Sábado, 6 de septiembre de 1913

Queralt llevaba poco equipaje; una maleta Louis Vuitton préstamo de su hermana —la mediana del juego de tres piezas que había sufrido la más dura luna de miel de los tiempos históricos—, y un bolsón de mano a juego, aunque suyo propio; lo consiguió como descuento en especie cuando compró el conjunto con dinero de su padre, a fin de que Meritxell viajara como lo que a fin de cuentas era: una gran dama de la burguesía catalana. Las dos piezas descansaban en la bandeja situada sobre su cabeza, en el vagón de primera del TBF que a la vuelta de dos horas la dejaría en Portbou. Allí esperaría hora y media para tomar el tren de la PLM[14] que, tras parar en miles de sitios, la dejaría de madrugada en Lyon Bellegarde-sur-Valserine; allí aguardaría otro buen rato hasta el momento de abordar un voiture lits de la CIWL del que se bajaría, esperaba que aún viva, en la Staatsbahnhof de Viena, para en el mismo andén dejarse caer muerta de amor, y de agotamiento, en los brazos del que cuando hablaba con ella misma ya no era «su chico». Había sido ascendido al empleo de novio, aunque salvo Meritxell nadie lo sabía. Ni él.

Meritxell llevaba una semana en casa, en su vieja cama, su viejo cuarto y su viejo baño. Desde su vertiginoso regreso de Italia solo habían podido secretear unos minutos, encerradas en el baño con el pretexto de desmaquillarse. Pascual no se sabía si estaba o no muy enamorado, pero sí que parecía sentir celos hasta del aire, y quizá de lo que más era de la exquisita intimidad entre dos hermanas que habían pasado muy poquitos días, en sus respectivas vidas, sin verse y sin hablarse. De ahí su gran alegría cuando supo que Pascual la dejaba venir a Barcelona, porque tenía que dar unas conferencias en la Escuela Naval de San Carlos, en Cádiz, y al no poder llevarla con él tampoco pasaba nada por que marchara unos días con su indeseable familia de catalanes peseteros, que así los veía el malnacido, explicaba Meritxell entre sollozos y con sus manos entre las de Queralt. A partir de ahí, despeñadas a borbotones, sus cien mil ilustraciones, desde que la vieron marchar hacia la suite nupcial hasta esa misma noche. Aún les quedaba el trámite de colgar las ropas de la recién llegada bajo el maternal control de doña Mercè, que tanto había echado de menos a la más dulce de sus hijas, y luego el de cenar todos juntos a una mesa que resplandecía, y después el de hacer a los papás un ratito de mimos y de confidencias cariñosas, empezando por la indescriptible audiencia con un Pío X que la trató como si ella fuera la mismísima reina Ena. Todo perfecto, aunque solo tras cerrar la puerta del cuarto que de nuevo era el de las dos pudo Queralt asomarse al verdadero sentir de su hermana.

En verdad, sentenciaba Queralt un rato después, para tener un marido como Pascual mejor era vestir santos. De ahí que le asaltara un cierto pudor al explicar a su hermana lo que ocurre cuando enseñas a ligar una mahonesa en las cocinas de un crucero de batalla, y después el rey Alfonso se la come, y hasta moja pan y se chupa los dedos, el muy guarro. Ya en ese momento Meritxell se quedó por demás boquiabierta, olvidada de sus desdichas, para desencajarse de mandíbula cuando empezó a escuchar qué otras cosas podían suceder en la suite nupcial donde había perdido ella su muy escocida virginidad.

—¿Y de veras no te dolió?

—Nada de nada. Menos mal que, después, vimos la prueba del nueve ahí en medio, en la bajera. Si no igual habría pensado, contra lo que le advertí, que aquella tarde yo no debutaba.

—Y… ¿cómo la tenía?

Un susurro de sonrisa traviesa, propio de dos hermanas que lo compartían todo. Queralt, también sonriente, llevó sus manos sobre su cabeza, separadas en la extensión de un buen salchichón Riera Ordeix, en expresión de inconmensurabilidad.

—Haaala… Exageras, ¿verdad?

—Pues no demasiado. ¿Qué tal es Pascual, de ahí?

Meritxell componía un gesto de duda metafísica según extendía las palmas ante sí, enfrentadas la una con la otra y a una distancia no mayor del canto de un misal, o un breviario.

—Ahora exageras tú, pero a la baja.

—Pues no sé si por dicha o por desdicha, pero no mucho.

—¿Y cómo es que con eso te pudo hacer daño?

—Pues por no saber.

—¿Cómo que no sabía? ¿Un marino de treinta y dos añazos?

—Como lo estás oyendo. Me lo dijo al final, disculpándose por la carnicería: esa noche no solo debutaba yo. Él, también.

Valga’m Déu! —Queralt, atónita, se llevaba las manos a la cabeza—. Y luego, ¿qué pasó? ¿Volvió a la carga?

—Pues no. Se quedó frito, roncando como un cabestro.

—¿Y tú?

—Pues hecha una Magdalena, pero con cuidado de no hacer ruido, por si se despertaba y seguía donde lo dejó. Un temor inútil, porque no es de los que recargan la pieza en cinco minutos. Lo suyo es cinco días, si hay suerte.

—¿Por qué? No es tan mayor.

—No me lo ha dicho, pero intuyo que se trata del pecado. Es tan meapilas, tan chupacirios, que la cosa sexual no es más, para él, que un conjunto de cochinadas con el que hay que transigir si se quieren dar marineritos a la patria. Para que te hagas una idea: no he conseguido que me vea desnuda. En el asunto, siempre con el camisón y él con el pijama. Y la luz apagada. Lo de arrancarme las bragas con los dientes —Queralt reía, bajito pero sin poderse contener; no habría debido ser tan explícita cuando le contó eso— no está en las ordenanzas navales.

—Será en las españolas.

—Será eso, sí —suspiraba—. Lo único que me ha dicho es que para la cosa de la procreación hay que dejar pasar no menos de cinco días, porque si no el caldillo sale muy aguado. De ahí que se aguante las ganas, si es que las tiene.

—¿Y si hace las cosas así por qué aún no estás preñada?

—Esa es otra: cuando al fin se anima no tiene control sobre sí mismo, de modo que la mitad de las veces hace fuego antes de cuando debería, y lejos de donde debería. Creo que se dice…ejaculatio ante portas, o algo así. Me lo dijo mi ginecólogo hace días. Fui a verle temiendo que no quedarme fuera por mi culpa. Me hizo contarle de pe a pa lo que hacíamos, y aunque me daba vergüenza se lo expliqué, pero no me dijo nada de interés. Solo que tuviera paciencia y cariño, y no dejara que me asaltaran los nervios. Según me contaba todo eso yo no podía sacar los ojos del crucifijo que tenía sobre la mesa. Qué podría decir él, pensaba yo, si también era de la cofradía. La de los píos.

—Pues podrías tomar tú la iniciativa y enseñarle a follar como Dios manda. No es nada difícil.

Por la cara que ponía Meritxell, Queralt deducía que no se veía predicando a su marido las ciencias amatorias.

—¿Dónde aprendió tu Rolf? ¿Se lo preguntaste?

—No hacía falta. Se le notaba un entrenamiento exhaustivo, muy profesional. Para las cosas serias, nada de aficionadas.

—¿Y eso no te decepcionó?

—Para nada. El sexo es algo que se aprende. Mejor un hombre que ya venga enseñado que uno al que tengas que contárselo todo, sobre todo si tú tampoco sabes nada.

Meritxell asentía, la expresión un punto perdida y la mirada fija en ninguna parte.

—¿Tú aún le quieres?

Se lo pensó, un largo minuto.

—No sé si alguna vez le he querido, y tampoco sé si de veras siento algo por él. Es tan distinto al marino encantador que me hacía la corte, que me mandaba flores, que me decía cosas galantes… ¿Cómo empezaste tú con el tuyo?

—¿No te lo conté?

—Sí, pero no fuiste muy explícita, que digamos.

Queralt se lo pensó, para decidir que con todo lo que ya le había contado, no pasaría nada por explicar eso también.

—Fui a buscarle a la estación el día que se cargaron a Canalejas. Comí con él, cené con él, me acompañó a casa… Bueno, eso lo sabes. Al día siguiente fui a buscarle a su hotel. Ya junto a su barco, nos despedíamos al pie de la escala…, cuando me agarra del culo y me planta un beso de los que no se acaban nunca.

Meritxell, involuntariamente, se desorbitó de mirada.

—¿Y no le diste una bofetada?

—¿Por qué? Si lo estaba deseando. Y el muy cabrito se daba cuenta. Sabe mucho de mujeres, me parece. Y eso sí que me mosquea. Por si se da con otra que le pase lo que a mí.

No pudo ser más de verdad que lo estaba deseando. Como lo seguía deseando nueve meses después, embarcada en un tren bamboleante que ya dejaba Figueras atrás. La pesadilla ferroviaria no había hecho más que comenzar, pero si los dioses lo quisieran, hasta la Staatsbahnhof de Viena y los brazos de su novio solo faltaban cuarenta y seis horas.

Para la gran habitación con baño y cama de matrimonio del Hotel Sacher, una o dos más.

El buque del diablo
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