Jueves, 21 de agosto de 1913
Fondeaban en Pola. Venían de tocar en Brindisi y en Syros, una isla de las Cicladas donde residía una influyente colonia germana y que podría ser un buen lugar para carbonear de algún collier. Tenían mes y medio por delante. Los trabajos afectarían al global de la dotación, además de al personal de la base naval y a un grupo de operarios enviados por la Blohm & Voss, la empresa que construyó el Goeben. Philipp había organizado un plan de permisos al que podrían acogerse tanto los oficiales como los miembros de la tripulación, tras establecerse los correspondientes turnos. Trummler no se sabía si se acogió a su propio programa o simplemente se fue sin despedirse, lo que a nadie le importó. Más interesaban las referencias de Souchon; marino vocacional, amante del mar, hijo de un retratista y nieto de un banquero, en la Marineakademie desde los diecisiete —primero de su promoción— y hablaba un buen inglés. Había estado a flote la mayor parte de su carrera, en la que llegó a ocupar la jefatura del Estado Mayor del Extremo Oriente, el mando del linienschiff Wettin y la segunda comandancia de la II Escuadra de Combate. Estar a las órdenes de un tipo tan distinto de Trummler podría merecer la pena, pensaba Buße. La vida en el Goeben, gozando de climas templados y de cálidas hospitalidades en los puertos ribereños, tenía ventajas pecuniarias, ya que los destinos en ultramar acarreaban un plus por servicio constante y separación familiar. A Wichelhausen todo eso le daba igual. No era hombre de fortuna, pero su familia tenía una, de modo que los marcos, para él, no eran una prioridad. Lo serían dentro de poco, pues las vacaciones serían de todo lujo, lo que implicaría no solo dejar su saldo a cero, sino pegar a su madre un buen sablazo. Sería el primero que le daba, de modo que, por ahí, sin preocupaciones. Las tenía en el silencio de Queralt, explicable por lo mucho que tardaban sus cartas en llegar. A eso se debió que su primer paseo en tierra, la mañana de atracar en el muelle de armamento para desamunicionar el buque, fue visitar la oficina de la KM habilitada en la base naval, para llamar desde allí al consulado en Barcelona. No fue una charla muy larga, pero sí esperanzadora: Queralt había logrado burlar las suspicacias de la escamadísima doña Mercè, a un punto tal que el lunes 8 de septiembre la podría recoger en la Staatsbahnhof de Viena, en el andén del expreso Lyon-Ginebra-Zúrich-Viena; sería el mismo que debería tomar el viernes 19, para llegar a Barcelona en la mañana del 22 de aquel bienaventurado septiembre de 1913.
No podía estar más claro que los dioses le sonreían.