Martes, 19 de mayo de 1914
Un Wichelhausen entristecido esperaba en Karaköy la llegada de un lanchón, el que a las diez de la mañana llevaría de regreso al Goeben a los tripulantes que habían disfrutado un permiso de veinticuatro horas. Estaba tan concentrado en dar con una excusa que le permitiera disfrutar unas pocas más en tierra, que no se apercibía de que los marineros repartidos por el muelle oteaban al noreste con gesto preocupado. Cuando reparó en el hecho no le costó entender: una densa columna de humo se alzaba no muy lejos, en algún punto cercano al Bósforo. Casi al mismo tiempo se acercaba el lanchón, aunque las voces que les llegaban no eran las usuales, las de apremiar. Sonaban distintas, muy fuertes, hasta el punto de que aun antes de amarrar ya distinguía la en verdad poderosa voz de un contramaestre que pedía voluntarios para combatir un incendio que amenazaba la ciudad. La respuesta fue unánime por parte de los que aguardaban en el muelle, como ya lo fue la de quienes descendían, con aire resuelto, no de uno, sino de tres lanchones, totalizando ciento cincuenta hombres entre los unos y los otros. Muchos eran fogoneros y carboneros tiznados de carbón, lo cual les confería un aspecto terrible. Cargaban con los útiles de vérselas con incendios, el horror más temido en un buque de guerra: cuerdas, hachas, escalas y mangueras. Encabezados por dos policías otomanos que habían pedido ayuda en el Goeben, rompieron marcha rumbo al incendio, con dos oficiales al frente. Uno, un teniente que había venido en el primer lanchón; el otro, un Wichelhausen resuelto a cumplir con el deber de los oficiales de la KM cuando fondean en puertos extranjeros: colaborar en toda catástrofe que acaezca, como si aquello, en lugar de Beyoğlu, fuera Kiel.
El incendio devoraba un cuartel construido por ingenieros franceses durante la guerra de Crimea. Su estructura era de madera, por lo que no solo ardía como una tea, sino que se derrumbaba por momentos. En su cualidad de cuartel estaba deshabitado, pero su enfermería rebosaba. Los bomberos, que no eran muchos, hacían lo que podían frente a unas llamaradas incontenibles; los pocos soldados de la guarnición se afanaban en sacar del inmenso fogón a los doscientos internos del hospital, así como a varias docenas de arrestados de los que casi nadie se acordaba. Los marinos del Goeben, encabezados por el único de sus oficiales capaz de comprender a los desbordados bomberos y de sincronizarse con la desorganizada tropa otomana, se concentraban en la enfermería con disciplina ejemplar, tan ejemplar que no les dejó ponerse a salvo cuando uno de los techados empezó a desplomarse. Desde ahí, la prioridad de los supervivientes fue auxiliar a sus camaradas, unos aplastados, otros abrasados y buena parte ambas cosas. Dos suboficiales y tres marineros fueron extraídos con aspecto de no seguir mucho más entre los vivos; una docena más mostraban evidencias de no tenerlo mucho mejor. Wichelhausen, a quien una viga le falló por centímetros la cabeza, pese a todo no salió muy mal librado; apenas un antebrazo tolerablemente achicharrado y un uniforme irrecuperable. Al tiempo, y ya evacuado, el en otro tiempo airoso cuartel de Taçkiçla’da terminaba de venirse abajo entre llamas, humo y nubes de polvo. Ya solo era cosa de concentrar los esfuerzos de los bomberos y los soldados, así como los de numerosos marinos procedentes de otros barcos, en evitar que las llamas se contagiaran al vecino Beyoğlu. Pasadas dos horas se dio por alcanzado el objetivo, con el explicable alivio de la multitud. A la llegada de los representantes del gobierno, Talat Paşa en cabeza, los más graves ya estaban en un hospital; con ellos, los cinco marinos de peor pronóstico, a los que se sumaron varios de sus compañeros, encabezados por el chamuscado Wichelhausen, para no dejarlos solos frente a la sospechosa medicina otomana. Una vez desinfectado y vendado por un enfermero de gran mostacho, se cuadró frente al ministro de la Guerra, que no podía dejar de personarse donde un incendio había liquidado veinte soldados otomanos, siete bomberos y tres marinos alemanes. Al verse frente al altísimo teniente —había treinta centímetros de diferencia entre los dos—, le reconoció en el acto, pues era de los que tres días antes habían cenado en su palacio con Souchon, el cual presenciaba la escena con marcial solemnidad. Eso le valió, a Wichelhausen, un abrazo a la turca inmortalizado por los fotógrafos que perseguían a Enver Paşa como los peces piloto a los tiburones. El Nachrichtenoffizier se lo tomó con indiferencia. Su mente, distraída, se concentraba en que ya tenía la excusa para otras dos noches en el Pera Palas.