Jueves, 29 de octubre de 1914

Al sol le faltaban veinte minutos para elevarse sobre las colinas de Crimea. Cielo despejado. Visibilidad excelente. El Yavuz Sultán Selim se adentraba en la bahía de Sebastopol seguido del Tayoz, el Samsun y el Muzaffer. Habían llegado allí navegando a media máquina, en curso paralelo a la ribera norte de la península de Heracles. El propósito de Ackermann era virar en redondo frente a la bahía de Pivdenny, a cuyo largo se desplegaban las instalaciones portuarias de la flota del mar Negro. Tras eso quedarían enfilados a la bocana de la bahía y a la ciudad de Sebastopol, con las diez piezas de la batería principal apuntadas a los objetivos previamente asignados. Solo dispararían las de Anna, Bertha, Emil y Dora, cargadas con munición explosiva y espoletas de retardo. Las de Casar, que se habían reservado para la munición perforante, permanecerían en silencio salvo si en los telémetros estereoscópicos de las direcciones de tiro se divisase alguno de los acorazados de Eberhardt, en cuyo caso se unirían al festejo. Lo previsto era disparar entre seis y ocho salvas completas —ocho piezas—, conservando una reserva suficiente de granadas explosivas para encarar a los cruceros y destructores que pudieran hacerse a la mar; contra esos buques las granadas perforantes no valían de mucho, porque los atravesaban de lado a lado sin estallar. Las seis piezas del 150 de la banda de babor también abrirían fuego, aunque de modo espaciado, para no dificultar con sus humos la visión de las direcciones de tiro. La duración del bombardeo sería veinte minutos, a razón de media salva por cada uno; mientras, el Muzaffer fondearía un centenar de minas en los accesos al puerto. Tras bombardear y minar volverían al mar Negro, doblarían el cabo Khersones y se dirigirían a un punto situado treinta millas al sur de Foros, en el extremo meridional de Crimea, donde se reunirían con el resto de la flota. Dado que todas las unidades habrían iniciado sus bombardeos al mismo tiempo, se les reunirían en no más de hora y media, para desde ahí regresar al Bósforo a los catorce nudos que daban el Berk-i Şatvet y el Peyk-i Şevket.

Los rusos, se decía Wichelhausen, no debían de ser muy espabilados, pues la luz reinante sobraba para divisar e identificar un crucero de batalla de la clase Moltke atravesado en la bocana de Pivdenny. Si era verdad que llevaban diez días sin dejar sus puertos, para evitar incidentes de proximidad con la flota otomana, sus vigías y serviolas deberían estar atentos a cualquier amenaza que llegara del mar, pero no era el caso, pues lo que veía con sus prismáticos no podía ser más plácido.

—Klar zumfeuer eröffnen, Herr Kommandant!

—Feuer frei!

La primera media salva se demoró unos segundos. El barco, atravesado a la corriente que brotaba de Pivdenny, se bamboleaba un poquito, lo suficiente para que los disparadores eléctricos, sobre los que actuaba un nivel hidráulico, no respondieran hasta el siguiente paso por la escora cero. Disparar medias salvas, un cañón de cada torre, se hacía por asegurar la puntería consumiendo el mínimo de munición. Una puntería que a la primera media salva quedó centrada, pues se disparaba con alzas de sesenta hectómetros. Lo que siguió fue una carnicería, de muchas edificaciones saltando por los aires, depósitos de petróleo estallando en llamaradas pavorosas, polvorines no ya reventando, sino haciendo volar todo a su alrededor, y una buena cantidad de barcos incendiándose para después irse a pique. Un completo éxito, aunque con una pega: ni rastro de los acorazados; solo divisaron un viejo crucero convertido en cañonero de defensa costera, el Georgii Pobedonosets, y solo gracias a que había devuelto el fuego con alguno de sus catorce cañones del 152. Sería difícil averiguar dónde se refugiaban, ya que la península de Khersones albergaba dos docenas de radas lo bastante grandes para contener una fuerza de cinco acorazados y veinte unidades menores. Ackermann ya tenía decidido no buscarlos; ellos habían venido a provocar una guerra, no a combatir con un enemigo que se pudiera defender.

Souchon, flanqueado por Buße, Arif y Orbay —estaban en el puente de maniobra, con sus oficiales, mientras Ackermann dirigía la operación en el de combate—, parecía satisfecho del bombardeo, el cual no habría debido efectuarse, porque a las dos de la madrugada llegó un mensaje de Enver Paşa, ordenando regresar a Ístinye. No le sorprendió, porque su conocimiento del alma turca ya le daba para saber que no había un paso adelante sin otro atrás minutos después. La indecisión en que vivía el gobierno del gran visir era la causa capital de la desastrosa trayectoria política y militar del Imperio otomano. Una maldición que los Paşas también sufrían, pese a su fama de resueltos. Él contaba con que le llegarían mensajes como ese, aunque ninguno que no fuera del káiser le haría desistir. En el tope del Yavuz Sultán Selim ondeaba la media luna otomana, pero en la mente del Konteradmiral Souchon gualdrapeaba la Reichskriegsflagge, la bandera de batalla de la Kaiserliche Marine, y esa era para él, por mucho que disimulase, la única que contaba.

Tras un último vistazo al devastado Sebastopol, y según el Yavuz Sultán Selim alcanzaba los veintidós nudos rumbo al mar Negro, Souchon se decía que aquello, lo que veía, de ningún modo sería reversible. La guerra estaba en marcha, lo que pronto se dejaría sentir en los frentes del este. Solo quedaba rezar por que los ingleses y los franceses hicieran piña con los rusos, atacaran los Dardanelos y pusieran contra las cuerdas al pusilánime gran visir. Si sus gobiernos conservaran las cabezas frías se lo pensarían antes de dar ese paso, pero Asquith, el Premier, no era quien mandaba en Inglaterra; el que hacía y deshacía era Churchill, y con tamaño energúmeno al frente de la Royal Navy, Dios lo bendijera, no cabía esperar otra cosa que un ataque a gran escala contra las fortalezas de los Dardanelos.

Se volvió a Wichelhausen, el cual decía que, según informaba Kettner, el grupo de Novorossiysk —Berk-i Satvet y Midilli— se retiraba tras destruir sus objetivos y minar el estrecho de Kerch. Novorossiysk era la principal estación de carga y almacenamiento de grano en el mar Negro. De sus muelles zarpaban los barcos que, tras atravesar los estrechos otomanos, ganaban el Mediterráneo para descargar su mercancía en los puertos europeos. Tras el ataque de aquel día se desvanecían las esperanzas de que volviese a ser así. Sería devastador para la economía rusa, pero sería bueno para su gobierno, ya que podría dar de comer a la gente con la inmensa reserva de grano almacenada en los silos de Novorossiysk. Bien, pues tampoco: al infeliz pueblo ruso se le venía encima un atroz racionamiento, gracias al Berk-i Satvet y al Midilli, cuyas órdenes eran reducir a cenizas la totalidad de los silos. Según las reflexiones del Alto Estado Mayor, pronto habría otra revolución, la que se venía mascando desde que siete años antes la tripulación del acorazado Potemkin —luego rebautizado Pantelimon— se sublevara contra sus oficiales. Dado que los autócratas rusos seguían despreciando a su pueblo, la guerra en que de un momento a otro les metería el irresponsable de su zar acabaría por provocar una segunda revolución, la cual sería todavía más estupenda si se hacía llegar a Rusia desde Zúrich un tipejo que la policía del zar temía más que al diablo, un tal Vladimir Illiánov. «Pues bueno», sentenció con una de las celebradas expresiones de indiferencia de su intérprete favorita. Mientras fuera por el bien del Reich, cualquier barbaridad que se cometiese a él le parecería la mar de bien.


Según doblaban el cabo Khersones los vigías divisaron humo. Al poco se vio que no era un enemigo de cuidado: un minador de la clase Prut. Navegaba con la obra muerta muy baja; eso significaba que llevaba su carga completa, 700 minas según los informes del Estado Mayor de Von Pohl. A juzgar por el rumbo que llevaba, su objetivo era el Bósforo. Al poco vieron que llevaba escolta, un destructor del tipo Bespokoiny. Dos excelentes blancos para redondear la mañana, si bien solo para la batería secundaria, pues ninguno de los dos valía una salva del 283. El minador, centrado a la segunda, saltó por los aires a la cuarta. El destructor tuvo mejor suerte, pues a pesar de arder en pompa logró alejarse. No merecía la pena perseguirlo. En general, se decía Souchon con un punto de pesar, la guerra del mar Negro sería siempre así: jamás perseguir, jamás rematar. El Yavuz Sultán Selim era superior a cualquier cosa que tuvieran los rusos, pero era la única nave de batalla con la que podía contar. La consecuencia era obvia: jamás podría incurrir en riesgo alguno.


Regresaban al Bósforo. Todo había ido bien: el Hamidiye pulverizó las instalaciones portuarias de Feodosia, el Gayret-i Vataniye y el Muavenet-i Millîye hicieron pedazos a la pobre Odessa, el Nilüfer minó a conciencia la costa de Ochakiv y el Peyk-i Şevket cercenó un largo tramo del cable submarino que unía Sebastopol con Varna. Un éxito completo, pero aun así Souchon no quería llegar a Ístinye al día siguiente, porque no solo sería fiesta en el universo mahometano, sino que había riesgo de no ser bienvenidos. No estaba muy al corriente, porque salvo Humann nadie le contaba nada, lo cual le hacía suponer que Enver Paşa estaba pasando momentos difíciles con el gran visir. A ese fin, y a sugerencia de Buße y Wichelhausen, de todos sus oficiales los que mejor entendían los entresijos del alma otomana —Wichelhausen no era el único en tomar habitaciones cerca del Pera Palas; aunque Buße no comentaba con quién compartía las suyas, se sabía que cuando hablaba por teléfono lo hacía en inglés—, envió un par de mensajes. El primero, en turco y muy respetuoso, al sultán Mehmed, felicitándole por el Beyran, la fiesta nacional que se celebraba el día 30. El otro, más lacónico, a Enver Paşa, donde decía que la flota rusa les había seguido desde que salieron del Bósforo el día 27, que al principio se limitaban a estorbar, pero que al anochecer del 28 abrieron fuego contra el Yamz Sultán Selim, al que respondieron. Firmado, Souchon. Una mentira colosal, pero se trataba de hacer creer al gran visir, a sus ministros y a la prensa que los agredidos fueron ellos y que bombardear Sebastopol fue un acto de legítima defensa. La verdad no tardaría en saberse, aunque para entonces cualquier rebelión contra los Jóvenes Turcos se habría desvanecido, por sí misma o gracias a la expeditiva policía de Talat. Aun así, algo de verdad había en el mensaje, ya que al salir del Bósforo se dieron con un carguero ruso que trataba de llegar a los Dardanelos, por si hubiera suerte y se abrían los estrechos. No costaba imaginar que no era un simple carguero, sino un crucero auxiliar erizado de cañones, puesto allí por Eberhardt para vigilar los movimientos de la flota otomana. Lo último, una ocurrencia de Orbay, fue lo que hizo reír a todos los que presenciaban, en el puente de maniobra, un bellísimo atardecer de primer día de guerra. Después de todo, y como explicara Orbay, ese año se cumplían treinta y seis desde la última vez que una flota otomana entraba en el mar Negro buscando batalla. Otra bella cosa para festejar. Con suerte, a Enver Paşa ya se le habría ocurrido.

El buque del diablo
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