Lunes, 2 de febrero de 1920

—Le supongo al corriente de que la Reichsmarine solo puede contar con mil quinientos oficiales. —Wichelhausen asintió—. ¿Sabe también cuántos barcos, y de qué tipo, vamos a tener?

—Sí, Euer Exzellenz.

—Ya no se permiten esos tratamientos, Kapitänleutnant. Desde que somos todos rojos, un Herr por delante del grado, y gracias. Alégrese, al menos para según qué cosas, de haber estado un año lejos de aquí. No se haría usted idea de todo lo que la puta revolución se ha llevado por delante.

Wichelhausen compuso un gesto de simpatía. Era la mejor opción a su alcance, toda vez que determinar lo que pasaba por la cabeza de Adolf von Trotha nunca fue fácil.

—Cuatro de cada cinco almirantes y tres de cada cuatro capitanes de navío, de fragata y de corbeta no tendrán más opción que pasar a la reserva con una paga mínima, o pedir el retiro. Ni siquiera los que han pasado por el infierno de la Internierungsverband lo van a tener mejor. En cuanto a la oficialidad inferior, no podrán quedarse más de uno de cada tres. No será su caso, vaya eso por delante. No se me ha olvidado lo que prometí cuando le forcé a irse con Reuter, así que puede contar con que seguirá siendo Kapitänleutnant seis o siete años más, porque tendrá muchos de su mismo grado por delante cuando de nuevo haya plazas de Korvettenkapitän. Puede contar también con que no estará embarcado, porque vamos a tener muy poquitas unidades capaces de flotar, y que su paga será significativamente inferior a la de ahora mismo, ya que la Reichsmarine, como el conjunto de la administración del Reich, está en la maldita ruina y no le queda más remedio que apretarse con firmeza el cinturón, y eso sin contar con las descomunales indemnizaciones económicas que nos han obligado a tragar. Sinceramente, no sé si los aliados pretenden que nos lancemos a otra guerra llevados de la desesperación, pero ese no es un asunto que deba discutir con usted. Lo que sí le puedo decir es que ha dejado una excelente huella en los cuatro mandos superiores a cuyas órdenes ha estado, Trummler, Souchon, Meurer y Reuter, y que sumado eso a su dominio de no sé cuántos idiomas, nos sale que quizás estaría usted interesado en ocupar un puesto de otro tipo. Uno que no contaría entre los mil quinientos.

Silencio. El vicealmirante analizaba la inexpresiva expresión del teniente de navío, aunque sin éxito. Wichelhausen era magnífico en que no se le moviera un músculo de la cara.

—Me gustaría contarle yo mismo en qué consistiría ese puesto, pero no domino los detalles. Además, siempre será mejor que quien se los dé sea el que será, o sería, su superior.

—Estoy a sus órdenes, Euer Exzellenz.

Von Trotha dudó cómo tomarse aquello, pero la expresión del Kapitänleutnant, que ya no era de piedra, le hizo pensar que, para él, seguía siendo, y siempre lo sería, digno de ser tratado como Euer Exzellenz, lo que le hizo sonreír.

—Vaya usted a verle, ahora. Es un tipo interesante, y no solo porque habla tantos idiomas como usted. Fue Nachrichtenoffizier, en el Dresden. —Wichelhausen no hizo gesto alguno, aunque ya sabía de quién le hablaban; en el mundo de los oficiales de Información, el del primer Dresden era una leyenda—. Su historia es apasionante, incluso más que la suya —le señalaba con el dedo—. Luchó en Coronel y en las Falkland, vivió la persecución de la flota británica del Atlántico Sur y se salvó por poco de caer en la isla de Más Afuera. Los chilenos lo internaron en otra isla, como a todos los del Dresden, pero escapó gracias a que su español es de nativo. Cruzó los Andes a caballo, llegó a no sé cuál puerto argentino, abordó un buque holandés y así llegó a Rotterdam, y de ahí al Reich. Se le confió una misión en España, de nuevo por su dominio del idioma, y luego se le dio el mando de hasta cinco submarinos, uno tras otro. Hundió tres buques franceses y uno inglés, creo que todos en el Mediterráneo. Tras la guerra entregó su barco en Harwich, como todos los comandantes de su flotilla. Tiene plaza segura, como habrá deducido. Plaza de Kapitänleutnant, como sería la suya si lo que le va a ofrecer no le gustase. Por lo demás, vaya tranquilo. Es un hombre agradable, muy inteligente y no mucho mayor que usted. Solo tres años, tengo entendido. Ah, y es Kapitänleutnant desde 1915, igual que usted. Ya ve, incluso en eso se parecen.


El Kapitänleutnant Wilhelm Canaris era treinta centímetros más bajo que su visitante, lo que se notaba incluso sentados del mismo lado de una mesa, la nada lujosa de un despachito perdido en la parte menos noble de la primera planta del Bendlerblock. Aun siendo notoria la grave limitación de recursos que se disfrutaba en el gran edificio, si no en el conjunto de la Reichsmarine, Canaris tenía un hornillo eléctrico, donde se mantenía caliente la cafetera que ordenó para servir a Wichelhausen, y a él mismo, un café aromático y sabroso. Por las trazas, se manejaba con eficacia en el proceloso mar de la intendencia naval.

—Su historial es impresionante, Wichelhausen. Por cierto, ¿te molestaría que nos tuteáramos?

—De ningún modo. En cuanto a historiales, y por lo que me ha dicho el vicealmirante, el tuyo es insuperable.

—Quizá, pero solo en cierto modo, el de haber escapado de Quiriquina, una isleja chilena muy mal vigilada, y haber cruzado un desierto que no se acababa nunca, pero que tampoco era muy hostil. Ya ves, prefiero no tomarme demasiado en serio. Lo tuyo, a mi entender, fue más importante. Yo no tengo acorazados franceses hundidos al cañón, ni acorazados ingleses echados a pique, ni acorazados rusos hechos pedazos, ni me he tirado un año abandonado en una flota fantasma y prisionero en un castillo que por las fotos también parece de fantasmas. Ah, y no me he jugado los huevos por poner las peras al cuarto a un almirante inglés que me habría podido fusilar con levantar una ceja. Definitivamente, amigo mío, lo tuyo en más meritorio.

—Muchas gracias, pero exageras. Además, nada de todo eso lo hice solo. Siempre fuimos unos cuantos.

—Lo que quieras. Tampoco es cosa de discutir quién tiene los méritos más inmerecidos. De lo que se trata es de por qué Von Trotha te ha enviado aquí. Es un asunto serio. —Wichelhausen, instintivamente, se puso en guardia; la reacción normal de todo marino cuando intuye que pretenden liarle—. Para empezar, ¿has oído hablar del Etappendienst?

Tardó en contestar. La palabra se alzaba, sí, pero con mucha dificultad, de la bruma de su memoria otomana.

—Me parece que alguna vez oí hablar de eso al Fregattenkapitän Humann, en Istanbul.

—¿Te contó en qué consistía?

—Creo que no. Si lo hizo, que no creo, tuvo que ser tan de pasada que por eso no me acuerdo de nada.

—Eso me deja más tranquilo. Por mucha confianza que se tenga en el interlocutor, del Etappendienst no se habla. Como tampoco se habla del Geheimdienst, que viene a ser lo mismo, salvando las distancias, en el Heer. Las dos organizaciones son de muy alto secreto. Si no lo fueran no valdrían para nada.

Pausa para un mutuo doble sorbo de café.

—Hace veinticinco años, cuando Von Tirpitz ya llevaba seis de Staatssekretär des Reichsmarineamt, se comenzó a estudiar la forma en que podría librarse una guerra contra el tráfico marítimo inglés. En 1895 el arma submarina era una entelequia, de modo que una hipotética guerra contra los cargueros ingleses, dada la tremenda superioridad de la Royal Navy, tendría que ser librada por unidades de superficie no regulares, o hilfskreuzer[43] si lo prefieres, de autonomía grandísima, lo bastante fuertes como para poder combatir con otros mercantes armados, y de gran tamaño, no solo para transportar los pertrechos y las vituallas necesarios para muchos meses de operaciones, sino para tomar a bordo las tripulaciones de los buques que hundieran. La mecánica de fin de siglo dependía del carbón, y conseguir grandes autonomías a base de quemarlo no era realista, pero Tirpitz pensaba que, a no tardar, los mercantes comenzarían a quemar petróleo, después fuel, y un día u otro los motores de compresión, los de ciclo diésel, serían el equipamiento normal de la marina mercante, de modo que dio luz verde a la creación del Etappendienst, en calidad de infraestructura imprescindible para emprender una guerra contra el tráfico británico. Su función capital sería el aprovisionamiento de los cruceros auxiliares que se desplegaran en el Atlántico, en el índico y en el Pacífico. Al no poder contarse con las colonias, pues en cosa de semanas los ingleses las ocuparían, el Etappendienst debería operar en puertos neutrales, y allí fletar mercantes que avituallaran en alta mar a nuestros cruceros auxiliares. Etappendienst significa Servicio Secreto de Aprovisionamiento Naval, pero el avituallamiento solo sería su primera función; también participaría en la intelligentzia naval. El Etappendienst debería conocer las prácticas y las costumbres de los armadores y los consignatarios que trabajaran para los ingleses, a fin de señalar objetivos, del estilo «tal día zarpará de a saber dónde un mercante, con sabe Dios qué rumbo», siendo desde ahí asunto de los hilfskreuzer determinar si lo interceptaban o no. Con el tiempo llegaría la última, la más delicada: sobornar a las autoridades portuarias para que mirasen a otro lado si un submarino entraba en el puerto, el que fuese, para repostar y avituallarse.

Canaris hablaba con la precisión del que domina la materia, y por ello a Wichelhausen le resultaba fácil permanecer atento. Ya veía que no sería un asunto breve ni sencillo, pero no le importaba. Sobre todo, porque le fascinaba.

—Poco a poco, y en un total secreto, el Etappendienst se fue desarrollando. En 1912, cuando ya se consideraba inevitable la guerra con la Entente, se contaba con estaciones en cantidad de puertos importantes, como Nueva York, Baltimore, New London y Boston en la Costa Este de los Estados Unidos, Río de Janeiro en Brasil, Buenos Aires y Bahía Blanca en Argentina, Veracruz en México, Valparaíso en Chile, Izmir e Istanbul en el Imperio otomano, y Barcelona, Vigo y Las Palmas en España.

A Wichelhausen se le dispararon las cejas. Estaba empezando a intuir para qué Von Trotha le había enviado allí.

—España ocupa una posición privilegiada para la guerra contra el tráfico británico, tanto en el Mediterráneo como en el Atlántico Central y Septentrional. Sus colonias en África ecuatorial representan lo mismo para el Atlántico meridional. De ahí que se pusiera un gran empeño, y se invirtieran grandes recursos, en desarrollar estaciones en España. La de Barcelona, que cubría el Mediterráneo, la de Vigo, que cubría el Atlántico Norte, la de Canarias, que cubría el central, y la de Fernando Poo, que cubría el sur. El coordinador de todas ellas era el attaché naval, en Madrid, aunque al estallar la guerra se apoyó en los vicecónsules. Hubo dos, en Barcelona y en Las Palmas. Los cónsules regulares, todos diplomáticos, no servían. Los vicecónsules, en cambio, eran auténticos espías, muy bien camuflados, muy bien relacionados y muy eficaces en su gestión. Ya no queda ninguno. Todos han vuelto al Reich. Las estaciones del Etappendienst tampoco existen. Unas, como las situadas en los Estados Unidos, porque hubo que poner a salvo al personal, y es que los americanos tienen la fastidiosa costumbre de ahorcar a los agentes enemigos. Pasó lo mismo en los demás países, bien porque se incorporaban a la guerra, bien porque los armadores y funcionarios locales encontraban peligroso colaborar con nosotros, o bien porque los últimos hilfskreuzer se retiraron sin ser sustituidos. Aun así, hasta comienzos del 17 el Etappendienst funcionó a la perfección, salvo en Estados Unidos. Gracias a sus estaciones, los hilfskreuzer, pese a ser muy pocos… Kaiser Wilhelm der Große, Kronprinz Wilhelm —Llevaba la cuenta con los dedos—. Cap Trafalgar, Prinz Eitel Friedrich, Meteor, Mowe, Greif, Wolf y Seeadler, se las apañaron para trastornar durante más de dos años el tráfico naval inglés. Igual pasó, aunque durante muy poco tiempo, con los cruceros regulares. El primer Emden y el primer Karlsruhe se apuntaron campañas breves aunque gloriosas, e incluso en el primer Dresden, pese a que solo pudimos hacer la guerra de corso durante tres meses, nos las apañamos para volver locos a los ingleses. A primeros del 17, por desgracia, ya no quedaba ninguna nave corsaria, ni el Estado Mayor pensaba en ellas, ya que se prefería la guerra submarina sin restricciones, la que propugnó Scheer. Uno de los efectos fue que las estaciones españolas se volvieron decisivas. En el Mediterráneo, porque cuando Italia entró en la guerra nuestros submarinos solo contaban con la base austríaca de Cattaro, en el Adriático, y la otomana de Iskenderun. La primera estaba embotellada por los destructores ingleses, franceses e italianos, y la segunda quedaba tan lejos del teatro de operaciones que más de la mitad del combustible se consumía en ir y venir. La única posibilidad de repostar en el oeste del Mediterráneo estaba en la costa española, y gracias al Etappendienst funcionó sin problemas hasta el mismísimo final. Ahora, cuando este llegó, fue cuestión de días que no quedara nada, por falta de amigos y por falta de dinero, y es que la calidad y el número de los primeros dependen mucho que haya bastante de lo segundo. En el Atlántico pasaba lo mismo. Muchos de nuestros submarinos dejaban el Reich, llegaban a su zona de operaciones y consumían sus torpedos, sus víveres y su combustible, pero no regresaban. Ganaban Vigo, hacían el relleno en una noche y zarpaban antes de amanecer, listos para un segundo crucero. Tanto en Vigo como en Barcelona el combustible, los víveres y los torpedos se almacenaban en barcos supuestamente internados, a los cuales se abastecía de un modo local, adquiriendo las mercancías en los mercados españoles; en realidad, todo salvo los torpedos. Nunca conseguimos que la Marina española nos cediese alguno, aunque tampoco hizo falta. Varios de los barcos que se internaron en agosto del 14 lo hicieron a propósito, pues dejaron Alemania rebosantes de todo. Cuando hacía falta reponer torpedos o granadas se hacía con el apoyo de los maravillosos contrabandistas italianos. Mientras su país se mantuvo neutral era posible pasar torpedos y repuestos a cargueros españoles que hacían la ruta Génova-Barcelona. Una vez en España, llevarlos a Vigo en tren era sencillo. Con la propia Barcelona no había problemas, porque nuestros submarinos solo tocaban por fuel. Los torpedos los cargaban en Cattaro, en Iskenderun y alguna vez en Istanbul.

Otra pausa. El Kapitänleutnant de 1,60, estatura muy recomendable para mandar un submarino, trataba de medir el efecto de su discurso en el de 1,92, aunque solo apreciaba un gesto de gran concentración. Nada más.

—Hoy, en España, no queda nada de todo eso. La red de armadores y consignatarios que colaboraban con el Etappendienst es historia. El único enclave que aún alienta es un consignatario de Barcelona. Nos es fiel desde hace un cuarto de siglo, pero está muriéndose. Cáncer. No tenemos la menor idea de quién se hará cargo de su negocio, de sus clientes y de sus contactos. A eso se debe que nos preguntemos si estarías interesado en comprarle su negocio, trabajar con él los pocos meses que le quedan, para dominar lo que hace y cómo lo hace, y desde ahí, poco a poco, expandirte a lo largo y a lo ancho del país.

Se quedó en silencio, entendiendo que si Wichelhausen hacía lo mismo era para digerir lo que había escuchado y después preguntar. Un proceso que no llegó al minuto.

—No tengo un céntimo, y mi familia tampoco. Salimos de la guerra casi en la ruina. Mi madre lleva un año vendiendo sus joyas, y a estas alturas le quedan muy pocas. Dentro de nada empezará con las alfombras, la cubertería, la porcelana, los cuadros y los muebles más valiosos. Mi mujer y yo vivimos refugiados en su casa, sin más ingresos que mi salario, que ya sabes tú a cuánto asciende. Por no tener, no tendríamos ni para llegar a Barcelona. De ahí a comprar un negocio…, pues tú mismo.

—Ya contábamos con eso. El Reich está igual de arruinado que tu madre, y por eso hacemos lo que tu madre, a otra escala. Ya estamos vendiendo las alfombras. Sin embargo, siempre aparece un poquito si se sabe buscar, y en las cuentas españolas del extinto vicecónsul de Barcelona, Carlowitz, queda suficiente no solo para que compres su negocio al moribundo, sino para que comiences con toda dignidad, sin sablear a tus suegros. Aquí, en Berlín, nos queda suficiente para que tu mujer, tu hija y tú lleguéis a Barcelona no como unos millonarios, pero sí como personas razonablemente acomodadas. Si al cabo de dos años tu trabajo da el fruto que todos esperamos, podréis no solo vivir muy bien, sino dar los siguientes pasos Vigo y Las Palmas. El objetivo es que un solo consignatario, bien conectado y que cubra todo el país, sea nuestro agente ahí, en España. El agente del Etappendienst. Ni que decir tiene, además, que por tiempo indefinido. Para toda la vida, en otras palabras.

Wichelhausen se lo quedó pensando. Aquello sonaba demasiado bien. Tanto, que cada vez desconfiaba más.

—La gente se muere. A mí me puede pasar algo, como a cualquiera. ¿Qué sería de los míos?

—Pues que si las cosas te hubieran ido bien serían los herederos de una fortuna. Todo estará a tu nombre. Bueno, y al de tu esposa. Incluso, quizá, solo al suyo. Es porque interesa que la empresa sea vista como cien por cien española.

—¿Y cuáles serían mis obligaciones?

—Primero, aprender todo lo que un consignatario naval de talla mundial tenga la obligación de saber. Segundo, ser los ojos y los oídos del Etappendienst, o de la Reichsmarine si prefieres oírlo así. De vez en cuando aparecerá un enviado por tus oficinas, o tendrás algún viaje donde coincidirás con él. Será el momento de ponerlo al corriente, o de ponernos al corriente.

Nueva ronda de pensamientos profundos. Al Kapitänleutnant Canaris no le importunó. En realidad, habría desconfiado de ir las cosas de un modo más entusiasta.

—Es una enorme inversión a fondo perdido. —Canaris asintió—. ¿Por qué me habéis elegido a mi? Es que me regaláis una vida tan satisfactoria, tan estupenda, que no lo termino de creer.

—No tanto. Solo te regalamos el inicio de una carrera empresarial donde tendrás que matarte a trabajar para que algún día sí sea una vida estupenda. En cuanto a la razón de haber pensado en ti, lo cierto es que antes de que volvieras de vacaciones —los dos sonrieron, con amargura— barajamos varios nombres, pero ninguno alcanzaba el nivel de confianza que tú te ganaste con Souchon, Meurer, Von Reuter y Von Trotha, ni nadie igualaba tu competencia profesional, en lo diplomático y en los cañonazos. La KM, que lo sepas, nunca perdía de vista lo que hacían sus mejores hombres. Los más prometedores. Además, y complementando todo eso, hablas un español muy bueno, tanto que dentro de no mucho será de nativo, cosa necesaria para que nadie desconfíe. Tus relaciones familiares en Barcelona, y disculpa que las hayamos investigado, son mejores que las de algún diplomático que también hemos evaluado. Luego vino la cuestión de la fidelidad y de la lealtad, conceptos ambos decisivos, y en Scapa Flow y en Donington Hall se vio que vas sobrado de la una y de la otra. En conclusión, amigo Rolf: aunque lo hemos buscado, no hemos dado con nadie que te iguale. Por ello, si lo quieres, el puesto, y su futuro, son tuyos.

—¿Tengo algún tiempo para pensarlo con mi mujer?

—Por supuesto, aunque a ella no le cuentes mucho del Etappendienst. ¿Cuántos días necesitarías?

—¿Estaría bien el lunes 9, aquí, a la misma hora?

—Sería un día perfecto.

De nuevo se lo quedó pensando, en un estilo tan reflexivo que a Canaris no solo no le impacientaba, sino que atestiguaba el haber acertado. Definitivamente, Wichelhausen reunía casi todos los dones necesarios para ser el hombre del Etappendienst en España, y entre todos ellos uno del que no había dicho una palabra, ni pensaba decirla: no era judío.

—Me queda una pregunta. De momento.

—Tú dirás.

—Si he comprendido bien, el Etappendienst nació y existió para preparar una guerra. —Canaris asentía; ya veía por dónde iba el otro—. Si queréis hacerlo renacer es porque pensáis que habrá otra. ¿Tan seguros estáis de eso?

—Sí. El Tratado de Versalles es tan disparatado que dentro de muy poco nos traerá un hambre generalizada. No solo física, de irse a la cama sin cenar. Será un hambre de más cosas. Entre ellas, de dignidad. Los aliados nos arrebatan la dignidad. Piensa en el Sarre. Queda como zona desmilitarizada, pero a poco que Alemania falle un vencimiento, Francia lo invadirá. Con eso, y con muchas otras barbaridades con las que se nos ha crucificado, Alemania no levantará cabeza en varias generaciones, salvo si aparece algo, si no alguien, que insufle a los sesenta y tantos millones que aún somos el espíritu de la Befreiungskriege, el de Blücher, Schüll, Lützow, Scharnhorst y Gneisenau. Desde ahí podrá pasar cualquier cosa. El deber de la Reichsmarine es adelantarse a los acontecimientos. Si en quince, veinte o veinticinco años nos vemos otra vez con la Royal Navy, deberemos estar listos para luchar de un modo distinto, pues en otro caso volveremos a perder. Tal y como los aliados nos estrangulan, el modo, en el mar, será el que Scheer determinó: una guerra submarina despiadada, sin restricciones y sin buenísimos. Una guerra donde contemos ya el primer día con cientos de submarinos oceánicos, mayores y más potentes que las pobres latillas de sardinas que abandonamos en Harwich. Unos U-Boot que también el primer día sean capaces de lanzar sus torpedos, sin avisar, contra cualquier buque mercante o de pasaje, y no te digo nada si es de combate, que salga de un puerto inglés o que lleve rumbo a uno. Para tener éxito en esa específica guerra naval, Alemania necesitará un Etappendienst que cubra la totalidad del globo, aunque la zona más crucial será la de toda la vida, el Atlántico Norte y el Mediterráneo. El Almirantazgo me ha encargado refundar un Etappendienst lo bastante poderoso para repostar y avituallar esa fuerza de cientos de submarinos, y en eso me afano, con toda mi capacidad. Me gustaría contar también con la tuya, Kapitänleutnant.

A Canaris ya no le quedaba nada por decir, ni sería bueno seguir hablando. Se levantó, en el acto imitado por el otro, le miró a los ojos con firmeza, obviando la disparatada diferencia de altura, le tendió la mano y le señaló la puerta. Una vez el altísimo Kapitänleutnant dobló el primer recodo y salió de su campo visual, volvió a su escritorio y se quedó pensando en la muy larga charla. Su veredicto, justo antes de levantarse y emprender el camino de la oficina del Chef der Admiralität, fue cuatro a uno a favor de que Wichelhausen tragaba. Ojalá que así fuese, porque no tenía ningún recambio cuyo suegro dirigiese una notaría de prestigio y cuyo cuñado acabara de ser nombrado attaché naval en la embajada española en Londres. Dios quisiera que hubiera hecho blanco, sentenció al tiempo de colocarse la gorra bajo el brazo y echar a caminar por el corredor.


El domingo había nevado. Las calles conservaban un manto blanco, aunque la temperatura no era muy baja, pues el viento soplaba del sur y además brillaba el sol, por primera vez en varios días. La combinación de todo eso recomendaba salir a dar un paseo, aunque con bastante ropa encima. Faltaban minutos para las dos de la tarde cuando Queralt y Rolf, empujando el cochecito de una Núria bien abrigada, él vistiendo el más recio de sus tres cuartos navales —desprovisto de insignias— y ella envuelta en el último de los largos abrigos de zorros canadienses de su suegra —los demás, empezando por los de visón, los había vendido—, echaron a caminar por la Franzosischestraße, rumbo a la Bebelplatz, a la Neue Wache y, justo enfrente, al Operncafe. A Queralt le gustaba sentarse allí con Inga, pero si esta no podía no le importaba ir sola. En el tiempo previo al parto lo hacía por caminar, y aquel era un paseo no solo encantador, sino pacífico, ya que a los espartaquistas, por lo visto, el tétrico Prinzessinnengärten no les gustaba mucho, quizá porque verse con las estatuas de Blücher, Scharnhorst y Gneisenau, los más brillantes ejemplos del militarismo prusiano, los aterraba.

Por el camino hablaron poco. Hacía demasiado frío para sostener una conversación fluida, y a Rolf, además, le costaba sacar los ojos de la muñequita de siete meses que abría los suyos de vez en cuando, para cerrarlos al instante siguiente.

—Me mentiste. No tiene mis ojos.

—Cuando nació los tenía tan azules como los tuyos.

—Eso dice también mi madre, pero míralos ahora.

Era verdad, se decía la risueña Queralt. Grises, intensamente grises. Como los suyos.

—Bueno, ¿me lo vas contar, o no?

—¿El qué?

—Lo que te ha pasado esta mañana. Desde que volviste del Bendlerblock andas como ido.

Debía de ser cierto, pues conservaba un recuerdo brumoso de lo que hizo tras salir de allí. Solo tenía claro que volvió andando, pese a que una caminata de cinco kilómetros, con el frío que hacía y sobre aceras tan congeladas que derrapaba cada dos por tres, para otros habría sido disuasoria. Para él no lo fue. Cada día, en los largos meses de Donington Hall, si no llovía demasiado trataba de caminar esos mismos kilómetros. El parque donde se alzaba el manor era muy grande, y los centinelas, una vez tuvieron claro que aquellos ensimismados oficiales no pensaban fugarse, no les hacían el menor caso. Gracias a eso volvió en razonable buen tono, más esbelto que la mayoría de los Korvettenkapitänen. Luego, ya en casa, todo fue sentarse a comer y escuchar los amargos comentarios de su madre. Cierto que las fincas volvían a rendir —a Mina von Bülow le quedaban no pocas; era una terrateniente tirando más a mediana que a pequeña, si bien, y con lo poco que valía la tierra en esos días, ser una mediana terrateniente no era mucho más que ser nada—, pero hasta recuperar su nivel de renta previo a la guerra deberían pasar unos cuantos años, y más si los impuestos asociados a la tierra, inevitables para pagar las compensaciones de guerra, terminaban siendo tan brutales como su gestor vaticinaba. Era una preocupación tan dominante que Rolf no quiso interrumpir el apasionado soliloquio de su madre con el relato de algo que, por otra parte, quien debía escucharlo antes que los demás tampoco abría la boca, concentrada como estaba en acunar y consolar al pequeño ser que aquellos días disfrutaba la dicha de sentir asomar su primer diente. De ahí que hasta después de pedir dos tés y una ración de sachertorte —la del Operncafe había vuelto a parecerse a la del Sacher—, Rolf no quiso empezar. Lo que debía contar era demasiado trascendente para no hacerlo en condiciones de plena concentración.

—¿Recuerdas la primera vez que nos zampamos una como esta?

Señalaba la sachertorte, por entonces empezando a sufrir las incursiones de los dos tenedores.

—Pues claro. A una mujer nunca se le olvida el día en que le piden matrimonio de un modo tan romántico.

Sonrieron, el uno a la otra. Con aquello habían hecho tantas risas que les costaba esfuerzo no rememorar las primeras, y otro mayor no evocar lo que hicieron a continuación.

—Lo decía por lo que hablamos de vivir en Barcelona y dedicarnos a la consignación naval. ¿Lo recuerdas?

—Claro que sí.

—Bien, pues lo que me han dicho esta mañana es que la Reichsmarine quiere que nos dediquemos precisamente a eso, y que además ella corre con los gastos. Sí, no pongas esa cara… —La expresión de Queralt se había vuelto tan estupefacta como puede ser la de una señora de su casa y madre de familia—. Verás…

Minutos después Queralt se decía que lo mismo era verdad que Dios existía, y que de vez en cuando escuchaba los ruegos de los ateos. Era la única explicación que se le ocurría de que un sueño, en el que se refugiaba con frecuencia pese a considerarlo imposible, pareciera en curso de hacerse realidad.

—Bien, ¿qué opinas?

—Que si algo desearía con toda mi alma es creérmelo.

—A mí me pasa lo mismo.

—¿Te han dado alguna seguridad?

—De palabra, todas.

—¿Y ahora qué sucederá?

—El lunes 9 tengo que volver allí, para decir que sí o que no, y si fuera que sí para presentar una lista de preguntas.

—¿Qué clase de preguntas?

—Las que se nos ocurran, a ti y a mí, de aquí al domingo.

No contestó. Rolf pensaba que hacía lo que tan a menudo hacía él, pensarse las palabras antes de decir nada, pero la explicación era más prosaica: Queralt, como suele suceder a casi todas las que amamantan, y a menudo en forma un tanto intempestiva, notaba que la leche le subía. Muy desinhibida, como la buena catalana que nunca quiso dejar de ser, sacó a la niña de su cochecito, se desabrochó la blusa, desabotonó con gran destreza la trampilla de amamantar de su corsé prusiano, diseño especial del KaDeWe para madres aparatosamente nutritivas, colocó su retoño a barloleche de su goloso, muy bien dimensionado mugrón de babor, y dejó que la naturaleza siguiera su curso, indiferente a cualquier mirada que le pudiera llegar. En su muy sufragista opinión, una madre tiene todo el derecho del mundo a dar de mamar donde mejor le pille, y al que no le guste que se joda o que no mire, pero en el Operncafe del Prinzessinnengärten, esa tarde, no había ningún imbécil. No por eso dejaban de llegarle miradas, pero eran de simpatía por la joven madre que componía con su hija esa visión tan hermosa. Tan esperanzadora. Queralt, por su parte, y tras comprobar que no había reacciones hostiles, sino todo lo contrario, bajaba los ojos sin dejar de sonreír, amorosa, ella también.

—La Núria se te está comiendo viva.

—No tanto. Aún quedan reservas.

Rolf componía en su mente una escena que pensaba convertir en realidad en cuanto se vieran en su habitación, la de dar un buen repaso a esas inespecíficas reservas. Queralt, que como buena esposa le conocía todas sus miradas, hasta tuvo el delicado detalle de ruborizarse. No mucho, apenas lo justo para que Rolf aceptara que no tenía derecho a quejarse. De nada.

—¿Y qué digo el lunes? ¿Hacemos, o no hacemos?

El castellano de Rolf era bueno, pero llevaba muchos meses sin practicar, salvo alguna palabra que otra en sus cartas a Queralt; no demasiadas, no fueran a ser tachadas por algún censor cuya santa madre fuera como el U-Bahn, del servicio público. A eso se debía que se le hubiese apolillado la construcción gramatical. Eso, a ella, no solo no le importaba, sino que le divertía. Bien sabía que sería cosa de semanas que Rolf construyera sus frases tan bien como si se hubiera criado en Burgos. De ahí que, a fin de sacar a la situación un poquito de punta, y privarle de la siempre indeseable solemnidad, contestara:

—Pues hacemos.

Rolf no llegó a responder. Su mente se concentraba en los inmensos, muy brillantes ojos de su mujer, la misma que le sonreía del modo más prometedor mientras, dos cuartas más al sur, el adorable bichejo glotón se ponía las botas.

El buque del diablo
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