Domingo, 8 de octubre de 1916
Para la mayoría de los habitantes de Istanbul el domingo era día laborable, aunque para los varios miles de alemanes que residían en la ciudad o en sus alrededores seguía siendo el Día del Señor. Más de dos tercios eran militares. Los había marinos y de otras armas —infantería, caballería y artillería—, así como de intendencia, comunicaciones, transportes, ingeniería, sanidad y armamento. También había civiles vinculados a las armas, en buena parte cedidos por Krupp, DWM y KGM. Eso daba lugar a que varios cientos de alemanes y algunas docenas de alemanas buscaran los domingos consuelo espiritual en capillas habilitadas en los barracones donde residían soldados y suboficiales. Los oficiales y los ingenieros, que vivían en hoteles requisados por el Ministerio del Interior, a la hora de darse la paz no rehuían a las castas inferiores; eso no significaba que dejaran de mantener las distancias, pero no despreciaban su proximidad, entre otras cosas porque de hacerlo dejarían vendidas a las escasas mujeres que tenían la obligación moral de proteger.
Queralt no necesitaba verse protegida, ni siquiera cuando le daba por asistir a los oficios que celebraban los capellanes de la MD en los barracones de Ístinye. Estos eran similares a los de Wilhelmshaven, de modo que no se podría decir que las dotaciones del Goeben y el Breslau —seguían viéndose así; cuando menos, en ambas naves aún estaba por subir el primer marinero no alemán— experimentaban incomodidades desusadas. Lo que sí sufrían era una tendencia general a ganar peso, motivada por la inactividad de los buques. Esta se debía no solo a la escasez de carbón, sino a la falta de misiones, sobre todo para el Yavuz Sultán Selim. Si bien Ackermann mantenía ocupado a todo el mundo, los alimentos que podía ofrecer, otomanos si eran frescos —procuraba no echar mano de las hipercalóricas conservas alemanas—, afectaban con creciente intensidad a la cintura de sus hombres. La solución llegó en una reunión informal del Estado Mayor de Souchon. La que ya era traductora jefe propuso pedir al ministro de la Guerra una parcela bastante grande, cerca de Ístinye, que nadie usaba. En ella, proseguía como si estuviera improvisando, los tripulantes de la MD, en buena parte de origen campesino, si se les suministraran aperos y semillas podrían cultivar frutas y verduras imposibles de conseguir en Istanbul. Con eso no solo se alimentarían mejor, sino que se mantendrían entretenidos, y así dejarían de ser la horda de holgazanes y gandules en que poco a poco se iban convirtiendo. Souchon atrapó la idea, si bien no dijo nada. No era hombre que prometiera lo que no estaba seguro de conseguir. Ahora, se puso a ello con naval determinación. Tanta, que a los pocos días Buße acompañado de Wichelhausen, firmaba el acta de concesión, mientras durase la guerra, de una parcela de dieciocho hectáreas que a partir de aquel día se llamaría Steniatal. A la semana o poco más llegaron los aperos y el tractor que Frau Wichelhausen localizó en un Kapali Çarşi donde salvo cruceros de batalla podía encontrarse de todo, de modo que los marinos de la MD pudieron dedicarse a roturar el terreno. En cuanto a semillas, las procedencias fueron diversas. Unas llegaron de Rumania, otras de Bulgaria y buena parte del Reich. El agua no faltaba, ni la mano de obra —las tripulaciones respondían con entusiasmo a la oportunidad de transformar Steniatal en un vergel alemán—; tampoco los animales, aunque no para tracción. En cosa de semanas la cabaña de cabras, borregos, gallinas, conejos, patos y ocas llegó a ser notable. Solo faltaba el elemento imprescindible para toda explotación agraria: el estiércol. Un proverbio de los campesinos alemanes dice de él que no es un santo, pero hace milagros. El primero se alcanzó gracias a la sonrisa de Frau Wichelhausen, que se plantó en una cercana yeguada militar donde los esforzados sementales y las entusiastas yeguas producían numerosos equinos para los ejércitos otomanos. Tras un agradable té con el capitán al mando, se acordó que la yeguada suministraría cada día toda la mierda que la MD se pudiera llevar, a cambio de un continuado suministro de huevos recién puestos, una vez las gallinas húngaras comenzaran a producir. Meses después Steniatal era una explotación agraria mucho más eficaz que ninguna de las que se tuviera noticia en el Osmanisches Reich. Funcionaba con el orden y la disciplina de la KM, aunque con la sabiduría de generaciones y generaciones de campesinos alemanes educados en la dura vida de los hombres del campo. La producción bastaba y sobraba para la MD, tanto que los tripulantes de los barcos otomanos también se beneficiaban del milagro; su contribución era más humilde, aunque también necesaria: ellos eran los que cada mañana iban a buscar el estiércol a la yeguada. Souchon no podía mostrarse más orgulloso del asombroso rendimiento de la iniciativa. No se olvidaba de quien alumbró la idea, la misma que aquella mañana cocinaba una extraordinaria paella de arroz búlgaro para los tripulantes del Yavuz Sultán Selim y el Midilli, para lo cual se había hecho con refuerzos: las nada feas hijas, Henriette y Gabriele, del Generalfeldmarschall Liman von Sanders, así como varias esposas de oficiales de las que venían a pasar una semana con sus maridos, en la esperanza de regresar al Reich felizmente preñadas. Aceptaban que menear el arroz y el sofrito no era complicado, y además les divertía la maliciosa explicación de Frau Wichelhausen, la de que hacerlo frente a los barracones, bajo la expectante mirada de las tripulaciones, les haría sentirse tan adoradas como quizá no volviese a ocurrirles en sus vidas.
—Va usted a conseguir que la canonicen, Queralt.
El tono del vicealmirante era formal, pero se le veía contento. Mantener alta la moral de los tripulantes era poco menos que milagroso, y buena parte de la clave del milagro se hallaba junto a él, probando del cucharón el punto de la paella.
—No es para tanto, Euer Exzellenz.
—Bien sé yo que sí. ¿Me deja probar?
Frau Wichelhausen, sonriente, le tendió el cucharón.
—Apostaría lo que fuese a que, una vez se coman todo esto, hasta el último marino del Goeben se dejaría matar por usted.
—Muchas gracias, pero bien sé que no. La paella catalana es un plato muy normal. Y la mar de humilde, además. No tiene nada que justifique lo que usted dice.
—Pues el embajador español hablaba y no acababa de las suyas. Le tenían embrujado, a lo que parece.
—Es que las de casa las hago para el senyoret. Todo pelado, vaya. Dan más trabajo, pero el resultado es mucho mejor.
—Hábleme usted de la paella del senyoret.
Queralt lo hizo durante algo menos de un minuto, bajo la hechizada mirada de un vicealmirante que rara vez consentía relajarse como lo hacía entonces.
—Espero que algún día me dé a probar una.
—El domingo que viene, si le parece. O el viernes. Así habrá menos riesgo de que la CUP se apodere de usted.
—¿Puedo llevarme a Liman? Me consta que, tras el informe que le pasen sus hijas, se morirá de ganas, él también.
—En casa les esperamos, mi marido y yo. A las doce.
—Allí estaremos.
El vicealmirante, solemne, se llevó la mano a la gorra. Recibió, a cambio, una gran sonrisa, de un tipo del que había oído hablar, aunque sin jamás verlo en persona. Le pareció tan cálida, tan de muy buena mujer, que no pudo evitar el devolverla. Definitivamente, Frau Wichelhausen era la Circe de la MD. Con gotas de Lorelei. Si no por otra cosa, por los inmensos fanales grises con que Dios, o el demonio, la habían bendecido.