embargo, hoy en día siguen utilizándose esos mismos argumentos contrarios al endeudamiento, a pesar de que hayan transcurrido nada menos que trescientos años y de que la formulación de las críticas continúe revistiendo básicamente la misma forma que en tiempos de David Hume. Según parece, los hechos rara vez se imponen a una bien pertrechada ideología liberal, y si de lo que se trata es de elaborar buenas ideologías liberales, lo cierto es que Adam Smith no tiene competencia.